lunes, septiembre 13, 2010

Japón (y III): calles, disfraces y panteones museísticos.

El manga es parte de la identidad japonesa, decíamos. El manga entendido como concepto abarcador y, en ocasiones, extravagantemente amplio. Así, decíamos también, cuando un visitante comiquero llega a las costas japonesas, los debes y visitas planificados se acumulan en la agenda de viaje. Son tantas las referencias directas e indirectas que hemos oído o sobre las que hemos leído, que algunos nombres, calles y lugares nos suenan a ya conocidos.
Por ejemplo, ¿quién no ha visto en alguno de esos programas-plaga de calagurritanos viajeros o calagurritanos por el mundo (que me perdone todo Calahorra al completo) a un viajero que se pasea un domingo por la mañana por la zona de Harajuku para ver a los chavales disfrazados en el puente que da al parque de Yoyogi? Es alucinante ver a toda esa chavalada primorosamente camuflada bajo el atuendo de sus ídolos manga, disfrazados de vampiros o de estrellas del rock. Una de las vestimentas más exitosas que vimos entre el género masculino fue la de viuda victoriana. Como lo oyen. La zona, por otro lado, está repleta de tiendas de ropa, accesorios y chuminadas diversas, modernísimas y muy fashion. Dicen por ahí (en Calagurritanos Viajeros) que los buscadores de tendencias sobrevuelan los alrededores de Harajuku en busca de la moda futura. No les vimos, pero seguro que estaban.
Otro lugar común del mangaka tokyota es el barrio de Akihabara. Allí  habitan esas muchachuelas disfrazadas de camareras-doncellas que te invitan a tomarte un refrigerio en su local, mientras escenifican servidumbres pretéritas. Pese al orgullo con que lucen sus atuendos estrafalarios, algunas se muestran reacias al posado fotográfico (al revés que los vampiros y las orgullosas lolitas de Harajuku); no es lo mismo posar que trabajar, suponemos. Akihabara es también el barrio de la electrónica y de los otakus. Tiene bastantes tiendas de manga; alguna de varias plantas.
Entrar a una tienda de cómics en Japón es un ejercicio de desesperación. Algo así como meterse en un buffet libre con el estómago revuelto. Uno se ve rodeado de miles de tebeos, sabe que entre ellos encontraría a algunos de sus autores favoritos de los últimos tiempos (Tezuka, Kago, Taniguchi...), pero no hay tu tía: rodeados del jeroglífico kanji, resulta imposible, no ya entender algo, sino siquiera localizar a dichos autores. Además, como no podía ser de otro modo, en Japón, hasta la librería más pequeña está repleta de cómics. Omnipresente, la nueva entrega de Naoki Urasawa, su Billy Bat, en plena promoción. La oferta es ingente (con mucho hentai -cómic erótico- de por medio), la respuesta del no iniciado en las destrezas lingüísticas niponas, la impotencia pura y dura. Aún y así, claro, nos compramos algún que otro manga: testimoniales algunos (a ver si adivinamos de quién es lo que nos agenciamos, porque tiene buena pinta) y sentimentalmente valiosos los otros (un Astro Boy viejísimo de segunda mano).
Hablando de Tetsuwan Atom, ya les dijimos que en la estación de Kyoto, la impronta Tezuka se deja notar desde los primeros pasos. En realidad, el despliegue estatuario tiene que ver con la tienda oficial del célebre mangaka, que se encuentra en la misma estación. No pudimos visitar el Tezuka Osamu Manga Museum, en Takarazuka (no encajaba en la ruta y tampoco está uno ya para esos excesos), así que tuvimos que conformarnos con el merchandising, variado y carísimo, de la tienda de la estación. Algo de utilísimo menaje para el hogar y el necesario atuendo cayó, por supuesto.En Kyoto estaba también el Museo del Manga, presidido de nuevo por una gigantesca estatua de Tezuka, su Fenix en este caso. Curioso museo, por la literalidad de su nombre, sobre todo: el museo del manga de Kyoto es una enorme biblioteca de mangas, miles y miles de ellos (incluido alguno en español), a la que acuden los aficionados, simplemente, a leer. Hay algunas vitrinas con una escueta historia del cómic japones, con algunos datos acerca de la industria y con ciertas menciones a los autores más importantes, pero sobre todo encontramos cientos de lectores, de todas las edades, devorando series enteras de personajes clásicos y modernos, que se suele decir. Cosas niponas, de nuevo.Otro museo que nos quedamos con las ganas de ver, éste en Tokyo, fue el Ghibli Museum, de Hayao Miyazaki. Dicen que vale la pena y que parece más un pequeño parque de atracciones que un museo, dicen que la entrada es una transparencia real de una las películas animadas de Miyazaki, pero (y esto no lo dicen, lo pudimos comprobar) la entrada está limitada a un reducido número de visitantes diarios y la alta demanda exige reservas con mucha más previsión de la que nosotros mostramos.
Tampoco nos aburrimos, en realidad. ¿Que no podemos entrar en el Ghibli? Vámonos al Mori Art Museum... En otro post les contamos lo que vimos por allí.
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lunes, septiembre 06, 2010

Japón (II): soba, matcha y manga.

Hay conceptos, objetos, alimentos, ideas que, por encima del estereotipo, parecen ayudar a conformar la idiosincrasia cultural de un país. El té es una de esas realidades topicalizadas en el caso de Japón. Resulta complicado pensar en la cultura, o incluso en la historia japonesa, sin tener presente la importancia que el té ha tenido en su evolución como país. Aquellas hojas que llegaron desde China unidas a la filosofía del budismo zen, fueron rápidamente adoptadas por las clases dirigentes niponas; fue el té la bebida emblemática de los samuráis y, a partir del S.XVI (durante el Shogunato Tokugawa), gracias a la influencia del monje Sen no Rikyu y su perfeccionamiento de la ceremonia té, llegó la sublimación de la bebida de jade, el elixir de los dioses que obnubiló al país.Como se suele decir, el sabor del matcha (el té verde en polvo que se emplea para la ceremonia) está "en todas las salsas" japonesas... bueno, y en los helados, los pasteles, los granizados y cualquier material ingerible que a uno se le ocurra; incluidos los mochis, las omnipresentes bolitas de arroz. En casi todos los contextos y horarios, se nos presentará la ocasión de degustar alguna de las variedades japonesas de té verde: en verano es habitual comer con un vaso frío de hojicha (té verde tostado al carbón); es también uno de los sabores habituales en las maquinas expendedoras con su infinita gama de botellas de agua aromatizada. Con los rigores estivales tampoco viene mal un traguito de genmaicha (té tostado con arroz).
En ocasiones, una taza de sencha o bancha (las dos variedades más comunes de té verde en Japón) acompañará a nuestros fideos udon o soba. Hablando de fideos, una de las primeras sorpresas que le esperan al comensal en un restaurante japonés son sus menús: muchos de los platos ofertados se exhiben en coloridos escaparates verticales; se necesita un rato y bastante atención para descubrir que todo ese despliegue gastronómico es de plástico. Los japoneses son unos maestros de la representación, en todos sus sentidos. Iconicidad al poder.Se dice que el lenguaje ayuda a conformar el pensamiento de un pueblo; el tópico al respecto es el del alemán y sus filósofos, ¿recuerdan? Por las mismas, cabría convenir que las gentes niponas están imbuidas de la fuerza representativa de los iconos. Después de todo, el más habitual de sus tres alfabetos (kanji) se compone de representaciones simbólicas convencionales: un dibujito para cada concepto. Quizás sea esa una de las razones de que en Japón las imágenes sean arte y parte lingüística. Y, claro, el manga se compone de imágenes.
El manga es japonés y Japón es manga. Los mangakas son auténticos ídolos de masas y muchos de sus personajes han adquirido el rango de iconos sociales y han saltado fuera de las páginas de los tebeos para convertirse en embajadores visuales de cualquier otro tipo de producto comercial. Pósters publicitarios, anuncios televisivos, marquesinas de autobuses, carteles luminosos, postes de señalización son los nuevos hábitats de creaciones como Doraemon, Detective Conan, Kakashi, Son Goku o Tetsuwan Atom, que lo invaden todo.
Es imposible dar un paso en Nara, por ejemplo, sin reconocer a uno de los personajes de Gosho Aoyama. El estilo de Yoshihiro Tatsumi o el de Mizuki se multiplican en juguetes, anuncios... Apenas se pone un pie en Kyoto y se sale por la puerta de su estación, cuando nos topamos de lleno con los personajes del más grande, de Osamu Tezuka.Manga, manga y más manga. En la siguiente entrega les concretamos el asunto con datos concretos, que esta entrada, nos consta, ha sido un tanto matcha revolutum.
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martes, agosto 31, 2010

Japón (I): Regreso al futuro.

Disculpen la demora. Acabamos de regresar de Japón. Es un país que para el aficionado comiquero tiene resonancias mitológicas, no sin razón. En los siguientes posts les vamos a contar a ustedes por cómo nos ha ido por el Imperio del Sol Naciente.
La primera impresión que tiene uno cuando aterriza en Tokyo es que ha viajado al futuro. Dejamos de ser, como sucede en muchos viajes intercontinentales, los blanquitos ricos occidentales, para asistir perplejos a un estadio siguiente de civilización, así, sin exagerar. Nos gusta esa palabra, “civilización”, porque no se refiere únicamente a un nivel de evolución tecnológica, sino a un grado de respeto y a la capacidad de vivir en sociedad de forma civilizada; evidentemente, es mucho más sencillo ser civilizado cuando las necesidades básicas están cubiertas, pero precisamente por eso sorprende que en un país como España seamos tan incívicos con el prójimo en tantas ocasiones.
Evidentemente, pecamos y pecaremos de simplistas (cuestión de espacio y soporte). No queremos dejarnos alucinar por el fulgor nipón, además. Su sociedad es bastante machista y su arraigo tradicional llega en ocasiones a lo teatral, pero, señores, qué bien funciona la cosa pública.
Casi todos los parámetros de la realidad japonesa se explican en base a tres factores: se trata de un país relativamente pequeño (algo menor que California y con sólo un cuarto de la extensión del país habitable, debido a sus muchas zonas montañosas y boscosas), superpoblado (127,5 millones de personas que se amontonan literalmente en la llanura meridional de la isla más grande, Honshü) y condicionado por su pasado y sus tradiciones. Las grandes ciudades japonesas, con Tokyo a la cabeza, responden al tópico de las luces de neón, el desarrollo hípertecnológico y la muchedumbre en constante tránsito, que parece situarnos en el escenario de Blade Runner, afortunadamente sin que el pesimismo distópico rompa el sueño futurista. Pasear por los barrios de Shibuya o Shinjuku es una aventura technicolor que le deja a uno con la boca abierta. En ellos más que en otro sitio, se asiste con asombro a la realidad japonesa de las ciudades verticales. El espacio es tan necesario en las ciudades niponas que sus grandes barrios-ciudades crecen hacia arriba y hacia abajo: las estaciones de tren o de metro pueden llegar a tener decenas de pisos (asombrosa la de Kyoto con sus cientos de restaurantes, pasillos infinitos y grandes centros comerciales); son pequeñas y laberínticas ciudades subterráneas en las que siempre terminas encontrando la salida, aunque no sea siempre por donde uno quiere. Pero las ciudades (y quien dice ciudades, dice bares, tiendas y centros de negocio, no sólo sus rascacielos) también crecen hacia arriba: ir de compras o de marcha en Japón implica ir mirando hacia los segundos, terceros y cuartos pisos, porque quizás sea en ellos donde se encuentre el lugar que buscas; sólo hay que tomar un ascensor a pie de calle y salir en el piso indicado, de rondón en el local o tienda correspondiente. El espacio manda. Asombra la capacidad japonesa para ofrecer soluciones minimalistas a necesidades básicas en términos de espacio, tengan éstas que ver con cocinas, aprovechamiento de habitaciones o lugares de ocio. Por ejemplo, cuando uno entra a un bar muy pequeño hay que estar muy atento al famoso “cover charge” o dinero que se paga simplemente por ocupar una banqueta (que puede ir desde los 3 a los 10 euros); el abuso es menos si consideramos que algunos bares japoneses no tienen más de dos o tres asientos en la misma barra: ¿se imaginan el futuro del negocio si llegara a ellos un españolito dispuesto a pasarse la tarde con un café y el periódico? Espacio, tiempo y tecnología.
Japón es un arcade gigante. Hay miles de máquinas y todas funcionan siempre (e incluso devuelven el cambio justo, que no nos oigan los de Telefónica). Los millones de maquinas expendedoras de bebidas que inundan el país (para alivio de la humedad reinante) rebosan de bebidas imposibles, baratos paquetes de cigarrillos (el vicio nacional de un país en el que está prohibido fumar prácticamente en cualquier sitio) o tickets para solicitar el menú en el restaurante. Los váteres parecen paneles de mandos de naves espaciales, con mil botones que le exponen a uno (y a sus partes pudendas) a chorros de agua a presión, tazas calefactoras y vapores secadores insospechados. Los trenes bala, Shinkanshen y Nozomi, vuelan por encima de los 300 km/h antes de alcanzar su destino con una puntualidad milimétrica. Los edificios de juegos recreativos ocupan hasta cinco y seis plantas y en ellos, miles de japoneses, jóvenes y viejos, se dejan los sueldos en el pachinko, en hipódromos virtuales con pantallas de cine, en maquinitas de juegos que todavía no existen y, en el caso de las adolescentes, en fotomatones rosas que occidentalizan los ojos y permiten photoshopeos posteriores a las fotos.
Con tamaña abundancia y oferta, los cacos deberían ser una fauna feliz en ciudades como Tokyo o la muy marchosa Osaka (ante el tamaño gigantesco de sus ciudades y el precio de los taxis, el horario de fiesta lo marca el metro: el último a las 12 pm, el primero a las 5 am). Nada más lejos de la realidad: Japón es el país de la seguridad y la confianza en el prójimo (rozando la inocencia). Nadie te engaña, nadie te roba. Puedes ir con un fajo de billetes asomando del vaquero y volver con él intacto. Funcionan de modo excelente, como decíamos antes, los funcionarios de lo público. Hasta el exceso. De nuevo, suponemos, tiene que ver con la superpoblación: hay que colocar al personal, mucha mano de obra en un país rico hace posible un funcionariado ingente y eficiente. Encontrábamos hasta cuatro policías vigilando el tráfico en un paso de cebra. Igualmente, la poda del un árbol no requiere menos de cinco operarios: uno supervisando, otro avisando a los peatones, uno podando, otro recogiendo y cargando y el quinto, oteando, por si las moscas. El servicio de megafonía en estaciones y lugares públicos, siempre es unipersonal: léase, un tipo con megáfono dando instrucciones; nada se graba, todo se cuenta en primera persona: lo hace el conductor del autobús público con su pinganillo y lo hacen los cajeros del supermercado.
El contraste lo marca su conjunto de creencias y tradiciones, tan fuertemente arraigadas en el Japón contemporáneo y tan fuertemente enfrentadas por buena parte de la juventud que, con sus atuendos extravagantes, llena las discotecas de Roppongi o los lujosos comercios tecnológicos de Guinza. Hay que recordar que en este país prevaleció un régimen cuasi feudal y endogámico hasta muy entrado el S.XIX. Existe todavía un Japón tradicional que disfruta de sus onsens (baños tradicionales, como el famosísimo Dogo Onsen de Matsuyama), de la visita a los templos budistas y sintoístas de Takayama o Miyajima, los jardines de arena de Kyoto o de la ceremonia del té en una de las numerosas casas de té que se levantan en los primorosos jardines de las grandes ciudades como Kanazawa. En ciudades como Nikko, sus habitantes pasean entre miles de ciervos que recorren las calles como dóciles perritos y comen de la mano de los niños: un ejercicio de ecología (que, seguro, envidian los delfines de alguna ciudad vecina).
En Japón, la cortesía todavía es un grado: el agradecimiento ante la invitación o la ofrenda debe ser explícito y repetido, el respeto ante el prójimo patente y la hospitalidad manifiesta. El calendario nipón está poblado de fiestas y celebraciones que ponen de manifiesto ese respeto hacia el pasado, a las grandes ocasiones y banquetes se acude aún con el kimono y, en las casa, uno se sienta sobre el tatami (con los pies descalzos y vestido con la yakuta) y se duerme sobre el futón enrollable (de nuevo, la economía de espacio).
¿Y los manga, dónde quedan en esta historia? Hecha la introducción, se lo contamos en el capítulo 2.

sábado, agosto 21, 2010

Arte Santander 2010. Pinturas y polacos.

Este año, como ya viene siendo costumbre, asistimos a una edición más de Arte Santander. Vimos muchas caras conocidas y reconocimos a muchas de las galerías presentes en cursos anteriores (entre ellas, algunas de las clásicas del panorama artístico español). En una de ella, la siempre interesante Caja Negra de Madrid, exponía nuestro buen amigo Pejac dos piezas que jugaban a la paradoja, conjugando las referencias geográficas con las implicaciones psicoanalíticas de las manchas de Rorschach; como no podía ser de otro modo, nos acordamos de Moore y de Gibbons.
Hubo más trabajos que nos movieron a la correlación comiquera y que invitaban al juego asociativo. Los oleos de Toño Camuñas, de la galería Valid Foto de Barcelona, escondían, detrás de su simbolismo colorido, referencias claras al underground, por lo que respecta a la línea de su dibujo y a su inclinación por la caricatura grotesca de explícita “visceralidad”. Parecían una mezcla bastarda entre la iconografía mejicana funeraria y los cómics de Hunt Emerson, con aquella voluptuosidad orgánica de su cartoon descarnado.
Sin duda, la nota de exotismo de esta edición la pusieron las cuatro o cinco galerías que representaban a Polonia, como país invitado a la muestra. Suyas fueron algunas de las aportaciones más atrevidas e imaginativas. Leto Gallery/Hepen Transfer Gallery, presentaron los dibujos en tinta china de Zofia Gramz: una propuesta rabiosa entre el art-brut, el graffiti y el garabato, que demuestra hasta que punto el dibujo está recuperando terrenos perdidos en el arte contemporáneo.
En el stand de Collectiva Gallery (de Poznan) pudimos disfrutar con un precioso tríptico de Öl auf Leinwand, titulado Plywamy, que nos supo a cloro y nos refrescó algunos buenos momentos viñeteros del año pasado. La pared de enfrente repartía varios lienzos en blanco y negro de la serie Monstrare (de Lidia Krawczyk y Wojtek Kubiak) que trampeaban la primera impresión realista de la propuesta, mediante el recurso a esos big eyes que parecen inundar el arte pop contemporáneo (que le pregunten a Gary Baseman); eso sí, con un trazo pictórico tan poco ilusionista como el de los objetos y personajes cotidianos sobre fondos planos de Alex Katz. Nos preguntamos, ¿quién en el mundo del cómic podría postularse como representante máximo del big-eyes movement, más allá de la obviedad mangaka? ¿Dave Cooper? ¿Jim Woodring?
A tiro de piedra de dos galerías se ubicaba el espacio de Piekary Gallery, en el que destacaban sobremanera las asombrosas Pin-up fruits de Andrzej Wasilewski. Una serie de pinturas acrílicas y óleo sobre lienzo, que renuevan el concepto de vanitas, adaptándolo al improbable contexto iconográfico del American way of life y el hipócrita aliento a las tropas a través del impulso sexual. La decadencia de la felicidad hueca, la testosterona podrida a partir de unas imágenes que, a primera vista, se le aparecen al espectador amablemente coloridas.
Por último, ya fuera del “circuito” polaco, nos llamó la atención (ciñéndonos al filtro comicográfico que intentamos ajustar en este tipo de posts) el gran lienzo circular de Aaron Johnson que presentó la galería Mito de Barcelona. Sus explícitas influencias orientalistas y su barroca manipulación gore de los referentes espirituales y religiosos que caracterizan a aquellas, nos hicieron pensar de inmediato en los autores más salvajes e iconoclastas del manga actual, sobre todo en Suehiro Maruo (un dibujante también sumido en el exceso y en la ornamentación barroca), aunque también en otros amantes de la casquería artística, como Hideshi Hino o Shintaro Kago.
Dicho lo cual, les prometemos que antes de lo que expira un mes, volveremos a hablarles del Imperio del Sol Naciente largo y tendido.

lunes, agosto 16, 2010

Metralla, de Rutu Modan. En busca de las identidades.

Otro viejo artículo, evaporado en el limbo catódico, de la desaparecida Tebeos en palabras. Lo recuperamos aquí, con simple empeño archivístico. El de la israelí fue uno de los cómics de la temporada, si recuerdan.

El primer impacto de Metralla (disculpen el fácil juego de palabras), la última obra de Rutu Modan, es básicamente visual: la impronta realista de sus figuras troqueladas, armónicas, equilibradas, pero intencionadamente planas en su reflejo del volumen, el color y la textura, sugiere una estética de fotografía retocada vía Photoshop, de realismo depurado hasta su mínima expresión. Es imposible no acordarse de representantes del arte pop contemporáneo como Julian Opie, con el que Rutu Modan comparte (salvando la distancia interdiscursiva) una evidente semejanza en la representación icónica de la figura humana (que llega al mimetismo en el caso de los planos alejados). El realismo esquemático de los fondos y el juego de profundidades basado en el uso de colores uniformes (con tramas planas para cada plano) ahonda en la búsqueda de cierta asepsia realista y el distanciamiento (llámenlo objetivismo) que transpira esta primera obra de Rutu Modan.
Y es que hace falta mucho pulso, un paso firme y cierta dosis de inhibición narrativa, para que la historia que Rutu Modan se trae entre manos en Metralla no degenere en un melodrama desbordado, con saturación de azucares. Todo tiene una explicación, aunque el enfoque global de esta novela gráfica dista de ser sencillo. De hecho, hay muchas sorpresas alrededor de Metralla, empezando por el origen de su autora, israelí (aunque después del caso Satrapi, cualquier “exotismo” de este tipo lo es menos), hecho que condiciona claramente la contextualización de la obra.
Sorprendente es también que una artista primeriza como Rutu Modan (ésta es su primera historia “larga”) se atreva a tejer un tapiz con mimbres tan complejos como los del dolor por la pérdida de un progenitor, en el marco, aún más complejo, del conflicto palestino-israelí.
Metralla se mueve, en un complicado equilibrio entre dos puntos de vista narrativos contrapuestos: está por un lado la búsqueda de cierto distanciamiento (que ya hemos desvelado parcialmente al hablar de sus imágenes) a la hora de presentar unos acontecimientos tan dramáticos como los que ocupan a sus protagonistas. Cuando se trata de reflejar los aconteceres sociopolíticos que sirven de marco a los sucesos de su historia, Rutu Modan pasa casi de puntillas ante unos hechos que forman parte de la terrible realidad cotidiana de Israel y que, por eso mismo, no merecen ser subrayados en este relato, cuyas ambiciones van más allá de la crónica política o social. En este punto, la autora muestra la ligereza respetuosa del observador-narrador que confía en el juicio y la responsabilidad de su audiencia a la hora de extraer conclusiones a partir de unas imágenes cuidadosamente elegidas; unos brochazos de horror planteados con la frialdad de la rutina asumida (terrible la escena del Instituto Anatómico Forense), pero suficientemente esclarecedores como para descifrar las claves de la pesadilla que desvela a un territorio en estado de convulsión constante: “Los atentados-suicidas son sólo una parte de un fenómeno terrible mucho más amplio, que es la muerte”.
Curiosamente, y contra lo que venimos comentando hasta ahora, en la misma entrevista de la que hemos tomado esas palabras, la autora confesaba cierta aversión al distanciamiento a la hora de enfrentarse a la escritura de sus historias; toda una declaración de intenciones que cobra su sentido en el modo en que Metralla se acerca al territorio de las relaciones personales y familiares. Existe en este trabajo una sinceridad emocional evidente a la hora de abordar las relaciones entre los personajes protagonistas de la obra:
En Metralla se nos cuenta la historia de Koby, un taxista que un día se entera del posible fallecimiento de su padre en una atentado-suicida, gracias a la llamada inesperada de Numi, la joven amante de su padre y soldado del ejército israelí. En algo más de 150 páginas, el cómic describe el camino que emprenden los dos jóvenes (el hijo y la amante) en busca de las pruebas que confirmen el luctuoso suceso. Una búsqueda de evidencias físicas que termina convirtiéndose en una exploración interior y en un proceso liberador para ambos personajes.
Obviamente, el curioso lector deberá superar el nivel superficial de una historia que, gracias a la habilidad de su autora, se sobrepone a las dos amenazas principales que acechan a una sucesión de acontecimientos tan pintorescos: la tentación de la lágrima fácil y, en el extremo opuesto, la parodia melodramática. Uno de los grandes logros de Metralla reside, precisamente, en eso, en su capacidad para trazar caminos narrativos más allá de la anécdota argumental; en su habilidad para superar sus propias trampas argumentales o los objetivos inmediatos más obvios. Nadie mejor que la propia autora para explicarlo y para concluir estas líneas:
Como lectora no me gustan las obras con “una finalidad”, así que tampoco me propuse escribir una. Quería contar una historia e intentar que fuera interesante. No obstante, tuve que limitarme a describir aquello que conocía bien – la realidad israelita. Por eso, espero que cuando el lector se acerque a Metralla, al menos pueda llegar a entender un poco mi punto de vista sobre Israel y sobre temas como las relaciones familiares, el amor, etc.

martes, agosto 10, 2010

Más niños en Culturamas.

Es complicado hablar tres o cuatro veces de lo mismo sin repetirse, así que nos hemos repetido. Hace unos días nos pluriempleamos en Culturamas para glosar y recomendar las gloriosas andanzas de uno de los más asiduos visitantes de esta casa, últimamente.

miércoles, agosto 04, 2010

Blogperación estética.

Anunciar lo que se ve a simple vista parece redundante, pero nos gustaría utilizar esta entrada para repartir agradecimientos en el cambio estético que han experimentado nuestros fondos. Observarán que, de la vieja repetición reticulada de Nemos y Kats, hemos pasado a un ejercicio de coloridos mosaicos con diferentes versiones de los mismos personajes (presionen su F5 si no notan el cambio). La aparición de las cuatro plantillas diferentes es aleatoria, así que, desde ahora, el azar juega a nuestro favor. Llevábamos tiempo queriéndole dar un cambio de imagen al blog y, con ese fin, decidimos recurrir a tres buenos amigos, artistas mayúsculos, que nos ayudaran a ejercer esta nueva deriva estética. 

Así, junto a nuestros Little Nemo y Krazy Kat originales (sólo cambia el diseño del mosaico), desde ahora, nuestro fondo de pantalla puede presumir de contar con los divertidamente coloridos diseños del Gaspar Naranjo's littlenemoskat:

...con la sugerente elegancia pictórica acuarelada del Pejac's littlenemoskat:

...y con ese clasicismo de último gran romántico que siempre acompañará al Joaquín López Cruces' littlenemoskat:

Evidentemente, nuestra legendaria impericia informático-webera no habría garantizado éxito alguno ni tan siquiera con tan cualificada materia prima. Por eso, como siempre, agradecemos su apoyo logístico a ese fenómeno informático y gran amigo que es Jorge Sánchez.

Gracias a todos ellos, podemos decirlo ahora, nos sentimos como niños con backgrounds nuevos.

sábado, julio 31, 2010

Sin título, de Cameron Stewart. Ciffhangismo de raíz.

Hace años (y esta vez en un sentido casi literal) que no hablamos de cómics online, ni actualizamos la lista de los mismos en nuestra barra lateral. Para remediar el abandono, nos hemos puesto al día con Sin título, la historieta de Cameron Stewart ganadora de los últimos premios Eisner en la categoría de mejor cómic digital. Comenzó el 17 de junio de 2007 y se encuentra actualmente en su entrega 101. Sin duda, Sin título (cuya españolidad empieza y acaba en el mismo) es hija y signo de estos tiempos. 

Comentábamos en una charla reciente que de aquellas doce revoluciones que anunciara Scott McCloud hace diez años, las que menos parecen haber cuajado son las relativas a internet y la revolución digital. Es cierto que la oferta de webcomics es cada vez mayor; lo es también que internet ha permitido establecer vínculos casi personales entre lectores, autores, críticos y blogueros (haciendo incluso coincidir varias de estas figuras en una misma persona); también admitimos que la adquisición y lectura de cómics cambiará sustancialmente gracias a los nuevos soportes de lectura digital y las nuevas tiendas online; pero, desde el punto de vista formal, desde el aspecto puramente narrativo, los webcomics no han revolucionado el lenguaje ni las posibilidades expresivas del medio, nos parece. Trabajos de experimentación radical, como los de Daniel Merlin o los del propio Scott McCloud, tienen un seguimiento minoritario y su repercusión en los medios (incluso en el medio comicográfico) es relativamente escasa. 

Sin embargo, después de leernos Sin título, casi de un tirón, tenemos que replantearnos algunos puntos, quizás no tanto por la naturaleza concreta de este trabajo, sino porque hasta ahora no nos habíamos percatado de uno de los hallazgos formales que aportan los cómics digitales a la evolución del medio.

Uno de los factores esenciales que determinaban la estructura discursiva de las tiras periodísticas era el de la continuidad, con mayúsculas: se trataba de que el lector pudiera seguir las andanzas de su héroe favorito o los chistes del "animal sabio" de turno sin perder el hilo conductor de la serie, aunque efectivamente se hubiera perdido alguna de las entregas precedentes. Este sistema de serialización creaba continuas redundancias y requería de mecanismos de repetición (basicamente carteles de resumen y didascalias explicativas constantes), que tenían su razón de ser en los plazos de entrega (diarios, semanales, etc.) de las series. Hoy en día, cuando la lectura de las tiras se lleva a cabo de forma continuada gracias a libros-recopilatorios, constatamos con facilidad cuánto entorpece el ritmo de narrativo tanta explicación y resumen. Ésta es la principal razón de que el acercamiento a las tiras de Caniff o Gould resulte, en muchos casos, fatigoso; cosa diferente es, por razones obvias, el caso de las tiras humorísticas (cuya finalidad última, humorística, se satisfacía en cada entrega). Hablando en plata: muchas de las series clásicas periodísticas (con todo su caudal de innovaciones técnicas, virtuosismo visual y valía sociocultural) han envejecido fatal, en términos puramente narrativos.

Ahí es donde el webcomic aporta la solución definitiva al cómic seriado y la publicación regular por entregas. En las tiras de prensa, cuando un lector dejaba de leer una entrega (porque no compraba el periódico de ese día, por ejemplo), perdía la posibilidad de revisión de lo narrado: no había forma de moverse hacia atrás en el relato, de refrescar contenidos (un periódico es un objeto desechable). La web (el hipertexto multidireccional) elimina definitivamente la necesidad de resúmenes y redundancias narrativas: no hace falta repetir mil veces lo ya dicho o aportar indicios que guíen al lector; éste puede, simplemente, pinchar en la pestaña con la flecha o fecha correspondiente y moverse libremente por el relato. De este modo, el mismo fluye de forma mucho más natural y con muchas menos restricciones.

Sin título es un cómic excelente para ejemplificar lo aquí expuesto. Cameron Stewart es un autor que trabaja sobre todo para las grandes compañías estadounidenses de comic-books, encargándose de series regulares como Batman & Robin. Sin embargo, él mismo declara que donde se siente más cómodo y libre de restricciones es en trabajos como Sin título.

Su webcomic se plantea en entregas regulares (no en el tiempo, lamentablemente) de ocho viñetas divididas en dos tiras. Cada una de sus páginas funciona como unidad narrativa relativamente autónoma (dentro de la historia principal), en el sentido en que todas pretenden acabar en un momento de acción climática que enganche al espectador (como las antiguas tiras periodísticas, pero con un formato más amplio que permite una mayor ambición narrativa). En inglés a este recurso se le denomina cliffhanger, porque deja al espectador/lector al borde del abismo, del precipicio, anclado en el momento de máxima tensión. El propio Stewart revela sus influencias en uno de los breves comentarios con los que acompaña cada una de sus entregas (la de la página 39, en concreto):

One of my favorite pieces of serial fiction, and one of the indirect influences on Sin Titulo, is the tv series Lost. One of the things that Lost does exceptionally well, and which I am trying to emulate, is to advance the story while continually opening new narrative avenues, and to end each episode with a really exciting cliffhanger that hopefully keeps the audience hooked. One of the other things I enjoy about Lost is reading all the various theories that have been proposed about What’s Really Going On. Some of them make sense, some of them are really unlikely, and I’m sure that very few of them are what the writers actually have in store for us. So to that end I’d encourage readers of Sin Titulo to post their theories here – what do you think is happening? Where is the beach? Who is the woman in black? What happened in Room #3?

El autor remite a Perdidos y sus mil puertas abiertas y misterios no revelados, como influencia directa. Muchos de los comentarios de sus lectores mencionan a David Lynch. Hablamos de lo mismo, en realidad. Lo comentábamos aquí hace nada: la narración dislocada y el extrañamiento como factores de construcción narrativa parecen ya definitivamente anclados en la experiencia del lector/espectador contemporáneo. David Lynch, Daniel Clowes y Tarantino ya han plantado su semilla. Nadie se sorprende de la sorpresa hecha leitmotiv. Sin Título se nutre de ello, con una trama en la que se abre un interrogante tras otro sin dar respiro. Tensión en constante crescendo, una vuelta de tuerca tras otra, a lo Urasawa. Nos queda esperar y ver si las interrogantes son señales de humo o construcciones cerradas, constatar si al final del camino hay algo más que aire (ese es el riesgo de este tipo de relato); esperamos que no sean el sueño, la pesadilla o la amnesia, las decepcionantes respuestas, una vez más.

Hasta entonces, seguiremos disfrutando de Sin título, un tebeo de suspense, tremendamente hábil, adictivo como pocos y muy muy bien dibujado; con una línea claramente emparentada con el estilo de David Mazzucchelli y su minimalismo superdotado. Stewart usa el color (un expresivo bitono ocre) con maestría y sus dotes para la composición de escenas crean cuadros muy bellos visualmente que, como hemos señalado, funcionan con perfección dentro de su esquema narrativo. Y además, por la módica cantidad de una conexión a internet. No se queden sin este título.

viernes, julio 23, 2010

Wilson, de Daniel Clowes. El estilo produce monstruos.

La última obra de Daniel Clowesse llama Wilson y, como casi toda su producción reciente, está protagonizada por un sociópata, por un ser marginal, el mismo que da nombre al cómic. Como hacía en Ice Haven, Clowes se apoya en los episodios vitales de su personaje, en su sucesión de fracasos, para dar rienda suelta a la experimentación estilística y a la probatura de diferentes técnicas gráficas: se reconocen en las páginas de Wilson reminiscencias de la línea clara, un caricaturismo cercano al de la escuela Hanna-Barbera o ese estilo tan Clowes influido por el rayado underground y el cómic clásico americano de la Edad de Oro. Estamos ante un cómic "multiestilístico", pero, en esta ocasión, el recurso no atiende siempre a necesidades narrativas y, por momentos, huele a virtuosismo retórico; queremos decir que la historia hubiera funcionado igual de bien (o de mal) sin necesidad de señalado exhibicionismo técnico.
Como casi siempre, la fuerza de Clowes reside en su capacidad innata para la creación de outsiders, sean estas niñas friquis (Ghost World), jóvenes hipersensibles y depresivos (David Boring) o cabrones malnacidos, como Wilson. Cada una de las creaciones de Clowes rezuma humanidad y deshumanización. Quizás sea el momento de reconocer, de una vez, a Caricatura como su mejor y más completo muestrario de excentricidades, todo un bestiario de personajes degenerados y perdedores en el que sin duda hubiera tenido cabida una versión comprimida de este Wilson.
En este libro, Clowes compone el perfil de su protagonista a base de episodios cortos de una página (normalmente secuenciada en seis viñetas regulares), que construyen diferentes fragmentos vitales parcialmente autoconclusivos. Sólo cuando el lector ha leído varias de estas secuencias, reconoce la estructura lineal de la historia narrada y el hilo que constituye la estructura narrativa. Como señalábamos antes, cada página opta por una solución estilística diversa, aunque, mayormente, la naturaleza de dichas elecciones responde a cuestiones azarosas (si bien, en algún momento se intuye cierta lógica asociativa entre lo contado y la opción estilística elegida). Sea como fuere, insistimos, dudamos de que ese eclecticismo gráfico aporte una verdadera relevancia semántica al conjunto.
Nos quedamos por tanto con el personaje, con ese Wilson, un ser mezquino, egoísta, verborreico y cruel que se hace odiar desde la primera viñeta. Un personaje que demuestra a las claras aquella idea de que la sinceridad sistemática, incluso cuando ésta no es demandada, puede llegar a ser una forma de tortura. No necesitamos que "el otro" nos diga siempre todo lo que se le pasa por la cabeza; la honestidad no reside en decirle a tu esposa, novia o amiga que hoy no está tan guapa como siempre, ni en confesarle a un desconocido que su peinado es ridículo. La elipsis, el silencio, la tolerancia son factores que nos ayudan a vivir y a soportar nuestras diferencias. En Wilson, Clowes dibuja a un personaje anclado en el exabrupto y en la confesión intolerable, en el desprecio sistemático al prójimo y en el egoísmo más cerril. La creación de un perfil tan negativo satura parcialmente la tolerancia del lector y apacigua la capacidad de sorpresa de un trabajo que se construye cai exclusivamente a base de la acumulación de los desplantes y las insolencias del personaje principal; un ser con el que resulta del todo imposible establecer cualquier tipo de empatía y que, por esa misma razón, roza peligrosamente el terreno del estereotipo maniqueo.
Dicho lo cual, un cómic de Daniel Clowes siempre aporta alicientes y satisfacciones. No es necesario señalar que estamos ante uno de los dibujantes más agudos e inteligentes del panorama comicográfico actual. Las historias de Clowes están construidas a partir de una observación profunda de la realidad, sus personajes (incluso cuando rozan lo esperpéntico, como en este caso) son creaciones de carne y hueso; y sus diálogos son siempre convincentes y descubren la presencia de una pluma hábil y un oído atento a la palabra precisa y el giro cotidiano.
Clowes es, así mismo, un maestro en la plasmación visual de la rabia y el desconcierto de los desheredados. Lo hace a través de sus atmósferas sofocantes y el extrañamiento que sobrevuela toda su creación. Wilson puede que no sea su mejor trabajo, pero es, de nuevo, un buen cómic, un cómic de Clowes, en definitiva.

sábado, julio 17, 2010

Cómic y cine de animación en León. Apagones instruídos

Asistimos, finalmente, al curso de verano organizado por la Universidad de León, Cómic y cine de animación. Últimas tendencias y relaciones con otros lenguajes. Lo hicimos por partida doble, como espectadores y como invitados. Fue una experiencia fantástica en ambos sentidos. Sólo pudimos asistir a dos sesiones de las cuatro proyectadas, así que nos perdimos las intervenciones del primer y del último día, sin embargo tuvimos ocasión de presenciar dos grandes jornadas y un apagón.

El martes, 6 de julio, nuestro carcelero favorito, Álvaro Pons, nos instruyó con una disertación acerca de la autorrepresentación en el cómic (“Historietas sobre autores que hacen historieta, de McCay a Tatsumi”). Trazó un recorrido modélico a lo largo y ancho de la historia del cómic destacando a los muchos autores que, en mayor o menor grado, se han convertido en personajes de sus propias historias. Dibujantes autodibujados, autores que hablan de los mismos autores, historietas sobre el proceso de creación de historietas. Un interesantísimo campo de análisis para una charla que cautivó al auditorio con sus numerosísimos ejemplos e imágenes y con el buen hacer de don Álvaro.

A continuación, ocupó el estrado Manuel Barrero, archivista y sabio, artífice y padre de Tebeosfera. Con su erudición habitual, nos guió por un detalladísimo catálogo de los rasgos que hacen de cine y cómic dos vehículos narrativos diversos (“Imágenes fijas en movimiento: cine contra cómic”). En una charla que tuvo mucho de academia y  de acercamiento filológico, los espectadores asistimos al recorrido de estos dos medios artísticos prácticamente desde su nacimiento hasta el presente. Además, al igual que sucedió en un reciente partido de tenis londinense, podemos afirmar que se trató de la conferencia más larga de la historia. Comenzó la misma el martes a las 12 y terminó al día siguiente a las 11 de la mañana, casi 24 horas; y aún y así, se nos hizo corta.

En realidad, el culpable de tamaña dilatación fue un transformador. El mismo que, trascurrida la primera hora de la charla, decidió fundirse irremediablemente, para dejar el edificio a oscuras hasta el día siguiente; arruinando con ello la jornada vespertina y sumiendo a José Manuel Trabado, impulsor y organizador del evento, en la más profunda de las desolaciones. Afortunadamente, gracias a su eficiencia y buenas gestiones, todo estuvo solucionado a la mañana siguiente, de modo que Manuel pudo terminar su charla en la primera sesión del día 7. Además, no hay apagón que por bien no venga, el incidente nos permitió a los invitados unas buenas horas de charla y paseo leonés, con visitas incluidas a sus joyas arquitectónicas y demás "palacios" catedralicios.

El mencionado día 7, después de la señalada consumación tebeosférica, apareció en escena una de las estrellas verdaderas del cotarro: Miguel Ángel Martín. Provocador, afable y talentoso, sin duda uno de los nombres básicos del cómic español y un agitador infatigable del panorama viñetero de las últimas décadas. Además, un tipo la mar de simpático y un estupendo contertulio. En su charla, desgranó los mejores momentos de su carrera, se refirió a los altos y bajos de su biografía artística, nos deleitó con imágenes de su trabajo y relató innumerables anécdotas que hicieron sonreír al auditorio.


A continuación, nos tocó a nosotros aburrir al personal. Intentamos provocar no demasiados bostezos y tiramos de catálogo con tres señores que causan cualquier cosa menos indiferencia: “Chris Ware, Dash Shaw y Brian Chippendale. Tres caminos”. La amable concurrencia pareció empatizar con la propuesta de estos tres artistas, verdaderos renovadores del lenguaje comicográfico y representantes de tres propuestas inteligentes que demuestran los muchos caminos creativos que le quedan al cómic por explotar. Nos sorprendió el especial interés que muchos de los presentes mostraron ante el más contracultural de los tres, Chippendale, uno de los artistas de vanguardia favoritos de esta casa. Lo cierto es que resulta complicado permanecer indiferente ante la visión de un volumen tan exuberante como Ninja; fueron muchos los que, acabada la charla, subieron al escenario a echarle un vistazo a este macro-tebeo lleno de colores, manchas y talento creativo. Algún día hablaremos de él en este foro.

Lo dicho, toda una experiencia, "patrocinada" por la Universidad de León e inmejorablemente gestionada por José Manuel Trabado, amante del cómic y un anfitrión como pocos. Gracias por todo.

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Un post parco en imágenes debido a problemas técnicos. Cuando rescatemos alguna más de las que hicimos, se las haremos ver.