No se parece nada la última obra de Edmond Baudoin publicada en nuestro país a lo que ya conocíamos de él. Quizás la diferencia estribe en que en este Los cuatro ríos comparte autoría con la escritora francesa Fred Vargas, guionista de la entrega. Si El viaje destilaba introspección onírica y lirismo de tintes surreales y Piero jugaba a la biografía recortada por la fragilidad del recuerdo, ahora, en Los cuatro ríos se nos sitúa en el mucho más pragmático territorio de la crónica social de barrio, la indagación detectivesca de serie negra y cierto exoterismo ausente de mística. Aclaremos el batiburrillo.
Los cuatro ríos arranca con un robo anecdótico por parte de dos ladronzuelos, raterillos callejeros, que se equivocan al elegir su víctima. El azar convierte un incidente criminal de poca monta en un desafortunado caso de venganzas trágicas. La víctima del robo, un anciano del barrio, resulta ser un oscuro personaje aficionado a las prácticas exotéricas y con claras tendencias homicidas rituales. De este modo, en un claro desajuste en la balanza del crimen y el castigo, Gregoire y su desafortunado amigo Vincent, pagan unas desmedidas consecuencias por sus andanzas al margen de la ley. La postal con doble cara del crimen y su castigo les sirve a los autores como marco para arrancar la narración en sus tres direcciones esenciales: la de la huida de Gregoire y cómo ésta afecta a su entorno familiar (padres y hermanos), la de la persecución vengativa del viejo asesino y la de la investigación policial comandada por el inspector Adamsberg.
Curiosamente, el carácter mundano de casi todos estos elementos y personajes que tejen la trama de Los cuatro ríos contrasta con la puesta en escena narrativa del conjunto, intencionadamente artificiosa en sus recursos y mecanismos constructivos. Fred recurre a una literariedad indisimulada a la hora de describir las escenas de su historia. De hecho, su introducción de escenarios y situaciones escoge un estilo marcadamente teatral, conciso y descriptivo, como si de acotaciones escénicas se tratara: "París. Fuente de Saint Michel. Temperatura estival. Mucha gente, como siempre. Grégoire Braban espera a su amigo Vincent. Recoge chapas y latas de cerveza, que va metiendo en una mochila negra...". Una decisión que, inicialmente, plantea cierta sorpresa y espesa el ritmo de la narración, en detrimento de la fluidez en la lectura. No obstante, casi de inmediato, reconocemos el artificio como parte de una armazón estilística compleja más amplia. Fred Vargas es una exitosa escritora de novela negra, el detective Jean-Baptiste Adamberg es su personaje más popular, Los cuatro ríos es un episodio más dentro de la serie: uno que cobra vida a través de las imágenes sugerentes de Baudoin, pero que mantiene intactos los mecanismos del conjunto (enriquecidos a partir de las posibilidades que aporta el discurso comicográfico).
La obra de Baudoin y Fred se recrea en ese carácter ficcional, en su elaboración literaria, y no intenta esconderla detrás de la narración, sino más bien subrayarla. Nace el cómic como narración gráfica, pero hace también suyos rasgos propios de los otros discursos literarios (la novela o el teatro). Dentro del lenguaje del cómic los globos de diálogo cumplen la misma función que los diálogos en la novela: funcionan como vehículos del estilo directo, de las intervenciones orales (o pensamientos representados) de los personajes. En Los cuatro ríos abundan las secciones dialogadas, tanto dentro de globos integrados en las viñetas, como en fragmentos de diálogo traspuestos sobre el papel. De esta manera, algunas páginas de la obra ofrecen una peculiar impresión visual: uno no sabe a ciencia cierta si se encuentra ante un cómic o ante una novela. Experimentación formal al servicio de la narración. Es éste uno de los principales mecanismos empleados por los autores para dotar de densidad a su relato.
De hecho, en los diálogos, brillantes, ágiles, ingeniosos, reside buena parte del encanto de este trabajo. Baudoin y Fred construyen una historia policiaca, una trama alrededor de un crimen y la consiguiente investigación, remodelando algunos de los ingredientes clásicos del género negro (el suspense, los interrogatorios, la recolección de pistas, la escena final de desenlace y exposición del caso por parte del detective, etc.) y dotándolos de cierta hondura lírica y un mucho de humanidad en la creación de personajes. Éstos, nuevamente, son descritos sobre todo por medio de sus diálogos; el personaje se modela por medio de sus palabras, podríamos decir:
- ... ¿Hace mucho que conocías a Ogier?
- No lo conocía. Nos encontrábamos de vez en cuando. Bebíamos un trago y hablábamos de motos.
- ¿Y ya está?
- Sí.
- ¿En su casa?
- En el bareto.
- ¿Tienes trabajo?
- No, estoy en parox.
- En el paro.
- Yo digo parox. Me relaja.
- Como quieras. Me importa un rábano [...] ¿Dónde estabas el lunes entre las veinte y las veintidós treinta?
- Todo el rato con mi familia.
- ¿Qué sucedió?
- El martes por la mañana fui a verlo.
- Para hablar de motos.
- Sí. Estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. Entoces los llamé. Si yo lo hubiera matado, no los habría avisado.
- Tal vez sí. Según tu opinión, ¿Qué le sucedió a Ogier?
- Un cabrón vino a mangarle la pasta. Vincent apareció y la cosa se enredó.
- ¿Su pasta? ¿o la pasta de otro?
- No comprendo de qué me habla.
- Voy a decírtelo más claro. Ogier atraca a un tipo. No es un principìante. El atracado atraca al atracador y la cosa se complica. Tenemos un fragmento de historia en común. Adelante.
- Ni idea. Yo no estaba allí.
- Creo que sí. El atraco lo hicistéis juntos. Y el lunes fuiste a buscar tu parte.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡Lo encontré muerto!
- Veremos si encontramos tus huellas en el calentador de agua. Ya sabes, el escondite.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡No salí de Stains! ¡Pregunte a mi familia!
- Ya sabes lo que significa el testimonio de una familia, y de una familia que hace piña: estax en un liox.
No se parece en nada Los cuatro ríos a otras obras de Baudoin que conocíamos, pero es igual en espíritu a todas ellas: siempre huyendo de las soluciones fáciles, siempre lírica, profunda y arriesgada. Todas ellas, obras "ilustradas" con un dibujo primoroso y evanescente, el del trazo ágil, irregular, expresionista, modulado, denso, de Edmond Baudoin; un dibujo que huele a poesía, "libre, humeante, provisto de brumas violetas". Así es este libro, en realidad: serie negra filtrada por el ritmo de Rimbaud. Nada menos.