Una de las cosas que más nos gustan de las narraciones japonesas es su medida del tiempo, el espacio que sus historias le ceden a procesos tan cotidianos como la meditación o la contemplación. En los relatos occidentales los realizadores, escritores y dibujantes (estos dos últimos en menor medida) han acostumbrado al espectador al vértigo, a la cascada de acontecimientos, como única forma de interpretar una realidad que, a causa de este mismo hecho, cada vez parece menos real, o lo que es peor, menos verosímil. Es la trampa y la contrapartida de los mil planos por segundo: el joven espectador de cine hollywoodiense vive instalado en el frenesí y cualquier estética que no atienda a las, por otro lado, ya viejas técnicas de montaje del videoclip y de la publicidad, se le antojará lenta, aburrida y morosa. Para algunos de estos jóvenes espectadores hasta El Señor de los Anillos parece cine francés de los 60.
Por eso, de vez en cuando no hay como regresar a la narrativa japonesa para reencontrarse con el peso de las horas y la caída de los días. Reconocemos que los libros de Kawabata y el cine de Imamura nos han producido más de un bostezo, pero, por contra, hemos encontrado grandes momentos de paz interior gracias a autores como Natsume Soseki y Kenzaburo Oe, junto a cineastas como Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, y, por supuesto, con dibujantes como Tezuka o Taniuchi.
Dentro de nuestros esquemas mentales occidentales, nos encanta que el mundo del anime se entienda como una prolongación, una rama más de esa tradición narrativa japonesa, sin caer casi nunca (excepto cuando ese es el fin que se busca) en el prejuicio de interpretar el dibujo animado como una técnica consustancial de una audiencia infantil: hay un cine adulto y un cine infantil, del mismo modo que existen películas de animación infantiles, mientras que otras tienen a un público adulto como destinatario. En este lado del mundo, nos ha costado, pero parece que ya lo hemos comprendido (sucedió igual durante mucho tiempo con el caso del cómic, seguro que lo recuerdan).
Luego, existe un tercer grupo de películas de animación que por la riqueza de su mensaje y por sus logros técnicos no parecen ir destinadas a una franja de espectadores concreta, sino que se disfrutan a cualquier edad de modo y manera diferente. Puede que Una carta para Momo (2011), de Hiroyuki Oriuka, encaje bien en este último grupo, en el que también tendrían cabida las películas de Miyazaki o las de los genios de Pixar.
El film de Oriuka nos ha recordado a otra cinta de la que hablamos aquí no hace tanto, nos referimos a Cinco centímetros por segundo, de Makoto Shinkai, con la que Una carta para Momo comparte cierto poso lírico reflexivo, una factura técnica estilizada y elegante, y una protagonista juvenil de naturaleza hipersensible. El fin que nos ocupa ahora, sin embargo, conecta más bien, por su tema y por su acercamiento a la espiritualidad religiosa tradicional japonesa, con el cine animado del maestro Miyazaki.
Una carta para Momo comienza con el viaje de una niña que tiene que superar el trago amargo de haber perdido a su padre. Con este fin, con la idea del viaje y la muerte siempre presentes (la muerte como viaje), Momo y su madre buscan refugio en la isla familiar en la que viven sus ancianos tíos. La isla, el pueblo, la naturaleza como refugio. No contamos más que este arranque del relato; tampoco es necesario, ya que la película de Oriuka es en realidad una reflexión acerca de la tradición espiritual nipona a través de los ojos de su joven protagonista.
Cuando visitamos Japón hace unos años, les contamos lo mucho que nos sorprendió la ausencia de tragedia que existe en su concepción de la muerte o en su relación con los antepasados desaparecidos. Sus diferentes vías de culto, manifestadas en templos, altares y lugares santos, están cruzadas de elementos sintoístas, taoístas y budistas que conectan su mundo espiritual con la tierra que pisaron sus ancestros, con la naturaleza entendida como ente vivo a quien todos regresamos finalmente y con la pervivencia espiritual de aquellos que ya han desaparecido. Es una concepción apacible y serena de la religión, un estado interior que todavía pervive de forma efectiva en muchos niveles de la vida japonesa contemporánea, incluso dentro del frenesí cotidiano de sus grandes urbes, gracias a sus inmaculados parque y jardines, la pervivencia de ceremonias ancestrales (como la del té) o el trato siempre respetuoso que se le depara a todo bien público o espacio de "disfrute" colectivo, entre los que se incluyen templos y rincones de culto.
Dentro del arte y la cultura japonesa, los espíritus cumplen una función de deidades terrenales que consiguen simbolizar y dotar de rostro (dar presencia) a fenómenos naturales, hechos inexplicables y procesos interiores. El mundo de los espíritus es una constante en la obra de mangakas como Hideshi Hino o Yoshiharu Tsuge; era también el tema central de la excelente NonNonBa, de Shigeru Mizuki y lo es de Una carta para Momo: los fantasmas del pasado que, como espíritus, regresan al presente para liberarnos de aquel o, tan sólo, quizás, para ayudarnos a superarlo.
Quién no se dejaría abrazar y proteger por fantasmas así. A veces todos necesitamos caer en procesos contemplativos para recuperarnos de nosotros mismos y poder levantar el espíritu.