Resulta difícil llevar a cabo una crónica de lo vivido en el Salón del Cómic de Barcelona 2012 sin valorar la polvareda que se ha levantado (no sólo en la web) debido a este post que ha publicado Santiago García en su Mandorla. En "Otro salón", el crítico y guionista expone su desafección hacia un modelo de salón del cómic basado en la promoción de grandes eventos audiovisuales, la explotación masiva del merchandising y una entrega mainstream absoluta a las grandes empresas del ocio que trabajan en nuestro país y a sus producciones. La victima más evidente de este modelo de negocio cultural sería el mismo motivo de su celebración, el cómic, en concreto, el cómic independiente (un concepto que en el caso de España englobaría a buena parte de las editoriales nacionales).
La respuesta ante el envite no se ha hecho esperar. La tesis de Santiago ha encontrado aliados en numerosos autores, editores y lectores de novelas gráficas. En la trinchera enfrentada de este debate, civilizado y constructivo, entendemos, se han posicionado de inmediato los lectores más evasivos, los amantes del rol, el disfraz y la parafernalia cosplay, el fan impertérrito y los representantes del salón, con Carles Santamaría a la cabeza. Como en casi toda disputa, razones son amores y, en este caso, las hay a ambos lados de la mesa. No queremos ser oportunistas, ni repetir argumentos ajenos. Nos gustaría hablar del Salón, de nuestra última visita, pero nos tememos que algo de lo que teníamos pensado contar en nuestra secuencia se encuentra también arraigado en el corazón de esta polémica.
Es cierto que el Salón ha crecido tanto que su cobertura y oferta se ha extendido hacia ámbitos sólo muy tangencialmente conectados con el mundo de las viñetas, aunque en el inconsciente colectivo unos y otros parezcan hermanados. Que alguien ajeno al mundo de los tebeos interprete que cómic, rol y videojuego son una misma cosa (o muy parecida), le hace un flaco favor a la pretensión del cómic por situarse en una posición de privilegio dentro del universo de la cultura contemporánea; a cuyas altas esferas el cómic ha llegado, no lo olvidemos, sólo en fechas muy recientes y por méritos propios: gracias a autores como Ware, Clowes o Gipi, que se sitúan en la vanguardia de la creación contemporánea. El cómic tampoco es, únicamente, manga o comic-book superheroico y quedan lejos los tiempos en que categorías geográficas y genéricas como éstas fagocitaban el mercado, por eso, tampoco se entiende bien que un Salón de ínfulas internacionales priorice de forma tan obvia un tipo de cómic que parece haber caído en una hipertrofia imparable y que, en realidad, no acaba de reflejar el crecimiento del cómic como vehículo cultural asentado de las últimas décadas.
En este sentido, el runrún que menciona Santiago García estaba ahí. También nosotros mantuvimos más de una conversación con autores y editores acerca de la sobreexplotación del espíritu carnavelesco del evento, de la abundancia de chucherías y colgajos, y de la relativa marginalización de algunas exposiciones (sí, las de Moebius y Winsor McCay, por ejemplo) que deberían haber contado con tanto bombo y artificio como las dedicadas a robots, Guerras de las Galaxias y Mazingerzetas (del que nos declaramos fans absolutos, que conste en acta). Por momentos parecía que el cómic era lo de menos. Hace un tiempo escribimos un post en esa misma línea, dedicado en aquel caso a Expocómic. No es lo mismo, la organización, el espacio, la oferta y el respeto por la historia del cómic y sus autores que muestra el Salón Barcelona, lo sitúan muchas leguas por delante de aquel. Sin embargo, es cierto que algunos tics incómodos se repiten en ambos.
Por otro lado, hay que reconocer que el Salón es un negocio privado y que se plantea como un modelo de empresa basado en el espectáculo. Asistimos año tras año y, cada vez, lo vivimos como una fiesta alrededor de la cual orbitan otros pequeños y grandes eventos. Vamos al salón con la excusa de que José Antonio Serrano nos cuente como va el proyecto de la Asociación de Críticos; vamos a compartir alegrías con nuestro amigo y socio Gaspar Naranjo, con la idea de cerrar proyectos con gente tan saludable como José y Olalla de Isla Flotante; a saludar a Gonzalo y a sus secuaces editoriales y a leer el último número de La Cruda; nos divertimos con el humor dadaísta de la última edición de los Golden Globos, ideados y gestionados por Ed Carosia y compañía. Nos dolería que un factor de catalización de tantos y tantos encuentros y eventos perdiera su capacidad de convocatoria o que su función dinamizadora se atomizara en mil puntos de fuga dispersos. Nos fastidiaría no contar con la oportunidad de ver en un mismo espacio expositivo originales tan caros de reunir como los de El Príncipe Valiente y Little Nemo in Slumberland y de comprobar cómo el talento desbordante de McCay lo sitúa en el grupo selecto de los dibujantes e ilustradores más grandes de la historia (Doré, Goya o Cruikshank). Perderíamos la ocasión de observar en vivo y en directo a una nómina de dibujantes y guionistas tan impresionante como la que han presentado el Salón y sus editores este año, con autores como Max, Liberatore, Shelton, Joost Swarte, Solano López, Enrique Breccia, Bernet, Pellejero, Font, Lloyd, Baru, Rubín, Jorge González, Díaz Canales, Thompson, etc.
Si la única forma de mantener el volumen de negocio y la magnitud del encuentro es perpetuar el modelo de feria del espectáculo, la organización debería intentar, al menos, no darle la espalda a muchos de los aspectos señalados por Santiago García en su post; que, como se ha podido ver estos días, compendian también muchas de las preocupaciones del sector. Nosotros añadimos un último apunte en esa línea, que nos parece tan serio como aquellos: no es de recibo que del cartel de asistencia a un Salón tan consolidado como el de Barcelona se sigan cayendo año tras año pequeñas editoriales independientes, a causa de los precios desorbitados de unos stands que, en bastantes casos, se amortizan únicamente a costa de la ganancia total: aquello de lo ganado por lo servido resulta una justificación pobre en estos tiempos de crisis. El cómic, sus autores y sus editores no pueden ser la excusa. No es de recibo que un stand en Angoulême sea más accesible que uno en Barcelona, ni que algunas casas cuyo nombre está muy presente en la cabeza de los lectores por publicar año tras año algunos de los mejores títulos del mercado no puedan permitirse ni tan siquiera acceder al Salón con un stand propio, bajo pena de exilio en el último rincón de un pasillo lateral atestado de zombis y soldados de la Fuerza que amenazan la integridad de sus tebeos.