lunes, septiembre 23, 2013

Mox Nox, de Joan Cornellà. Humor negro de vanguardia.

El humor cafre que se esconde detrás de cada una de las historias de una pagina de Joan Cornellà tiene mucho que ver con el sentido postmoderno de la risa que comentábamos a raíz de aquella reseña de Millán, Noguera y sus osos hervidos.
Nos explicamos. Mox Nox es un libro que se compone de gags mudos de una página alimentados de mucha incorrección política y una interpretación surrealista y perversa de la realidad: un psicópata francotirador enfundado en un chándal rosa (protagonista nefando de muchas de las planchas del cómic) dispara a la ingle de un paseante trajeado, éste asiste sorprendido a la aparición de un enorme oso rosa que, en un intento de frenar la profusa hemorragia de su pelvis, le ofrece un enorme tampax. Otro. Un hombre se pilla la manga de la americana con la puerta, del tirón pierde el brazo y comienza a desangrarse, otro hombre entra en la habitación portando una pila de libros, resbala con la sangre del primero y cae al suelo de forma aparatosa; los dos se ríen con ganas del accidente.
El humor postmoderno deja de tener gracia cuando se cuenta. Cuando Muchachada Nui no eran un fenómeno mediático, los no iniciados asistíamos perplejos (y con una punta de envidia) a los jolgorios compartidos que sus escasos fieles de Paramount Comedy celebraban en nuestra presencia al grito de "Marciaaaaaal". Si se cuenta, la gracia se escurre entre las rendijas de la comprensión, si se presencia en directo, tarde o temprano la risa aparece, congelada.
En el caso de Mox Nox la sonrisita incómoda viene motivada por la violencia visual de una propuesta que, entre otros, nos recuerda al sadismo gore de Johnny Ryan en su serie Angry Youth Comix. Curiosamente, para modelar su espíritu hardcore, Cornellà emplea un dibujo muy pictórico, esquemático y colorido (en el que prescinde del color negro incluso en el modulado de las líneas de perfil) de claras connotaciones infantiles; un dibujo que conecta con esa misma vía del cómic contemporáneo que tantos y tantos autores jóvenes frecuentan hoy en día (con trabajos muy diferentes al que nos ocupa): nos acordamos ahora de Jesse Moynihan, Ron Regé Jr. o de John Mejías, por ejemplo.
También del inclasificable Olivier Schrauwen, con quien Cornellà, además de cierta impronta gráfica, comparte ese giro vanguardista surreal que mencionábamos anteriormente. De hecho, si obviamos el elemento sádico-transgresor de los episodios que forman Mox Nox, convendremos en que es el componente surrealista el que nos invita a la reflexión, a la reubicación de las conexiones lógicas y el que desata la risa (o sonrisa). Detrás del maltrato a sus personajes, este cómic encierra algunas sutiles reflexiones acerca del contexto socio-político que lo encuadra, que no es otro, a fin de cuentas, que el momento presente de la sociedad en que vivimos. No faltan autores en nuestro país embarcados en proyectos tan ácidos y críticos con la realidad contemporánea como el de Joan Cornellà, aunque los tebeos de Paco Alcázar, Jorge Parras o Miguel Brieva, por citar tan sólo a algunos de ellos, no recurran a la escatología o a la violencia airada como factores centrales de su sarcasmo (ironía/crítica/mordacidad).
El de Cornellà es un tebeo engañoso, un chupa-chups relleno de gusanos y bilis que, debajo del plástico brillante y de sus vivos colores, esconde en realidad ese gusto amargo a que saben las miserias humanas. Y no se rían, que podría ser peor.

lunes, septiembre 16, 2013

Revistas, cucos y exégetas.

Debemos de ser los últimos en comentarles esa buena nueva del curso escolar comiquero que es la aparición de una nueva publicación teórica alrededor del universo comicográfico: la revista digital Cuadernos de cómic, a la que amigos, familiares, y conocidos llamaremos CuCo, a partir de ahora. Hablando de amigos, sus dos progenitores lo son, y buenos, de esta casa; nada menos que don Octavio Beares y don Gerardo Vilches, críticos, blogueros y articulistas ilustres.
Por eso, cuando nos invitaron a participar en ella, no nos lo pensamos ni un segundo. Será un placer compartir páginas con los muy prestigiosos estudiosos y críticos que ya se anuncian para el primer número (Roberto Bartual, Antonio Bernárdez, entre otros). Durante estos últimos meses, la labor de difusión y presentación de CuCo por parte de sus responsables ha sido prólija y fructífera (hemos leído sobre ella largo y tendido en los mejores blogs y webs del país), pero si alguno quiere ahondar en detalles o está interesado en colaborar en Cuadernos de Cómic, le invitamos a pasarse por su blog oficial (El nido del CuCo) y leerse las normas de publicación o a escuchar el podcast de la magnífica entrevista que le hicieron a Octavio en el programa de Radio 3, La hora del bocadillo (a partir del minuto 36):

CuCo está en el horno, pero nuestra segunda recomendación revistera del día ya está en la panadería lista para la degustación. Les redirigimos ahora a una publicación veterana dedicada al mundo del cómic y la ciencia-ficción, la revista Exégesis, que desde 2009 no deja de regalarnos interesantes relecturas y fundados análisis sin pedir un euro a cambio (no es mala idea darse un paseo por su biblioteca de números atrasados).
Por si esto fuera poco, acaba de ver la luz el último número de Exégesis, el 25, con la participación del equipo habitual de la revista (Marc Roca, Blas Bigatti, Antonio HG), multitud de interesantes viñetas (Antonio HG, Hanaoka, Pedro Lobato...) y colaboraciones de Álvaro Pons, Neil Cohn, Julio Cesar Iglesias, etc. Como en el caso anterior, nos invitaron a participar en la revista (con aquel texto que escribimos para la exposición de Martín Vitaliti) y, de nuevo, aceptamos de inmediato y agradecimos el honor que es permitirnos juntar nuestras letras a tan egregio listado de colaboradores.
No se quejarán, ya tienen deberes y entretenimiento para el resto de la semana. Pasen y lean.

lunes, septiembre 09, 2013

Una carta para Momo, de Hiroyuki Oriuka. El tiempo de los fantasmas.

Una de las cosas que más nos gustan de las narraciones japonesas es su medida del tiempo, el espacio que sus historias le ceden a procesos tan cotidianos como la meditación o la contemplación. En los relatos occidentales los realizadores, escritores y dibujantes (estos dos últimos en menor medida) han acostumbrado al espectador al vértigo, a la cascada de acontecimientos, como única forma de interpretar una realidad que, a causa de este mismo hecho, cada vez parece menos real, o lo que es peor, menos verosímil. Es la trampa y la contrapartida de los mil planos por segundo: el joven espectador de cine hollywoodiense vive instalado en el frenesí y cualquier estética que no atienda a las, por otro lado, ya viejas técnicas de montaje del videoclip y de la publicidad, se le antojará lenta, aburrida y morosa. Para algunos de estos jóvenes espectadores hasta El Señor de los Anillos parece cine francés de los 60.
Por eso, de vez en cuando no hay como regresar a la narrativa japonesa para reencontrarse con el peso de las horas y la caída de los días. Reconocemos que los libros de Kawabata y el cine de Imamura nos han producido más de un bostezo, pero, por contra, hemos encontrado grandes momentos de paz interior gracias a autores como Natsume Soseki y Kenzaburo Oe, junto a cineastas como Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, y, por supuesto, con dibujantes como Tezuka o Taniuchi.
Dentro de nuestros esquemas mentales occidentales, nos encanta que el mundo del anime se entienda como una prolongación, una rama más de esa tradición narrativa japonesa, sin caer casi nunca (excepto cuando ese es el fin que se busca) en el prejuicio de interpretar el dibujo animado como una técnica consustancial de una audiencia infantil: hay un cine adulto y un cine infantil, del mismo modo que existen películas de animación infantiles, mientras que otras tienen a un público adulto como destinatario. En este lado del mundo, nos ha costado, pero parece que ya lo hemos comprendido (sucedió igual durante mucho tiempo con el caso del cómic, seguro que lo recuerdan).
Luego, existe un tercer grupo de películas de animación que por la riqueza de su mensaje y por sus logros técnicos no parecen ir destinadas a una franja de espectadores concreta, sino que se disfrutan a cualquier edad de modo y manera diferente. Puede que Una carta para Momo (2011), de Hiroyuki Oriuka, encaje bien en este último grupo, en el que también tendrían cabida las películas de Miyazaki o las de los genios de Pixar.
El film de Oriuka nos ha recordado a otra cinta de la que hablamos aquí no hace tanto, nos referimos a Cinco centímetros por segundo, de Makoto Shinkai, con la que Una carta para Momo comparte cierto poso lírico reflexivo, una factura técnica estilizada y elegante, y una protagonista juvenil de naturaleza hipersensible. El fin que nos ocupa ahora, sin embargo, conecta más bien, por su tema y por su acercamiento a la espiritualidad religiosa tradicional japonesa, con el cine animado del maestro Miyazaki.
Una carta para Momo comienza con el viaje de una niña que tiene que superar el trago amargo de haber perdido a su padre. Con este fin, con la idea del viaje y la muerte siempre presentes (la muerte como viaje), Momo y su madre buscan refugio en la isla familiar en la que viven sus ancianos tíos. La isla, el pueblo, la naturaleza como refugio. No contamos más que este arranque del relato; tampoco es necesario, ya que la película de Oriuka es en realidad una reflexión acerca de la tradición espiritual nipona a través de los ojos de su joven protagonista.
Cuando visitamos Japón hace unos años, les contamos lo mucho que nos sorprendió la ausencia de tragedia que existe en su concepción de la muerte o en su relación con los antepasados desaparecidos. Sus diferentes vías de culto, manifestadas en templos, altares y lugares santos, están cruzadas de elementos sintoístas, taoístas y budistas que conectan su mundo espiritual con la tierra que pisaron sus ancestros, con la naturaleza entendida como ente vivo a quien todos regresamos finalmente y con la pervivencia espiritual de aquellos que ya han desaparecido. Es una concepción apacible y serena de la religión, un estado interior que todavía pervive de forma efectiva en muchos niveles de la vida japonesa contemporánea, incluso dentro del frenesí cotidiano de sus grandes urbes, gracias a sus inmaculados parque y jardines, la pervivencia de ceremonias ancestrales (como la del té) o el trato siempre respetuoso que se le depara a todo bien público o espacio de "disfrute" colectivo, entre los que se incluyen templos y rincones de culto.
Dentro del arte y la cultura japonesa, los espíritus cumplen una función de deidades terrenales que consiguen simbolizar y dotar de rostro (dar presencia) a fenómenos naturales, hechos inexplicables y procesos interiores. El mundo de los espíritus es una constante en la obra de mangakas como Hideshi Hino o Yoshiharu Tsuge; era también el tema central de la excelente NonNonBa, de Shigeru Mizuki y lo es de Una carta para Momo: los fantasmas del pasado que, como espíritus, regresan al presente para liberarnos de aquel o, tan sólo, quizás, para ayudarnos a superarlo.
Quién no se dejaría abrazar y proteger por fantasmas así. A veces todos necesitamos caer en procesos contemplativos para recuperarnos de nosotros mismos y poder levantar el espíritu.

martes, agosto 27, 2013

Utopía, conspiranoias adictivas.

Utopía es sin duda una de las series revelación de la temporada. Mad Men y Draper no dejan de crecer a medida se acercan a su conclusión, Boardwalk Empire mejora temporada a temporada (impresionante la irrupción de Gyp Rosetti en la tercera), Breaking Bad nos va a dejar muy huérfanos con su esperadísima traca final, Treme ya está consolidada como la serie de la haute cuisine jazzística y Juego de Tronos, Juego de Tronos ha estado a punto de provocar varios soponcios en su tercera temporada cargada de bodas rojas y malignidades norteñas.
Pero lo que parece claro es que, en los últimos dos cursos, los ingleses han entrado como un trueno en la puja por facturar la mejor serie televisiva de la temporada, o al menos la más sorprendente. Es cierto, sí, las productoras made in Britain llevan ofreciéndonos grandes productos desde la época de los Monty Python y más allá, y es cierto que en los últimos tiempos hemos disfrutado de series británicas exitosas, algunas incluso con revisión americana, como Shameless o The OfficeAhora, si hay un serial que dio mucho que hablar el año pasado (y ha vuelto a hacerlo este) ese ha sido Black Mirror, con sus distopías tecnológicas y su irrevente pesimismo sociopolítico.
Utopía, la miniserie de seis capítulos (con la continuidad garantizada al menos durante una temporada más) creada y dirigida por Dennis Kelly, guarda relación con Black Mirror en bastantes puntos. Lo hace, sobre todo, en su proyección desesperanzada de un futuro muy próximo (casi presente en el caso de Utopía) controlado por las grandes corporaciones y los intereses económicos de las grandes fortunas, a costa de logros sociales como la salud pública o la libertad individual... Vaya, rectificamos, Utopía habla de nuestra realidad más inmediata, del mundo en el que vivimos, pero revistiendo los hechos de un localismo improbable por lo reducido del mismo (la realidad inglesa) y comprimiendo los factores macroempresariales y políticos en píldoras de ficción asimilables para el ciudadano-espectador; aunque estamos seguros de que la realidad ahí fuera es mucho más pavorosa que la de ese universo de empresas farmacéuticas, virus de laboratorio y políticos vendidos que se refleja en Utopía, y eso que esta última da mucho miedo.
En su intento por trasmitir inquietud y crear desasosiego en el espectador, la serie de Kelly recurre a herramientas que se han convertido en mecanismos habituales del suspense ficcional: la serie subraya el extrañamiento, por ejemplo, con un uso muy saturado de la fotografía, que ya habíamos observados en universos como los de los hermanos Cohen o David Lynch, sobre todo en Twin Peeks. El empleo de colores muy vivos (tan poco habitual en la iconografía inglesa, más habituada a un realismo crudo) nos aparta de la realidad, de lo verosímil (la famosa ruptura de la cuarta pared), pero al mismo tiempo nos sitúa en la inquietante encrucijada de calificar como irreal unos acontecimientos y unos espacios que todos reconocemos y que a todos se nos antojan perfectamente posibles. De esa contradicción, de esa dialéctica entre realidad y ficción, nace uno de los factores de inquietud en la serie. En el mismo sentido funciona la banda sonora (del chileno Cristóbal Tapia de Veer), cargada de los clicks and cuts y secuencias electrónicas propios de la indietrónica de principios del XXI.
El misterio de lo inexplicable (muy lyncheano también) es otra de las claves de Utopía. La serie se edifica alrededor de un sinfín de macguffins y datos/nombres/hechos que se escapan al entendimiento del espectador, y que pueden llegar a carecer incluso de constatación empírica. El mal opera en la sombra, sus tentáculos son infinitos y el alcance de sus acciones impredecible. Desde esta premisa de partida, el espectador debe entregarse a un ejercicio de fe: no entiendo el cómo, ni el porqué, pero me creo que esto pueda pasar. Así se crean las teorías conspiranoicas, así se justifican las investigaciones y la iniciativa de los protagonistas a partir de hipótesis indemostrables y teorías más o menos fantásticas. Era lo que sucedía en otra serie estimable, Rubicón, si bien en esta última las conspiraciones se gestionaban hasta con sello oficial de estado.
En Utopía, el enigma se desencadena a partir de las páginas de un cómic, la obra visionaria de un científico genial que ha perdido la cabeza, la llave que explicaría las claves de una conspiración fraguada a escala universal y la causa de que un grupo de friquis habituales de un foro de cómics decidan embarcarse en sus pesquisas y en una huida ciega hacia adelante ¿Qué todo esto les empieza a sonar a paranoía animada? Puede ser, pero el mérito de la serie reside precisamente en eso, consigue que nos tiremos de cabeza a una piscina llena de espuma. Cómics, foros, nerds y friquis, seguro que algunos ya han entendido qué hacemos hablando de televisión en este blog.
La violencia es otro de los factores que agitan las bases de esta historia televisiva. Viendo Utopía nos acordamos de Tarantino, por supuesto, pero mucho más de Kubrick y de La naranja mecánica. La violencia es consustancial a la trama de los seis capítulos de la serie, se trata de una violencia que está arraigada en la sociedad en que vivimos, en el día a día, pero se trata sobre todo de un fenómeno que irradia de aquellas instituciones y organismos que deberían protegernos de ella. Como sucediera en distopías clásicas como 1984 o Fahrenheit 451, en Utopía la tortura, los contagios provocados y las orejas cortadas están institucionalizadas, son cosa de estado.
Y, de nuevo, nos acercamos tanto a la realidad que se nos eriza el vello. A veces (casi siempre, últimamente) un telediario o un periódico dan mucho más miedo que una película de terror o los cómics de la EC. Menos mal que existen series como Utopía para evadirnos de tanta náusea.

lunes, agosto 19, 2013

Azul y pálido, de Pablo Ríos. Abducciones y chamarileros.

Este verano, por primera vez, nos hemos dejado llevar por el aburrimiento y hemos visto un episodio completo de Cuarto milenio. Una reposición, nos parece. A Iker Jiménez hay que reconocerle sus dotes de chamarilero pontificador, le pone intriga hasta a una comparecencia presidencial (aunque últimamente es cierto que éstas disponen en verdad de cierta cualidad paranormal, por lo esporádico, queremos decir). Por lo demás, el programa nos pareció un tanto moroso y reiterativo, mucha palabrería y poca parapsicología, más marcianadas que marcianos propiamente dichos.
Muchos más (marcianos) habitan las páginas de Azul y pálido, la última novela gráfica de Pablo Ríos. Dos tipos de extraterrestres conviven en este cómic: los marcianos tradicionales (esos hombrecillos verdes que nos vigilan desde el espacio interestelar, a veces manifestados como humanoides, otras como simples amebas o entidades energéticas diversas) y los individuos que afirman haber entrado en contacto con los anteriores. La obra se presenta como un divertido catálogo de iluminados y testigos de experiencias paranormales, que en un momento u otro de la historia reciente han contado con cierta popularidad y reconocimiento público entre la masa de ciudadanos dispuestos a creer ("I want to believe"). Lo vemos incluso en el panorama político contemporáneo: la sociedad necesita agarrarse a algo y, debido a esas urgencias, muchos están dispuestos a hacer encajar la verdad dentro de sus esquemas mentales y éticos, aunque sea a martillazos.
Pero Pablo Ríos es mucho más sutil de lo que lo estamos siendo nosotros. En su listado de personajes expuestos a experiencias paranormales incluye a escritores astrofísico-cosmológicos como Carl Sagan, ciudadanos de a pie que detrás de su supuesta ingenuidad a prueba de embustes nos relatan sus experiencias alienígenas como el que relata el cumpleaños de su nieta (es el caso del matrimonio Hill o de Phil Schneider) y, la mayoría de las veces, gurús del new age, profetas y arrivistas de la espiritualidad que han visto en el fenómeno alien una verdadera industria de la mística (como son los casos de Billy Meier, Sixto Paz y Giorgio Bongiovanni, entre otros muchos).
Lo bueno de Azul y pálido es que Pablo Ríos plantea cada perfil de un modo objetivo y, en apariencia, puramente descriptivo. En un intento de claridad narrativa, el autor intenta huir del cinismo o la ironía distanciadora del narrador omnisciente escéptico. Esa será labor del lector, quien, detrás de cada retrato o capítulo, deberá procesar o discernir el grado de credibilidad que merecen las historias, cada relato. Somos nosotros, como lectores, quienes tendremos que distinguir lo que es bulo de lo que es alucinación, qué historia merece una dosis de fe y cual es simplemente producto de dicha fe. Para llevar sus propósitos a buen fin, el autor recurre a una organización regular reticulada de nueve viñetas rectangulares por página, dibujadas con un dibujo naturalista sencillo influido por la línea clásica estadounidense.
Sucede que no hay relato puramente objetivo y, detrás de esa supuesta exposición fría y neutral, Pablo Ríos toma decisiones autorales que denotan su escepticismo y una sutil ironía (en contra de lo que hemos mencionado anteriormente). Así se observa en la historia dedicada a Sixto Paz, para la cual Ríos ha elegido un estilo de dibujo tan Kirby, que el resultado final se ve cargado de claras connotaciones paródicas. Observamos también ese distanciamiento irónico en su descripción del fenómeno Ummo, apoyada por testimonios contradictorios, o en la incidencia en el marcado carácter mercadotécnico de la fundación de Unarius por Ernest L. Norman y la posterior explotación de la "franquicia" por su mujer Uriel.
Un amigo físico nos comenta siempre que cada vez que ve la palabra "energía" asociada a la medicina se echa a temblar. A nosotros, el fenómeno paranormal nos produce un efecto secundario similar, pero hay que reconocer que entre lluvia de estrella veraniega y estrella fugaz vacacional, el asunto paranormal resulta la mar de refrescante, como también lo es la lectura de Azul y pálido. Recetado queda a todos los amantes de la "alienación" estival.

lunes, agosto 12, 2013

Arte Santander 2013: foto-ficción y algunos apuntes.

En la edición de este año de Arte Santander nos ha llamado la atención la abundancia de obra fotográfica, que ha venido a sumarse al cada vez más frecuente número de galerías que apuestan por litografías, infografías y serigrafías numeradas de autores conocidos (arte en tiempos de crisis).
Entre el abundante material fotográfico, los que más nos han gustado han sido aquellos trabajos que detrás de la perfección mimética pixelada buscan la creación de universos ficcionales o la reinterpretación documental filtrada por cierto realismo mágico. Ese objetivo subjetivo y/o irónico (y autorreferencial en ocasiones), que tanto éxito está teniendo en el arte contemporáneo. En ese sentido, nos ha fascinado la obra de la mexicana Graciela Iturbide, en la sevillana Galería Rafael Ortiz. En su trabajo, la fotógrafa explota y revisa la tradición mexicana a través de una mirada ensoñada y una original reconstrucción de los entornos naturales. El resultado son imágenes que, dentro de su intensa conexión con la tierra y la naturaleza, rezuman irrealidad (sus cactus delante de muros desconchados que parecen desiertos o esos buitres sobre el cerro que sobrevuelan a coyotes de rabos enroscados). En el tríptico de la exposición, Fabienne Bradu (autora del texto "Ojos para soñar: Graciela Iturbide"), comenta no sin cierta ironía:
Antes de conocer a Graciela Iturbide, yo tenía una mala opinión de la fotografía, quiero decir, una vaga y equivocada idea. No me he vuelto una especialista en este arte -¡Dios, me libre de esta cárcel!-, y hablo aquí como crítica autorizada de la obra de Graciela Iturbide, pero su amistad fue para mi la oportunidad y la guía hacia un conocimiento más profundo y, sobre todo, desempolvado de clichés y prejuicios. Es poco decir que Graciela Iturbide me enseñó a ver sus fotografías y me descubrió a algunos de los artistas más afines a su sensibilidad.
El primer prejuicio que me despejó Graciela Iturbide es que la fotografía no es un reflejo de la realidad, ni siquiera un espejo, sino una interpretación en la que intervienen la intuición, el azar, la pericia y la sensibilidad artística.
Irreales son también las fotografías de la serie Palimpsesto, de Emilio Pemjean (Galería Siboney), aunque en este caso remitan a espacios tan concretos y físicos como las estancias habitacionales que crearon los espacios para los lienzos de los grandes maestros de la pintura universal (Vermeer, Rembrandt, Velázquez...). Pero las habitaciones en las que posaban las Meninas o los burgueses y sirvientes de la obra de Vermeer son espacios que ya no existen, casas y habitaciones engullidas por la historia, por eso, la obra de Pemjean arranca mucho antes del registro fotográfico documental, surge de la construcción artesanal de aquellas habitaciones inmortalizadas en los cuadros de los genios pictóricos, nace en la creación de las maquetas que después fotografiará; unas maquetas, presentes también en la exposición, cuyos interiores se pueden observar con la mirada curiosa del voyeur que atisba por la cerradura.
Las fotografías de Cristina de Middel (La New Gallery) se apartan aún más de la realidad, y de La Tierra. En The Afronauts, la autora pergeña su propio universo aeroespacial alrededor de la improbable figura de un astronauta que parece el hijo criollo de un Eternauta, filtrado por la estética de El milagro de P. Tinto y una versión mestiza de Akira. Surrealismo fotográfico kitsch en estado puro.
Espacial y cosmonaútica es también la colección all that is solid melts into air, de José Luis Ochoa, para Alexandra Espacio Creativo. Un trabajo marcado por el pragmatismo seco y desnudo de la exploración espacial soviética y expresado con crudeza sobre el lienzo con una técnica mixta que recurre a óleos y óxido de hierro. No hablamos ya de fotografía, aunque el hiperrealismo de algunas piezas como las excelentes Starman y Cosmonaut puedan llevar al espectador a confusión. En algunos momentos, sus retratos y sus lienzos de robots y máquinas nos recuerdan a los ecos oníricos y lejanos de  Shaun Tan, un artista que nos encanta.
La galería valenciana Espai Tactel presentó Tots el ocells del món, de Xavi Deu, una colección heterogénea de piezas en diversos soportes y materiales, muy notables técnicamente y cargadas de ironía, en torno al universo de la ornitología. Nos gustaron especialmente sus pájaros y rapaces esculpidas sobre metacrilatos.
Cerramos la visita con una nueva referencia a uno de nuestros artistas favoritos: de nuevo, Jorge Bravo, comisario de Et Hall, nos regaló un buen rosario de obras de Martín Vitaliti, de cuyo trabajo ya hemos hablado largamente y cuyos postmodernos troqueles comiqueros nunca nos cansamos de observar.

lunes, agosto 05, 2013

Ai laket!!, drogas y cómics.

Este verano hemos encontrado por primera vez a los chicos de Ai laket!! en un sarao festivalero. Su iniciativa nos ha parecido interesante y muy didáctica. Como señalan en sus folletos, se trata de una asociación sin ánimo de lucro, formada por personas usuarias o ex-usuarias de drogas ilícitas, que busca informar sobre los efectos y consecuencias del consumo de sustancias psicoactivas. Lo hacen con rigor y objetividad, sin mitificaciones peligrosas ni falsos prejuicios: "Apostamos por aprender a convivir con las diversas sustancias psicoactivas, desde la óptica del consumo responsable y la autogestión de los riesgos derivados de su uso. Creemos que consumir drogas o no es una decisión personal que debe ser adoptada de manera libre e informada por personas adultas. Ai laket!! no pretende influir sobre esta decisión, sino aportar información rigurosa, práctica y creíble para que, de producirse el consumo, este sea el resultado de una reflexión que incluya el mayor número posible de elementos de juicio".
En un mundo en el que el tráfico de drogas y el consumo de productos adulterados está produciendo cada vez más problemas, en el que la sociedad acepta de forma hipócrita e indiscriminada el consumo de algunas sustancias (alcohol, cafeína...), mientras estigmatiza otras, se oyen cada vez más voces a favor de la legalización de ciertas drogas. El modelo punitivo ha fracasado definitivamente y ha conducido a algunos países, como Mexico, a una espiral de violencia autodestructiva y un futuro incierto, es fuente continuada de abusos, crímenes y explotación humana, y apenas ha llevado a éxitos reales. Quizás ha llegado ya el momento de probar otras vías, como la de la legalización de un consumo controlado y responsable, algunos países están dando pasos en este sentido. Esa es la idea que comparten desde Ai laket!!
Para llevar sus propósitos a buen fin o, al menos, para evitar malinformaciones y malas praxis, han publicado una serie de folletos informativos dedicados a las drogas que más habitualmente aparecen en nuestro entorno. En cada uno de ellos, describen la sustancia, analizan las dosis y vías de administración, sus efectos y contraindicaciones a corto, medio y largo plazo, las interacciones que presentan con otras sustancias y medicamentos y las consecuencias de su consumo. En un artículo reciente de eldiario.es se señalaba que:
La detección de sustancias nuevas y peligrosas es una de las claves del trabajo de Ai-laket. "La gente puede estar comprando speed”, señala Pérez de San Román, “creyendo que tiene anfetamina, pero resulta que tiene otra sustancia. El año pasado detectamos más presencia de PMA en muestras de anfetaminas. El PMA es una sustancia altamente tóxica que se ha relacionado con casos de intoxicaciones mortales en varios países europeos".
Este hecho demuestra,  según Ai-laket, "la importancia de un análisis de calidad para hacerse a la idea de la adulteración en el mercado negro y poder prevenir posibles riesgos". El mercado ilícito de drogas está en constante cambio, un paso por delante, lo que obliga a reforzar "reforzar los sistemas de detección temprana de sustancias potencialmente peligrosas".
Lo que les trae a este blog, sin embargo, es que, junto a esos folletos exhaustivos y detallados (en castellano y en euskera), Ai laket!! ha publicado también una colección de mini-cómics en la que, de forma gráfica y más resumida, se incide en la misma idea. Hay cómics dedicados al alcohol, a la marihuana, a la ketamina, al mdma, al speed, al extasis, etc., y entre varios autores de la escuela TMEO (la mayoría, como Santi Orúe y Piñata, con un estilo de dibujo en esa "línea chunga" underground tan del cómic español de los 80), encontramos algún nombre muy familiar como el de Mauro Entrialgo y alguna que otra sorpresa (el mini-comic dedicado a la ketamina está firmado por Kukuxumusu y protgonizado por sus cándidas ovejitas, nada menos).
Una inicitiva digna de aplauso que ya está siendo reconocida incluso fuera de nuestras fronteras, como demuestra el reciente premio Pompidou Award que el Consejo de Europa les dedicó hace unos meses como mejor proyecto de prevención de drogas europeo.

domingo, julio 28, 2013

Welsh rarebit fiend.

Hace unas semanas estuvimos en Inglaterra y tuvimos la ocasión de probar esto:
Ingredientes para Welsh rarebit (tostadas galesas con queso y cerveza), según mis recetas:
  • 4 rebanadas de pan de molde grueso sin corteza
  • 125 grs de queso cheddar rallado grueso
  • 1 cucharadita de mostaza
  • 1 huevo poco batido
  • 1 pizca de pimienta blanca
  • 2 cucharadas de cerveza 
  • mantequilla a temperatura ambiente.
Algo que no tendría mayor trascendencia si no fuera porque esta tostada con mostaza y queso gratinado era la responsable directa de que los personajes de una maravillosa serie clásica sufrieran las más terribles e indigestas pesadillas imaginables. Todo por obra y gracia del primer gran genio del cómic, uno de nuestros autores favoritos y un artista a quien siempre terminamos volviendo, el gran Winsor McCay.
Si aún no conocen su Dream of the Rarebit Fiend, se la recomendamos fervientemente para estos días de siesta y canícula veraniega, eso sí después de una buena tostada regada con cerveza de jengibre:

martes, julio 23, 2013

Escaparates estivales, intervenciones farmacéuticas.

Vamos con una entradita breve, refrescante y veraniega. Nuestro socio y amigo Gaspar Naranjo, además de ser un dibujante e ilustrador de postín, se gana las habichuelas como boticario imaginativo. Como al artista, de todos es sabido, siempre le cuesta separar facetas, don Gaspar tiene la sana costumbre de convertir su escaparate farmacéutico en improvisado lienzo "estacional" para disfrute de clientes y viandantes. Escaparates tranformados en cuadros navideños, estampas de vendimia (que, a fin de cuentas, estamos en Valdepeñas), viñetas de carnaval o, como el caso que nos ocupa, refrescantes escenas veraniegas para aliviar los rigores de la canícula.
Todo muy divertido y animoso, como verán en su página.

lunes, julio 08, 2013

Playground, de Berliac. Un cómic, un documento, un ensayo....

La última publicación de Ediciones Valientes, Playground, juega al despiste y a la agitación intelectual. El trabajo de Berliac se anuncia en portada con un triple subtitulado tachado: "una novela gráfica, un documental, un cómic", para luego concluir en sus títulos de crédito, al final de la obra, que "acabas de leer una improvisación". Nada de ello es del todo cierto, aunque tampoco falso. 
Playground es, stricto sensu, una biografía, la del director de cine norteamericano John Cassavetes, uno de los renovadores del lenguaje cinematográfico de los años 60 y 70; un creador que cuestionó las estructuras subyacentes en la industria cinematográfica de aquel momento (menciona Berliac como se adelantó varias décadas al concepto del crowfunding) y los propios procesos internos de la creación fílmica (grabación, dirección de actores, puesta en escena, montaje, producción...). Es Cassavetes un director complicado, como lo son sus películas. Rechazaba las jerarquías en el proceso creativo, sus rodajes eran profundamente democráticos, todo se decidía en grupo; las interpretaciones de sus protagonistas eran, en muchos casos, el resultado de las tensiones personales internas que existían entre los actores, que luego, en un proceso interpretativo lindante con la improvisación, liberaban delante de la cámara en busca de una verosimilitud que había de favorecer el resultado final editado. 
A partir de este tipo de conocimientos e ideas previas, podemos acercarnos a Playground con mayor consistencia, porque estamos ante uno de esos trabajos "experimentales" en los que el proceso, el fondo y la forma intentan ser uno sólo (como debería suceder siempre, en realidad), en los que el discurso empleado para la narración establece un juego de espejos con lo narrado. Por decirlo de otro modo, en Playground Berliac se convierte en un discípulo avezado de Cassavetes, el protagonista de su obra, y, al mismo tiempo la obra, el cómic, se convierte en objeto artístico, en protagonista.
Comienza el cómic con un lacónico intento de narración lineal biográfica, con cita de autor y claqueta mediante, incluso. Un arranque con poca convicción diacrónica, en realidad, que pronto se ve ensordecido por una doble página que, junto a algunos datos biográficos introductorios ("1956, John Cassavetes y Burt Lane deciden abrir un taller de actuación en el Variety Arts Building, en el 225 de la calle 46 oeste, Nueva York"), expone de forma aleatoria carteles luminosos, anuncios y títulos como los que cualquier peatón encontraría en Broadway; después, durante una página más, continúa el relato biográfico a partir de las viñetas realistas que van a componer el cómic (con un estilo cercano a ese esbozo que los estudiantes de Bellas Artes suelen emplear en las sesiones de dibujo del natural a mano alzada).
En este punto, casi en el arranque mismo del texto, Berliac interrumpe la narración biográfica y desvela sus cartas en uno de los muchos fragmentos textuales (manuscritos sobre papel pautado) que completan la obra:
Qué fácil es empezar así, ¿no? Una cita del protagonista, plano general para establecer tiempo y lugar, todo va en piloto automático, sin peligro de descarrilamiento, la escena siguiente se adivina sola, basta con seguir la cronología de los hechos, no despegarse de la documentación. Otra biografía de artista, que otros han hecho antes y mejor.
Y así, con el analisis autorrerencial de su propio discurso, con la disección del cadáver y la anticipación de las posibles claves diegéticas, así, decíamos, Berliac dinamita los fundamentos de su cómic, abre una narración nueva y nos desvela que, en realidad, no estamos ante un cómic al uso (si por ello se entiende una narración tradicional), sino ante un ensayo que, para sus fines, recurre a los mecanismos comicográficos. Un ensayo postmoderno en toda regla, que incluye su propia crítica dentro del mismo texto que lo compone.
No hay un mejor término que el de "ensayo" para definir Playground, con todas las marca que lo distinguen como género o vehículo literario: la fluidez (¿espontaneidad?) discursiva en el planteamiento y desarrollo de sus enunciados, cierta laxitud a la hora de recurrir a formulismos de citación o concreción (ahí se entenderían los tachados y las correcciones sobre la marcha), la acumulación de ideas enlazadas y sobrevenidas, el empleo de referencias externas (que en este caso incluyen fragmentos de chat de Facebook, diagramas, noticias de prensa...), etc. Así es Playground: un ensayo sobre el cómic y sobre la interdiscursividad hilado a la sombra (o a la luz) de la vida y obra de Cassavetes; una acumulación de ideas y reflexiones acerca del discurso del cómic y su naturaleza narrativa, jalonadas a lo largo de lo que en apariencia (sólo en apariencia) es un relato biográfico.
Son muchas las reflexiones relevantes que plantea el autor alrededor de dos discursos narrativos que en muchas ocasiones se han visto confrontados (a veces para crear falsas relaciones de dependencia y subordinación, es cierto) y que comparten muchas herramientas técnicas. Nos parecen muy interesantes, por ejemplo, sus comentarios (aunque no siempre compartamos su mirada crítica) acerca de la verosimilitud y el realismo; es audaz y divertido el diagrama comparativo que crea entre los grandes nombres de la dirección cinematográfica y los maestros del cómic; y compartimos en gran medida sus apreciaciones conclusivas respecto al proceso de creación, la autonomía y la responsabilidad del artista:
En los cómics tradicionales, lo que se lee (ej: el argumento) está siempre por encima de lo que se ve. Y por el lado "experimental", el contenido es la forma en sí pero los procesos que condujeron a "lo que se ve" están fuera del alcance del lector, ej: Si el autor usó la goma de borrar, nunca lo sabemos, como si la acción de borrar no significase nada.
Si en mis cómics los procesos también forman parte de lo narrado es porque no busco estar detrás de la obra, sino en ella, como las huellas dactilares de Giaccometti están en todas sus esculturas. Así, todo lo que haga, indistintamente de lo narrado, es a la vez una autorreferencia constante. Cassavetes lo entendió muy bien: hay una escena en “Faces” (un film 100% de ficción en donde el director como tal no es uno de los personajes) en donde en un espejo vemos a Cassavetes con la cámara al hombro.
¿Que es entonces Playground? Como se entenderá, después de haber leído estas líneas, lo relevante no es responder a esa pregunta, sino aproximarse al resultado con la mente abierta, recibir el "texto" (cómic, documento, documental) y adentrarse en las interrogantes que Berliac plantea bajo su esquema de ensayo gráfico. Sin duda, la cuidada edición de grapas y sobrecubierta de Martín López contribuye a modelar la autenticidad del conjunto, la idea de tener entre manos el registro de una acción artística (un objeto textual) más que un cómic al uso... Aunque, paradójicamente, después de leer Playground el primer pensamiento que nos asalta es el de que nos gustaría que hubiera muchos más cómics así.

lunes, julio 01, 2013

La infancia de Alan, de Emmanuel Guibert. De la ficción y el recuerdo.

En Little Nemo’s Kat hablamos de Emmanuel Guibert con relativa frecuencia. Es uno de nuestros autores favoritos. Hemos mencionado con insistencia las excelencias de El fotógrafo, uno de los ejercicios de interdiscursividad narrativa más osados y satisfactorios que podemos recordar. En su día, nos referimos también a Tiempo de gitanos, una prolongación interesante del hallazgo técnico, pero más rutinaria. Leímos con interés Las olivas negras y apreciamos su capacidad para crear ambientes históricos convincentes desde la ironía y el escepticismo.
Ahora hemos tenido la suerte de hacernos con una copia de La infancia de Alan, el mismo personaje que Guibert nos presentara en La guerra de Alan. Ese excombatiente norteamericano con el que el autor se encontró en la isla de Ré y al que ha dedicado estos dos trabajos biográficos después de entablar amistad con él. Frente a alguno de los ejemplos mencionados antes, en estos cómics el francés se hace cargo tanto del dibujo como del guión (a partir de los recuerdos biográficos del propio protagonista) y, en ambos campos, demuestra que es un autor todo-terreno, un tipo muy dotado para la escritura y para el dibujo.
El cómic se subtitula Según los recuerdos de Alan Ingram Cope. Una descripción precisa de su naturaleza biográfica: un recorrido a través de los recuerdos infantiles de su protagonista, en realidad. Cada capítulo recoge un episodio de la historia íntima de Alan, recreado a partir de su propia voz narrativa. Existe cierta intención temática en la ordenación de dichos capítulos (dos de los bloques organizativos principales del libro, por ejemplo, responden a los nombres de los dos abuelos del protagonista); cada anécdota, cada reminiscencia de Alan añade una capa de verosimilitud a la configuración del personaje. Pero junto a esa técnica acumulativa, la historia también desarrolla el hilo cronológico (no siempre estrictamente lineal) de los recuerdos del protagonista y lo hace desde la condición fragmentaria y selectiva que se le supone a la memoria de cualquier persona.
El conjunto destila credibilidad y convicción narrativa. La dosificación de detalles vitales, el análisis de sus efectos sobre la personalidad y la psique del personaje, y su consiguiente filtrado selectivo a través de la memoria del narrador, terminan por configurar un más que convincente perfil psicológico del protagonista. En algunos momentos parece imposible que Alan Ingram Cope no sea el verdadero autor de su propio relato, que éste sea el resultado de una reelaboración filtrada por la imaginación de Guibert. La personalidad de Alan es tan convincente como lo eran las de las grandes creaciones de los autores decimonónicos del realismo inglés, ruso o español. Desde ese punto de vista, el libro revela clasicismo narrativo, un sentido de perfección formal y diegética en la descripción de una vida, que no hemos observado demasiadas veces en el mundo del cómic.
Los recuerdos de Alan son vívidos y detallados (lo cual no siempre implica una reconstrucción plena de los estímulos, palabras, situaciones y causas que los motivaron), porque, en muchos casos, y como sucede en la realidad, Guibert asocia los procesos mentales del protagonista a estímulos sensoriales y a las (sólo en apariencia pequeñas) vivencias que marcan la infancia de una persona y acaban por determinar su existencia. En ese sentido es especialmente elocuente el tercer episodio, en el que Alan explica las bases de su sentimiento de culpa motivado por una estricta educación judeocristiana y cómo éste hecho condicionó buena parte de su vida adulta posterior. En nuestro país sabemos mucho del tema.
En realidad, La infancia de Alan parece un álbum de fotos, en la forma y en el fondo. De igual manera que en su día mencionábamos como Igort hibridaba los recursos del cómic con los del reportaje periodístico en su excelente Cuadernos ucranianos, ahora Guibert (en un ejercicio de interdiscursividad, también, pero de naturaleza distinta) recrea la infancia de Alan a partir de la colección de fotos de su niñez: si Igort recurría a la narración comicográfica para ilustrar diversos episodios vitales de las víctimas de la deskulakización bolchevique, el francés inserta, entre su colección de fotos fijas, fragmentos de cómic en los que recrea anécdotas y episodios de la vida del protagonista. De este modo, la voz narrativa de Alan y las imágenes congeladas de su recuerdo adquieren vida momentáneamente a través de las viñetas de Guibert. Unas secuenciaciones minimalistas, en muchos casos, con unos personajes interactuando sobre el fondo blanco de las viñetas. El contraste es total con el realismo cuasi-fotográfico de las imágenes estáticas que contextualizan la narración y describen los ambientes (las construcciones de la memoria, las instantáneas del recuerdo) de la infancia de Alan. Guibert recurre en ambos casos, en las imágenes estáticas y en los fragmentos secuenciados, a su técnica primorosa y a su eclecticismo a la hora de mezclar recursos gráficos (tinta y fotografía, sobre todo).
Estamos ante un tebeo que se disfruta desde la nostalgia, desde la inevitable empatía que generan los recuerdos ajenos. Todos hemos sido niños, y aunque en muchos casos no nos reconozcamos en las vivencias infantiles del soldado retirado que protagoniza el relato (¡el siglo veinte parece tan lejano!), lo cierto es que muchas de las emociones, descubrimientos e intuiciones de Alan son tan universales como lo puedan ser el nacimiento y la muerte. Cada obra de Guibert es una sorpresa, ¡ojalá todas sean tan gratas como ésta!

lunes, junio 17, 2013

Sobre Bardín y Vapor en la SER.

Hace unos días nos juntamos con nuestro amigo Borja Lucena, profesor y filósofo, para charlar (tan brevemente como nos permiten nuestras pildoritas radiofónicas en la SER) sobre Max y su última deriva filosófico-reflexiva. La que se manifiesta en sus últimas obras, especialmente en Bardín el Superrealista y en Vapor.
Con la excusa, recorrimos a toda velocidad su biografía comiquera antes de llegar a su fructífero momento presente. Nos encantaba el Max de Peter Pank y La muerte húmeda y nos encanta el Max mucho más intelectualizado de Bardín y Vapor. Siempre esperamos sus obras con expectación contenida. Por algo es un (el) referente del cómic español.

lunes, junio 10, 2013

En la cocina con Alain Passard, de Blain. MasterChefs.

Como tantos otros, estamos enganchados a ese concurso gastronómico televisivo, mezcla de Con las manos en la masa y Operación Triunfo, que responde al nombre de MasterChef. Aunque su edición americana lleva ya años triunfando en antena, en nuestro país el estreno se ha hecho de rogar. Eso sí, ha entrado como un tiro. Son muchas las virtudes del programa: es dinámico, entretenido y apetitoso, está bien dirigido por sus presentadores (los cocineros "Michelín" Pepe Rodríguez y Jordi Cruz, sobre todo, se han hecho un traje televisivo que les sienta impecable) y ofrece una visión ecléctica y atractiva del recetario tradicional español mestizado con la alta cocina. Hasta el punto de que sus espectadores estamos empezando a ser expertos en conceptos culinarios especializados; a ver a quién se le ocurre a partir de ahora "marcar" mal la carne o dejar muy líquida una brandada de bacalao.

Imposible no sentir aprecio por algunos de sus protagonistas o rechazo ante la prepotencia de otros. Media España se ha decantado por un tipo de buen corazón y voluntad infinita llamado Juan manuel. Nosotros también le deseamos la victoria. MasterChef es un concurso-reality con una factura espléndida y una gestión modélica de los tiempos y el suspense televisivo; el concuso se ve prestigiado, además, por la aparición regular de los mejores cocineros de este país, quienes (de forma testimonial, quizás, pero con una capacidad innegable para fascinar al espectador-comensal) realizan visitas sorpresas y pequeños talleres durante las grabaciones de los diferentes capítulos.

Liguemos ideas con una flor de sal y una nuez de mantequilla.

Afortunadamente, hace ya mucho tiempo que los cómics culinarios no son sólo cosa del tebeo japonés. Aún y así, uno de los mejores tebeos gastronómicos que hemos leído nunca lleva firma nipona, la del maestro Jiro Taniguchi. En El gourmet solitario, Taniguchi aúna su pasión por la comida japonesa con otras dos de su grandes obsesiones: el viaje y la contemplación (que combinó también, tan bien, en El caminante); es éste un cómic que se lee como una narración de viajes, al mismo tiempo que como una guía gastronómica y un tratado de reflexión interior. Maravilloso Taniguchi.

Dicen los expertos, sin embargo, que el mejor cómic de cocina que se ha hecho nunca (maximalismos canónicos al poder) es En la cocina con Alain Passard, del francés Christophe Blain.

Para los muy despistados, aclarar que Blain es el autor de una de las obras más libres, aventureras y magnéticas del cómic contemporáneo reciente: Isaac el Pirata. Una transgresión radical de uno de los géneros aventureros por excelencia, las aventuras de corsarios y bucaneros. También lo es (una transgresión), su particular revisión del western a través de su serie Gus. Encuadramos a Blain dentro del grupo reciente de renovadores del tebeo francés, unos autores que crecen a partir de la heterodoxia y de la experimentación. Muchos de ellos surgen del espíritu editorial radical del colectivo L'Association; otros muchos se han unido por el camino al recorrido experimental e independiente que abrieron autores como Baudoin: estamos pensando en artistas de la talla de Blutch, Sfar, De Crecy, Trondheim, Larcenet o el propio Blain. Y más recientemente Bastien Vivès. Todos ellos, dibujantes que trabajan desde cierta espontaneidad expresionista creada a partir de una revisión cuasi-minimalista de la línea clara tradicional.

Volvamos a los fogones. En la cocina con Alain Passard es un gran cómic, entre otras cosas, porque admite múltiples lecturas y se enriquece con cada una de sus capas interpretativas. Funciona en varios niveles: por un lado, sus páginas son un recetario ilustrado de uno de los grandes cocineros contemporáneos, uno de los pocos con tres estrellas Michelín. Blain recoge bastantes de las recetas clásicas del chef y combina la habitual descripción textual de la elaboración del plato con una "puesta en escena" narrativa dibujada. Se trata de recetas elaboradas pero no imposibles (bastantes de ellas), aunque, eso sí, de un gusto marcadamente francés: preparen la mantequilla para lanzarse con los "Guisantes 'caviar verde' y pomelo rosa a la menta fresca" o el "Fondue de cebollas blancas a la acedera, habitas de queso de cabra fresco y chutney de ruibarbo rojo" o ese "Carpaccio de langostinos al cebollino" (que me comprometo a intentar algún día).

En la cocina con Alain Passard es también una mirada abierta y admirada hacia el proceso creativo. En sus viñetas, Blain se revela como fan irredento (hasta el enamoramiento) del personaje que describe, del artista y filósofo de la cocina que es Alain Passard. El espectador completa el retrato de un personaje genial, pero también extravagante, caprichoso e inteligente, gracias al muestrario episódico de anécdotas y reflexiones acerca/por/sobre el cocinero. Leemos el cómic e intentamos desvelar los secretos del acto creativo a través de la narración (como se ha hecho en muchas más ocasiones partiendo de la imagen de pintores o músicos). El discurso de Passard es contagioso, que no siempre coherente, pero su fascinación ante lo que hace es tal (esas disertaciones acerca del color, sus caricias sinceras a hortalizas y verduras...), que el efecto contagio, la constancia de estar asistiendo a un genuino acto de fe, resulta magnética.

Por último, como sucede en casi todas sus obras, el trabajo de Blain está veteado de humor inteligente y una ironía, casi siempre autoinfringida. Desde la descripción de su predisposición inicial ante el encargo del cómic, hasta su capitulación definitiva ante la cocina de autor, Blain es fiel a sí mismo: su cómic es realmente divertido. La organización del la obra es tan expresionista como el estilo gráfico de sus imágenes: cada episodio se ventila en una o dos páginas, en las que Blain alterna las recetas de los platos de Passard señaladas anteriormente, con episodios intermedios en los que intenta concretar la filosofía personal del chef, su forma de entender la creación gastronómica. Entre estos dos caminos narrativos, el dibujante también incluye episodios acerca de su propia experiencia como comensal (los más claramente humorísticos de entre todos ellos).

Si nos paramos a reflexionar sobre todo lo dicho convendremos en que, en realidad, Blain compone su álbum como si él mismo fuera una receta: su fórmula encierra la creatividad y la espontáneidad de los grandes cocineros (eso tan abstracto que llamamos "tener mano"), pero detrás del trabajo se percibe con claridad el método que aportan su enorme talento gráfico y su capacidad enorme como creador de historias sinuosas y ricas en matices. Vayan poniendo el mantel.