lunes, marzo 28, 2011

Hair Shirt, de Patrick McEown. Indie-cómics con perros peludos.

Algo se está cociendo en Canadá, y lo hace al ritmo de los Arcade Fire, de los New Pornographers, de los Hidden Cameras o de los Crystal Castles. Canadá huele a indie.
Cuando comenzamos a leer Hair Shirt tuvimos un pálpito, ¡a ver si esto va a ser canadiense! Se lo decimos como lo sentimos, que la cosa olía a Montreal o a Toronto por los dos costados del libro. El nombre del autor, tampoco nos sacaba de la órbita de pensamiento. Bingo, efectivamente, Patrick McEown es canadiense, un autor de mainstream que se ha pasado a la independencia con tanta fe que, como se señala en su biografía, considera que Hair Shirt es en realidad su primer cómic, "a pesar de su gran experiencia en el medio". También dice en la misma que para llevarlo a cabo "se inspiró en su propia historia y la de su gente", y ahí encaja todo: los personajes de este cómic son más indies que los de los tebeos de Jeffrey Brown. Una vida así de alternativa no se puede vivir más que en Canadá. Detroit, Seatle, San Francisco o Athens han pasado a la historia, la movida actual crece y se reproduce en el país del arce. Larga vida a los hijos de Neil Young.
Pero, ¿y qué es un cómic indie aparte de un tebeo protagonizado por personajes indies? Difícil, podríamos hablar de rasgos como la independencia, el riesgo, la falta de pretensiones comerciales, la sinceridad... Lo saben bien los también canadienses del Drawn & Quarterly (Seth, Matt, Chester Brown, Doucet), que cambiaron el concepto de la autobiofrafía en el cómic allá por los 90, y que ahora convivien con el rol del autor consagrado, pese a venir prácticamente de la autoedición. Les ha pasado a muchos de los autores de minicómics de aquella década. Quizás todo forma parte de un movimiento artístico global mucho más amplio que el cómic: tenemos la impresión de que lo indie se está conviertiendo en "lo pijo". Suena raro sí, pero nos da en la oreja que cualquier día se oirá a Sigur Ros y a Radio Head en los garitos de Serrano. La industria lo ha vuelto a hacer, ha absorbido lo que era alternativo para hacerlo suyo. En el cómic, la gran industria casi ni existe, así que podemos decir que lo alternativo y lo mercantil han convivido siempre mezclando sus fronteras de forma natural. Ahora, ¿no les parece indicativo la cara de figurón del arte contemporáneo que se les está poniendo (de forma merecida, añadimos) a gente otrora tan underground y marginal como Daniel Clowes o Chris Ware? De un día a otro nos los encontramos en Arco.

Nos enrollamos. Decíamos que Hairshirt es un tebeo muy indie, porque sus personajes llevan una vida que ni los antiguos bohemios franceses, muy de novela de Nick Hornby o de Douglas Coupland: todos son artistas y músicos, amigos de las performance, viven en ruinosas casas con descuidado encanto, tienen trabajos basura de subsistencia (que no consiguen anular sus profundas inquietudes intelectuales) y, casi todos, esconden traumas infantiles de los que darían para escribir un cómic, como Hair Shirt. En el fondo, no lo dudamos, es el tipo de vida que lleva (o ha llevado) Patrick McEown. Da un poco de envidia. Dentro de su monotonía indisimulada, la cosa pinta fascinante: es el tipo de existencia que, a base de películas independientes y libros malditos, ha terminado por adquirir cierto rango icónico y mitológico para los hijos de aquella fallida Generación X y derivaciones post-grunge.
Seguimos enrollándonos. En Hair Shirt hay sexo, humo y rockandroll; y muchos sentimientos retorcidos y relaciones cruzadas, decepciones, engaños y aturdimientos. Es un cómic sinuoso y arrítmico, que devanea alrededor de la psique de unos personajes torturados y confusos. John, el narrador, cuenta en primera persona una parte de su historia personal, nos habla de sus relaciones, de su reciente ruptura y de su reencuentro con Naomi, su amor de adolescencia. A través de su voz se describe la tortuosa historia de juventud de Naomi y la de su hermano Chris, antiguo amigo de John. La memoria es fragmentaria e imperfecta, por eso los recuerdos de John se exponen en el cómic de forma dispersa, como si brotaran espontáneamente a propósito de una situación, una charla o un indicio concreto. El narrador-personaje de Hair Shirt tiene un discurso lúcido y su relato se mueve sinuoso por el pasado, alternando recuerdos, traumas y momentos oníricos revestidos en pesadillas con perro incluido (de ahí el título).
Patrick McEown escribe muy bien, sus diálogos suenan vivos y agudos (en muchos momentos ingeniosos); lamentablemente, en la vida vida vulgar y ordinaria el ser humano pocas veces es capaz de verbalizar con esa claridad y brillantez los conflictos interiores: por eso, en algunos pasajes, la prosa de McEown huele a filtro artístico en detrimento de la fluidez del relato. Es cierto, además, que, en ocasiones, se crea cierta confusión entre las transiciones oníricas, los recuerdos y el momento presente, pero como observará el lector con el devenir de la historia, este aspecto narrativo puede estar justificado por esa misma fragilidad de nuestro recuerdo. En ese sentido, el contexto de la acción, podría leerse como un entorno simbólico, una figuración geográfica de la inestabilidad emocional de los personajes principales:
Esta ciudad no existe. Quiero decir, que en realidad no podemos considerarla una ciudad. No tiene núcleo, no tiene centro, sólo periferia. Apenas es un lugar, sino más bien un circuito de rutas sin destino fijo. Como una serie de sucesos fugaces unidos por el anhelo de contactar. La gente no vive aquí, sólo circula, como satélites solitarios orbitando alrededor de un planeta que nunca existió.
El apartado gráfico es igualmente delicado y volátil: se basa en una trazo fino y nervioso que recuerda a la nueva hornada de estrellas francesas, desde De Crecy a Sfar, pero que emparenta, gracias a su abundante entramado, con el underground norteamericano. McEown demuestra escuela y personalidad para la recreación fisonómica esquemática, la gestualidad y el detalle significativo. El dibujo de Hair Shirt ayuda a crear una atmósfera intensa, sofocante en algunos tramos, y con ese aire "extraterrestre" que no debe faltar en un buen relato indie...
Quién sabe, el día en que se oigan a los New Pornographers en los discotecones ibicencos, quizás este buen tebeo de McEown llegue a ser un superventas. Mientras llega ese momento, pasaremos los periodos de nostalgia soñando que estamos en una fiesta shoegazing en cualquier ático canadiense, al ritmo de The Great Lake Swimmers.

lunes, marzo 21, 2011

Operación muerte, de Shigeru Mizuki. ¿Era necesario llegar a ese punto?

- ¿Para qué ha servido la operación muerte? ¿Para qué van a servir nuestras muertes?
- Basta ya, cállate. Por mucho que gritemos ahora, nada va a cambiar. Aceptemos esto como nuestro destino.
Cuando Japón asume su derrota en la Segunda Guerra Mundial, después de los traumáticos sucesos en Hiroshima y Nagasaki, el Emperador Hirohito compadece ante los medios radiofónicos para anunciar la derrota con un discurso ante su pueblo. Ese 15 de agosto de 1945, por primera vez en sus vidas los japoneses escuchan la voz de su máximo dirigente. Supone el fin de una era: la retrasmisión radiofónica, el sonido de la voz imperial, supone a su vez la asunción de que su emperador es un ser humano, un mortal más, en vez de una deidad. Centenares de altos mandos del ejército japonés ponen fin a sus días mediante la ceremonia suicida del sepukki. La realidad se vuelve tan intolerable para ellos que sólo la muerte supone una salida honrosa a una vida militar fanatizada basada en unos códigos de honor tan dudosos como la naturaleza divina de su máximo dirigente.
Sólo desde la fe ciega y el fanatismo se entienden algunos de los actos bélicos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Acciones como el suicidio por honor, los asaltos kamikazes o la operación muerte, sólo se conciben desde una fe irracional, desde una creencia pseudo-religiosa en una superioridad moral y racial. Los soldados japoneses no se rendían después de la derrota, se inmolaban o se suicidaban.
Recientemente hemos tenido la ocasión de sufrir con una de las películas más duras que ha parido la historia del cine: Ciudad de vida y muerte, de Lu Chuan; un film en el que la vida parece un accidente testimonial. En esta cinta se narra la ocupación de la ciudad china de Nanking, uno de los episodios más vergonzosos de la vergonzosa Segunda Gran Guerra. El relato de las atrocidades llevadas a cabo por las tropas japonesas durante la ocupación es de tal dureza que el espectador no sale indemne de la experiencia. Estremece pensar que, en la naturaleza humana, existe espacio para la barbarie en esos términos; estremece imaginar hasta qué punto podríamos cada uno de nosotros comportarnos de manera similar en situaciones de similar enajenación.
Operación muerte, de Shigeru Mizuki, aborda otro episodio atroz, el de la defensa del puesto de Baien (en la Isla de Nueva Bretaña, en el Pacífico). No descubrimos nada si decimos que el final de dicha operación se anticipa en el título y se anuncia desde las primeras didascalias del relato. Shigeru Mizuki participó en el episodio militar.
Cambia el punto de vista respecto a Ciudad de vida y muerte, claro: éste es un cómic contado por un japonés, un soldado-testigo que devino en dibujante de cómics, y el enfoque es, por tanto, mucho más subjetivo. Curiosamente, el “malo” sigue siendo el mismo, el fanatizado ejército japonés, cegado por sus valores feudales de la gloria y el honor (recordemos que Japón subsistió como régimen feudal hasta finales del S. XIX).
Por otro lado, Operación muerte es un trabajo mucho más “ligero” que Ciudad de vida y muerte. Lo es por la fuerte carga de humor que trasmite Mizuki en algunas de las escenas relatadas: al plantearse, en muchos momentos, la visión de la guerra como un absurdo (el punto de vista básico del doctor del campamento, por ejemplo), el autor decide eludir una visión excesivamente dramática, en pos del relato de anécdotas cotidianas. De este modo, el lector asiste a situaciones del día a día y a conversaciones aparentemente banales entre los soldados, que, en realidad, trasmiten fuertes sentimientos de humanidad y consiguen crear una inmediata empatía entre el lector y los personajes.
El empleo del estilo de dibujo habitual en Mizuki (la mezcla de fondos hiperrealista, en la línea de los grabadores paisajistas tradicionales japoneses, con personajes muy caricaturescos y sintéticos) colabora a acentuar ese aire paródico del relato. No obstante, detrás de las apariencias, detrás de cada uno de esos episodios (ordenados cronológicamente, pese a su ocasional apariencia aleatoria) que conforman este gran cuadro bélico, se presagia un drama con mayúsculas: el de la deshumanización. Como señala el propio Mizuki en su epílogo: “En la jerarquía militar estaban primero los oficiales, luego los suboficiales, después los caballos y, finalmente, los soldados. Estos últimos no eran considerados como personas, sino como seres inferiores a los equinos.”
El empleo del mencionado “enmascaramiento” adquiere en esta obra en concreto un simbolismo muy significativo: es como si los seres humanos que pueblan las páginas de Operación muerte fueran personajes de cómic que habitan (o habitaron) un mundo muy real: con sus paisajes naturales exuberantes y sus tenebrosos campos de batalla; las vidas humanas, la de los caricaturescos personajes de Mizuki, no valen más (o menos) que un trazo de tinta sobre la página. Por eso, las breves escenas en las que el autor recurre al trazo realista para la recreación de figuras humanas tienen una carga significativa especialmente trágica.
Un gran cómic, este Operación muerte. Esta claro que para Shigeru Mizuki su vida es un filón narrativo. Y lo está también que para el lector hispanoparlantes la publicación de sus trabajos en el 2010 ha sido una bendición. Ya era hora de que llegáramos a este punto… editorial.
Hoy, un Japón muy diferente está viviendo uno de los episodios más trágicos de su historia reciente y sus habitantes están demostrando una entereza y una dignidad tales que desde el resto del orbe no podemos sino asistir asombrados a la exhibición de civilización de ese rincón del mundo. Sirva esta pequeña reseña como homenaje y muestra de afecto a uno de los pueblos más admirables de nuestro planeta.

lunes, marzo 14, 2011

The Secret of Kells. Filigranas celtas.

The Secret of Kells (2009), la cinta de animación de Tomm Moore y Nora Twomey, cuenta la historia del niño Brendan y su fascinación por un misterio: el que se esconde en un libro, un códice medieval cargado de secretos y simbolismo, que habrá de iluminar al que lo lea. El Libro de Kells es la obra principal del cristianismo celta. Datado alrededor del año 800, sus páginas encierran auténticos tesoros en forma de miniaturas e ilustraciones primorosas. El Libro de Kells se encuentra actualmente en la biblioteca del Trinity College de Dublín.
En realidad, todo en esta coproducción belga-franco-irlandesa gira alrededor de los libros y de sus ilustraciones. El poblado irlandés de Kells nace alrededor de la abadía que le da nombre y está dirigido por los monjes copistas que escriben y trabajan en ella. Pero el pueblo de Brendan vive, además, con angustia la inminencia de una invasión vikinga. Por eso, los monjes, a las órdenes del severo Abad Cellah (el tío de Brendan), dedican sus esfuerzos a la creación de una gran muralla protectora, descuidando, para su gran desazón, sus labores amanuenses. Un buen día, la llegada del monje Aidan de Iona y su mítico Libro de Iona cambiará el destino de Brendan y de su poblado.
La historia de The Secret of Kells está surcada de referentes simbólicos, míticos y religiosos de la cultura irlandesa y sus tradiciones celtas. La implantación del cristianismo en la isla estuvo fuertemente imbricada de elementos paganos y absorvió con naturalidad la iconografía celta y parte de sus ritos. En este cuento animado conviven con igual naturalidad las criaturas mágicas de los bosques irlandeses con hechos históricos del pasado remoto, como los efectos devastadores de las frecuentes incursiones vikingas en las Islas Británicas o los rigores de la vida monástica de los copistas medievales.

Pero si hay algo que determina la fuerza y el valor de esta película es su apartado gráfico: las imágenes que configuran The Secret of Kells son de una belleza magnética. Alimentadas del mismo simbolismo iconográfico celta que mencionábamos antes, la película se construye sobre un trabajo artístico lleno de matices y sensibilidad. Su esteticismo se basa en la adaptación de la figuración a patrones geométricos y diseños similares a los que se empleaban para ilustrar los códices medievales. De este modo, gracias a la filigrana y el modelo decorativo recurrente, el espectador tiene la sensación de estar viendo como las miniaturas creadas por aquellos pacientes amanuenses cobran literalmente vida ante sus ojos. Los perifollos, los trenzados, los patrones geométricos se trasforman en edificios y bosques de un verde luminoso; los personajes se dibujan a partir de ángulos, trapecios y esferas Y el espectador, asiste embobado a la danza de esas miniaturas llenas de vida que bailan al ritmo de una historia repleta de folclore y misterio. Todo un prodigio visual el que nace dentro de este Libro de Iona, el Libro de Kells.
Les dejamos con el trailer para que lo vayan hojeando.

lunes, marzo 07, 2011

Daytripper, de Fábio Moon y Gabriel Bá. Morirse por un sueño.

En la vida, el azar y los pequeños detalles pesan tanto como las grandes tragedias y alegrías que moldean nuestra existencia. Daytripper arranca de esa premisa para modelar la vida de Brás de Oliva, escritor, soñador, una creación ficticia tan brillante como imperfecto pueda ser el ser humano que perfila, como lo somos todos.
La obra de Fábio Moon y Gabriel Bá se mueve en el terreno de las hipótesis, pero es mucho más que un what if al uso. Para morirse sólo hace falta estar vivo, decía Borges en uno de sus libros más luctuosos y brillantemente criminal. Todos hemos sentido en algún momento de nuestra existencia que estamos viviendo de prestado, que aquel accidente, aquella enfermedad o aquel tropezón del que salimos ilesos, podría en realidad haber sido el último. Se pierde la vida de los modos más tontos e inesperados. A veces es casi una casualidad seguir vivo. Incluso cuando no hemos tenido motivos para sentir amenazada nuestra existencia, todos hemos en algún momento fantaseado con la tragedia; como si el sólo y simple hecho de pensar en la muerte nos hiciera disfrutar más de la alegría de no estarlo y nos situara cara a cara con el milagro de levantarnos cada día.
En ese sentido, Daytripper es un libro que habla de la muerte para celebrar la vida. Bras de Oliva escribe esquelas para un pequeño periódico, mientras sueña con ser un escritor de verdad e intenta salirse de la enorme sombra que proyecta su padre, un autor de éxito nacional. A partir de estos apuntes argumentales, los autores van construyendo la vida del personaje y poblándola de amigos, familiares, novias y amantes; reconstruyen sus peripecias vitales, sus viajes y aventuras; nos exponen a sus miedos y fantasías, recrean sus sueños y temores; pero, siempre, al final de cada capítulo, "matan" al protagonista (no se asusten , que no sólo no es un spoiler, sino la base misma de esta construcción narrativa). En cada capítulo, Bras de Oliva muere, como podría morir cualquiera, de forma azarosa o accidental, por uno de esos llamados funestos designios del azar. Por qué no. En realidad es una excusa literaria para enhebrar los mil y un detalles existenciales que ayudan a la creación de un personaje que respira verosimilitud. Sin duda, uno de los retos más importantes a los que se puede enfrentar toda creación ficcional: que nos la creamos, que seamos capaces de asumir que ese marciano podría existir, que ese asesino es tan terrorífico como parece o que la vida de Bras de Oliva podría haber sido una vida real.
La estricta estructura narrativa de Daytripper condiciona determinantemente nuestra lectura. Sabemos lo que tenemos que esperar al final de cada capítulo y somos, por tanto, "lectores inductivos" a lo largo de todo el cómic. Nos vemos envueltos en otra prolepsis al modo y estilo de otra crónica de muchas muertes anunciadas. La lectura no pierde interés por ello, precisamente porque la excusa funeraria no es más que eso, una excusa para intentar entender la vida del personaje principal, con todos sus recovecos y accidentes. Además, no podía ser de otro modo, Daytripper esconde sorpresas (ninguna existencia es lineal, ¿no creen?), narrativas y gráficas, dentro de su relato, incluido algún capítulo-puente que funciona como coda para una comprensión completa de un texto que, entre sus muchos ingredientes, utiliza el factor onírico como condimento esencial: "¡El sueño era sobre mi vida! ¡Y yo estaba en él! podía verme a mí mismo como en una película / Estaba todo dispuesto para mí y parecía tan sencillo / Era muy feliz porque lo tenía todo muy claro / Sentía que era tan real".

Habrá que segir de cerca a esta pareja de creadores que parecen uno (hasta comparten blog). Aunque sólo sea para estar seguros de que este Daytripper no lo hemos soñado.

lunes, febrero 28, 2011

Exit Through The Gift Shop, de Banksy. Bromas, documentales y tiendas de regalos.

Vamos a intentar reconducir nuestros dos posts anteriores en un tercero de síntesis: la tercera vía. Deséennos esta vez algo más de suerte que la que tuvieron otros.

En los últimos años no sólo los cómics se han puesto de moda entre las tribus fashionistas, también lo han hecho el aloe vera, la música indie, el sushi japonés, las rotondas y... los documentales.

De hecho, los documentales ya no son lo que eran. Queremos decir que ya no son sólo lo que solían ser, sino muchas otras cosas. Dice la RAE (que también está más limpia y esplendorosa que nunca), que un "documental" es:

1. adj. Que se funda en documentos, o se refiere a ellos.
2. adj. Dicho de una película cinematográfica o de un programa televisivo: Que representa, con carácter informativo o didáctico, hechos, escenas, experimentos, etc., tomados de la realidad. U. t. c. s. m.

La primera es una de esas definiciones feas y sosas que abundan en nuestra biblia de la palabra. La segunda se nos hace más propicia para nuestros fines posteadores del día. En wikipedia, que es la nueva RAE pangeática de los nuevos buenos tiempos, bajo la entrada "documental" se esconden tesoros de los Lumière, experimentos de Vertov y los esquimales de Flaherty.

Como decíamos, en estos días extraños de industrias en hundimiento y bancarrota de sectores culturales (que dicen por ahí), se pueden ver acontecimientos tan singulares como una cola de individuos esperando para pagar por ver un documental... en un cine. Es curioso: en la era de la divinización de la imagen trivial y de la falacia convertida en noticia, resulta que el ciudadano está ansioso por presenciar un poco de genuina realidad y espera hasta para pagar por ello. La sala de cine convertida en celda de aislamiento y tanque de oxígeno, así en una sola estancia.

El interés ante la película "fundada o referida en el documento" ha provocado, lógicamente, dos fenómenos paralelos: uno de proliferación y otro de búsqueda. El género documental se ha convertido en un territorio artístico per se; lleno de experimentación, posibilidades y ramificaciones.

Dejando a un lado la larga lista de subcategorías wikipédicas, tenemos que hablar, por ejemplo, del "falso documental": ese que se rueda desde las técnicas y recursos propios del documental, pero que no disimula su falta de verdad o que la cobija detrás de la ironía y la ruptura de la ilusión. Orson Welles y Woody Allen son pauta y referencia, con sus Fraude (1973) y Zelig (1983), más falsos los dos que un discurso de Franco (y mucho más lúcidos e inteligentes también). Más recientemente, también han aparecido buenos ejemplos de la falsedad, como esa película que debería ser de visionado obligatorio entre alumnos, profesores y padres de alumnos en nuestros institutos, Entre los muros (2008), de Laurent Cantet, sólo parcialmente falsa, pero muy verosímil; el falso biopic sobre Joaquin Phoenix que es I'm Still Here (2010), de Casey Affleck o las pelis de Borat (aunque no estamos seguros de si éstas son en realidad documentales o versiones fílmicas hipertrofiadas de la cámara indiscreta, al más puro estilo Summers).

En 2005, Werner Herzog rizó el rizo con su Grizzly Man y se sacó de la manga un documental verdadero que parece falso. Un nuevo género lleno de posibilidades, la vuelta de la tortilla con forma de oso gigante. Hablaban de ello hace tiempo en el Rockdelux, pero no fue en esta crítica, seguro.

Luego están los documentales que hablan de la realidad, pero lo hacen desde una intención narrativa. Aquellos que detrás del relato de acontecimientos, la aportación de datos o los testimonios de los protagonistas, encierran una intención estilística narrativo-simbólica; que se descubre, como siempre, en las eleciones autoriales: en el montaje, en la búsqueda de momentos climáticos, en las referencias cruzadas, etc. Hemos visto en las últimas décadas historias y cuentos preciosos con una apariencia documental: como la luminosa y casi mística El sol del membrillo (1992), de Erice; el ejemplo de dedicación y amor a la pedagogía que es Hoy empieza todo (1999), de Bertrand Tavernier; el grito agónico que se escucha a lo lejos en el El cielo gira (2005), de Mercedes Álvarez; o ese canto a la vida y a la utopía que es el Man on Wire (2008), de James Marsh. Y el Crumb de Zwigoff que les comentábamos el otro día, por supuesto.

Muy populares son también los llamados "documentales de denuncia", juguetes autopromocionales, en ocasiones, discursos cargados de demagógia, en otras, pero, casi siempre, bofetadas sonoras en toda la cara de ese capitalismo bienpensante neoliberal que nos ha conducido hacia un armagedón del que, ahora dicen, sólo nos pueden sacar ellos. Hablamos y pensamos en trabajos como Una verdad incómoda (2005), de Davis Guggenheim; Super Size Me (2004), de Morgan Spurlock o, desde luego, en Michael Moore y sus combativas Bowling for Columbine (2002) o Fahrenheit 9/11.

Algunas otras cintas golpean en la conciencia del espectador con menos ruido, pero haciendo mucha más sangre. Nos acordamos ahora de S-21: La máquina de matar, del camboyano Rithy Panh, o de cómo la memoria histórica y el perdón posterior no son incompatibles, pese a lo que muchos preconizan.

Pero aquí habíamos venido a hablar de arte y de grafitis, si recuerdan bien. Sucede que hace unos días hemos tenido la suerte de ver Exit Through The Gift Shop, el documental de Banksy, y que quieren ustedes que les digamos, no podemos dejar de darle vueltas. Lo comentaba el otro día un amigo de esta casa en los comentarios, es una de esas obras que "motiva largas conversaciones en la barra del bar". Por de pronto, porque resulta difícil discernir si lo que hemos visto es un falso documental, un documental verdadero que parece falso, un ejercicio de denuncia social o una incursión clandestina de algún comando revolucionario neomaoísta en el mundo del arte. Para todo eso da y para bastante más.

Como señala el propio Banksy al comienzo de la cinta, Exit Through the Gift Shop comienza con unas intenciones, pero evoluciona de manera muy diferente. Es un trabajo sobre el arte urbano, sí, pero también es una obra al servicio de un personaje único, Thierry Guetta, el francés emigrado a Los Ángeles que se dedicó durante años a grabar con una cámara portatil todo cuanto le rodeaba y que, por puro azar (el encuentro con un primo suyo, el grafitero francés Invader), terminó convertido en el cronista del arte urbano de las últimas décadas. El documental nos cuenta sus andanzas, cámara al hombro, al lado de gente como Monsieur André, Shepherd Fairey, Ron English, Zevs o el propio Banksy, hasta que, finalmente, termina convertido él mismo en artista superventas de la vanguardia neo-pop-urbana contemporánea, bajo el nombre de Mr. Brainwash. Como lo oyen. El cuento de hadas del arte contemporáneo pasado a fotogramas (o chips digitales, que lo mismo da).

El propio Guetta desmenuza su camino hacia el éxito de forma detallada y exhaustiva: su determinación propia de un iluminado que se siente destinado a cotas más altas, su relación ambigua y parasitaria con el mundo del grafiti y sus creadores, su tardía fe inquebrantable en el arte urbano, su apuesta definitiva por la gloria con la exitosa exposición "Life Is Beautiful"...

En el fondo, como sospechan, todo huele a gran broma, a artificio inteligente trufado de sospechas y muchas preguntas. No dudamos de la existencia de Thierry Guetta ni de la de sus miles y miles de horas grabadas con material intrascendente y ocasionales hallazgos documentales. Tampoco de que el resultado de su aparición en el documental pueda tener que ver con ciertas dosis de azar y algo de fe irracional en su propio talento, pero hasta ahí llegamos: sólo nos creemos la mitad de esta gran película. El brillante objeto artístico que es Exit Through the Gift Shop consigue esquivar con éxito los puntos más turbios del proceso de glorificación de Guetta (sus nunca claros tejemanejes financieros, su intempestiva intromisión dentro de la clandestinidad grafitera o, especialmente, la misteriosa aparición de su obra casi de la nada) y nos sumerge en un mar de suposiciones: ¿Es Banksy el autor último de las obras de Guetta o, lo que es lo mismo, es Guetta un sosías del propio Banksy? ¿Existe Banksy realmente o está su leyenda forjada a partir de un esfuerzo colectivo estudiado al milímetro? ¿Es Banksy (un tipo capaz de añadir a sus talentos el de la dirección de una gran película como ésta) el gran genio del arte contemporáneo o es simplemente un prestidigitador del icono y del golpe de efecto? ¿Son el arte postmoderno y sus ramificaciones urbanas un símbolo esteticista de la oquedad contemporánea y de la falta de contenidos de sus objetos artísticos?

Dudas razonables, todas ellas, que ya han hecho correr ríos de tinta. Vean ustedes la película y nos dicen que piensan. Y si lo de escribir en blogs ajenos no les motiva demasiado, se nos lanzan a la calle y lo plasman en un muro, que, ya lo saben, el éxito espera a la vuelta de la esquina.

lunes, febrero 21, 2011

Pejac y BLU, alumbrando la ciudad

Nos echamos a la calle. Hacía mucho, pero saben que nos encanta el street art y sus derivaciones grafiteras. Hoy les proponemos dos "visitas" urbanas especiales.
Nuestro amigo Pejac (¿se acuerdan de Vuelo rasante?) lleva unos días colgando en su blog una serie de intervenciones que últimamente está llevando a cabo en su ciudad. Son pequeñas y fugaces obras de arte, perecederas y sutiles. Intromisiones amables en el paisaje urbano que, no sólo no agreden al medio, sino que embellecen y dotan de significado simbólico a los escenarios muertos y muñones tumefactos que salpican nuestras urbes. Siguiendo el modelo de algún otro antiguo stencil suyo (como aquel picaporte que abría puertas invisibles), Pejac ha decidido abrir lienzos como ventanas en muros de ladrillo, convertir farolas en cuchillos y aceras en carne o dotar a tocones de una identidad dactilar, única e intransferible.

En realidad, no importa la herramienta o el vehículo artístico que emplee Pejac (grafiti, carboncillo, collage, óleo o viñetas), su técnica, su personalidad estilística, es fácilmente reconocible. La obra de este artista se mueve casi siempre en el campo de la metonimia y de la asociación simbólica inteligente; el trasvase entre el referente y la representación, planteado siempre desde una mirada crítica social. El mensaje de la forma, el símbolo que grita.
Nuestra segunda propuesta alude también a un viejo conocido de este portal. Un fenómeno del arte contemporáneo, del más contemporáneo de los artes, en realidad: hablamos de BLU. Tenemos devoción por el italiano invisible y por su trabajo. La suya es una obra que no deja de crecer en cantidad y, sobre todo, en creatividad.
Si en MUTO conseguía asociar las técnicas del grafiti y del stop-motion para crear un arte urbano orgánico, vírico y metamórfico (superando radicalmente la idea del wall-painting tradicional), en sus últimas "producciones" el salto tridimensional, que se anticipaba en algunas fases de sus trabajos anteriores, aparece ya plenamente consolidado. Se pierde en capacidad de sorpresa y en el impacto visual que ofrecían los muros en movimiento, pero BLU consolida la idea que sobrevuela toda su producción: la que preconiza una vitalidad subyacente en el objeto inanimado. Las ciudades de BLU son entes mutables y decididamemente orgánicos; organismos que evolucionan y crecen a un ritmo cronológico, el de las horas del día, como lo puedan hacer cada uno de sus habitantes.
Quizás por esa razón, en Big Bang Big Boom o en Combo (su colaboración con David Ellis), la pintura y los objetos se salen definitivamente de los muros (gusanos de embalaje, chorros de cableado, bolsas-medusa) para danzar en una coreografía enloquecida que sólo parece conducir en una dirección, la del caos: el mismo ritmo, en realidad, que gobierna (o desgobierna) el latido arrítmico de las grandes urbes contemporáneas. Detrás del simbolismo biológico, leemos una metáfora desesperanzada: todo organismo acaba por morir, invadido por un cancer polimórfico (el gran cangrejo omnipresente en Big Bang Big Boom), que se manifiesta en la contaminación, la proliferación industrial y la deshumanización de los espacios sociales. Esperemos que el final de nuestras metrópolis no esté reflejado en ese gran Big Bang que abre y cierra el vídeo de BLU.
Vida y muerte, intervención desafiante, animación del objeto... No estaría mal que el arte conviviera más frecuentemente con el peatón. Ojalá todas las intervenciones urbanas nos retaran desde la inteligencia y superáramos de una vez la era de las firmas mongoloides estampadas sobre el muro.

lunes, febrero 14, 2011

Crumb, la película. El underground verdadero

A la espera de que se recupere en nuestro país, quizás sea un buen momento para hablar de Crumb, la película de Terry Zwigoff, ahora que The Criterion Collection ha decidido reeditarla en Estados Unidos.
Después de la muerte de Will Eisner en enero de 2005, Robert Crumb es probablemente el autor vivo más influyente en el desarrollo del noveno arte. Transgresor, polémico, ácido, autoindulgente, despiadado, irreverente, revolucionario, sátiro... Todo cuanto rodea a las viñetas de Crumb está impregnado de la subjetividad de un artista que actuó como espoleta (y no sólo en el campo de la narración gráfica) del movimiento underground; representa como nadie la huida hacia delante de toda una generación, decididamente decantada hacia los márgenes de la oficialidad cultural y social imperantes en la América de los años 60.
Por eso, cuando uno se dispone a observar la cinta que Terry Zwigoff rodó en 1995, sobre la vida, obra y ascensión de Robert Crumb, te esperas un ejercicio de optimismo hippy, una biografía sonriente (o al menos divertida desde un punto de vista cáustico) de la metamorfosis del joven feúcho y acomplejado que recorrió los escalones de la fama que llevaban hacia el sexo fácil, el dinero y el reconocimiento artístico. Por supuesto, se trata de una falsa expectativa apriorística construida a partir de algunas viñetas dispersas del señor Crumb (probablemente las más populares), que todos guardamos en nuestra memoria: esas primeras láminas cuasi-surrealistas, de crítica costumbrista enloquecida (ya saben, las del Keep-on-trucking), con ese estilo que reubica a Walt Disney en el lado grotesco del espejo americano. O esas otras páginas, las de Mr. Natural, el simpático y odioso predicador de lo absurdo, el gurú antifilantrópico de la generación ácida. O por qué no, aquellas otras historietas del Crumb más misógino, reprimido y autocrítico, ese que alcanzaba momentos de hilaridad en su genial autocondescendencia y desprecio hacia el sexo femenino, desde su complejo de inferioridad.
De hecho, así arranca el trabajo de Zwigoff, encontramos a un Crumb inquietantemente parecido al de sus cómics (más sonriente si cabe); un Crumb que va desgranando detrás de una cámara inteligente en su selección de instantes, casi todos los capítulos que posteriormente salpicarían las páginas de su obra. Y lo hace en un tono desenfadado, con cierto distanciamiento respecto a su propia biografía, como si hablara de una vida ajena (del mismo modo que lo hace en los cómics, por otro lado). Crumb, con una risa perenne, entre incómoda y tontorrona, actúa como cicerone privado del espectador y nos conduce por los rincones favoritos de su tortuosa infancia: desde las desventuras escolares de un “freaky” miope, hasta el realismo mágico de los juegos infantiles y los arrebatos creativos editoriales vividos con sus hermanos. Empezamos a conocer, dosificadamente, a los seres que rodearon al autor-personaje, a los que ayudaron a forjar su mitología de antihéroe.
Después, Crumb y Zwigoff, Zwigoff a través de los ojos de Crumb, nos enseña las prebendas de su éxito: los halagos de la crítica, las críticas que resultan ser halagos, sus conquistas sexuales, novias y esposas, que no amores (“nunca me he enamorado de nadie… excepto de mi hija Sophie”, dice en un momento dado, sin pudor, delante de una de sus ex). Su mujer, Aline Kominsky, nunca parece incomoda en su papel de partenaire circunstancial (una circunstancia que ya ha durado casi media vida) y segundona. La también dibujante, dirige los pasos vitales de Crumb, ordena el hogar, las pulsiones de su actividad sexual, e incluso el destino de la pareja (somos testigos de su mudanza a Francia), pero la presencia de Crumb reduce todos los momentos que comparten ante la cámara a un instante de reverencia ante el genio silencioso. Y entonces, el dibujante nos lleva de la mano a conocer a su familia, más profundamente…
En la casa de su madre, en la habitación de un adolescente inmaduro de cuarenta años a punto del suicidio, conocemos a Charles, el hermano mayor de Robert. Después, podremos “disfrutar” de la presencia cercana de su hermano Max y, posteriormente, de la de su madre, a la que sólo habíamos oído vocear fuera de plano durante la conversación entre Crumb y Charles. En un primer momento, la escena parece prometedora por su potencial divertimento: una serie de individuos excéntricos, creativos y un punto enloquecidos, dispuestos a desenterrar los trapos sucios de sus infancias respectivas; hablan de sus obsesiones sexuales, de la represión doméstica, de una madre adicta a las anfetaminas, de un padre maltratador y, entonces, se desencadena el infierno testimonial. El aparente divertimento biográfico de Zwigoff empieza a girar hacia el terreno de la locura. La galería de monstruos empieza a adquirir proporciones efectivamente monstruosas y lo que pretendía ser un biopic de uno de los autores de cómics más grandes de todos los tiempos, se convierte en un paseo por el túnel de los horrores. Hasta las palabras de Crumb parecen perder ese trasfondo humorístico que preside todas y cada una de sus obras (¡Qué incómodo el diálogo sobre la fase acosadora de su hermano Max!).
Se nos aparece el Crumb atormentado, el personaje obsesivo, pervertido y cínico de sus autorrepresentaciones más nihilistas. Entendemos entonces que hay muy poco de invención en los argumentos que Crumb baraja en sus páginas y nos preguntamos cuánto habrá de realidad, entonces, en aquellos de sus cuadros paródicos en los que su invectiva busca objetivos externos. ¿Fue Crumb, es Crumb, un profeta de la degradación social y la alienación contemporáneas?
Él mismo se declara desconcertado ante el efecto, la repercusión y la idoneidad de su trabajo para según que lectores y, nosotros, como espectadores, percibimos el punto de demencia que salpica a su obra desde su pasado familiar. En ese momento, sin embargo, el documental, la “ficción-realista” (existe una intención narrativa evidente en el modo en que se organiza el montaje final), consigue, en un nuevo giro de tuerca, separarnos del infierno para devolvernos al Crumb hipersensible, al hombre hogareño, amante de la música (obsesionado por los viejos discos de jazz), al padre volcado en sus hijos, al Crumb que quiere escaparse de América, al artista que parece querer ser un creador por encima de un hombre. No es gratuito que el maravilloso trabajo de Zwigoff termine con la ya comentada mudanza de los Crumb a tierras francesas (a una casa conseguida a cambio de un baúl lleno de esbozos y cuadernos “garabateados”) ¿Quién no se mudaría de un pasado así?
- ¿Echarás de menos a tu familia?
- No –responde Aline por él–, apenas les ve una vez al año.

lunes, febrero 07, 2011

Pebble Island, de Jon McNaught. Puntillismo contemplativo

Nos hemos traído, de un viaje fugaz a las Islas Británicas, un cómic diferente, un tebeíto que entraría en la categoría de los minicómics, junto a otros como éste, este otro o aquel, aunque más por su reducido tamaño, que por su edición, primorosa ésta; muy alejada del habitual carácter artesanal de las autoediciones semiamateur de aquellos primeros minicómics de finales de los 90.

Pebble Island, de Jon McNaught es un precioso tebeíto de pastas duras en el que no pasa nada. Bueno, pasa la vida. Por eso, sus viñetas mínimas son casi paisajísticas, además de eso, pequeñas y puntillistas; dibujadas con unos apacibles tonos pastel que intentan captar la luz, las horas del día y los elementos de la naturaleza, de un modo similar al que perseguían aquellos maestros de la pincelada impresionista de finales del XIX.

El cómic de McNaught cae en el lago remansado de lo contemplativo. Pebble Island es un lugar solitario en el que los niños no tienen más aventuras que las que se viven junto a un coche abandonado; una isla llena de paisajes insólitos alumbrados por lavadoras abandonadas, bunkers vacíos y ovejas que murieron hace mil años. Todavía no lo saben, pero en Pebble Island, ver una película puede llegar a ser toda una aventura, de Indiana Jones, pongamos.

El delicado trabajo de Jon McNaught rezuma aires ilustrativos. Nos recuerda sobremanera, con esas pequeñas viñetas pintadas más que dibujadas, a otros trabajos que también olían a trasvase pictórico. Nos acordamos de Shaun Tan, por supuesto, pero también de Renée French, dos amantes del trazo delicado, de la belleza satinada y de las viñetas pequeñas, llenas de evocación simbólica.

En su sencilla, pero elegante, página web hay sobradas muestras de todo ello. Como en una isla de guijarros brillantes. A veces el disfrute y la belleza llegan dados de la mano, en silencio.


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Más imágenes y adquisiciones en Nobrow.

domingo, enero 30, 2011

Una vida errante, de Yoshihiro Tatsumi. ¡Estáis equivocados! ¡El gekiga no es eso!

Durante las pasadas navidades “pagamos” algunas de las deudas lectoras que le debíamos a las viñetas en los últimos tiempos. Una de las más importantes es la que teníamos contraída con Yoshihiro Tatsumi y su inmenso (en todos los sentidos) Una vida errante.

Cuando en 1994 la empresa líder del negocio de manga de segunda mano, Mandarake, le ofrece a Tatsumi dibujar su autobiografía para reivindicar la noción de cómic gekiga y explicar la importancia de los kashibon (manga de alquiler) en el desarrollo de la industria manga después de la Segunda Guerra Mundial. En el epílogo de su obra, señala el autor:

Pero la vida de un hombre como yo, tan ordinaria y vulgar como cualquier otra, no podía ser de interés para el lector. Está bien, algo de vanidad sí que tengo. ¿Y quién no? Sin embargo, carezco de talento para exagerar y abrillantar la realidad de tal manera que mi vida parezca una epopeya.

Tiene razón el artista cuando comenta que los ingredientes de su existencia no tienen una naturaleza épica, sin embargo, las más de 800 páginas que conforman Una vida errante conforman toda una epopeya, la de la historia del manga e, indirectamente, la de cómo Japón consiguió salir de la depresión post-bélica.

A través de un relato autobiográfico lineal en tercera persona (Tatsumi cambia su nombre real por el de Hiroshi Katsumi, al igual que hace con el de algunos personajes principales, con el fin de obtener cierta postura de distanciamiento), el autor da buena cuenta de los principales acontecimientos históricos y culturales que acontecieron en Japón a partir de 1945: se refiere a la irrupción del cine occidental, al cambio de mentalidad política (e imperial) que sacudió a los habitantes de las islas, habla de cómo Estados Unidos pasa de ser el enemigo a convertirse en un modelo idealizado cultural y, sobre todo, habla de cómo surge el manga y cómo crece hasta convertirse en la principal oferta de ocio japonés.

Por las páginas de Una vida errante pasan algunas de las grandes estrellas de la historia del cómic nipón, Fujio Fujiko, Sampei Shirato, Takao Saito, Yoshiharu Tsuge y, sobrevolándolos a todos, como un fenix, el gran Osamu Tezuka, que directa o indirectamente protagoniza un buen numero de páginas de la obra.

De un modo informal y honesto, Tatsumi se sincera con el lector, al que relata sus preocupaciones artísticas, sus quebrantos íntimos, sus éxitos editoriales y sus fracasos. Lo hace siguiendo la cronología de su carrera artística desde esos primeros triunfos que suponían la publicación en los concursos de manga de revistas como Manga To Yomimo o Manga Shonen, hasta su consagración profesional y la creación del Taller Gegika junto a reconocidos mangakas como Masaaki Sato o Masahiko Matsumoto; un periodo de actividad febril en el que Tatsumi publicaba simultáneamente obras en cuatro y cinco cabeceras a la vez, además de compaginar su labor como dibujante con la de editor de Rascacielos o Muso (las revistas del Taller Gekiga).

Pero, ¿qué es el gekiga, la gran aportación de Tatsumi a la historia del manga y la principal fuente de sus dudas artísticas? Después de la guerra, el cómic japonés creció orientado hacia un lector infantil, era un manga básicamente humorístico. Tatsumi tenía en mente una idea diferente: en su opinión, el cómic podía funcionar como un vehículo artístico adecuado para un público adulto; desde ese nuevo enfoque, cualquier referencia externa podía ser válida. Tatsumi no dejó de asimilar influencias de sus grandes aficiones, el cine francés y norteamericano, la nueva literatura hard-boiled estadounidense (Dashiel Hammett, Ross Mac Donald o Raymond Chandler): “Voy a pasar del humor para hacer una obra monumental con mucha acción / una obra que se salga de los cánones del manga. Un ‘manga’ que no es ‘un manga’. Será un experimento.”

Es cierto que la lectura de Una vida errante no es la mejor manera de introducirse en el mundo del manga: para el nuevo lector, la enumeración de autores, la constante peregrinación de Tatsumi por revistas y editoriales puede conducir a cierta confusión. Es el precio de la minuciosidad del autor, de su compromiso con la realidad. Por otro lado, como ya hemos señalado, Mi vida errante no relata, solamente, la “epopeya” del creador, el camino hacia la fama (una fama en la que Tatsumi nunca se recrea), sino una biografía que rezuma verdad por los cuatro costados. Con avergonzada discreción el dibujante revela episodios ciertamente íntimos de su vida personal: su tortuosa pero emocionada relación con su hermano enfermo, su despertar sexual, sus primeras relaciones con mujeres, etc.; no podría ser de otro modo, en realidad, pese a la devoción obsesiva de Yoshihiro Tatsumi por el manga, la vida es un recorrido complejo, surcado de dificultades y marcado por las relaciones personales. El autor lo sabe bien y reconoce que para que un trabajo de este tipo sea verosímil, el lector debe disponer de toda la información.

Por eso, no crean que estamos exagerando si les decimos que Una vida errante nos ha parecido una obra monumental. Una vida de artista da para eso, desde luego.

sábado, enero 22, 2011

NonNonBa, de Shigeru Mizuki. Niños y fantasmas.


Lo decíamos el otro día, una de las razones por las que el año 2010 permanecerá en nuestra memoria comiquera es el descubrimiento definitivo de Shigeru Mizuki en nuestro país. Después de años leyendo y escuchando hablar de sus virtudes, al fin nos ha llegado la oportunidad de constatar la evidencia. A finales del 2009 se publicó Hitler. La novela gráfica, pero es que el curso pasado hemos tenido la suerte de poder disfrutar de él por partida triple con su Operación muerte, con el primer volumen de su serie GeGeGe no Kitaro y con la estupenda NonNonBa.

Esta última recibió el gran premio del jurado en el salón de Angoulême de 2007. No nos extraña en absoluto: NonNonBa es un prodigio narrativo y visual.

El estilo gráfico de Mizuki es inconfundible, con su mezcla de personajes caricaturescos (con un aire muy cartoon) y unos fondos realistas y muy minuciosos en el detalle, que remiten a la tradición del paisajismo japonés (esa combinación gráfica que Scott McCloud definió como enmascaramiento). El efecto es hipnótico.

En este caso, no obstante, el talento visual de la obra está al servicio de una historia llena de secretos y hallazgos narrativos. Shigeru parte de episodios parcialmente autobiográficos de su infancia, para adentrarse en las profundidades de la espiritualidad filosófico-religiosa de las creencias japonesas. Guiados por el personaje de la vieja NonNonBa, que da título al cómic, descubriremos el mundo de los fantasmas y espíritus que pueblan el panteón sintoísta nipón. Un universo en el que el culto a los ancestros y el respeto, casi reverencial, por la naturaleza se convierten en protagonistas capitales de la historia.

Pero si hay un tema que sobrevuela todas y cada una de las páginas del cómic de Shigeru Mizuki, ese es el de la muerte; enfrentada con una visión muy diferente a la de nuestra cultura: un acercamiento resignado, exento del espíritu trágico judeocristiano, la muerte como tránsito hacia otra realidad. El niño Shigeru descubre la dureza de la existencia y crece en las páginas del cómic con cada tropezón vital. Con la ayuda de la vieja NonNonBa y sus historias de fantasmas y yôkais japoneses, el protagonista del cómic aprende a avanzar por la vida, y a asumir como inseparables las pequeñas tragedias y los gozos que la alimentan. El lector recorre junto a él ese itinerario, al mismo tiempo que se le revelan, como en un gran fresco de la vida rural, las costumbres y tradiciones del pueblo japonés a principios del S.XX.

Pidámosle un último deseo a los espíritus japoneses: que el romance editorial español con Shigeru Mizuki dure muchos años más.