lunes, abril 15, 2013
lunes, abril 08, 2013
Dear Patagonia, de Jorge González. Amplitudes expresionistas.
El trabajo gráfico de Jorge González nos recuerda también a las asombrosas páginas del añorado Ricard Castells, uno de los grandes olvidados del cómic europeo. Sus composiciones expresionistas también se acercan en ocasiones a la abstracción. La gestualidad de sus lápices nos recuerda al informalismo de Tapies, mientras que su construcción de paisajes tiene una solidez casi matérica, mucho más cercana a la propuesta de autores como Zóbel o, incluso, Barceló. No siempre es fácil leer las viñetas de Dear Patagonia, pero siempre es un deleite asomarse a sus paisajes y extensiones infinitas, a sus inmensos cielos grises y a las planicies esteparias que con tanta precisión consiguen capturar el paisaje del gran desierto argentino. Jorge González interpreta el paisaje desde una óptica profundamente subjetiva, casi romántica, y lo convierte en el protagonista decisivo de su novela gráfica. Un paisaje que comprende (léanlo en el mejor de los sentidos) no sólo la contextualización geográfica de la historia, sino a todo el paisanaje nativo que llegó a habitar dichas geografías: las tribus seminómadas de los indios mapuches y tehuelches que recorrían sus parajes, los buscadores de fortuna y desesperados que se acercaban a un nuevo mundo improbable, los hombres de religión que buscaban debajo de cada pedrusco la evangelización del salvaje, los cuatreros, esclavistas, comerciantes, ganaderos y colonos que quemaban cada mala hierba que pisaban, etc. Es esta Patagonia, seguramente, la misma que recorrió Martín Fierro, está marcada por los mismos cruces de navajas y boleadoras, y habitada por los mismos guanacos, maras y lagartos.
Y Buenos Aires como paisaje contrapuesto. El Buenos Aires febril y expansivo, en ocasiones no menos gris y asfixiante que aquel otro desierto. Una ciudad que Jorge González ilustra como la cara arrabalera de aquellos cuadros llenos de luces de neón, coches y música que pintara Mark Tobey. La gran ciudad como símbolo y metáfora de una civilización (política, económica, social) que intenta escapar de su pasado o que, en un ejercicio de autoconsuelo aséptico, lo encierra en las urnas de los museos o lo enmarca en los estantes de una librería. En las últimas páginas del libro, el escritor Alejandro Aguado (guionista del último capítulo e inspirador parcial del cómic a través de su propio relato biográfico) le confiesa al periodista que lo entrevista:
domingo, marzo 31, 2013
lunes, marzo 25, 2013
Entrevista en Nueve Párrafos
Si comparamos el panorama de la última década con el de los años ochenta o los noventa, da la impresión de que se ha perdido parte del impulso renovador tan característico de aquellas décadas, especialmente en lo que podríamos llamar mainstream. Desde la reinterpretación de los superhéroes en Dark Knight o Watchmen hasta las obras de la línea Vértigo, pasando por la influencia del cyberpunk en el manga, el cómic más popular accedió a unos estándares de calidad narrativa que tenían mucho que ver con un interés generalizado por explorar los límites del medio. El éxito comercial de Spiegelman o de Ware probablemente tenga que ver con ese mismo clima de maduración del cómic. En la actualidad, da la impresión de que el cómic “popular” ha perdido ese interés por indagar en las posibilidades gráficas y expresivas del medio. ¿Qué crees que puede haber influido en que la experimentación haya perdido la posición de centralidad que tuvo hace no mucho?
Lo que comentas puede que sea cierto, como señalas, para la industria mainstream, para la línea superheroica de Marvel, DC y sus filiales. De hecho, tengo la impresión de que la decadencia del cómic de superhéroes arranca de bastante antes. No voy a decir que sea una fórmula (un subgénero, propiamente hablando) agotada, pero su renacimiento en los 80-90, y repito, esto es una simple impresión, me parece un fenómeno crepuscular más que otra cosa; como sucedió con el western cinematográfico durante esos mismos años. Cómics como Arkham Assylum, Watchmen o El retorno del Señor de la Noche han tenido un efecto capital en la concepción del cómic, pero sus consecuencias son limitadas y su fórmula, una vez más, se ha convertido en molde. Por lo demás, con excepciones honrosas, que todos conocemos (los Sienkiewicz, Chaykin, Morrison, Millar, Bruebaker…), el cómic de superhéroes lleva ya lustros instalado en el formulismo y en un esteticismo manierista que aporta poco desde el punto de vista narrativo.
Sin embargo, no creo que esta situación del cómic superheroico sea extrapolable al cómic en general. Muy al contrario, siento que la narración gráfica está viviendo su momento de madurez. Las llamadas Edad de Oro y de Plata estadounidenses, e incluso el underground y el cómic de autor europeo de los 60-70, fueron periodos formativos (que dieron luz a varios genios del cómic, desde luego), un caldo de cultivo para una experimentación que se extendió hasta los años 80 y que ha desembocado en un periodo de plenitud formal y narrativa como el que vivimos a finales de los 90, y continúa hasta hoy en día. En estos últimos años el cómic ha alcanzado un nivel creativo y cultural que lo equipara a otros vehículos artísticos contemporáneos. Diríamos incluso que, junto a manifestaciones artísticas como el vídeo arte, el arte urbano y las series televisivas, el cómic se sitúa como uno de los discursos que mejor están sabiendo captar la esencia viral e interdiscursiva de este S.XXI.
Hay varios ejemplos que demuestran esta idea. Está desde luego el fenómeno Ware, que está barriendo cualquier idea preconcebida acerca de las convenciones comicográficas (su último Building Stories es un prodigio de creatividad, experimentación y técnica narrativa) y que está creando escuela. Pero otros autores norteamericanos, como Burns, Clowes o el grupo canadiense de Drawn & Quarteterly (Seth, Chester Brown, Joe Matt), también parecen estar viviendo un momento de plenitud. En un terreno más deudor del underground clásico, observamos que la línea experimental y art brut abierta en los 90 por colectivos como Fort Thunder (Mat Brinkman, Brian Chippendale…), se ha visto continuada con éxito por diferentes autores con espíritu indie, como Johnny Ryan, Jesse Moynihan, CF, etc. (a los que Santiago García denominaba recientemente “Los primitivos cósmicos”). También me interesa el trabajo de otros jóvenes creadores, como Anders Nilsen, Sammy Arkham o Ben Catmull, que conecta con el mundo de la ilustración decimonónica.
varias tendencias como esa línea clara expresionista que arrancaba con los primeros trabajos de Baudoin (deudores de Hugo Pratt) y que hoy está ya consolidada en figuras del cómic de la talla de Sfar, Blain, De Crecy o Blutch. O la línea clara minimalista que comparten muchos autores de diferentes latitudes, desde Trondheim o Dupuy y Berberian en Francia, a Fermín Solís, Juan Berrio y Calo, en España, o Rabagliatti y Andy Watson en Norteamérica.
Este es un extracto de la larga entrevista que nos ha hecho Julio César Iglesias, para inaugurar su blog Nueve Párrafos. En ella hablamos de lo humano y de los crumbiano, de la novela gráfica, del presente y del pasado del cómic, de narratología y hasta de nuestros gustos personales. Polemizamos, reflexionamos y divagamos. Un poco de todo y bastantes de nuestras convicciones acerca de las viñetas. Por su extensión, nuestro anfitrión ha dividido la entrevista en tres entregas (va ya por la segunda). Queremos desde aquí agradecerle la confianza, su amabilidad y el espacio prestado en casa ajena; es un honor que se nos haya invitado a la fiesta de bienvenida de un proyecto tan prometedor como Nueve Párrafos y es un halago que nos haya elegido como padrinos del bautismo. Larga vida.
lunes, marzo 18, 2013
lunes, marzo 11, 2013
Martín Vitaliti y la viñeta como objeto artístico.
Cuando, a finales de los años sesenta, Neal Adams y Dennis O’Neil deciden cuestionar la naturaleza mítica inmutable de personajes como Flecha Verde y Linterna Verde o Batman, en realidad están removiendo los cimientos de un género, el de los superhéroes, que basaba la fuerza de todo su discurso en el molde sólido del estereotipo. Adams y O’Neil introducen conceptos como el de la duda o la falibilidad en un mundo hasta entonces plano, cambian el contexto de la acción y lo humanizan al situarlo mucho más cerca de las coordenadas sociales en las que nacían las nuevas aventuras de esos renovados Batman y Flecha Verde.
martes, marzo 05, 2013
Pudridero, de Johnny Ryan. Escatologías y mutaciones.
Se ha montado un buen revuelo en el mundillo comiquero con motivo de la aparición de la edición española de Pudridero. A Johnny Ryan le conocíamos por sus páginas de humor cafre e irreverente recogidas bajo el título Angry Youth Comix. Es el suyo un humor escatológico que, tomando como base los preceptos del cómic underground (como se deduce del propio título de la serie), se sumerge sin prejuicios en una incorrección política tal que en la comparación sus fuentes de referencia parecen fábulas infantiles ilustradas.
Con Pudridero, Ryan cambia radicalmente de registro temático, pero mantiene bastantes de las constantes estilísticas y estéticas de su forma de entender el cómic (o el comix). En una interesantísima serie de posts recientes, Santiago García diseccionaba en su blog Mandorla el estado de la cuestión del cómic estadounidense contemporáneo. Hablaba el crítico y guionista de algunos autores de vanguardia (como Box Brown o Josh Bayer), hablaba del porno de vanguardia, del nuevo realismo y lo hacía, sobre todo, de lo que el llama los "primitivos cósmicos": "una serie de cómics dedicados a retratar epopeyas mitológicas, cosmogonías y guerras de dioses a gran escala", que recurren, en muchos casos, a un estilo gráfico basado en motivos geométricos y una estética post-punk. Art brut al poder. Como ya se imaginarán, la obra de Ryan entraría dentro de esta última categoría.
También lo harían algunos otros cómics que han sonado mucho últimamente en los foros más selectos: hablamos del Forming, de Jesse Moynihan, o de Powr Mastrs, de CF; dos tebeos que a nosotros nos sumieron en la más densa y espesa de las indiferencias. Prison Pit (Pudridero) es otra cosa. Desde luego, no deja indiferente.
El cómic de Johnny Ryan (como los de otros coetáneos, Pat Aulisio o William Cardini, que también menciona García en su artículo) bebe directamente de la cultura popular (del pulp, del manga, del cine de horror de los 80, de las películas de ciencia-ficción de serie B) y de los trabajos de gente como Mat Brinkman, sus Fort Thunder, y algunos de los creadores de minicómics de los años 90. En obras como Teratoid Heights o Multiforce encontrábamos ya muchos de los elementos que también constituyen la base narrativa de Pudridero: la naturaleza mutante y multiforme de sus protagonistas, una interpretación del evolucionismo en clave alienígena o ese aire improvisado de unas tramas que parecen desplegarse de forma espontánea y orgánica.
Es cierto que, en bastantes momentos, alguno de esos factores (la espontaneidad, el guión abierto...) parecen jugar en contra de Pudridero y que, en algunas de sus páginas, el lector tiene la sensación de estar asistiendo a uno de esos combates de pega de lucha libre mexicana en los que el misterio y la excitación se basan en el estrafalario exotismo de los combatientes más que en el combate propiamente dicho. A lo largo de los tres volúmenes de Prison Pit, Ryan despliega toda una galería de monstruos y villanos alienígeneas, a cual más sanguinario, brutal y estrambótico. La fiereza se les supone a todos ellos, pues el pudridero no es otra cosa que una prisión planetaria para criminales (suponemos) peligrosos. Con esa excusa argumental, asistimos a un tour de force pugilístico en el que sus protagonistas llevan a un extremo el struggle for life que definía las teorías darwinistas y aquello de la supervivencia del más fuerte. Nuestro guía en esta colección de refriegas mortales y guantazos mortíferos es una mala bestia de rostro ensangrentado, rodilleras ochenteras y calzones negros, llamado Carantigua: un mal bicho de cuidado que no hace enemigos.
A lo largo de los tres volúmenes que conforman este trabajo asistimos a las sangrientas andanzas de nuestro convicto mientras éste recorre las agrestes planicies de su prisión a cielo abierto. Ryan maneja el tempo narrativo con pausa, pero sin freno: seguramente lo mejor de la obra es su capacidad para marcar los tiempos y para imbuir al lector en una vorágine imparable de violencia y brutalidad despiadada. Su repetición de estructuras reticulares muy sencillas (en su mayoría formadas por cuatro viñetas idénticas por página), ayuda a la creación del ritmo narrativo y le permite al autor ahondar en el detalle y escenificar con prolijidad los procesos/mutaciones/etapas de cada batalla. Esta minuciosidad es, sin duda, una de las grandes bazas del tebeo. El espectador asiste a la aparición de cada nuevo enemigo con la misma ansiedad morbosa con la que esperábamos a que los diferentes enemigos de Mazinger Z aparecieran en escena, con la certeza de que iban a ser sistemáticamente machados por nuestro robot favorito; el final, por conocido, no apaciguaba nuestra sed de nuevas armas, arsenales e ingenios pergeñados por el Baron Ashler, el Doctor Infierno y el Conde Brocken.
Así sucede con este Pudridero, que sin ser una obra magna o una de esas novelas gráficas que últimamente nos han dejado epatados, sí que nos ha regalado verdaderos momentos de sádico disfrute, gracias a una libertad creativa y una falta de prejuicios (llámenle incorrección política) la mar de saludables.