viernes, noviembre 27, 2009

Una cita con morbo...

Para ir calentando el fin de año, el día 1 de diciembre, en ésta, su pantalla amiga, hablaremos de...

lunes, noviembre 23, 2009

The Reverse Graffiti Project: "ensuciando" con agua.

No es casual que lleguemos a Paul Curtis (alias Moose) y su proyecto Reverse Graffiti Project a través de nuestro buen amigo Pejac (¿les hemos dicho lo lustroso que luce su blog últimamente?). Cuestión de estencils: ya saben, esas plantillas (de acetato, como el de las radiografías, o similares) que se utilizan para dejar pulcrísimos grafitis en muros y demás mobiliario urbano; ironía callejera sofisticada y aparente (sic. Superman de la derecha).

El caso de Reverse Graffiti Project es insólito, por lo que tiene de paradoja más allá incluso de lo postmoderno: el burguesismo más inmovilista ha tenido a los artistas urbanos y grafiteros por vándalos, así en bloque y sin distinciones (que no negamos que los haya, como en todas las esferas); salvajes ensuciaparedes, destructores incívicos de la armonía ciudadana. Moose junto al documentalista Doug Pray decidieron el 14 de abril del 2008 darle un giro de 360 grados al prejuicio y toda su argumentación conservadora: recorrerían la ciudad de San Francisco (fuente de otras trasgresiones muy poco retóricas en épocas precedentes) y la inundarían de estencils a mayor gloria de la ética ciudadana y el ecologismo urbano. ¿Cómo? Limpiando sus muros con patrones artísticos. En vez de pintar sobre los muros con tinta o spray, utilizarían agua a presión sobre sus plantillas y estencils superpuestos sobre muros ennegrecidos por la polución, el humo y la mierda propia de los nucleos civilizados, para dejar en ellos sus armónicos diseños florales y críticas gráficas. Un ejercicio dibujístico lleno de humor, ironía y bastante ácido disparado a presión contra las incosecuentes conciencias mojigatas de las sociedades hiperdesarroladas (abajo tienen uno de los muchos vídeos ilustrando el proceso). Nos lo explica sucintamente el propio Moose:

I'm not the world's biggest environmentalist, but it's impossible not to tow the environmental line," Moose tells the camera. "The whole core of what I do is based around drawing in pollution and writing in nature. Nature's voice, if you like, is written in dirt like it would be written in blood.



Así,él y su equipo ilustraron las paredes de túneles, muros y demás joyas arquitectónicas como las que lucen orgullosas en todas nuestras ciudades. Sin embargo, la lectura más interesante de toda esta historia no tiene que ver con la ejecución del proyecto, sino con la reacción de los espectadores administrativos (burócratas del esperpento); lo describía muy bien Pejac en el correo que nos mandó en su día:

Este artista urbano, en vez de meter pintura sobre los muros, lo que hace es quitarles el hollín del humo de los coches...no solo limpia, además dibuja; se hace llamar Moose. Aunque a algunos de nosotros nos pueda parecer increíble, muchas de sus obras artísticas son sistemáticamente "limpiadas" por operarios, con la coña añadida de que solo limpian hasta donde Moose ha intervenido con sus dibujos; el resto del muro, que está negro de contaminación sedimentada, lo dejan tal cual. ¡Sólo limpian los dibujos! ¡Qué santas pelotas! El ser inhumano es la hostia.

Después del éxito, Moose y sus secuaces decidieron seguir "limpiando" paredes en latitudes más exóticas, se llevaron su proyecto a lugares como Eslovaquia. Seguro que allí las bienpensantes y concienciadas autoridades públicas se tomaron el asunto con mucho más humor y salero, al estilo eslavo.

martes, noviembre 17, 2009

El constructivismo deWare. Lecciones de Rodchenko y Popova.

Cada vez más, la figura de Chris Ware se eleva sobre sus coetáneos comiqueros como la de un mesías redivivo de la modernidad artística. Su talento es irrebatible, su ascendencia incuestionable y su aureola de dibujante "mítico" comienza, poco a poco, a adquirir cierto aire irrefutable: y eso que el tipo aún es joven y que no se le conoce, que nosotros sepamos, ningún achaque irreversible. Habrá que admitir que todo es una cuestión de arte o de eso que algunos llaman genio. Lo suscribimos, llevamos mucho tiempo montados en ese barco.
Con motivo de la publicación en nuestro país de su apabullante Catálogo de novedades ACME, se suceden las reseñas, las loas y alabanzas entusiastas. No es para menos. En paralelo, se escuchan y leen elucubraciones cada vez más interesantes acerca de la relevancia del señor Ware en el innegable apogeo actual del cómic y en su también innegable reivindicación como vehículo artístico. Ilustrativos al respecto son algunos de los muchos posts que Pepo Pérez le ha ido dedicado en los últimos tiempos al creador de Jimmy Corrigan. En uno de ellos, se señalaba recientemente la influencia de Ware no sólo en muchos artistas comicográficos actuales (no hay más que ojear el George Sprott de Seth, por citar un sólo ejemplo), sino incluso en artistas de otros campos vecinos como la ilustración (señala Pepo el ejemplo de Will Staehle y sus portadas para los libros de Michel Chabon).
Debe de ser que aún teníamos en mente el asunto, porque resulta que este fin de semana el bueno de Ware se nos a vuelto a aparecer, cual ángel de la revelación artística, cuando menos no lo esperábamos. Aun de genio, se le atribuyen al norteamericano influencias diversas: nosotros señalábamos hace tiempo a ilustradores de finales del XIX, como Walter Crane; es evidente su inspiración en el diseño publicitario de las revistas estadounidenses de los años 20-50 y, por supuesto, hay en Ware mucho de línea clara. Lo que nunca nos hubiéramos esperado es encontrarlo reflejado en la estupenda exposición que el Reina Sofía tiene programada hasta el 11 de enero: Rodchenko y Popova. Definiendo el constructivismo.
No queremos confundirles: estar, Ware no está, claro. Pero, que quieren que les digamos, resulta que hemos tenido que verlos a un palmo de nuestras narices para reconocer que muchos de los diseño utilitaristas de la segunda etapa del Constructivismo ruso recuerdan sobremanera a la estética de Ware: por su perfeccionismo, sus composiciones estrictamente geométricas, sus colores planos, etc. Es curioso: cuando las estrellas del constructivismo (me van a permitir el oxímoron), Popova y Rodchenko a la cabeza, deciden que la mejor forma de servir a la causa revolucionaria es poniendo su arte al servicio del pueblo, es decir invirtiendo sus esfuerzos en proyectos y aplicaciones pragmático-propagandísticas (el diseño de publicidad, portadas de películas y libros, cajetillas de tabaco, cartelismo, escenarios teatrales o prendas de vestir para los camaradas), el constructivismo pierde esa nota de abstracción geométrica que lo había caracterizado y emparentado con pintores como Kandisky. En esa fase de arte pragmático (a partir de las exposición "5x5=25", de 1921) encontramos diseños y tipografías que se han incorporado, en bastantes casos como una "caligrafía" pintoresca, al acerbo del diseño contemporáneo y la iconografía visual. Es precisamente en ese instante cuando los constructivistas más nos recuerdan al Ware "diseñador" o, a fuer de ser justos con la cronología, cuando más se reconoce a don Chris Ware en la obra de las hordas rojas revolucionarias.

Quién lo iba a decir. A lo peor, algunos pensarán, estamos forzando el paralelismo artístico, pero que quieren que les digamos: uno ve el cartel original de El acorazado Potemkin (obra de Rodchenko) y... Claro, que también puede ser que estemos abducidos por el fenómeno y veamos wares donde no los hay. Ahora bien, nos crean locos o no, no se pierdan la exposición del Reina Sofía, porque esa sí que es de las que te hacen perder la cabeza.

miércoles, noviembre 11, 2009

Endurance, de Luis Bustos. Los límites de la aventura.

Es curioso, muchos de nosotros crecimos a la luz de las viñetas de aquellas Famosas Novelas, que anteriormente habían sido Joyas Literarias Juveniles y que, algunos años antes, se habían visto anticipadas por esa hibridación interdiscursiva despreocupada que fue Historias Selección. Las dos primeras colecciones adaptaban al cómic aventuras de clásicos de la literatura, como Verne, Stevenson, Defoe o Twain, mientras que en Historias Selección (la pionera de todas ellas) se combinaban versiones poco rigurosas de los clásicos con páginas de viñetas que adaptaban escenas de la obra, cada ciertas páginas. De niños cada vez que íbamos a casa de la abuela, nos parapetábamos con avidez junto al armario librería para disfrutar de tamaño tesoro; reconocemos que, casi siempre, las viñetas terminaban por captar nuestra atención y terminábamos por olvidarnos de un texto al que sólo volveríamos años después. Famosas Novelas mejoró sustancialmente el ingrediente comiquero y sus páginas adaptativas llegaron a alumbrar a artistas como Víctor Mora, Jesús Blasco o Fuentes Man. Así, poco a poco aprendimos a adorar a Emilio Salgari y sus tigres de Bengala o a Jack London con sus aventuras nevadas en la Norte América de los pioneros.
Lo curioso, decíamos, es que después de tantos años de aventuras adaptadas, ficticias en su mayor parte, lejanamente históricas algunas de ellas (Marco Polo, Lawrence de Arabia...), en la actualidad el cómic se haya olvidado practicamente del género. Imbuido en su proceso de maduración y de adquisición de personalidad artística, pareciera como si el tebeo, al igual que les pasa a muchos adolescentes, últimamente sólo supiera hablar de sus autores, de sí mismo y de los ombligos de ambos (perdón, de sus globos). ¿Dónde quedan los exploradores, los pioneros, los arqueólogos, los grandes capitanes...?
Afortunadamente, Luis Bustos ha decidido que estos tiempos no son tan malos para la épica: Endurance es el tesoro que ha desenterrado de la isla de las grandes gestas. En su entrevista para Guía del Cómic, confiesa donde encontró el mapa de su inspiración:
Hace algo más de un año el Museo marítimo de Barcelona programó una exposición relatando la aventura de Shackleton y su tripulación a través de las fotografías de Frank Hurley, fotógrafo de la exposición. Sus imágenes tenían tanta fuerza y el relato era tan fascinante que, cuando Planeta me pidió que les presentase un proyecto, tuve claro que era la historia que quería contar.
Endurance relata la "legendaria expedición a la Antártida de Ernest Shackleton", uno de esos personajes cincelados en el mármol de la leyenda que sólo parecían posibles en las geografías de hace cien años. Cuando los límites del mundo conocido ya estaban anclados, pero los territorios inhóspitos y las tierras agrestes aún existían, la tierra estaba habitada por idealistas y exploradores de lo insondable dispuestos a llegar a aquellos puntos del globo donde nadie hubiera pisado, escalado o buceado antes. Shackleton vio en la Antártida el límite de sí mismo. Su lucha, muchas veces, no sólo se entendía como factor de superación personal o como un reto contra los elementos, sino como un desafío social (cuánto más en momentos prebélicos como el que nos ocupa) en una época de positivismos científicos, instituciones conservadoras y demandas sociales incipientes. En este sentido, es interesante el diálogo que mantienen O'Donnell, el gacetillero escéptico del Daily Chronicle, y el propio Shackleton, casi al comienzo del libro:
- Por favor, no me malinterprete, señor, pero vivimos tiempos en los que el "heroísmo" no consiste en surcar los mares buscando tesoros y renombre...
- Ja, ja... le entiendo. Cree que las personas como yo... somos anacrónicos.
- Lo que yo piense no importa. El Chronicle me ha pedido que cubra su noticia y lo haré con la mayor profesionalidad que me sea posible.
- Bien. Espero que pueda trasmitir mi entusiasmo a sus lectores... porque la causa lo merece. ¡La expedición imperial transantártica se propone cruzar por primera vez a pie el continente antártico.
En realidad, la inminencia de la Primera Guerra Mundial (estamos en Julio de 1914) le sirvió al gobierno británico como acicate a la hora de financiar un proyecto que habría de traer gestas y reconocimientos a mayor gloria del Imperio; el desarrollo del conflicto fue también la causa principal de que la expedición se situara tantas veces al borde del fracaso debido a las exigencias económicas de la guerra y su reflejo en las arcas reales.

Sería absurdo embarcarse ahora en una cronología argumental de Endurance (nos la regala el propio Luis Bustos). Lo realmente interesante no es el orden preciso en el que se desarrollan los acontecimientos del cómic (de la historia), sino la inteligencia con que Bustos construye el armazón de su relato y la pericia con la que distribuye el andamiaje de sus escenas sobre la página (en ocasiones de un modo verdaderamente osado e imaginativo). Arranca Endurance in media res, con imágenes de la expedición en marcha y el presagio tormentoso de tragedias por acaecer; sobre las imágenes, dentro de unas didascalias, el texto anacrónico de un anuncio en prensa que habría de pasar a la historia: "Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo bajo, frío extremo, largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito (Anuncio publicado el London Times el 29 de diciembre de 1913)".
Tres o cuatro secuencias más tarde, un nuevo salto temporal, nos devuelve a Londres, un 1 de julio de 1914, el día de la mencionada entrevista con el reportero del Daily Chronicle. Salvando las distancias (de la ficción y el género, que no del tono épico), este jugueteo cronológico nos recuerda sobremanera a otra expedición mítica y al comienzo de otra aventura igualmente trágica: la de aquel doctor que intentó luchar, no ya contra los elementos, sino contra la misma condición humana y su naturaleza caduca; aquel Víctor Frankenstein que, como leíamos en las primeras páginas del libro, llega hasta el Ártico para destruir al monstruo, al hijo creado de la nada y convertido en bestia.
Bustos construye su historia a base de los impulsos de su personaje principal. Ernest Shackleton es un ser obstinado, una persona con tanta fe en sus ideales y convicciones, que es capaz de arrastrar a tripulaciones enteras hacia aventuras imposibles. En Endurance ("resistencia; fortaleza; entereza" en inglés) se observan los esfuerzos del líder por llevar a buen puerto su expedición, por contagiar a sus hombres de su fe infinita en la utopía y se habla de miedos, de dudas, de rabia, de reacciones humanas comprensibles en situaciones tan extremas como las que se describen en la obra. Su autor intenta contagiar al lector del sufrimiento de sus personajes, introducirle en la angustia de una aventura que, durante muchos momentos, no parece conducir a ningún buen puerto y que deja entrever los peores y los mejores rasgos de la naturaleza humana.
El dibujo de Endurance es una ayuda esencial para tales fines. El trazo duro, áspero y modulado de los contornos, las masas de negro y el tramado abundante de sus viñetas, traducen a imágenes con efectividad la inaccesibilidad de los accidentes geográficos; los violentos rayados se convierten en eficaces tormentas de viento, nieve y agua; y la sabia dosificación del mismo blanco de la página, nos hace viajar por las infinitas extensiones árticas de nieve y hielo. De similar manera, Bustos dota a sus personajes de rasgos endurecidos por obra y gracia de su pincel-rotulador. El único pero que le encontramos a su dibujo estriba en que, en ocasiones, el esquematismo fisonómico de sus creaciones no favorece la identificación inmediata de unos y otros: confundimos a Worsley y al Sr. Crean, o a McCarthy con el mismo Ernest. Problemas menores que se diluyen en el flujo imparable de la aventura, en el devenir de unos acontecimientos que progresan en un ejercicio de tensión creciente, planificada con eficacia en el guión de la obra.
También debemos incluir entre los méritos de Endurance la planificación de algunas de sus planchas: el autor juega con raccords osados y con impredecibles secuenciaciones de página que casi siempre funcionan a favor del ritmo de la historia y la creación de tensión.

Lo dicho, toda una aventura para unos tiempos en los que la valentía, el honor y la dignidad parecen lamentablemente pasados de moda. Habrá que conformarse con las buenas sensaciones que dejan las viejas historias de aventuras. A ver si cunde el ejemplo.

jueves, noviembre 05, 2009

Las serpientes ciegas, de Hernández Cava y Seguí. Del color de los guiones o del thriller colorido.

De los últimos premios de la crítica seguramente el menos discutible sea que el que se ha concedido a Felipe Hernández Cava como mejor guionista nacional del 2009. Porque, con el permiso de Bartolomé Seguí y su brillante trabajo gráfico, Las serpientes ciegas es una obra de esas que se llaman de guión. Y la ganadora del Salón de Barcelona nos reafirma en algo de lo que teníamos pocas dudas: Hernández Cava es uno de los guionistas más inteligentes y hábiles que ha dado el medio.
Hábil porque siempre consigue "tejer" sus complejas tramas sin dejar un solo hilo suelto, midiendo cada puntada, cada dosis de información revelada, haciendo que el lector se adentre sin reparos en sus historias y laberintos argumentales. En Las serpientes ciegas lo hacemos en una peripecia de serie negra, a medio camino entre el thriller detectivesco, la novela policíaca y el enredo político. Es también hábil porque sabe esconder sus cartas (los giros de guión y las sorpresas argumentales) hasta el momento preciso, sin caer en esas tan habituales como fatigosas vueltas de tuerca (que se pasan de rosca) o soluciones de expectativas vía Deus ex-machina. El sorprendente desarrollo de Las serpientes ciegas y su aún más sorprendente desenlace se plantean con fluidez y naturalidad, sin ostentaciones de guionista estrella, sin que la maquinaria del conjunto llegue a chirriar ni en las situaciones más extremas, guardándose de explicaciones redundantes o superfluas y recurriendo a la elipsis como mecanismo de cohesión; confiando, en definitiva, en la inteligencia del lector.
También inteligente, señalábamos. Hernández Cava lo demuestra constantemente con su capacidad para hablar de muchas cosas con independencia de la historia que nos esté contando. Sus relatos son siempre poliédricos, complejos, ricos en matices, segundas lecturas y referencias cruzadas. En una única obra, como Las serpientes ciegas, nos habla del peso del pasado, de la amargura existencial, de la sed de venganza, del honor, de la vacuidad de algunos altos ideales, de la mezquindad, de la fe última en el ser humano y de la solidaridad entre iguales... y lo hace en un relato que se desarrolla en el Nueva York de las novelas de Hammett y Chandler, pero también en el que vio nacer el jazz, el movimiento obrero, el que temblaba con la guerra abierta entre la mafia y las autoridades policiales, el Nueva York de los estibadores portuarios, los herederos miserables del crack del 29 y el de los miedos que desembocarían en personajes funestos como el senador McCarthy. Nueva York y España, la de la Guerra Civil con sus trincheras y los bombardeos fascistas, la de la Barcelona trabajadora con las disputas internas entre comunistas y anarquistas, la de la Batalla del Ebro y los reservistas idealistas llegados de Francia, Irlanda, Inglaterra o Estados Unidos. Ahí se reconoce al Hernández Cava de siempre, el guionista político que siempre muestra un ojo abierto a la historia de España y que (a veces en detrimento de la claridad de la historia, como sucede en algún pasaje de este trabajo también, todo sea dicho) no duda a la hora de abrumarnos con detalles concretos, fechas, referencias históricas, citas o personajes reales que puedan aportar verosimilitud a sus tramas. Normalmente, no son las de Hernández Cava historias que tengan el brillo refulgente de la originalidad exclusiva (cuando terminamos de leer Las serpientes ciegas, de hecho, se nos vienen a la cabeza libros, cómics y películas que manejan términos argumentales semejantes), pero el lenguaje de sus guiones es totalmente reconocible; la riqueza de sus recursos narrativos, la armazón que recubre sus historias, están, en muchos ocasiones, por encima de la anécdota argumental originaria.
Hernández Cava es inteligente, también, porque siempre sabe rodearse de buenos dibujantes, los que en cada ocasión necesitan sus historias: Federico del Barrio, Ricardo Castells, Pablo Auladell o, en este caso, Bartolomé Seguí, que hace un gran trabajo, su mejor trabajo hasta la fecha. Su recreación pictórica de ambientes y personajes y su uso simbolista del color nos recuerdan a autores que admiramos, como al gran Rubén Pellejero en obras como Un poco de humo azul o El silencio de Malka. El dibujo de Las serpientes ciegas es oscuro cuando tiene que serlo, cuando recrea un Nueva York de serie negra, con sus habitaciones en pensiones deprimidas, sus muelles destartalados convertidos en escenarios de liquidaciones mafiosas o sus barrios paupérrimos, los guetos deprimidos de los desheredados. El dibujo de Seguí es gris, ceniciento, cuando ilustra las miserias del conflicto fratricida español, cuando describe las batallas urbanas en la Barcelona de las barricadas o las penurias de los combatientes republicanos en las trincheras, cuando retrata su muerte lenta tras noches infinitas y aguaceros de lluvia y bombas fascistas.
Pero en el trazo diestro de Seguí también hay luz entre tanta sombra, dosificada, eso sí: como la que dejan ver los paseos de nuestro misterioso hombre de rojo por los parques de Nueva York antes de su llegada a la pensión, o la que ilumina sus visitas al planetario y sus charlas con el viejo Fred; la hay en los recuerdos activistas de juventud de este último, en sus charlas con su huésped Ben sobre política e idealismo en el barco, bajo el puente de Queensboro donde vive o en las escasas y preciosas escenas de cama y complicidad silenciosa que Ben/Allan/Michel comparte en el piso de Barcelona con Eulalia, la joven anarquista... Escasas grietas de luz por las que se cuelan algunos rayos de optimismo en este relato duro y sombrío. No siempre de primavera están hechas las historias. Bien por Cava y Seguí.
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Entrevista a Hernández Cava a propósito de Las serpientes ciegas.

Vaya, esto sí que es tino, les prometemos que cuando programamos ayer la publicación del artículo no teníamos ni idea: Las serpientes ciegas gana el Premio Nacional de Cómic de este año.