Disculpen la demora. Acabamos de regresar de Japón. Es un país que para el aficionado comiquero tiene resonancias mitológicas, no sin razón. En los siguientes posts les vamos a contar a ustedes por cómo nos ha ido por el Imperio del Sol Naciente.
La primera impresión que tiene uno cuando aterriza en Tokyo es que ha viajado al futuro. Dejamos de ser, como sucede en muchos viajes intercontinentales, los blanquitos ricos occidentales, para asistir perplejos a un estadio siguiente de civilización, así, sin exagerar. Nos gusta esa palabra, “civilización”, porque no se refiere únicamente a un nivel de evolución tecnológica, sino a un grado de respeto y a la capacidad de vivir en sociedad de forma civilizada; evidentemente, es mucho más sencillo ser civilizado cuando las necesidades básicas están cubiertas, pero precisamente por eso sorprende que en un país como España seamos tan incívicos con el prójimo en tantas ocasiones.
Evidentemente, pecamos y pecaremos de simplistas (cuestión de espacio y soporte). No queremos dejarnos alucinar por el fulgor nipón, además. Su sociedad es bastante machista y su arraigo tradicional llega en ocasiones a lo teatral, pero, señores, qué bien funciona la cosa pública.
Casi todos los parámetros de la realidad japonesa se explican en base a tres factores: se trata de un país relativamente pequeño (algo menor que California y con sólo un cuarto de la extensión del país habitable, debido a sus muchas zonas montañosas y boscosas), superpoblado (127,5 millones de personas que se amontonan literalmente en la llanura meridional de la isla más grande, Honshü) y condicionado por su pasado y sus tradiciones. Las grandes ciudades japonesas, con Tokyo a la cabeza, responden al tópico de las luces de neón, el desarrollo hípertecnológico y la muchedumbre en constante tránsito, que parece situarnos en el escenario de Blade Runner, afortunadamente sin que el pesimismo distópico rompa el sueño futurista. Pasear por los barrios de Shibuya o Shinjuku es una aventura technicolor que le deja a uno con la boca abierta. En ellos más que en otro sitio, se asiste con asombro a la realidad japonesa de las ciudades verticales. El espacio es tan necesario en las ciudades niponas que sus grandes barrios-ciudades crecen hacia arriba y hacia abajo: las estaciones de tren o de metro pueden llegar a tener decenas de pisos (asombrosa la de Kyoto con sus cientos de restaurantes, pasillos infinitos y grandes centros comerciales); son pequeñas y laberínticas ciudades subterráneas en las que siempre terminas encontrando la salida, aunque no sea siempre por donde uno quiere. Pero las ciudades (y quien dice ciudades, dice bares, tiendas y centros de negocio, no sólo sus rascacielos) también crecen hacia arriba: ir de compras o de marcha en Japón implica ir mirando hacia los segundos, terceros y cuartos pisos, porque quizás sea en ellos donde se encuentre el lugar que buscas; sólo hay que tomar un ascensor a pie de calle y salir en el piso indicado, de rondón en el local o tienda correspondiente. El espacio manda. Asombra la capacidad japonesa para ofrecer soluciones minimalistas a necesidades básicas en términos de espacio, tengan éstas que ver con cocinas, aprovechamiento de habitaciones o lugares de ocio. Por ejemplo, cuando uno entra a un bar muy pequeño hay que estar muy atento al famoso “cover charge” o dinero que se paga simplemente por ocupar una banqueta (que puede ir desde los 3 a los 10 euros); el abuso es menos si consideramos que algunos bares japoneses no tienen más de dos o tres asientos en la misma barra: ¿se imaginan el futuro del negocio si llegara a ellos un españolito dispuesto a pasarse la tarde con un café y el periódico? Espacio, tiempo y tecnología.
Japón es un arcade gigante. Hay miles de máquinas y todas funcionan siempre (e incluso devuelven el cambio justo, que no nos oigan los de Telefónica). Los millones de maquinas expendedoras de bebidas que inundan el país (para alivio de la humedad reinante) rebosan de bebidas imposibles, baratos paquetes de cigarrillos (el vicio nacional de un país en el que está prohibido fumar prácticamente en cualquier sitio) o tickets para solicitar el menú en el restaurante. Los váteres parecen paneles de mandos de naves espaciales, con mil botones que le exponen a uno (y a sus partes pudendas) a chorros de agua a presión, tazas calefactoras y vapores secadores insospechados. Los trenes bala, Shinkanshen y Nozomi, vuelan por encima de los 300 km/h antes de alcanzar su destino con una puntualidad milimétrica. Los edificios de juegos recreativos ocupan hasta cinco y seis plantas y en ellos, miles de japoneses, jóvenes y viejos, se dejan los sueldos en el pachinko, en hipódromos virtuales con pantallas de cine, en maquinitas de juegos que todavía no existen y, en el caso de las adolescentes, en fotomatones rosas que occidentalizan los ojos y permiten photoshopeos posteriores a las fotos.
Con tamaña abundancia y oferta, los cacos deberían ser una fauna feliz en ciudades como Tokyo o la muy marchosa Osaka (ante el tamaño gigantesco de sus ciudades y el precio de los taxis, el horario de fiesta lo marca el metro: el último a las 12 pm, el primero a las 5 am). Nada más lejos de la realidad: Japón es el país de la seguridad y la confianza en el prójimo (rozando la inocencia). Nadie te engaña, nadie te roba. Puedes ir con un fajo de billetes asomando del vaquero y volver con él intacto. Funcionan de modo excelente, como decíamos antes, los funcionarios de lo público. Hasta el exceso. De nuevo, suponemos, tiene que ver con la superpoblación: hay que colocar al personal, mucha mano de obra en un país rico hace posible un funcionariado ingente y eficiente. Encontrábamos hasta cuatro policías vigilando el tráfico en un paso de cebra. Igualmente, la poda del un árbol no requiere menos de cinco operarios: uno supervisando, otro avisando a los peatones, uno podando, otro recogiendo y cargando y el quinto, oteando, por si las moscas. El servicio de megafonía en estaciones y lugares públicos, siempre es unipersonal: léase, un tipo con megáfono dando instrucciones; nada se graba, todo se cuenta en primera persona: lo hace el conductor del autobús público con su pinganillo y lo hacen los cajeros del supermercado.
El contraste lo marca su conjunto de creencias y tradiciones, tan fuertemente arraigadas en el Japón contemporáneo y tan fuertemente enfrentadas por buena parte de la juventud que, con sus atuendos extravagantes, llena las discotecas de Roppongi o los lujosos comercios tecnológicos de Guinza. Hay que recordar que en este país prevaleció un régimen cuasi feudal y endogámico hasta muy entrado el S.XIX. Existe todavía un Japón tradicional que disfruta de sus onsens (baños tradicionales, como el famosísimo Dogo Onsen de Matsuyama), de la visita a los templos budistas y sintoístas de Takayama o Miyajima, los jardines de arena de Kyoto o de la ceremonia del té en una de las numerosas casas de té que se levantan en los primorosos jardines de las grandes ciudades como Kanazawa. En ciudades como Nikko, sus habitantes pasean entre miles de ciervos que recorren las calles como dóciles perritos y comen de la mano de los niños: un ejercicio de ecología (que, seguro, envidian los delfines de alguna ciudad vecina).
En Japón, la cortesía todavía es un grado: el agradecimiento ante la invitación o la ofrenda debe ser explícito y repetido, el respeto ante el prójimo patente y la hospitalidad manifiesta. El calendario nipón está poblado de fiestas y celebraciones que ponen de manifiesto ese respeto hacia el pasado, a las grandes ocasiones y banquetes se acude aún con el kimono y, en las casa, uno se sienta sobre el tatami (con los pies descalzos y vestido con la yakuta) y se duerme sobre el futón enrollable (de nuevo, la economía de espacio).
¿Y los manga, dónde quedan en esta historia? Hecha la introducción, se lo contamos en el capítulo 2.