viernes, julio 29, 2016

Intrusos, de Adrian Tomine. Madurez generacional (en ABC Color)

En nuestro último artículo para el suplemento cultural de ABC Color, de Paraguay, hemos hablado de Intrusos, la última obra de Adrian Tomine. Se trata de un libro formado por seis historias breves; género en el que el norteamericano se ha revelado un verdadero maestro desde que publicara sus primeras historietas en su fanzine Optic Nerve. Intrusos es un trabajo complejo y ambicioso; un paso adelante en la capacidad narrativa de su autor y, en cierto sentido, una declaración de principios por parte de uno de los nombres esenciales de la revolución de la novela gráfica. De todo ello hablamos en "Madurez generacional". Acompaña a nuestro texto un afinado perfil biográfico a cargo de Juliá Sorel: "Adrian Tomine, Cazador de rutinas".
Se escucha y se lee mucho últimamente que Intrusos (Killing and Dying, en inglés) es el trabajo más maduro de Adrian Tomine. Analicemos qué hay de cierto en ello, y que hay de nuevo en ésta, su última colección de relatos breves.
Tomine pasa por ser uno de los grandes autores contemporáneos de la narración comicográfica. Las revistas y publicaciones más prestigiosas del mundo se pelean por sus dibujos e ilustraciones y prácticamente todos sus cómics se reciben con elogios unánimes de crítica y público. Lo curioso es que la cosa es así desde que el canadiense tenía 16 años y comenzó a autoeditarse su fanzine Optic Nerve en los 90 y a vender sus entregas por correspondencia antes de que Drawn & Quarterly (nada menos) se fijaran en él. Un talento precoz, un narrador superdotado.
Pero, ¿qué queda en Intrusos de aquel joven creador cuyas historias cortas todo el mundo comparaba con las de Raymond Carver? Sobre todo, precisamente, su gusto por la brevedad, por la condensación de la historia. Uno de los rasgos que más nos gustaban del Tomine de los Optic Nerve, perfeccionado en Sonámbulo y otras historias o Rubia de verano (dos de las recopilaciones de sus historias cortas publicadas en España), era esa capacidad de capturar el instante representativo: ese ojo clínico y quirúrgico que condensaba la vida o la psicología de un personaje en solo unos minutos, días o meses de su existencia. Sus historias parecían en el fondo fragmentos de narración, relatos in media res, que carecían de un principio o un final. Todavía hay mucho de ello en Intrusos, aunque la temporalidad de las historias de Tomine se haya vuelto, en general, más compleja y menos lineal: el relato que da nombre a la edición española, por ejemplo, apenas abarca unos días en la vida de su protagonista, un hombre de quien ni siquiera sabemos el nombre y que parece vivir una de esas etapas vitales de crisis y comportamientos erráticos que invitan más al olvido que a la creación de una historia a su alrededor. De otra situación de crisis personal arranca «Vamos, Búhos», de cronología igualmente breve (unas semanas, de nuevo), construida por pequeños saltos temporales irregulares. Es la historia del encuentro de dos personajes de edades diferentes que no tienen en común más que el estar perdidos y el carecer de una perspectiva futura de redención. Historias breves e instantes escogidos para la reconstrucción de vidas complejas: el Tomine de siempre, si cabe aún más hábil, imaginativo y complejo en la construcción de sus tramas (lo demuestra, por ejemplo, su fabuloso uso de la elipsis en «Triunfo y tragedia»).
De sus orígenes, el autor conserva también su enorme capacidad como dibujante realista, que no ha hecho sino mejorar con el tiempo (como ya dejó claro su excelente primera novela gráfica Shortcomings). Ha desaparecido cierta uniformidad que imprimía a las fisonomías femeninas y a sus personajes más jóvenes, en general. Tomine se ha consolidado como un dibujante sobresaliente: un autor con una línea clara y limpia que consigue capturar la realidad con un nivel de detalle y una apariencia de facilidad que no debe engañarnos respecto a su capacidad gráfica. Además, el Tomine de Intrusos es un dibujante mucho más ecléctico: juega constantemente con diferentes registros estilísticos y experimenta con recursos audaces en los usos cromáticos, como la alternancia entre el color y el blanco y negro en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”»; el falso empleo del bitono en «Vamos, Búhos»; el finísimo trazo gris vectorial en «Triunfo y tragedia», en vez de su habitual línea firme; o el gris monocromo en «Intrusos». En cada historia del libro, recurre a un estilo y una técnica de dibujo diferente, demostrando que es un creador en constante búsqueda. Así, mientras su estilo en «Amber Sweet» se parece mucho al de la línea clara y los colores planos que le hicieron célebre, el trazo suelto y modulado de «Intrusos», junto al empleo de la mancha y el sombreado expresionista, nos recuerda mucho más a autores como David Mazzucchelli o, si nos retrotraemos más en el tiempo, a los juegos de iluminación de un maestro como Milton Canniff.
Y es ahí donde tenemos que buscar la madurez del nuevo Adrian Tomine: en su conciencia generacional o, mejor aún, en su aceptación de pertenencia a un grupo privilegiado de autores que desde los 90 están provocando uno de los cambios culturales más excepcionales que ha vivido un discurso artístico en las últimas décadas: la madurez del cómic, que ha sucedido a la consolidación de la novela gráfica como formato. Tomine se sabe uno de los elegidos y, con sus pares, comparte el momento y avanza en una experimentación formal y conceptual intrínsecamente unida, en realidad, a la recuperación del pasado.
Quizás no haya mejor manera de entender Intrusos que por la lista de agradecimientos que el autor publica en las páginas finales. Entre sus nombres, adivinamos a algunos de los nuevos narradores de la literatura estadounidense, como Zadie Smith; encontramos a Chris Oliveros, el mago-visionario que en 1990 fundó Drawn & Quarterly, la casa editorial que tanto ha hecho por la consolidación del cómic moderno; aparece también otra visionaria, Françoise Mouly, que con su marido Art Spiegelman decidió a inicios de los 80 que el cómic podía ser un vehículo de alta cultura, un medio de creación adulta, y fundó la revista Raw.
Pero, sobre todo, en esa lista aparecen nombres como Chris Ware, Daniel Clowes o Seth..., los coetáneos de Adrian Tomine, los miembros de su «hermandad» artística: los que, como él, estaban llamados a cambiar el futuro del cómic cuando empezaron a participar en proyectos como Raw o cuando en el arranque de los 90 comenzaron a publicar y autoeditar revistas y fanzines cuyos nombres están cargados hoy de misticismo fundacional: Eightball, ACME Novelty Library, Palookaville u... Optic Nerve. 
Todos ellos se propusieron revitalizar el cómic, ampliar sus fronteras, desde una mirada constructiva al pasado, no solo del cómic, sino también de la ilustración o la tipografía. Construir un nuevo edificio a partir de la obra de genios como Winsor McCay, George Herriman, Frank King o Will Eisner, a los que las historias del arte y de la narración nunca habían puesto en el pedestal que se merecían. Sin ir más lejos, encontramos la influencia de Frank King en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”», con su alternancia entre episodios a media página en blanco y negro y otros a página completa en color, claro recuerdo de la transición de las antiguas tiras periodísticas diarias (dailies) a las grandes planchas dominicales a color (sundays). Habíamos visto ejercicios parecidos en la obra de Daniel Clowes (Ice Haven) o Seth (George Sprott). Igualmente, es imposible leer el relato «Traducido del japonés» y no recordar la obra de Chris Ware (y, de rebote, la de Winsor McCay), con esas preciosas postales de espacios apenas habitados, tan frías, detallistas y perfeccionistas que crean una geografía narrativa casi fotográfica (apoyada además por la visión subjetiva que construye el relato).
Es cierto, Intrusos es seguramente el trabajo más maduro y complejo de Tomine hasta la fecha, pero, sobre todo, es un ladrillo más de los muchos que él y sus «amigos» están colocando en la creación del edificio del cómic: el mismo espacio que habrá de cobijar el futuro del medio.

jueves, julio 21, 2016

Lumière, Christophe, Renoir, Langlois y Rohmer

Ha caído en nuestras manos una copia de Louis Lumière, el documental que Éric Rohmer grabó en 1968 con la conversación a tres bandas que él mismo mantuvo con Jean Renoir y el actor Henri Langlois sobre el trabajo pionero de los Louis Lumière.
Como se podía esperar de tipos tan brillantes y elocuentes, durante la hora larga de metraje, hablan de muchos temas más allá de Lumière o del nacimiento del cine. A lo largo de la conversación se adivinan dos formas de entender la cinematografía: por un lado, la visión intelectual y cultivada de Renoir y Langlois, en la que tiene mucho peso la mirada clásica academicista, el peso de la historia y la reivindicación de Lumière como cineasta, mas que como inventor. Frente a éstos, aunque sin llegar a mostrar en ningún momento discrepancias radicales con ellos, surge la visión más moderna y crítica con el pasado de Éric Rohmer. Durante toda la grabación, oímos la voz del director en off detrás de la cámara, pero nunca llegamos a ver su rostro a lo largo del filme.
Hemos traído Louis Lumière a colación, no obstante, por un breve diálogo que tiene lugar en su primera parte. Un intercambio de opiniones que de algún modo sintetiza esas dos visiones del cine que venimos comentando y que además nos ofrece una excusa perfecta (si es que hace falta alguna) para encajar unas reflexiones cinematográficas en un blog que, como éste, se presume comiquero... El documental (que insertamos más abajo con subtítulos en español) es toda una lección de estética y pensamiento. Una clase magistral de historia del cine. 
Conversan Rohmer y Renoir acerca de L'arroseur arrosé (El regador regado), la pieza breve de los Lumière de 1895:

Eric Rohmer: ...en estas películas [de Louis Lumière] no hay constancia de lo que solemos llamar lenguaje cinematográfico. 

Jean Renoir: Claro que no, pero ¿no es el lenguaje cinematográfico en realidad una convención que nos ayuda a explicar nuestros deseos y nuestros sueños? 

E.R.: Sí, pero es que no existía una selección de planos, primeros planos, planos generales. Se grababa todo desde la misma perspectiva.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros de eso?

E.R.: No estoy de acuerdo.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros? Que el operador colocara su cámara sin una guía de planos en busca de una visión honesta de la realidad, no significa que su elección final no vaya a reflejar su talento, aunque sea de forma inconsciente. Me parece muy importante señalar que muchas de las obras maestras de la historia del arte se crearon sin llegar a anticipar su grandeza. Es más, hoy cuando tú o yo hacemos una película, si tenemos éxito, si la película es aceptable, lo será a pesar de nosotros.

E.R.: Voy a hacer de abogado del diablo. Cuando era pequeño, leí
Le Sapeur Camember de Christophe, y al final del libro había una historieta titulada El regador regado. No sé si la historieta fue anterior o posterior a la película de Lumière, pero tampoco importa demasiado. Este cómic está dividido en viñetas, como una película moderna, y de algún modo está organizado en planos. Sin embargo, podemos criticar la película de Louis Lumière, El regador regado (las dos versiones que existen de ella), precisamente porque no utiliza diferentes tipos de plano.

J.R.: Es cierto, pero a mí tampoco me molesta. La ausencia de diferentes planos no me molesta en absoluto. No responde más que a la adaptación del artista a los hechos, a las circunstancias. El Regador regado de Lumiere se filmó en un plano único porque entonces no era práctico volver a cargar la película para cambiar el tipo de plano, porque a nadie se le ocurrió interrumpir la grabación y decir "vamos a grabar otra vez y a continuar la historia desde este mismo punto". Para un cómic, sin embargo, era mucho más sencillo, porque todo lo que se necesitaba para llevarlo a cabo era un lápiz y una hoja de papel.

E.R.: Bueno, pero yo creo que...

J.R.: En este caso, creo que me quedaría con la versión de Lumière, porque como la técnica era más compleja y dificultosa, estaba obligado a un mayor esfuerzo para que todo funcionara bien. No tenía tanta libertad. La libertad en el mundo del arte es muy peligrosa.

E.R.: Sí, pero la historia del cine empezó a avanzar en el momento en el que se descubrió que un primer plano era más expresivo que un plano general, o al menos algo diferente, y se decidió que el arte cinematográfico se basaba en realidad en la secuenciación de planos.

J.R.: El mundo avanza, desde luego, y vamos evolucionando. Llevamos quince minutos charlando amigablemente y ninguno de nosotros es la misma persona que hace un momento. Hemos aprendido muchas cosas el uno del otro, nos conocemos mejor. En este rato, la Tierra ha girado y el mundo ha progresado. Y sucede así con todas las cosas. Hoy en día es imposible rodar una película con la misma tecnología que Lumière. Siento repetirme a mí mismo, pero Louis Lumière recurría a la tecnología que existía en la época de los coches de caballo y cuando las mujeres vestían con faldas largas y corsés.

E.R.: Veo que Henri Langlois no está de acuerdo con lo que le he dicho a Jean Renoir, mi afirmación de que a Louis Lumiere no le interesaba la composición.

Henri Langlois: Creo que es una ilusión, simplemente. Una ilusión basada en el hecho de que actualmente las películas tienen 1.500 metros de extensión, o 100 metros, o 250 metros, y podemos unirl una con otra. Cuando apareció el cine, el problema era que sólo disponían de películas de una cierta extensión y los autores tenían que hacer algo ciñéndose a un número reducido de metros de película. Cuando se estudian las películas de Lumière con atención, parecen muy espontáneas. Se colocaba la cámara en la calle y veíamos lo que sucedía delante del objetivo; y si la película grababa algo emocionante o destacado, se achacaba a la suerte. Sin embargo, resulta muy obvio en algunas de las secuencias de Lumière que no era sólo una cuestión de azar.

miércoles, julio 13, 2016

Mameshiba, de Cristian Robles. Internet, el hip-hop y las alubiasverdes japonesas

El barcelonés Cristian Robles, autor de Mameshiba, tiene 25 años y se nota. Pertenece a una generación que ha nacido y crecido en un entorno digital, que gracias a las redes y plataformas sociales ha tenido acceso a un catálogo audiovisual sin límites geográficos ni temporales y que, en definitiva, se han hecho adultos en una sociedad cuyo paradigma cultural se forja sobre una base radicalmente nueva y diferente a la que configuraba todo el entretenimiento (e incluso el arte) del S.XX. Cristian Robles no puede tener recuerdos de Barcelona 92, de la escasa oferta televisiva de aquella España o del acceso a la música limitado y abusivo que vivimos tantas generaciones. Es un joven que ha crecido con el manga y la eclosión de la cultura japonesa en occidente; que ha disfrutado de la difusión musical, fílmica y serial abierta y siempre accesible que ofrecen Youtube, Spotify o Facebook; que ha escuchado a grupos de hip-hop en español consagrados; que ha visto como el mundo se abría en el escaparate mínimo de un iPhone y la distancia y el tiempo perdían su condición limitante... Todo eso está en su cómic Mameshiba (y de algún modo en Ikea Dream Makers y Soufflé, los trabajos anteriores de Robles), editado por DeHavilland Ediciones para su colección LaMansión en Llamas; que tantas puertas está abriendo a nuevos autores del panorama nacional.
Cristian Robles es un dibujante que ha crecido en un momento en el que David Lynch, Todd Solondz o Daniel Clowes ya están asimilados, y que, seguramente, ha leído a Dash Shaw, a Olivier Schrauwen, a Carlos Vermut, a Luke Pearson o a Michael DeForge; artista con el que le une una afinidad estilística y una inclinación innegable hacia cierto surrealismo pop, lineal y naíf. La sombra de DeForge es alargada en los últimos tiempos: nos parece reconocerle en bastantes dibujantes del presente que nos gustan mucho, como Ana Galvañ, o Cristian Robles. Su extrañeza conceptual, la experimentación formal y el afán por la creación freak se repiten en sus obras. En Mameshiba, esa inclinación hacia la otredad, hacia el exotismo psicodélico, está muy conectada con Japón y el fenómeno fan.
Su protagonista, Bunny, es una muchacha rapera que vive en una casa de campo con su hermana. Su aislamiento rural no le impide tener una activa vida social y digital, gracias a su canal de YouTube y a las redes sociales, así como una intensa actividad cultural. Un día le llega la oportunidad de participar en un “torneo de gallos” en el que el rapero ganador podrá asistir al tour europeo de la gran estrella del hip-hop, Mameshiba, y conocerla en persona. Hasta aquí todo resultaría más o menos normal, si no fuera porque Mameshiba es una alubia verde japonesa: una edamame parlanchina, fanfarrona y bastante viciosa. En realidad, la versión calavera de un exitoso personaje preexistente de animación nipona, creado por Kim Sukwon. 
Robles sitúa su historia en una geografía tecnológica (no necesariamente futurista, Japón ya es el futuro) y corrupta (elijan ustedes tiempo y país para esta asignación), pero al lector de la nueva novela gráfica no debería sorprenderle el modo en que su autor intercala con naturalidad referencias al manga, a los videojuegos y a la tecnología, o la forma en que alterna entre diferentes lenguas conectadas a los medios audiovisuales. Después de todo, sólo era cuestión de tiempo que la generación digital empezara a dibujar y experimentar con el lenguaje del cómic; o que alguno lo hiciera tan bien como Cristian Robles.

jueves, julio 07, 2016

La ciudad del Rey (un original cumpleañero)

¿Se acuerdan de que hace unas semanas le dedicamos varios posts a las arquitecturas de ficción, utópicas y distópicas, con motivo de  nuestra afición a las ciudades superheroicas y nuestros afanes coleccionistas?
Abundando en esas ideas entrelazadas (las ciudades, los superhéroes y el coleccionismo), queríamos presentarles la estampa de la última urbe que nos hemos regalado por nuestro cumpleaños y que va a colgar de nuestra pared. Ya tenemos reservada una viñeta en ella para pasar el veranito... ¿Les suena el arquitecto? Un genio con mayúsculas.

jueves, junio 30, 2016

La muerte de Stalin, de Nury y Robin. El Aparato perverso

La primera referencia visual que se nos viene a la cabeza cuando abrimos La muerte de Stalin y le echamos un vistazo a los dibujos de Thierry Robin es Tim Sale. Los dos comparten un mismo gusto por la caricatura estilizada y sombría, y por un uso expresionista de las sombras y el color. El dibujo de Robin es, no obstante, más detallista y anguloso, más simbólico también. 
Sin embargo, en La muerte de Stalin no aparecen superhéroes, sólo supervillanos; y mucho peores que el Joker, Penguin o Kingpin. Hubo un tiempo en que la figura de Stalin (y el Aparato soviético de los años de plomo comunistas) contaron con cierta indulgencia por parte de la progesía europea. Todavía no existía la suficiente perspectiva histórica para calibrar la barbarie bolchevique y poder situar el sadismo psicópata de tipos como Stalin al nivel de otros monstruosos congéneres como Hitler y sus patéticos “subalternos” Mussolini y Franco. El posicionamiento anticapitalista ante los abusos interesados de Estados Unidos en geografías del Sudeste Asiático, Centro y Sudamérica, durante los años de la Guerra Fría y el Telón de Acero, hicieron el resto.
Una vez caídos el telón y la venda, la Historia se ha mostrado con toda su insoportable crueldad. El cine, la novela y el cómic han abordado el tema con interés creciente, dando lugar a trabajos muy estimables. Hablábamos de ello cuando reseñamos ese cómic de terror que es Cuadernos ucranianos, de Igort. En él, el italiano relataba con detalle la purga genocidio que Stalin llevo a cabo en Ucrania, provocando una hambruna con la finalidad de castigar a disidentes y latifundistas desafectos al régimen. 
La muerte de Stalin plantea el escenario histórico de los últimos días del dictador y las luchas intestinas de Politburó soviético por rellenar el vacío y ocupar las posiciones de poder. Las crías de la serpiente devorándose unas a otras en el nido junto al padre muerto. El guión de Fabien Nury captura la atmósfera sofocante y totalitaria de un régimen enloquecido, burocratizado hasta la paranoía y en proceso continuo de autocombustión fraticida. Lo hace con un ritmo trepidante y con un humor negro  que encaja perfectamente con las situaciones kafkianas del caos y la confusión que sucedieron a la muerte de Stalin (tan deseada por muchos de los suyos). Asistimos a los manejos de Beria para hacerse con el poder y al contraataque de Khrushchev, somos testigos del dolor fanatizado de Molotov y de la reacción descontrolada de Vassia, el cruel hijo de Stalin.
Comenta Thierry Robin que en 2008 recopiló importantes cantidades de material y documentación con el fin de dibujar una biografía sobre la figura de Stalin. Se rindió cuando se percató de la proporción de una tarea que le hubiera exigido más de 1000 páginas y muchos años de trabajo. De aquella empresa resultaron un buen número de páginas ya dibujadas y la base conceptual del proyecto que poco después le propondría Fabien Nury: dibujar los acontecimientos que rodearon la muerte de Stalin y las reacciones de sus protagonistas. 
Porque este es, en realidad, un cómic coral; un trabajo en el que el protagonista permanece siempre en un segundo plano, mientras la sombra de sus atrocidades cruza cada una de sus páginas creando una red de sobreentendidos, referencias a trágicos acontecimientos históricos e insinuaciones en voz baja sobre el gulag, las purgas intestinas, el miedo generalizado, la paranoia o las delaciones. La corte de personajes que rodeaban a Stalin protagoniza unas páginas y una Historia sobre cuyas licencias nos advierten sus propios autores:
A pesar de estar inspirada en hechos reales, esta historia no resulta ser menos ficticia. Está libremente construida a partir de una documentación parcelaria, en ocasiones parcial y a menudo contradictoria...
Los autores quieren dejar claro que, en cualquier caso, ellos apenas han tenido que forzar su imaginación, siendo incapaces de inventar nada remotamente parecido a la furiosa locura de Stalin y su entorno.
Es un mensaje calculadamente ambiguo y cargado de la misma ironía inteligente que recorre el cómic. De hecho, notará el lector que  los acontecimientos que en él se cuentan resultan en ocasiones tan disparatados, que es imposible que la Historia los escribiera de otro modo. En otros casos, como bien nos avisa el historiador Jean-Jacques Marie en el posfacio, las hipérboles, los desplazamientos temporales y los excesos caricaturescos, responden a unos fines narrativos que ofrecen “una imagen de conjunto a veces más verídica que los propios sucesos”. La de un fragmento de la historia oscuro, trágico y que nunca deberíamos olvidar. Terminamos de leer La muerte de Stalin y nos recorre un escalofrío, junto a la certeza de que no cualquier tiempo pasado fue mejor.

miércoles, junio 22, 2016

Hotel California, de Nine Antico. Qué revival el de aquel año

Hotel California, de Nine Antico, se lee como quien escucha una canción de las Ronettes y luego otra de los Rolling y más tarde una de Love. En realidad, muchas de sus páginas se escuchan, más que se leen. Ya lo insinúa el título. La música es una de las dos grandes pasiones de Nine Antico; nos lo cuentan los de Sapristi Cómic en la biografía que hay en la solapa interior. En concreto, nos dicen que la autora es una gran aficionada al rock y que ha publicado numerosos trabajos sobre el tema. La segunda gran afición de Nine Antico es el cómic. Eso ya lo sabíamos nosotros, porque en nuestro país hemos podido disfrutar de dos obras suyas: Girls Don't Cry y El sabor del paraíso.
A veces pasa que uno lee un libro actual (un cómic como éste, por ejemplo) y cree estar leyendo una obra de hace décadas (de los años 60 ó 70, pongamos). Pasa con Hotel California. Nos metemos en la narración, con sus imágenes surferas, sus onomatopeyas galopantes, sus sinestesias musicales y esas luces de neón a lo Guy Peellaert, y cuando nos damos cuenta estamos en San Francisco en 1968 junto a un tal Robert Crumb, vendiendo comix en Haight-Ashbury, calle arriba, calle abajo, y nos llamamos Victor Moscoso. Bueno, nos llamamos Nine Antico, pero cuando alguien ve nuestros dibujos, se acuerda de Víctor Moscoso o de Skip Williamson.
O, quizás, leen nuestro cómic y se creen que somos la hermana pequeña de Guido Crepax, porque nuestras páginas se dividen y subdividen en viñetas cada vez más pequeñas e imprevisibles, como un zigoto que se multiplica en secuencias, sólo aparentemente regulares, guiadas, eso sí, por un hilo musical que recorre la historia del rock. Sí, a Crepax le encantaban esas historias que avanzaban en staccatto, como en un ritmo sincopado en el tiempo y en el espacio ajeno a la linealidad narrativa. Como le encantan a Nine Antico, que se inventa a una groupie rubia, bella, culta y virgen, llamada Ricitos, sólo porque a ella también le hubiera encantado ser groupie y haber besado los mismos labios que besaron a Mick Jagger; y haber bailado sobre la tumba de Lenny ‘Bruce’ Schneider justo antes de cruzarse con Brian Wilson en un supermercado; o, incluso, haberse recreado con el onanismo vulnerable de Captain Beefheart o de Jim Morrison, y seguir siendo virgen: una niña-groupie que sueña que se lo está inventando todo. Y así, saltamos de año en año, de un escenario a otro y de un guateque a una sala de conciertos en Sunset Boulevard o en Las Vegas, hasta recorrer la historia del gran rock de los años 60 y 70.
Hay que ser muy melómano y muy rockero para disfrutar de Hotel California como Hendrix manda. Para entender esa ruta de pequeñas geografías que recorren el oeste de Los Ángeles y pasan por The Ed Sullivan Show, los Festivales de Monterrey y Woodstock o entran en la Colmena de Mama Cass, mientras aún resuena el eco de una avioneta estrellada que acabó con la historia de la música en Clear Lake, Iowa.
Si no te gusta el rock and roll y no echas de menos una década que seguramente nunca llegaste a vivir, probablemente Hotel California no sea tu cómic, y Nine Antico te va a dejar más frío que una nota suspendida de Tangerine Dream.

miércoles, junio 15, 2016

Paciencia, de Daniel Clowes, en Culturamas

Hace unos días publicábamos en Culturamas una reseña sobre Paciencia, el último cómic de Daniel Clowes.
Hablar de Clowes es hacerlo de uno de los grandes renovadores del lenguaje comicográfico, de una de las figuras emblemáticas en lo que ha sido el asentamiento de la novela gráfica y su despegue como medio artístico de prestigio. Todas las obras del estadounidense son reconocibles y valientes; en casi todas ellas encontramos algún hallazgo narrativo o méritos estilísticos que las convierten en obras de referencia. Paciencia tampoco decepciona. Enmarcada dentro del territorio de la ciencia ficción, el nuevo cómic de Clowes desafía las convenciones y desborda las expectativas que se van planteando en cada una de sus páginas. 
Se trata de un cómic de género, sí, pero al mismo tiempo su autor nos brinda una de sus habituales y certeras aproximaciones a las alienantes sociedades contemporáneas; con su correspondiente galería de personajes grotescos y personalidades perturbadoras. 
Les dejamos con el texto: "Paciencia, de Daniel Clowes. Psicopatías futuristas".

jueves, junio 09, 2016

Teatrorum, de José Luis Serzo. Lo irreal maravilloso


Desde el 19 de febrero y hasta el 19 de junio, el Domus Artium de Salamanca (DA2) presenta en sus salas un amplio recorrido por la obra de José Luis Serzo, bajo el título Teatrorum Descubrimo al autor y a su alter ego Blinky Rotred, el Hombre Cometa, en un Arte Santander hace ya varios años. Desde entonces, hemos seguido su obra con el interés y la maravillada curiosidad del niño al que le cuentan un cuento en el que no se atisba el final.
En la obra del artista albaceteño hay mucho de cuento fantastico/mítico/romántico... y trágico. Sin embargo, paradójicamente, en ella también hay un fuerte componente real filtrado por la visión alegórica del autor. Los cuadros, esculturas e instalaciones de Serzo reciben al espectador como una puerta abierta a un universo de fantasía, cargado de detalles y absolutamente coherente en su mitología alucinada. Nos recuerda en alguna instancia a los mundos en miniatura de Santiago Valenzuela y esa enorme saga histórico-filosófico-ficcional que se plasma en Las aventuras del Capitán Torrezno.
Como aquel, Serzo construye un mundo a imagen y semejanza de sus obsesiones, sueños y referencias personales y artísticas; una escenografía en la que da rienda suelta a episodios independientes, pero complementarios, protagonizados por un personajillo pelirrojo con espíritu de inventor aventurero y vocación áerea, llamado Blinky Rotred, sosías, alter ego y metáfora del propio Serzo. En cada una de sus aventuras (convertidas en series pictóricas o escultóricas), aquel se ve rodeado de personajes tan fantásticos como él, que no son en realidad sino los amigos, familiares y algunos de los personajes históricos y artistas que forman parte del panteón de referencias de su autor.
Cada sala o espacio de la exposición recoge una de estas "series" y funciona como relato independiente dentro de ese marco más amplio de las aventuras de Blinky Rotred. Los mismos títulos de cada trabajo, descriptivos y cargados de intenciones narrativas, explican de algún modo las intenciones fabulísticas que presiden todo la producción de José Luis Serzo: Todas y cada una de las historias de vuelo (2009), La historia más bella jamás contada (2010), Familia Gómez de los Señores del Bosque (2011), Visiones de Blinky para un Teatrorum Marino (2011) o Ensayos para una gran obra II. Dos declaraciones de amor para un entreacto (2014).

Nos remiten los encabezamientos a la literatura renacentista y barroca o a los grandes ciclos épicos (el Artúrico, el de los Nibelungos...). Hay bastante de tradición mítico-literaria y de cuentística en la obra de Serzo (Alicia en el País de las Maravillas, El Mago de Oz), pero también referentes pictóricos y artísticos muy obvios: desde Gustav Courbet, que protagoniza una de las colecciones y varias de las piezas presentes en la exposición (Un sueño hecho realidad, 2016), hasta el Bosco, Brueghel, Goya o Dalí; no falta el componente surrealista y las referencias freudianas de este último, filtradas, eso sí, por los nuevos códigos interpretativos que plantea el lenguaje de Serzo. Son constantes, por ejemplo, los motivos recurrentes y los leit motifs (el telón, la corona, el tractor, la balsa, los insectos, el escenario, los andamios...) que funcionan como hilo cohesivo entre las diferentes piezas y épocas del artista.
La impronta hiperrealista de cuadros y esculturas filtra el elemento mágico de cada uno de ellos, hasta redirigirlo hacia una interpretación teatralizada de la realidad: el espectador es consciente de que los gnomos, las hadas, los gigantes y los fenómenos de circo que habitan en el mundo de Blinky son, en ralidad y una vez despejados de la metáfora, seres reales que viven al otro lado del espejo, en la dimensión paralela de José Luis Serzo. La misma lectura nos permitiría descifrar sus escenografías de naufragios, bosques, circos y teatros de guiñoles. No es extraño que la exposición tome su nombre de Teatrorum (2016), una instalación creada para esta muestra y una pieza de síntesis en la que convergen todas las demás: un teatro abovedado que nos proyecta hacia la irrealidad de los sueños, la fantasía y la imaginación; y que da sentido al juego de identidades, disfraces y representaciones que fundamentan esta exposición.
En todo caso, que la realidad no nos impida descubrir la ficción maravillosa que encierra esta exposición. Si tuvieramos que jugar a los compartimentos estancos, podríamos decir que (junto a Gonzalo Rueda, Sergio Mora o Víctor Castillo) estamos ante uno de los grandes representantes en nuestro país de esa corriente que se ha dado en llamar Surrealismo Pop. Sin embargo, la riqueza conceptual, narrativa y técnica de la obra de Serzo, nos invita más bien a pensar que estamos ante un creador de historias, un fabulador ecléctico envuelto en ropajes de artista multidisciplinar.
No se pierdan Tetrorum. Maravilla.

jueves, junio 02, 2016

Diez años y muchos cómics después...

Diez años hace, ya, que abrimos esta ventana bitacórica.
Al principio, sólo queríamos un archivador, un cuaderno vivo en el que colgar y dejar respirar los textos que escribíamos aquí y allá: aquellos artículos, por ejemplo, que un buen día Antonio Marcos nos invitó a publicar en un periódico de Salamanca que ya ni siquiera existe. Qué finos son los hilos que se entretejen en el tiempo y la distancia. Hoy aquellas páginas de un suplemento cultural se nos confunden con otras que ahora publicamos en un periódico mucho más lejano y exótico, gracias a una nueva invitación, igualmente amable.
Entre medias, nos dice el contador de Blogger que hemos recibido más de medio millón de visitas. En tanto tiempo tampoco parecen tantas. Bastantes, lo sabemos, son nuestras, porque seguimos siendo tan torpes como al principio y sigue costándonos lo mismo que entonces trastear en las tripas de esta plataforma bloguera que siempre nos enreda y confunde con su html y fuentes cambiantes. También hay mucho rastreador de imágenes en la red, y nosotros hemos colgado centenares de ellas. Pero tiene un eco bonito: medio millón. Sabemos, además, que, entre tanta visita casual, durante esta década nos han visitado muchos lectores de forma regular o racheada. Nuestro Little Nemo's Kat ha sido una barra de bar llena de cómics. Un punto de encuentro en el que nos hemos cruzado con amigos y con desconocidos que luego han sido nuestros amigos. Hemos aprendido de blogueros ilustres que empezaron mucho antes que nosotros y de otros que nacieron casi a la vez y ya son referente. Nos hemos dejado aconsejar, enseñar y sorprender por todos esos socios invisibles que en algún momento han llamado a nuestra puerta para contarnos sus secretos. Gracias a todos ellos hemos descubierto nombres, obras y lugares que ya no vamos a olvidar.
Personalmente, esta pequeña bitácora ha sido la excusa perfecta para atrevernos a airear rincones privados. Fue la parada y posta en la que un editor apasionado e idealista nos empujó a publicar páginas que habían nacido para morir en la academia. En la que otras editoras, igualmente soñadoras, nos invitaron a viajes selenitas copilotando cohetes amigos. Gracias a nuestro pequeño gato (viste mucho salir a las calles digitales con un minino al hombro) nos han invitado a fiestas congresales, guateques revisteros y botellones web. Hemos bailado, viajado, escrito y hablado, solos y en compañía. Y, sobre todo, hemos tenido la suerte de conocer a algunos de los protagonistas de una fiesta en la que los galanes y las divas dibujan y los directores escriben al ritmo de guiones con más estampas que palabras.
Pero, sobre todo, durante esta década hemos disfrutado de una penitencia autoimpuesta que, con religiosidad semanal y contadísimas excepciones, nos ha empujado a leer y escribir sobre páginas y más páginas de tebeos, cómics, novelas gráficas, historietas o como a bien tengan definirlas los señores McCay y Herriman que cada día nos vigilan (junto a nuestros amigos Gaspar, Pejac y López Cruces) desde los márgenes de este blog.
Por todo eso, y hasta que la indolencia crónica o alguna obligación insoslayable nos lo impidan, aquí seguiremos y aquí les esperamos, como cada siete días. Hasta ahora, amigos.

jueves, mayo 26, 2016

Decepciones, sombras y triunfos del 34 Salón del Cómic de Barcelona

Dos semanas después de la clausura del 34Salón del Cómic de Barcelona, hemos tenido tiempo para reflexionar sobre lo que vivimos en él. Sobre lo bueno y lo malo.
Entre esto último (comencemos con la cal, para que queme menos), nos volvió a desconcertar la lista de premios. No porque los elegidos no tuvieran la calidad necesaria para formar parte de ella, sino porque, como ocurriera el año pasado, algunas ausencias fueron estruendosas. Que los premios del Salón del Cómic más importante de nuestro país hayan ignorado durante dos campañas obras como Fabricar historias, de Chris Ware, Aama, de Frederik Peeters, Aquí, de Richard McGuire, Chapuzas de amor, de Jaime Hernandez, El árabe del futuro, de Riad Sattouf o las dos “Casas”, de Daniel Torres y Paco Roca (todas ellas, obras llamadas a perdurar y dejar huella en la historia del medio), dice poco a favor de uno de los principales eventos comiqueros de Europa. Hitchcock y Kubrik nunca ganaron un Oscar, pero el demérito no fue suyo, sino de los miopes que no supieron elegirlos.
El problema de base es, seguramente, la falta de transparencia de un proceso en el que no sabemos ni quiénes, ni cuántos votamos. La ausencia de listas públicas tiene un doble efecto pernicioso: por un lado, favorece la indolencia y el desinterés de una parte de la crítica, que ni se ve retratada, ni puede evidenciar de forma pública las posibles razones de su negativa a participar en el proceso; por otro lado, el voto oculto invita a las suspicacias y a la participación interesada o “colegiada”; hace, por ejemplo, que dudemos de premios y editoriales, cuando éstos confluyen de forma abrumadora en un mismo sentido (y con ello, insistimos, no pretendemos arrojar dudas sobre la calidad de los premiados). Simplemente, algunas ausencias duelen por inexplicables. Entonamos también un mea culpa por la dosis de responsabilidad que, como votantes, podamos tener en el asunto.
Se nos anuncia que en su 34ª edición el Salón ha batido nuevamente su récord de asistencia con un total de 118.000 visitantes, 5.000 visitantes más que en la edición precedente. No vamos a decir que echemos de menos las aglomeraciones del pasado, pero es cierto que si hasta esos más de 100.000 aficionados parecían pocos en los 45.000 metros de capacidad de los Palacios 1 y 2, qué podemos decir de las exposiciones y actos celebrados en ellos. Hubiera sido interesante, por ejemplo, cerrar espacios, añadir muros de separación y contextualizar (escenografiar) de alguna manera una exposición como la del homenaje a Ibáñez que, diseminada como estaba en la nave este del Palacio 2, ofrecía un espectáculo desangelado y de inmerecido abandono. El resto de exposiciones, ubicadas entre stands, expositores y tiendas, corrieron mejor suerte y minimizaron el contraste de proporciones. Nos divertimos intentando adivinar los autores de los originales de la muestra “Ellas tienen superpoderes”; y nos maravillamos ante la exposición que recogía el meticuloso, documentado y laborioso proceso que se esconde detrás de ese cómic fabuloso llamado Las Meninas, que tan merecidamente obtuvo el premio a mejor cómic español del año pasado.
Superpoderosas
La maña de Santiago y Javier
Cumpleaños con eco
Aunque la plantilla de nacionales fue espléndida (con la presencia de maestros del medio como Daniel Torres, Javier Olivares, Miguel Gallardo, Miguelanxo Prado, Antonio Altarriba o Esteban Maroto), entre los autores invitados internacionales no había tantos nombres de relumbrón como en otras ocasiones; aparte de unos tales Serpieri y Azzarello, que firmaron toneladas de cómics. Se contó, eso sí, con la presencia de muchos artistas, más o menos jóvenes, más o menos consolidados, de los que se está hablando mucho o que darán mucho de qué hablar, y cuya obra muestra ya rasgos de excelencia. Nos encantó volver a ver a un Jali que creíamos desaparecido, conocer al talentoso Gustavo Rico, inmejorablemente acompañado de ese gran guionista que es Jorge García (a quien un día nos encontramos en un autobús) y observar en acción a artistas tan dotadas como Marion Fayolle, Zeina Abirached o Mathilde Domecq.
Eleuterio Serpieri. Hacedor de beldades
Brian Azzarello. A mí los fans
Daniel Torres. Como arquitecto por su casa
García y Rico, talento y simpatía
Marion Fayolle. La délicatesse
Zeina Abirached. Oriente es oriente
Mathilde Domecq. No, no somos hermanas
Pero si por algo recordaremos esta Edición del Salón, en el plano personal, fue por el “momento mágico” que vivimos el sábado a las 5 en punto de la tarde. 
La llegada de “el señor de la noche” se aguardaba con expectación desmedida: los afortunados que habían ganado en un sorteo el privilegio de saludarle en persona y disfrutar de una firma dedicada se apelotonaban junto al stand de firmas preparado ex profeso para él, junto al stand de ECC Ediciones; los miembros de seguridad les daban instrucciones acerca de como proceder en su presencia; el periodista que iba a entrevistarle antes de la sesión esperaba junto al cámara de televisión y repetía para el cuello de su camisa las preguntas que había de hacerle antes de que comenzaran las firmas; y los curiosos revoloteábamos alrededor, con la única intención de ver en directo y fotografiar con el móvil al mito. En esas, apareció un miembro de la organización y nos preguntó a los presentes si estábamos interesados en asistir a la conferencia del homenajeado. Ante nuestro asentimiento bovino, nos soltó entradas de primera fila a quienes tuvimos a bien estirar la mano. Tick-tack, tick-tack. Dieron las cinco y asomó él, serio pero con una mueca de sonrisa irónica, ligeramente encorvado y consciente de que a todos los presentes nos tenía ganados de antemano. Señoras y señores, con todos ustedes, un genio, el Señor Frank Miller. Muy por encima de incomprensibles e insultantes perfiles periodísticos y rumores sobre serias dolencias, estábamos ante uno de los nombres esenciales en la historia del cómic. Un tipo que se merece el mismo respeto que los mejores directores de cine y novelistas vivos. Aplausos.
Genio 1: Miller, rockandroll star
Un momento... Ya hemos aplaudido, ¿nuestra ovación tiene eco? Estalla otra ola aplausos, pero suena en la distancia. Dejamos a Miller unos instantes en busca de otro acontecimiento. Sólo unas decenas de metros más allá, otra masa de fans enfervorizados se agolpa, grita y agita palmas (con más vehemencia aún que en el caso del Señor de la Noche). “¿Qué pasa?” “Es Ibáñez. Acaba de llegar”. Son las 17:05 y se acumulan los genios en el Salón. Alguien le canta el cumpleaños feliz a un tipo calvo y sonriente de 80 años que durante mucho tiempo fue la industria del cómic en España y que ahora acaba de ver publicada en un sólo volumen una de las series más macanudas, influyentes y desternillantes del tebeo español: 13, Rue del Percebe. En el recibimiento a Ibáñez hubo mucho de admiración, reconocimiento espontáneo y homenaje a un señor que es maestro de maestros y al que algún día (tarde, seguro) se le dedicarán calles y Honoris Causa póstumos.
Genio 2: Ibáñez, rockandroll star
Así, con esa sensación de “pues-a-lo-mejor-sí-que-hay-que-volver-el-año-que-viene”, que suele seguir al hastío cansino de un mediodía con lata y bocata en el suelo de una nave industrial, paseamos, compramos tebeos (de los que ya les hablaremos aquí) e hicimos tiempo hasta la hora de la conferencia a pachas Miller-Azarello. Colas y más expectación, pero, amigos, teníamos un ticket de primera fila. No se lo pusieron fácil los agasajados al presentador de la charla ni al traductor, pero, poco a poco, los dos dibujantes se soltaron y fueron desglosando planes, opiniones y agradecimientos. Dejó entrever Miller, por ejemplo, que a lo mejor Sin City vuelve a aparecer en un mapa. Confesó muy serio, entre las risas (perplejas o cómplices) de la audiencia, que en su carrera ha trabajado más con DC porque son los que tienen buenos personajes. Durante la ronda de preguntas de un público, que después de la pugna por ganarse un sitio tuvo que hacer cola ordenada en el pasillo para preguntar por turnos, Azzarello tuvo tiempo hasta de hablar bien del cómic español y de un autor como David Rubín (nos sumamos al club de fans), quien entre el público y algo descolocado por la situación (la escena no estaba preparada) agradeció los halagos a un sonriente Azzarello. Después, distendido ya el ambiente y con la carcajada a flor de piel, Azarello le soltó un “sonofabitch” amistoso a un agudo e impertinente joven preguntador, pero  esa ya es otra historia...
Yo estuve allí
Se la contamos cuando, cabreados como una mona por los premios, nos encontremos con alguno de ustedes en el siguiente Salón.
e deuien le canta el cumpleańoseliz a un tipo calvo y feli pero suena en la distancia. Dejamos a Miller unos instantes en busca