La penúltima joya del Estudio Ghibli, estrenada en la era post-Miyazaki, se titula El cuento de la princesa Kaguya y a simple vista se parece en poco a las producciones que han situado en un puesto de privilegio en la historia del cine al estudio japonés. Comparte con aquellas, no obstante, un preciosismo visual hipnótico y la misma magia que convertió a Miyazaki en un genio de la animación. Así lo reconoció también Hollywood que nominó la cinta de Isao Takahata (que es en realidad la otra mitad de Ghibli, como bien nos ha informado algún amigo de este blog) entre las candidatas a la mejor película de animación de este año.
Una mañana de primaver, un leñador de bambú se encuentra un brote temprano del que nace una pequeña princesa, una niña diminuta que pronto se convertirá en un bebé rubicundo. Cuando la lleva a su casa, su mujer la recibe como la hija que nunca tuvieron. La vida de los dos ancianos campesinos adquiere entonces un nuevo sentido y se llena de una felicidad desconocida.
El cuento de la princesa Kaguya es una fábula mágica que conecta la fantasía con las cosas sencillas de la existencia, un canto a la naturaleza, al paso de las estaciones y a la tradición. A partir de la historia de esa princesa que nació de un brote de bambú y que crece, aprende y se desarrolla fuera de los plazos humanos, esta película ofrece una reflexión simbólica acerca del ciclo de la vida muy acorde con la sensibilidad y la espiritualidad japonesas.
Como sucedía en casi todo el cine de Hayao Miyazaki, El cuento de la princesa Kaguya recoge la conexión directa entre naturaleza y espiritualidad (no lo llamemos religión) que fundamenta el taoísmo, el sintoísmo y el budismo en su derivación zen japonesa. Según la cultura nipona, nos debemos a la tierra, a los árboles y a los animales, porque animales somos y a la tierra regresaremos. Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen en nuestro periplo por la tierra de los vivos. Otros espíritus y fantasmas (el panteón infinito de yôkais) nos admonizan, guían y ayudan a temer aquello que no nos conviene. Como en las viejas religiones animistas, en Japón todavía la naturaleza es algo sagrado. Se cree en su magia y en su cualidad generadora de vida, en su papel fundamental en el bucle de la vida que culmina con la muerte y la reencarnación.
Para narrar una historia sencilla, de espíritu lírico y puro, como ésta, no deberían hacer falta demasiados artificios visuales. Así lo ha entendido Takahata, que prescinde del brillante acabado digital contemporáneo o de la exhuberancia gráfica habitual de Ghibli, para apostar por la falsa simplicidad de un dibujo que parece trazado con carboncillo y tenues colores acuarelados. Un cine que remite a las animaciones del pasado, al trabajo mucho más artesano de maestros como Raymond Briggs o Aleksandr Petrov. El resultado es de una sencillez y una belleza abrumadoras: la plasticidad de los árboles en flor, la hierba mecida por el viento, los mantos de flores que visten la primavera y la vida animal en todas sus manifestaciones, tan estrechamente unida a la muerte, surgen con naturalidad.y nos recuerdan (esa es la intención) a las viejas ilustraciones japonesas, con montes nevados y sus cerezos en flor; tan minimalistas y evocadoras, también. La pureza de línea se combina en algunas secuencias con un trazo expresionista que busca transmitir sensaciones agitadas y emociones más turbulentas que las que predominan en la cinta: como en esa escena en la que Kaguya escapa de su presente cortesano y corre como espíritu que se difumina hasta llegar a los bosques soñados de su pasado.
Pero además de hablarnos en clave simbólica del paso del tiempo y de los ciclos vitales, esta cinta es un alegato a favor de la vida rural, un homenaje a los viejos oficios tradicionales (leñador, alfarero, tejedor, carpintero...) y un "menosprecio de corte". Sencillez frente a sofisticación, la libertad de vivir con los ritmos del día frente a las rigidas estructuras convencionales de la vida en palacio. Lo cual no quita para que los episodios que muestran la estancia de la princesa Kaguya en el palacio sean de nuevo un goce visual, un despliegue costumbrista de arquitecturas, mobiliario, coloridos kimonos y vívidos paisaje urbanos de una ciudad japonesa imperial.
Lloramos en su día la retirada del maestro Hayao Miyazaki (que al parecer no fue tal), junto a él, se retiró también su amigo Isao Takahata. Sólo nos resta esperar que el legado de Ghibli continúe en manos de directores tan sensibles y dotados como ellos, quizá así podremos volver a admitir que las penas con gran cine pesan menos.