lunes, enero 06, 2025

Algunos cómics de 2024 que nos han encantado

Resucitamos este blog casi comatoso para cumplir la tradición y celebrar los Reyes Magos con nuestra lista de los mejores cómics del año (nos damos cuenta, según escribimos esto, de que el tono de nuestras preferencias este curso es bastante sombrío; el reflejo de los tiempos, suponemos). Tenemos que reconocer también que este 2024 no hemos leído tantos cómics como nos hubiera gustado. Los rigores familiares y laborales junto a la diversificación de proyectos y dedicaciones (seguimos, por ejemplo, aireando y promocionando La normalización postmoderna -1989-2021-, el libro que publicamos a finales del año pasado con Ediciones Marmotilla) han reducido esta lista anual a una selección dentro de lo más selecto. Nuestros musts comiqueros de 2024 son...

Domingo flamenco (Fulgencio Pimentel), de Olivier Schrauwen: Está comparando la crítica, con cierta insistencia, este último trabajo de Schrauwen con el Ulises de James Joyce. Ambos, es cierto, prestan atención a los detalles de la vida, a las muchas cosas que pasan a nuestro alrededor mientras nosotros pasamos de largo; a las intrincadas conexiones que se esconden detrás de esos detalles. Detrás de su falsa linealidad, Schrauwen, como hiciera Joyce, intenta capturar la simultaneidad de la existencia en un recorrido inductivo-cronológico: toda la complejidad del cosmos reflejada en un día cualquiera de una persona cualquiera, lo vulgar y lo cotidiano. Y lo hace siempre sin soluciones obvias, con recursos discursivos propios del medio que maneja y con una originalidad pocas veces vista antes (aunque ya se alumbrara en sus trabajos precedentes). No se trata sólo de lo que cuenta (un tour de force existencial) sino de cómo lo cuenta. También en Domingo flamenco, como en Ulises, encontramos ejemplos de stream of conciousness (fluir de conciencia), pasajes que, en forma de insertos (fantasías, recuerdos, elucubraciones…), interrumpen el flujo cronológico de acontecimientos. Son pausas narrativas cuya dinámica se circunscribe a un plano psicológico: ayudan a construir la complejidad interior del personaje. Una complejidad que Shrauwen resuelve siempre con soluciones gráficas. Porque, en su ambición narrativa gráfico-textual, Domingo flamenco no podría existir más que como lo que es, un cómic. ¡Y menudo cómic! Seguramente el mejor que hemos leído en mucho tiempo. Para lectores exigentes.

El color de las cosas (Reservoir Books), de Martin Planchaud: La novela gráfica de la que ha hablado todo el mundo este año. Confesémoslo, era imposible que El color de las cosas pasara desapercibido. Planchaud ha facturado el juguete vanguardista de 2024, un ejercicio de estilo que, no lo duden, dejará huella en otros trabajos por venir; aunque, en muchos sentidos, se trate de un aparato ficcional que se agota en su misma propuesta y que, esperamos, no debería pasar de inspiración instrumental. El color de las cosas lleva al extremo el empleo comicográfico de la señalética y la secuenciación diagramática que ya habíamos visto en autores como Lars Arrhenius o, sobre todo, en el genio Ware; lo hace prescindiendo literalmente del dibujo figurativo, para quedarse con elementos del diseño industrial (diagramas, símbolos, leyendas y mapas conceptuales, planos de planta y alzados, etc.). La historia que se cuenta en sus páginas (las desventuras suburbanas del adolescente Simon Hope), es, en realidad, lo de menos: un drama de barriada inglesa a lo Ken Loach con giros de thriller extrañado (Hermanos Coen, Guy Ritchie, etc.). Formalmente, sin embargo, este cómic es una ruleta rusa con todo el tambor cargado. Sorprendente osadía la del señor Planchaud.  

Deep Me (Salamandra Graphic), de Marc-Antoine Mathieu: Mathieu es uno de los grandes revolucionarios del lenguaje comicográfico de los últimos años. No deja de abrir caminos y nuevas vías de expresión a partir de las viñetas. Y esta última reflexión es especialmente sustanciosa en el caso de Deep Me, porque sus páginas son apenas eso, viñetas negras repletas de texto casi sin imágenes, una secuenciación en el vacío que pone en solfa y da la vuelta a uno de los debates más repetidos en la teoría del cómic reciente: ¿Cuál es la correlación exacta entre imágenes y texto en un lenguaje doblemente articulado como el del cómic? Existen numerosos ejemplos de obras en las que la palabra es meramente testimonial (véanse los cómics del noruego Jason, por ejemplo), pero ¿podemos encontrar, incluso en estos casos, una presencia latente de la palabra por lo que respecta a la construcción de la historia? Deep Me, como ya hemos anticipado, pone este debate patas arriba: en sus páginas, Mathieu cuenta la historia de un hombre en coma, un individuo que es poco más que consciencia esporádica y al que el resto de los personajes (cuyas presencias sólo vienen determinadas por globos de diálogo sobre viñetas negras) perciben como un vegetal. Pero con Mathieu siempre hay sorpresas. Lo que parecía un estudio en viñetas de la mente y el subconsciente, pronto empieza a girar hacia géneros como el thriller, la distopía, la ciencia ficción ciberpunk y, en última instancia, el relato cosmogónico. Y hacen acto de presencia palabros como “panspermia” o “abiogénesis”, con el ánimo de ser descifrados. Brillante.

Lo que más me gustan son los monstruos. Libro Dos (Reservoir Books), de Emil Ferris: Obviamente, después del sopapo que supuso la primera parte de Lo que más me gusta son los monstruos, este segundo libro no podía causar la misma impresión ni tener el mismo impacto. Es lo que tiene el factor sorpresa. Todo suena a conocido en la nueva entrega de Ferris, desde la biografía ensoñada de esa niña Karen Reyes protegida detrás de su autorrepresentación monstruosa y su peligroso hermano lumpen Deeze, a la desbordante exhibición gráfica de Ferris, con sus falsas portadas de cómics de terror y su interpretación felizmente libérrima de lo que "debería" ser un cómic; y, sin embargo, este nuevo volumen de Lo que más me gusta son los monstruos sigue teniendo esa misma propiedad hipnótica de su primera entrega; el mismo magnetismo alucinado y arrítmico que nos invita a pasar páginas hasta perdernos entre su laberinto de perdedores, subtextos y zonas de información no revelada. Los hallazgos y descubrimientos detrás de cada metarrelato. Ferris no es ortodoxa en ningún sentido, ni falta que hace. Su propuesta es tan marciana que entras en ella o no lo haces, sin medias tintas: aceptación o rechazo. O la fascinación o el aburrimiento sin remisión. En cualquier caso −y esto no nos lo negará nadie− sobreviven la maravilla y el asombro visual ante esas páginas de papel tramado virtuosamente garabateadas con bolígrafo y pinturillas que filtran al Crumb más realista de sus cuadernos de retratos por el tamiz mágico y fantasioso de un Chagall enloquecido.

Una mujer de espaldas (Salamandra Graphic), de Yamada Murasaki: Honestidad brutal. Ya desde su título, Murasaki anuncia sus intenciones: denunciar el papel sumiso y silenciado de las mujeres y amas de casa en la muy tradicional y machista sociedad japonesa de los años 80. En primera persona y con una sensibilidad autobiográfica a flor de piel, la dibujante nipona desgranó entre 1981 y 1984 pequeños episodios cotidianos de la vida diaria de una madre y ama de casa en las páginas de la revista Garo; la publicación más radical y experimental del cómic japonés del siglo XX (y a la que debemos el descubrimiento de maestros del extrañamiento poético como Shin'ichi Abe o Seiichi Hayashi). Pero sería un error leer Una mujer de espaldas como un ejercicio de localismo coyuntural. Las situaciones que describe y las reflexiones profundas en primera persona de su protagonista descubren una problemática común a todas las sociedades recientes, especialmente durante el siglo pasado, la de la perpetuación de los roles del patriarcado, la reclusión en el hogar y la falta de oportunidades laborales para la mujer. Con un trazo esquemático y realista, muy fluido, Una mujer de espaldas aborda en toda su complejidad temas como la maternidad, la vida en pareja, los roles familiares y la liberación femenina.

Se está muy sola en el centro de la tierra (Norma Editorial), de Zoe Thorogood: Otro autor joven (autora en este caso) que se embarca en un slice of life autobiográfico. Otro cómic con unas más que evidentes influencias del shojo manga, con altas dosis de narcisismo autocompasivo y torturado espíritu adolescente. Más, en definitiva, de esa autoficción metarreferencial y autoconsciente que todo lo invade en esta postmodernidad tardía. Correcto. Pero Zoe Thorogood es una narradora con un talento fabuloso. Dibuja como los ángeles y, además, domina los recursos del simbolismo iconográfico y la interdiscursividad como si llevara mil vidas en esto. Se está muy sola en el centro de la tierra recoge, bajo el formato de un diario gráfico heterodoxo, multilineal y ecléctico, seis meses de la vida de su autora, en un periodo de profunda depresión. Thorogood no tiene pelos en la lengua ni grandes dificultades para manejar metáforas visuales que traduzcan sus sentimientos en unas imágenes impregnadas de cultura pop. Recurre con naturalidad a la ironía y el sarcasmo para evitar el exceso de autoindulgencia y el patetismo. Y por encima de todo ello, un acercamiento valiente y desinhibido a un asunto espinoso como la depresión y la bipolaridad.

El invasor (Astiberri), de José Antonio Pérez Ledo y Alex Orbe: Somos criaturas resilientes los seres humanos. Pasamos del esto no lo olvidaremos nunca y el nunca seremos los mismos al regreso irreflexivo al punto de partida. La pandemia del COVID de 2019 nos enseñó que aprendemos poco. Por eso, no está mal que alguien vuelva a "hurgar en la herida" y que nos recuerde que no todos salieron indemnes del batacazo. El invasorrecupera las sensaciones de aquellos días nefandos, con sensibilidad y espíritu constructivo. Nos muestra algunas de las historias de superación que nacieron de la tragedia y nos ayuda a mirar al pasado desde la humanidad. Sus protagonistas son dos de tantos aquellos personajes anónimos que perdieron un poco de su vida en aquellos días, dos personajes que no se conocían pero permanecerán unidos por siempre gracias a sus cicatrices compartidas y a su vitalismo. La caricatura detallista de Orbe da forma a una historia que desborda aquellos días de miedo, reclusión e inmersión digital, porque El invasornos habla, sobre todo, de la generosidad y de la valentía; de forma idealizada y un tanto edulcorada, seguramente, nos pone delante de un espejo moral en el que a todos nos gustaría reconocernos (aunque nuestro reflejo durante aquellos meses no fuera siempre así de nítido).

Cuando el viento sopla (Blackie Books), de Raymond Briggs: Vale, no es una novedad ni en nuestro país (el Círculo de Lectores ya lo publicó allá por 1984, sólo dos años después de su edición original en Reino Unido). Pero es que (como sabrá quien siga este blog) somos muy fans de Briggs, y When the Wind Blows es una maldita obra maestra; la mejor entre las suyas. Un cómic que se anticipó a su época y que plasmó la idea de "novela gráfica" antes de que nadie pensara ni en una etiqueta para tal cosa. Su repercusión e influencia en Reino Unido fue importante, como demuestra el recorrido transmedial de la historia (que en su ya larga vida ha vivido adaptaciones radiofónicas, teatrales y cinematográficas; algunas de ellas muy exitosas). Aunque lo mejor de Cuando el viento sopla es que ha envejecido como lo hacen las grandes historias. Si en su momento fue un trabajo tremendamente original, da la sensación de que el tono atómico-apocalíptico de su propuesta es más actual que nunca, lamentablemente. Pero si hay algo que deja poso en este cómic es su humanidad y su fe en el ser humano corriente, en el hombre de a pie que lucha cada día por ser feliz y sobrevivir en un entorno sobre el que tiene poco control. En el monográfico que le dedicamos a Raymond Briggs hablábamos de ello y de la naturaleza autobiográfica de sus primeras novelas gráficas, de los muchos rasgos que sus protagonistas tomaban de sus propios padres; explícitamente en Gentleman Jim y Ethel and Ernest, pero también en esta historia emocionante que tenemos entre manos.

La carretera (Norma Editorial), de Manu Larcenet: Nunca hemos sido muy partidarios de cómics que nacen de adaptaciones literarias, al menos de las que se basan en libros que nos gustaron mucho. Y, sin embargo, sería injusto negarle su grandeza a este trasvase a viñetas del libro de Cormac McCarthy. El dibujo a cuchillo y sangre de Larcenet consigue el tono desesperanzado, desgarrado y cruel que exigía una de las distopías más crueles e implacables del panorama ficcional contemporáneo. Perdón. ¿Has dicho Larcenet? ¿El de Los combates cotidianos? Ese sí, pero también el de Blast; no se olviden (que, bien pensado, es la transición lógica entre aquella que le catapultó a la fama y esta otra nueva obra). La carretera cambia la caricatura y la ironía por un estilo visual tenebrista (entre el detalle de la ilustración decimonónica de, pongamos, un Gustave Doré y el rayado realista gore de los cómics de terror de la EC; acuérdense de Ghastly Ingels, por ejemplo) y una atmósfera silente y desolada. Sus viñetas discurren entre la ceniza, el frío gélido, la devastación y los cadáveres apergaminados, una pesadilla del fin del mundo sin hueco para la esperanza. Una exhibición gráfica asombrosa para una de esas lecturas de las que no se sale indemne.

Dulces tinieblas (Norma Editorial), de Vehlmann y Kerascoët: Marie Pommepuy y Sébastien Cosset (el dúo de creadores detrás del pseudónimo Kerascoët) han dedicado parte de su carrera a recuperar el espíritu perverso (y muy adulto) que inspiraba gran parte del folclore y la cuentística tradicional. Este año se ha publicado en nuestro país este trabajo que facturaron en 2009 sobre un guion de Fabien Vehlmann. Detrás del preciosismo de su estilo infantil, amable y luminoso, Dulces tinieblas, por ejemplo, tiene una de las introducciones más desasosegantes y mórbidas que podemos recordar. La premisa de partida es tremendamente original: ¿y si al morir no fuera el alma lo que abandona nuestro cuerpo sino todo nuestro corpus de creencias, sueños e imaginaciones? A partir de ahí, se desencadena toda una ceremonia de la crueldad en el contexto de un excéntrico infantil sin límites morales, eso sí, habitado por criaturas mágicas y animalillos del bosque. El edificio maravilloso de la literatura infantil al servicio de una lógica darwiniana terrible e inmisericorde. 

Bola ocho (Fulgencio Pimentel), de Daniel Clowes: Ya habíamos visto casi todo lo de Clowes publicado en nuestro país (en algún caso, como el de Como un guante de seda forjado en hierro, tanto de forma episódica como en un tomo único), pero el volumen que nos ha regalado Fulgencio Pimentel recopilando todos los fanzines Eight Ball que Clowes publicó entre 1989 y 1997 es un trocito de historia del cómic. En sus páginas, aparecieron de forma seriada algunos de los mejores cómics de todos los tiempos, como la mencionada Como un guante..., Ghost World o Ice Haven. Este volumen incluye todos los números desde el primero hasta el 18 tal y como se editaron en su día, incluyendo las portadas, las cartas de los lectores y diverso material extra. Aunque en realidad Eight Ball contó cinco números más, hasta 2004 (incluyendo tres historias únicas ya editadas en nuestro país en libros individuales: David Boring, Ice Haven y Death Ray), esta edición canónica de Bola ocho se basta y se sobra para explicar buena parte de los itinerarios y modelos narrativos seguidos por el cómic en las tres últimas décadas. Fundamental.