Nos ha dado en los últimos tiempos por volver al mundo de los minicómics y de las emociones autoeditadas en pequeño formato. Lo hemos hecho recuperando viejas deudas lectoras, como aquella recomendación que don Kioskerman nos hizo hace varios años a propósito de una charla bloguera sobre Mat Brinkman y nuestros siempre admirados Fort Thunders. Nos habló en aquella ocasión de Kurt Wolfgang y su Where Hats Go, pero no ha sido hasta ahora cuando ha caído en nuestras manos.
Todo un manifiesto del nuevo underground, en tamaño reducido y con una presentación excelsa. El librito de Wolfgang cuenta con 160 páginas sin palabras, editadas en bicolor marrón e introducidas por una simple pero delicada portada abstracta construida a base de motivos geométricos. Sus dibujos nos recuerdan inmediatamente a los de otros dibujantes de eso que hemos dado en llamar "el nuevo underground", la relectura un tanto barroca, urbana, lisérgica y polimórfica de los hallazgos de aquellos genios de los 60 y 70; la que en los 80 y 90 encarnan autores como los norteamericanos Dave Cooper y Pete Bagge. Aunque la línea de Wolfgang se nos parezca sobre todo al trabajo del británico Hunt Emerson, un artista que siempre estuvo a medio camino (estilístico y cronológico) entre aquellos autores originales del comix y esos herederos que venimos comentando.
Abres Where Hats Go y te encuentras con ráfagas de viento y sombreros que vuelan por los aires de una ciudad norteamericana que bien pordría ser Nueva York (o New Jersey, la ciudad de su autor, por qué no). Así, tomando como punto de partida un asunto tan trivial como la desaparición de una gorra con especial valor sentimental para su dueño, Wolfgang alimenta los recovecos de su relato mudo con brochazos de humanismo surrealista y una buena dosis de esa reducción al absurdo que tan bien les sentaba a los Crumb, Shelton y Cruse. Así, lo anécdotico se convierte en algo muy serio (sobre todo para sus sufridos protagonistas) y le da pie a su autor para hacer el consabido ejercicio de crítica social, que en tantos casos se esconde detrás de la apariencia lúdica de los cómics de Cooper o Bagge.
Sólo una pega, ¿por qué tenemos la sensación de que Where Hats Go, en su tramo final, peca de un acabado premuroso y mucho menos detallista que en el resto de sus páginas? Sea como fuere, detrás de los profusos rayados, las tramas abigarrada de sus viñetas y su galería de personajes freaks, este cómic no es otra cosa que un cuento de navidad al uso, eso sí, habitado por mendigos, niñas sabiondillas, perros al borde del colapso y muchachos hipersensibles un tanto ridículos. Y de fondo, la crudeza del invierno en las grandes urbes occidentales, escenarios tan poco amables con los desfavorecidos como propensos al pequeño milagro cotidiano.
Ya saben que eso son y de eso se nutren los minicómics: del talento de sus entusiastas creadores y de los pequeños milagros editoriales. El de Kurt Wolfgang es un buen ejemplo de todo ello; ¡si hasta estuvo a punto de ganar un Ignatz Award en 2002!