Nantes es también una ciudad modernista arquetípica. Una ciudad que trata de sacudirse un viejo complejo de culpa —el propio de toda ciudad industrial, es decir, explotadora del proletariado— mediante la promoción algo febril y anárquica de toda expresión de arte callejero, valga el oxímoron. La excepción a la cruda sucesión de grafitis —o de unicornios con un cucurucho de helado en la cabeza— que impone la penitencia posmoderna es un señor que se llama Philippe Ramette, un artista plástico provisto del humor y la ternura suficientes como para que le perdonemos la rápida conversión de sus obras en iconos pop. Teclead su nombre en Google y sonreíd ante la escultura del tipo trajeado con su aspecto de viajante cuya pierna se apoya en el vacío; o ante su entrañable Elogio de la transgresión, que inmortaliza a una lolita bajándose —¿o subiéndose?— de su propio pedestal.
Vía Nao Casanova
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