Se ha montado un buen revuelo en el mundillo comiquero con motivo de la aparición de la edición española de Pudridero. A Johnny Ryan le conocíamos por sus páginas de humor cafre e irreverente recogidas bajo el título Angry Youth Comix. Es el suyo un humor escatológico que, tomando como base los preceptos del cómic underground (como se deduce del propio título de la serie), se sumerge sin prejuicios en una incorrección política tal que en la comparación sus fuentes de referencia parecen fábulas infantiles ilustradas.
Con Pudridero, Ryan cambia radicalmente de registro temático, pero mantiene bastantes de las constantes estilísticas y estéticas de su forma de entender el cómic (o el comix). En una interesantísima serie de posts recientes, Santiago García diseccionaba en su blog Mandorla el estado de la cuestión del cómic estadounidense contemporáneo. Hablaba el crítico y guionista de algunos autores de vanguardia (como Box Brown o Josh Bayer), hablaba del porno de vanguardia, del nuevo realismo y lo hacía, sobre todo, de lo que el llama los "primitivos cósmicos": "una serie de cómics dedicados a retratar epopeyas mitológicas, cosmogonías y guerras de dioses a gran escala", que recurren, en muchos casos, a un estilo gráfico basado en motivos geométricos y una estética post-punk. Art brut al poder. Como ya se imaginarán, la obra de Ryan entraría dentro de esta última categoría.
También lo harían algunos otros cómics que han sonado mucho últimamente en los foros más selectos: hablamos del Forming, de Jesse Moynihan, o de Powr Mastrs, de CF; dos tebeos que a nosotros nos sumieron en la más densa y espesa de las indiferencias. Prison Pit (Pudridero) es otra cosa. Desde luego, no deja indiferente.
El cómic de Johnny Ryan (como los de otros coetáneos, Pat Aulisio o William Cardini, que también menciona García en su artículo) bebe directamente de la cultura popular (del pulp, del manga, del cine de horror de los 80, de las películas de ciencia-ficción de serie B) y de los trabajos de gente como Mat Brinkman, sus Fort Thunder, y algunos de los creadores de minicómics de los años 90. En obras como Teratoid Heights o Multiforce encontrábamos ya muchos de los elementos que también constituyen la base narrativa de Pudridero: la naturaleza mutante y multiforme de sus protagonistas, una interpretación del evolucionismo en clave alienígena o ese aire improvisado de unas tramas que parecen desplegarse de forma espontánea y orgánica.
Es cierto que, en bastantes momentos, alguno de esos factores (la espontaneidad, el guión abierto...) parecen jugar en contra de Pudridero y que, en algunas de sus páginas, el lector tiene la sensación de estar asistiendo a uno de esos combates de pega de lucha libre mexicana en los que el misterio y la excitación se basan en el estrafalario exotismo de los combatientes más que en el combate propiamente dicho. A lo largo de los tres volúmenes de Prison Pit, Ryan despliega toda una galería de monstruos y villanos alienígeneas, a cual más sanguinario, brutal y estrambótico. La fiereza se les supone a todos ellos, pues el pudridero no es otra cosa que una prisión planetaria para criminales (suponemos) peligrosos. Con esa excusa argumental, asistimos a un tour de force pugilístico en el que sus protagonistas llevan a un extremo el struggle for life que definía las teorías darwinistas y aquello de la supervivencia del más fuerte. Nuestro guía en esta colección de refriegas mortales y guantazos mortíferos es una mala bestia de rostro ensangrentado, rodilleras ochenteras y calzones negros, llamado Carantigua: un mal bicho de cuidado que no hace enemigos.
A lo largo de los tres volúmenes que conforman este trabajo asistimos a las sangrientas andanzas de nuestro convicto mientras éste recorre las agrestes planicies de su prisión a cielo abierto. Ryan maneja el tempo narrativo con pausa, pero sin freno: seguramente lo mejor de la obra es su capacidad para marcar los tiempos y para imbuir al lector en una vorágine imparable de violencia y brutalidad despiadada. Su repetición de estructuras reticulares muy sencillas (en su mayoría formadas por cuatro viñetas idénticas por página), ayuda a la creación del ritmo narrativo y le permite al autor ahondar en el detalle y escenificar con prolijidad los procesos/mutaciones/etapas de cada batalla. Esta minuciosidad es, sin duda, una de las grandes bazas del tebeo. El espectador asiste a la aparición de cada nuevo enemigo con la misma ansiedad morbosa con la que esperábamos a que los diferentes enemigos de Mazinger Z aparecieran en escena, con la certeza de que iban a ser sistemáticamente machados por nuestro robot favorito; el final, por conocido, no apaciguaba nuestra sed de nuevas armas, arsenales e ingenios pergeñados por el Baron Ashler, el Doctor Infierno y el Conde Brocken.
Así sucede con este Pudridero, que sin ser una obra magna o una de esas novelas gráficas que últimamente nos han dejado epatados, sí que nos ha regalado verdaderos momentos de sádico disfrute, gracias a una libertad creativa y una falta de prejuicios (llámenle incorrección política) la mar de saludables.