lunes, abril 08, 2013

Dear Patagonia, de Jorge González. Amplitudes expresionistas.

Somos de los muchos que en su día nos rendimos ante la compleja expresividad de Fueye, el premiado trabajo anterior del argentino JorgeGonzález. Por eso, nuestra aproximación a Dear Patagonia estaba cargada de expectativas positivas, casi todas ellas satisfechas con creces una vez concluida su lectura.
Jorge González sigue creciendo como narrador y como artista gráfico. Es la suya una propuesta compleja, en ocasiones hasta incómoda para aquellos lectores que busquen compensaciones lúdicas inmediatas en su acercamiento a la obra de arte. La exigencia estética de los trabajos de González arranca tanto de su concepción plástica, como de su tejido y construcción narrativa.
Respecto al primero de los factores, podríamos incluir al autor dentro de una línea expresionista que le conecta, por un lado, con la herencia de maestros del cómic como Alberto Breccia o Carlos Nine, pero que se demuestra también profundamente contemporánea gracias al éxito de tantos dibujantes actuales (franceses en su mayoría, aunque no podemos olvidar al genial Gipi) que han construido su poética alrededor de una línea cercana al esbozo caricaturesco expresionista; nos referimos a gente como De Crecy, Blutch o Sfar. González es un artista dotado para el eclecticismo gráfico, sus páginas están cargadas de recursos visuales y soluciones sorprendentes: el epílogo del libro (“Siguiendo la espiral torcida”), por ejemplo, nos recuerda con su esquematismo minimalista y su empleo del color y de la mancha a los trabajos de otro autor joven lleno de genio, Brecht Evens.
Está claro que las viñetas de Dear Patagonia tienen unas connotaciones pictóricas mucho más marcadas que las de cualquier obra de, pongamos, Sfar o Larcenet, sin embargo, también percibimos en ellas una querencia de ruptura, una huida del clasicismo y de la tradición comicográfica más académica (si tal cosa ha llegado a existir alguna vez; a lo mejor deberíamos decir “más popular”), del ilusionismo y de las claves del artificio realista; en esa línea tenemos que interpretar las anotaciones a lápiz “abandonadas” en los márgenes de las páginas de Dear Patagonia, la línea esbozada una y mil veces hasta el garabato en muchas de sus viñetas o los solapamientos de los marcos de viñeta en las calles (los gutters), que nos sugieren, nos desvelan, la técnica de bricolaje que se esconde detrás del montaje de cada página.
El trabajo gráfico de Jorge González nos recuerda también a las asombrosas páginas del añorado Ricard Castells, uno de los grandes olvidados del cómic europeo. Sus composiciones expresionistas también se acercan en ocasiones a la abstracción. La gestualidad de sus lápices nos recuerda al informalismo de Tapies, mientras que su construcción de paisajes tiene una solidez casi matérica, mucho más cercana a la propuesta de autores como Zóbel o, incluso, Barceló. No siempre es fácil leer las viñetas de Dear Patagonia, pero siempre es un deleite asomarse a sus paisajes y extensiones infinitas, a sus inmensos cielos grises y a las planicies esteparias que con tanta precisión consiguen capturar el paisaje del gran desierto argentino. Jorge González interpreta el paisaje desde una óptica profundamente subjetiva, casi romántica, y lo convierte en el protagonista decisivo de su novela gráfica. Un paisaje que comprende (léanlo en el mejor de los sentidos) no sólo la contextualización geográfica de la historia, sino a todo el paisanaje nativo que llegó a habitar dichas geografías: las tribus seminómadas de los indios mapuches y tehuelches que recorrían sus parajes, los buscadores de fortuna y desesperados que se acercaban a un nuevo mundo improbable, los hombres de religión que buscaban debajo de cada pedrusco la evangelización del salvaje, los cuatreros, esclavistas, comerciantes, ganaderos y colonos que quemaban cada mala hierba que pisaban, etc. Es esta Patagonia, seguramente, la misma que recorrió Martín Fierro, está marcada por los mismos cruces de navajas y boleadoras, y habitada por los mismos guanacos, maras y lagartos.
Y Buenos Aires como paisaje contrapuesto. El Buenos Aires febril y expansivo, en ocasiones no menos gris y asfixiante que aquel otro desierto. Una ciudad que Jorge González ilustra como la cara arrabalera de aquellos cuadros llenos de luces de neón, coches y música que pintara Mark Tobey. La gran ciudad como símbolo y metáfora de una civilización (política, económica, social) que intenta escapar de su pasado o que, en un ejercicio de autoconsuelo aséptico, lo encierra en las urnas de los museos o lo enmarca en los estantes de una librería. En las últimas páginas del libro, el escritor Alejandro Aguado (guionista del último capítulo e inspirador parcial del cómic a través de su propio relato biográfico) le confiesa al periodista que lo entrevista:
La mirada patagónica elaborada desde cualquiera de los campos literarios y académicos es la gran ausente a nivel nacional. Las editoriales de los grandes centros urbanos privilegian la mirada extrañada de los cronistas de siglos atrás o bien la de extranjeros… / …el contraste entre ambos relatos resulta notable mientras que el patagónico no cesa de renovarse, retroalimentarse y acrecentarse a pasos agigantados, el foráneo parece estancado en la imagen que ellos mismos se crearon… / …pareciera que Patagonia les sirve para proyectarse a sí mismos… Y eso que es una tierra que les resulta totalmente ajena, extraña...
Hablábamos al comienzo de estas líneas de la exigencia estética de Dear Patagonia, pero también de su complejidad narrativa. La obra se desarrolla en nueve capítulos que se engarzan mediante el frágil hilo de la Historia y se aíslan unos de otros gracias a largas elipsis temporales. Del primero al último, el relato recorre 121 años de historia intergeneracional, que arranca con las matanzas de los indígenas pobladores originales de la Patagonia y concluye con el capítulo metaficcional de los pasos previos a la propia construcción del relato. Entre medias, el autor esparce diferentes episodios aislados de los protagonistas. Como sucedía con el apartado gráfico, Jorge González organiza sus materiales narrativos de un modo expresionista: cada capítulo es un brochazo de historia vital, un episodio más o menos independiente, retazos de vida de unos personajes cuyo denominador común es el arraigo patagónico; del que alguno, como Julián, intenta huir desesperadamente.
Acompañamos a protagonistas diversos a través de sus árboles genealógicos y, al mismo tiempo, recorremos la historia reciente de Argentina, con todos sus claroscuros: los de las revueltas sindicales, los años trágicos de la dictadura y su connivencia con el nazismo, los de la expansión urbana y la desprotección de los indígenas, etc. Es quizás hacia el final de Dear Patagonia, en los episodios construidos sobre guiones ajenos, que coinciden con la aparición de personajes secundarios como el doctor Menguele de la Villa 31 y el indio Cuyul, cuando el relato se aparta ligeramente de sus intenciones iniciales y se deshilacha un tanto en perjuicio del brillante recorrido que había marcado en sus dos primeros tercios. De igual modo, el epílogo metadiegético (la mencionada entrevista a Alejandro aguado) peca, seguramente, de discursivo y explicativo, aunque, desde un punto de vista narrativo, funcione de forma efectiva en la creación de un marco de referencia, el macrorrelato en el que se insertan el resto de los capítulos.
Son en el fondo críticas menores a un cómic que, precisamente, se construye sobre la ruptura y la discontinuidad de su propuesta (como ya sucedía con Fueye); un relato lleno de hallazgos y virtudes, que se despliega con la hermosura expresionista de unas viñetas que son una obra de arte en sí mismas. Un homenaje preciosista, valiente y sincero a la Patagonia, el de Jorge González:
En este silencio parece que el pasado está vivo. No se lo ve pero se lo siente. Visitar estos lugares despojado de gente se me volvió un vicio, una necesidad. / Por eso mismo vengo cada tanto. Parece que no hay nada, pero hay de todo, sólo hay que dejarse llevar, saber ver. No hay punto medio, es mirar el horizonte o el suelo. / La magia de la Patagonia profunda... mejor que siga así, solitaria.

lunes, marzo 25, 2013

Entrevista en Nueve Párrafos

Si comparamos el panorama de la última década con el de los años ochenta o los noventa, da la impresión de que se ha perdido parte del impulso renovador tan característico de aquellas décadas, especialmente en lo que podríamos llamar mainstream. Desde la reinterpretación de los superhéroes en Dark Knight o Watchmen hasta las obras de la línea Vértigo, pasando por la influencia del cyberpunk en el manga, el cómic más popular accedió a unos estándares de calidad narrativa que tenían mucho que ver con un interés generalizado por explorar los límites del medio. El éxito comercial de Spiegelman o de Ware probablemente tenga que ver con ese mismo clima de maduración del cómic. En la actualidad, da la impresión de que el cómic “popular” ha perdido ese interés por indagar en las posibilidades gráficas y expresivas del medio. ¿Qué crees que puede haber influido en que la experimentación haya perdido la posición de centralidad que tuvo hace no mucho?

Lo que comentas puede que sea cierto, como señalas, para la industria mainstream, para la línea superheroica de Marvel, DC y sus filiales. De hecho, tengo la impresión de que la decadencia del cómic de superhéroes arranca de bastante antes. No voy a decir que sea una fórmula (un subgénero, propiamente hablando) agotada, pero su renacimiento en los 80-90, y repito, esto es una simple impresión, me parece un fenómeno crepuscular más que otra cosa; como sucedió con el western cinematográfico durante esos mismos años. Cómics como Arkham Assylum, Watchmen o El retorno del Señor de la Noche han tenido un efecto capital en la concepción del cómic, pero sus consecuencias son limitadas y su fórmula, una vez más, se ha convertido en molde. Por lo demás, con excepciones honrosas, que todos conocemos (los Sienkiewicz, Chaykin, Morrison, Millar, Bruebaker…), el cómic de superhéroes lleva ya lustros instalado en el formulismo y en un esteticismo manierista que aporta poco desde el punto de vista narrativo.

Sin embargo, no creo que esta situación del cómic superheroico sea extrapolable al cómic en general. Muy al contrario, siento que la narración gráfica está viviendo su momento de madurez. Las llamadas Edad de Oro y de Plata estadounidenses, e incluso el underground y el cómic de autor europeo de los 60-70, fueron periodos formativos (que dieron luz a varios genios del cómic, desde luego), un caldo de cultivo para una experimentación que se extendió hasta los años 80 y que ha desembocado en un periodo de plenitud formal y narrativa como el que vivimos a finales de los 90, y continúa hasta hoy en día. En estos últimos años el cómic ha alcanzado un nivel creativo y cultural que lo equipara a otros vehículos artísticos contemporáneos. Diríamos incluso que, junto a manifestaciones artísticas como el vídeo arte, el arte urbano y las series televisivas, el cómic se sitúa como uno de los discursos que mejor están sabiendo captar la esencia viral e interdiscursiva de este S.XXI.

Hay varios ejemplos que demuestran esta idea. Está desde luego el fenómeno Ware, que está barriendo cualquier idea preconcebida acerca de las convenciones comicográficas (su último Building Stories es un prodigio de creatividad, experimentación y técnica narrativa) y que está creando escuela. Pero otros autores norteamericanos, como Burns, Clowes o el grupo canadiense de Drawn & Quarteterly (Seth, Chester Brown, Joe Matt), también parecen estar viviendo un momento de plenitud. En un terreno más deudor del underground clásico, observamos que la línea experimental y art brut abierta en los 90 por colectivos como Fort Thunder (Mat Brinkman, Brian Chippendale…), se ha visto continuada con éxito por diferentes autores con espíritu indie, como Johnny Ryan, Jesse Moynihan, CF, etc. (a los que Santiago García denominaba recientemente “Los primitivos cósmicos”). También me interesa el trabajo de otros jóvenes creadores, como Anders Nilsen, Sammy Arkham o Ben Catmull, que conecta con el mundo de la ilustración decimonónica.

varias tendencias como esa línea clara expresionista que arrancaba con los primeros trabajos de Baudoin (deudores de Hugo Pratt) y que hoy está ya consolidada en figuras del cómic de la talla de Sfar, Blain, De Crecy o Blutch. O la línea clara minimalista que comparten muchos autores de diferentes latitudes, desde Trondheim o Dupuy y Berberian en Francia, a Fermín Solís, Juan Berrio y Calo, en España, o Rabagliatti y Andy Watson en Norteamérica.

Este es un extracto de la larga entrevista que nos ha hecho Julio César Iglesias, para inaugurar su blog Nueve Párrafos. En ella hablamos de lo humano y de los crumbiano, de la novela gráfica, del presente y del pasado del cómic, de narratología y hasta de nuestros gustos personales. Polemizamos, reflexionamos y divagamos. Un poco de todo y bastantes de nuestras convicciones acerca de las viñetas. Por su extensión, nuestro anfitrión ha dividido la entrevista en tres entregas (va ya por la segunda). Queremos desde aquí agradecerle la confianza, su amabilidad y el espacio prestado en casa ajena; es un honor que se nos haya invitado a la fiesta de bienvenida de un proyecto tan prometedor como Nueve Párrafos y es un halago que nos haya elegido como padrinos del bautismo. Larga vida.

lunes, marzo 11, 2013

Martín Vitaliti y la viñeta como objeto artístico.

Recuperamos hoy el texto que escribimos para el catálogo de la exposición En el fondo, nada ha cambiado... (Museo ABC), de Martín Vitaliti, que ya les anticipamos aquí:

Cuando, a finales de los años sesenta, Neal Adams y Dennis O’Neil deciden cuestionar la naturaleza mítica inmutable de personajes como Flecha Verde y Linterna Verde o Batman, en realidad están removiendo los cimientos de un género, el de los superhéroes, que basaba la fuerza de todo su discurso en el molde sólido del estereotipo. Adams y O’Neil introducen conceptos como el de la duda o la falibilidad en un mundo hasta entonces plano, cambian el contexto de la acción y lo humanizan al situarlo mucho más cerca de las coordenadas sociales en las que nacían las nuevas aventuras de esos renovados Batman y Flecha Verde.
Adams y O’Neil anticipan el cambio radical que tendría lugar algunos años más tarde gracias a autores como Alan Moore y Frank Miller, y a series como Watchmen o El regreso del Señor de la Noche. El giro postmoderno definitivo de un medio que durante muchos años había estado anclado en las coordenadas populares que determinaban las condiciones de su difusión y el público lector. Watchmen y El regreso del Señor de la Noche terminan por demoler los cimientos, no ya solo del género superheroico, sino del cómic como medio artístico. El giro paródico y autorreflexivo de estas obras, unido a las derivaciones adultas del nuevo underground (nacido de las autoediciones de creadores como los Hernandez Bros o Daniel Clowes) y la consolidación del cómic de autor europeo gracias al auge de las revistas de cómics en los primeros años ochenta, crean el caldo de cultivo artístico que permitirá que el cómic alcance definitivamente la madurez artística en la que se encuentra hoy en día. Autores como Art Spiegelman, Chris Ware, Gipi o el mismo Daniel Clowes han situado al medio en la estela de la vanguardia artística de este siglo XXI icónico, digital e hipertextualizado.
El trabajo de Martín Vitaliti arranca de esta certeza, la que se modela alrededor de un cómic convertido en objeto postmoderno. En su acercamiento interdiscursivo y metaficcional al mundo del tebeo, utiliza la viñeta de papel como material escultórico para articular su propuesta estética y construir su muy personal lectura sobre la crisis del objeto artístico. El artista añade una nueva variable en la ecuación postmoderna, que ayuda a completar el ejercicio reflexivo: la ruptura del marco de la viñeta, que a su vez le permite romper con los límites estrictos del contenedor narrativo y dotar a su obra de una tridimensionalidad que, como no podía ser de otro modo, adquiere en muchos casos claros tintes paródicos.
En cierto sentido, Vitaliti trabaja a partir de las mismas influencias que los autores del nuevo cómic (o de la nueva «novela gráfica»), dibujantes como Chris Ware, Dylan Horrocks o Max, exploran y redescubren cada día. Un método creativo que remite al cómic clásico como punto de partida, al tebeo como medio popular y juvenil, y a aquellos pioneros del cómic estadounidense y europeo que popularizaron la repetición seriada, diaria o semanal, a través de las páginas de prensa o de las revistas infantiles. Con su manipulación del cómic, el artista reivindica la naturaleza de un medio que nació popular y ha evolucionado paso a paso hasta hacerse un hueco entre las Bellas Artes y los discursos narrativos de prestigio. Así, su propuesta artística no solo se modela a partir de ese nuevo cómic, respetado por la crítica y que ya aparece en los programas académicos de prestigiosas universidades, sino que lo hace tomando como base la materia prima, las convenciones narrativas que instauró aquel primer cómic. Curiosamente, el mismo punto de partida que el propio Ware y muchos otros de sus coetáneos (Charles Burns, Seth, Daniel Clowes…) reconocen a la hora de modelar su poética narrativa.
De este modo, el artista construye su original propuesta alrededor de un apropiacionismo que se concreta mediante técnicas diversas como el collage, la instalación o el dibujo y que se alimenta no solo del lenguaje comicográfico, sino del cómic físico en sí mismo. El crítico Pablo Turnes ahonda en esta idea cuando señala que «Vitaliti destruye historietas para evidenciarlas como lenguaje específico, como experiencia estética singular y elusiva, propias de un momento histórico y social».
Líneas cinéticas (Save As... Publications), su breve estudio visual de 2009, ya anticipaba y plantaba las raíces de su trabajo posterior. Al aislar de su contexto narrativo las líneas cinéticas extraídas de diversos cómics de superhéroes, Vitaliti estaba en realidad poniendo en suspenso los mismos fundamentos discursivos del medio, al tiempo que subrayaba la naturaleza artificiosa de todo lenguaje convencional.
Mucho de ello hay también en las obras que componen En el fondo, nada ha cambiado… y que ejemplifican a la perfección la evolución estética del artista argentino hacia propuestas cada vez más ambiciosas y polisémicas. Entre las manipulaciones que lleva a cabo sobre las viñetas o el espacio de la página, con el fin de alterar las reglas de lectura establecidas y estirar las posibilidades del lenguaje comicográfico, encontramos desde reflexiones acerca del punto de vista subjetivo en el cómic (en una instalación creada a partir de una página de un Tintín y una vitrina de luz), hasta estudios sobre la creación del escenario dentro del reducido marco de la viñeta y las lógicas limitaciones de una superficie bidimensional (que el artista ilustra mediante la exhaustiva deconstrucción de una plancha de Hugo Pratt).
El análisis de la relación espacio-tiempo dentro de la página («la metáfora del mapa temporal») es una de las constantes dentro de la obra de Vitaliti: en este sentido, son especialmente clarividentes sus disecciones secuenciales de las vertiginosas trayectorias de Flash o su recreación de deflagraciones y colisiones cuya onda expansiva desborda (cuando no restalla, directamente) los límites mismos de la viñeta. Lo comprobaremos en esta exposición. En las obras que en ella se presentan, ese marco de la viñeta, los márgenes estrechos de la página, se revelan insuficientes a la hora de dar cabida a la relación causal que marca la secuenciación espacio-temporal: por eso, los tropezones de Tintín tienen un efecto metonímico catastrófico sobre las páginas de papel que los contienen; que también sufren las consecuencias de la gravedad y terminan desplomándose unas sobre otras. Y por eso la metáfora deja de ser retórica cuando el artista obliga a Superman a soportar literalmente sobre sus hombros la responsabilidad de proteger al mundo del desmoronamiento; como un Atlas de papel que sujetara sobre su cabeza todo el peso de las convenciones comicográficas, esas mismas que construyen el lenguaje del cómic y su naturaleza doblemente articulada.
Nadie lo explica mejor que el propio Martín Vitaliti cuando señala que «la historieta, como concepto massotiano, revela todo lo que la lleva a cabo. Y todo eso está ahí, sobre la superficie. La historieta creo, siempre se construyó con esta lógica. No existió, ni existe lugar al truco. Es un mapa totalmente sincero».

martes, marzo 05, 2013

Pudridero, de Johnny Ryan. Escatologías y mutaciones.

Se ha montado un buen revuelo en el mundillo comiquero con motivo de la aparición de la edición española de Pudridero. A Johnny Ryan le conocíamos por sus páginas de humor cafre e irreverente recogidas bajo el título Angry Youth Comix. Es el suyo un humor escatológico que, tomando como base los preceptos del cómic underground (como se deduce del propio título de la serie), se sumerge sin prejuicios en una incorrección política tal que en la comparación sus fuentes de referencia parecen fábulas infantiles ilustradas.

Con Pudridero, Ryan cambia radicalmente de registro temático, pero mantiene bastantes de las constantes estilísticas y estéticas de su forma de entender el cómic (o el comix). En una interesantísima serie de posts recientes, Santiago García diseccionaba en su blog Mandorla el estado de la cuestión del cómic estadounidense contemporáneo. Hablaba el crítico y guionista de algunos autores de vanguardia (como Box Brown o Josh Bayer), hablaba del porno de vanguardia, del nuevo realismo y lo hacía, sobre todo, de lo que el llama los "primitivos cósmicos": "una serie de cómics dedicados a retratar epopeyas mitológicas, cosmogonías y guerras de dioses a gran escala", que recurren, en muchos casos, a un estilo gráfico basado en motivos geométricos y una estética post-punk. Art brut al poder. Como ya se imaginarán, la obra de Ryan entraría dentro de esta última categoría.

También lo harían algunos otros cómics que han sonado mucho últimamente en los foros más selectos: hablamos del Forming, de Jesse Moynihan, o de Powr Mastrs, de CF; dos tebeos que a nosotros nos sumieron en la más densa y espesa de las indiferencias. Prison Pit (Pudridero) es otra cosa. Desde luego, no deja indiferente.

El cómic de Johnny Ryan (como los de otros coetáneos, Pat Aulisio o William Cardini, que también menciona García en su artículo) bebe directamente de la cultura popular (del pulp, del manga, del cine de horror de los 80, de las películas de ciencia-ficción de serie B) y de los trabajos de gente como Mat Brinkman, sus Fort Thunder, y algunos de los creadores de minicómics de los años 90. En obras como Teratoid Heights o Multiforce encontrábamos ya muchos de los elementos que también constituyen la base narrativa de Pudridero: la naturaleza mutante y multiforme de sus protagonistas, una interpretación del evolucionismo en clave alienígena o ese aire improvisado de unas tramas que parecen desplegarse de forma espontánea y orgánica.

Es cierto que, en bastantes momentos, alguno de esos factores (la espontaneidad, el guión abierto...) parecen jugar en contra de Pudridero y que, en algunas de sus páginas, el lector tiene la sensación de estar asistiendo a uno de esos combates de pega de lucha libre mexicana en los que el misterio y la excitación se basan en el estrafalario exotismo de los combatientes más que en el combate propiamente dicho. A lo largo de los tres volúmenes de Prison Pit, Ryan despliega toda una galería de monstruos y villanos alienígeneas, a cual más sanguinario, brutal y estrambótico. La fiereza se les supone a todos ellos, pues el pudridero no es otra cosa que una prisión planetaria para criminales (suponemos) peligrosos. Con esa excusa argumental, asistimos a un tour de force pugilístico en el que sus protagonistas llevan a un extremo el struggle for life que definía las teorías darwinistas y aquello de la supervivencia del más fuerte. Nuestro guía en esta colección de refriegas mortales y guantazos mortíferos es una mala bestia de rostro ensangrentado, rodilleras ochenteras y calzones negros, llamado Carantigua: un mal bicho de cuidado que no hace enemigos.

A lo largo de los tres volúmenes que conforman este trabajo asistimos a las sangrientas andanzas de nuestro convicto mientras éste recorre las agrestes planicies de su prisión a cielo abierto. Ryan maneja el tempo narrativo con pausa, pero sin freno: seguramente lo mejor de la obra es su capacidad para marcar los tiempos y para imbuir al lector en una vorágine imparable de violencia y brutalidad despiadada. Su repetición de estructuras reticulares muy sencillas (en su mayoría formadas por cuatro viñetas idénticas por página), ayuda a la creación del ritmo narrativo y le permite al autor ahondar en el detalle y escenificar con prolijidad los procesos/mutaciones/etapas de cada batalla. Esta minuciosidad es, sin duda, una de las grandes bazas del tebeo. El espectador asiste a la aparición de cada nuevo enemigo con la misma ansiedad morbosa con la que esperábamos a que los diferentes enemigos de Mazinger Z aparecieran en escena, con la certeza de que iban a ser sistemáticamente machados por nuestro robot favorito; el final, por conocido, no apaciguaba nuestra sed de nuevas armas, arsenales e ingenios pergeñados por el Baron Ashler, el Doctor Infierno y el Conde Brocken.

Así sucede con este Pudridero, que sin ser una obra magna o una de esas novelas gráficas que últimamente nos han dejado epatados, sí que nos ha regalado verdaderos momentos de sádico disfrute, gracias a una libertad creativa y una falta de prejuicios (llámenle incorrección política) la mar de saludables.

martes, febrero 26, 2013

Supermanes, Blancanieves y otros iconos descontextualizados.

Hablábamos el otro día de interdiscursividades comiquero-musicales. No es nuevo. En esta sociedad del hipervínculo y las carreteras bifurcadas, el icono adquiere naturaleza mutante y el símbolo multiplica una y mil veces su connotación.
Hay personajes de la animación y del universo viñetero que, por mor de su popularidad o de su recurrencia, han terminado por desbordar el propio contexto diegético que los vio nacer. Superman ha dejado de ser un personaje para convertirse en icono de uno y mil valores políticos, morales, ficcionales... Blancanieves, símbolo de pureza e inocencia, es el personaje contenedor de toda la ideología que se esconde detrás de la factoría disney. Por eso, en estos momentos en que el pensamiento postmoderno parece haberse consolidado definitivamente como herramienta interpretativa dentro del inconsciente colectivo, mecanismos como los de la parodia, la autorreflexión y la descontextualización se han convertido también en procedimientos habituales para la reinterpretación artística del mundo o las culturas pretéritas.
En un post reciente titulado "Cuentos a mí" (en el Blog Eros del El País), JoanG. hablaba de la desmitificación de la inocencia y de la derrota de la fantasía edulcorada a partir de la hipersexualidad. En el artículo se revisan las "relecturas" en clave erótica y pornográfica de los cuentos tradicionales, del universo Barby y de la mitología disneyana, a partir de la obra de autores como Roberto Loaiza, el fotógrafo Thomas Czarnecki o algunos viejos conocidos de este blog como Giuseppe Veneziano o Gregg Segal. Muchas décadas antes, las llamadas Biblias de Tijuana ya realizaban una transferencia similar, de orden sexual, hacia personajes populares del cómic norteamericano: celebridades de los dailies y sundays, como Popeye o Betty Boop, convertidos en objetos de deseo y vehículo de contenidos pornográficos. En aquel entonces, existía ya la intención paródica y el humorismo grotesco; no tanto la reflexión crítica o la autorreferencia.
Casi al mismo tiempo que leíamos el artículo de JoanG., se nos han cruzado por la pantalla otros dos ejemplos claros de desplazamiento connotativo y descontextualización ficcional. Nos referimos, por ejemplo, al trabajo de Greg-guillemin y a series como The secret Lifes of Heroes. En sus dibujos, el artista lleva el proceso de desmitificación superheroica a los niveles de la escatología cotidiana: en un remedo de los colores planos primarios y las tramas de puntos de Roy Lichtenstein, Greg-guillemin recorta primeros planos de Superman sacándose un moco, las manos de Hulk liándose un peta, el capitán américa babeando mientras se levanta una Mahou fresquita, Spiderman sentado en la taza de un váter con el papel en la mano o Batman y Robin haciendo aquello que todos sospechábamos harían algún día.
 
El segundo ejemplo artístico que queremos destacar es el de Sandra Paula Fernández, cuya obra podemos ver en la Galería Liebre (que tan buena impresión nos causó en aquella ocasión). El trabajo de la artista asturiana se mueve obsesivamente alrededor de la figura de Blancanieves, a la que somete a un proceso radical de humanización (cuando no banalización) que lleva al personaje a realizar toda suerte de acciones mundanas, perversiones terrenales y "desplazamientos" ficcionales, muy alejados del edulcorado y naive icono disneyano. Los dibujos abigarrados y plagados de detalles de Sandra Paula Fernández nos recuerdan a los cuadros vivos de Henry Darger, aquel genio loco e iluminado que llenó miles de hojas con ninfas, ángeles y niñas libidinosas. Nunca te fíes de las niñas buenas.