lunes, enero 16, 2012

Cinco centímetros por segundo, de Makoto Shinkai. El paso de la vida, la luz del tiempo.

Dicen que cinco centímetros por segundo es la velocidad a la que cae la flor del cerezo desde su rama.
Nos gustó tanto el cómic de Manuele Fior basado en ella, que decidimos dedicarle un rato a la cinta de Makoto Shinkai en la que, según habíamos leído, se había inspirado. Inspiración libre, pero con un espíritu común.
Cinco mil kilómetros por segundo y Cinco centímetros por segundo comparten una organización narrativa apoyada en cinco capítulos, en el caso del cómic, y en tres, en el de la película, que bien podrían funcionar como episodios independientes, como ejercicios autónomos de nostalgia narrativa y de desarraigo sentimental. Comparten también cierto aire contemplativo, que en el caso de la película de Shinkai se integra con naturalidad dentro del arte narrativo japonés, con su deleite taoísta por el paso del tiempo al ritmo de las estaciones y la observación de la naturaleza, mientras que en el cómic del italiano, estaba más relacionado con los contrastes de luz y color que diferencia a las culturas mediterráneas de las del norte de Europa. En tercer lugar, ambos relatos tienen en común una línea temática que tiene que ver con la separación, con la pérdida y con la elección de itinerarios vitales.
La estética visual de Cinco centímetros por segundo combina un diseño de personajes en esa línea del manga sentimental para chicas (shojo), que tanto nos recuerda a series como Candy Candy, con una recreación de paisajes soberbia, llena de detalles realistas y verosimilitud contextual. Una mezcla explosiva (por muy habitual que sea), que consigue, no obstante, esquivar parcialmente el territorio de la afectación o la cursilería (en la que, apesar de todo, cae la cinta en alguna que otra ocasión; sobre todo en las ensoñaciones espaciales del segundo episodio o en el infumable karaoke del tercero) gracias a un tratamiento de la luz realmente brillante y a un ritmo sosegado, casi hiperestésico. Debido a ello, el paso de las estaciones, la climatología y los escenarios naturales y urbanos, adquieren un papel protagonista en la película a la hora de trasmitir su carga lírica.
La historia de Takaki Tōno y Akari Shinohara, o la de Takaki Tōno y Kanae Sumita, nos remiten a unas vidas cualesquiera, y nos recuerdan las bifurcaciones innumerables que salpican la existencia del ser humano, las elecciones que conforman nuestro destino. Takai, Akari y Kanae se conocen en la adolescencia, ese periodo en el que cada tropezón duele como un derrumbamiento, se separan y se vuelven a encontrar cuando ya es demasiado tarde. La película de Makoto Shinkai se recrea en los momentos de la angustia previos a ese encuentro que se presume definitivo ("Extracto de flor de cerezo"), en los de inseguridad personal y ausencia de certezas ("Cosmonauta") y en la separación definitiva y ese tan triste "y cada uno siguió su camino" ("Cinco centímetros por segundo").
En fin, que no estamos seguros de que la cinta de Shinkai nos haya gustado tanto como la versión comiquera de Fior, pero una cosa sí es cierta, el cuerpo se nos ha quedado casi igual de nostálgico y pesaroso que con aquella. Un ejemplo de que no hay que dejar de ver algo de anime de vez en cuando; puede ser bueno hasta para el alma.

lunes, enero 09, 2012

Los hijos de octubre, de Nikolai Maslov. Paisajes nevados.

Acabamos de leer, con unos años de retraso (si es que tal cosa puede darse en el acceso al conocimiento), las historias de Nikolai Maslov en Los hijos de octubre. Nos han gustado. Hasta que José Alaniz y Fantagraphics publicaron hace un año Komiks. Comic Art in Russia, para algunos de nosotros las viñetas no parecían tener mayor presencia en el ex-país de los zares. En su obra, Alaniz le dedica todo un capítulo a Maslov, comenta la polémica y limitada difusión del autor en su propio país y lleg a decir que "el ejemplo de Maslov revela hasta que punto ha cambiado y ha saltado por los aires la percepción que los rusos tienen de sí mismos -lo que significa ser ruso- después de la caída del comunismo".
Porque las historias de Nikolai Maslov, en realidad, sólo hablan de fracasos, como suponemos que sucede en su autobiografía, que aún no hemos leído pero que estamos deseando conocer. Tampoco creemos que las historias cortas de Maslov sean otra cosa que eso, de hecho, retazos autobiográficos y fragmentos de un mundo que el autor conoce bien: el de la Rusia postcomunista atomizada y miserable, la gélida miseria siberiana y la devastación social de un mundo rural corroído por el alcohol y la pobreza.
La edición de Norma editorial, dentro de su colección Graphic Journal, cuenta además con tres textos de apoyo, casi tan interesantes como el propio trabajo de Maslev, a la hora de conocer la biografía del propio artista, su contexto político y económico, y el estado actual de la Rusia rural. La introducción al cómic, "Siempre rusos", de José A. Zorrilla, comienza así:
Asegura una leyenda urbana que el nacimiento del cómic ruso tuvo lugar cuando un guardia de noche de Moscú, Nikolai Maslov, entró en la librería Pangloss y le propuso a su dueño, el mítico Emmanuel Durand, Manu, escribir un libro, "Una jeunesse soviétique", primer acto del libro que tienes en las manos. Manu aceptó y durante tres años dio a Maslov los doscientos dolares al mes que necesitó para completar su obra.
Zorrilla nos ayuda a entender a ese guardian nocturno que deja su trabajo por una utopía necesaria, y nos ayuda a entender la rara iluminación de su gesto dentro de un universo cultural ruso que a lo largo de la historia ha estado jaspeado por otras personalidades iluminadas por la fuerza de una misión ulterior, como Tolstoi o Chéjov.
La presente edición completa el cuadro biográfico y social con dos artículos finales, "Nikolai Maslov, una experiencia biográfica", de Rafael Poch-de-Feliu (corresponsal de La Vanguardia en Rusia durante veinte años), y "El mapa de Petrovitch", de Emmanuel Carrère, que dibuja su recorrido personal por los subterráneos de la vanguardia artística moscovita contemporánea y cómo llegó a saber de un tal Maslov que ha vivido siempre de espaldas a cualquier panorama intelectual.
Sin duda, el trabajo de Nikolai Maslov sería siempre una rara avis dentro de cualquier escena cultural. Sus dibujos a carboncillo muestran la inocencia del aprendiz sin pretensiones, del amateur dotado para el paisaje, pero a veces torpe e irregular. Su mirada es silente e inocente como la de un niño. No hay cargas morales, ni doctrina en las historias del artista, sino contemplación resignada y paciente relato al ritmo de la vida. La mirada del hombre común con un lapiz en la mano.
En "El barine del bosque", un padre recuerda la fecha de cumpleaños de un hijo que ya no está y recorre física y mentalmente los escenarios compartidos, los momentos vividos y disfrutados entre ambos. El lector asiste a la escenificación de su tristeza, al recuerdo docil e intenso de sus paseos por el bosque; el lector se siente, por un instante, tan sólo como ese anciano al que sólo le resta la muerte, pero que se agarra con fuerza a la vida a través de su lúcida memoria. "Una noche" es la pesadilla alcohólica, probablemente vivida por el propio Maslov, de un vigilante nocturno que, atenazado por una vida solitaria y por un trabajo alienante, se refugia en el vodka; el único amigo fiel que han tenido generaciones enteras de rusos empobrecidos, desocupados y abrumados por recuerdos bélicos, el verdugo final de sus vidas. El mortífero destilado reaparece en el relato "La partida de mi colega", lleno de patetismo y trágicos presagios, o en "Un hijo", que hace una descripción cruel y desesperante de degradación etílica de la juventud rusa en los entornos rurales. "La hija" funciona como narración-espejo y nos ofrece la imagen paciente y sumisa de las mujeres jóvenes rusas en aquel mismo contexto.
El cómic de Maslov es, en definitiva, la historia del hijo pródigo que vuelve a su casa para constatar que ya no queda nada ("El espía"), que las casas de madera están caídas, que las gentes que las habitaban están muertas o han huido, y que lo único que permanece inmune al paso del tiempo y de los hombres son los paisajes nevados esteparios, los bosques solemnes de pinos y abedules, y los antiguos campos de cultivo conquistados ahora por la nieve: la naturaleza majestuosa e inaccesible que asiste al triste derrumbe del ser humano. Gracias a cómics como "Los hijos de octubre" podemos nosotros contemplar las ruinas del antiguo imperio bolchevique, desde el otro lado del mundo, y aprender del pasado.

sábado, diciembre 31, 2011

Cómics del 2011, the very best.

Estamos en época de recortes, y a nosotros nos han afectado tanto, que vamos a reducir nuestro habitual resumen anual a la lista de los nueve cómics que más nos han gustado a nosotros este curso. Hay un poco de todo, desde clásicos semidesaparecidos y recuperados en nuestro país, a glorias del underground redescubiertas, o jóvenes valores nacionales e internacionales. Frente a la sensación que teníamos en temporadas anteriores, este año lo hemos visto claro: la edición de cómics ha sentido la crisis en el número de novedades editadas y (a la espera de un nuevo informe ministerial acerca de la situación del cómic en España) suponemos que en el número de ventas. Dicho lo cual, este año también hemos leído grandes tebeos. Nuestros favoritos, sin mayor orden ni concierto, son:

Cuadernos ucranianos, de Igort (Sins Entido): la crónica del italiano es una auténtica andanada con metralla periodística y puntería de cronista a la linea de flotación de la memoria histórica europea. Igort recupera una tragedia silenciada, un genocidio amparado por la ideología oscurantista del monstruo estalinista, y nos la escupe a la cara en forma de dato objetivable y relato biográfico tristemente subjetivo. Cómic e ilustración, crónica y relato, para descubrirnos la miseria moral y física que sacudió al pueblo ucraniano entre 1931 y 1935, cuando en pro de la colectivización y la riqueza socializada, Rusia dejó morir de hambre (mató de hambre de forma sistemática y planeada, en realidad) a cientos de miles de sus ciudadanos.

Sin título (2008-2011), de Rayco Pulido (Ediciones de Ponent): el tebeo del canario Rayco Pulido es una de las sorpresas del año, un tebeo moderno, postmoderno, más bien, intelectual, y, sorprendentemente, divertido e irónico, al mismo tiempo; un cómic que también es una fotonovela. Sin título es la historia de cómo se hizo otra historia, Pie de trinchera: una narración que en su esqueleto incluye su propia crítica y revela sus propios defectos, sin excusas y con mucho sarcasmo narrativo. Pie de trinchera es un thriller de corrupciones policiales, emigración ilegal y relaciones a punto de fracasar. Sin título es una fotonovela de las conversaciones entre el autor del cómic y el crítico implacable que saca todos sus defectos a la luz. Casi nada. 

Un adiós especial, de Joyce Farmer (Astiberri): demoledor el libro de la señora Farmer, una vieja gloria del feminismo underground setentero, que ha impresionado al mundo de la cultura con su descarnado retrato confesional de la vejez, el deterioro y la muerte que nos acecha a todos a la vuelta de nuestra biografía; todo ello, con un estilo tan underground y áspero como la misma historia a la que da forma. El retrato de los ancianos Lars y Rachel, y de su hija Laura, nos relata el declive de aquellos y la desesperación de ésta, con la frialdad del biógrafo y la honestidad resignada del moribundo. En Un adiós especial, asistimos a la degradación de los cuerpos y la asunción del paso del tiempo como parte de la existencia. Joyce Farmer, relata el día a día de la pareja protagonista en un slice of life repleto de pequeños triunfos cotidianos, batallas perdidas para siempre y retos titánicos que hacen de sus protagonistas auténticos héroes épicos de andar por casa. 

Cinco mil kilómetros por segundo, de Manuele Fior (Sins Entido): Fauve d'Or en el Festival de Angoulême, la obra del italiano Manuele Fior esconde algunas de las páginas visualmente más luminosas, románticas y cargadas de nostalgia de este año que ahora se nos acaba. Es la suya una historia de encuentros, desamores y reparaciones; un relato que nos habla del paso del tiempo, de las ocasiones perdidas y de esos trenes que pasan una o dos veces en la vida, para nunca más volver, y que, al parecer de este tebeo, resulta que existen de verdad. Nos gusta Cinco mil kilómetros por segundo porque nos sentimos identificados con las dudas de sus personajes y con la nostalgia infinita que despiertan sus páginas acuareladas, que a veces huelen a mediterráneo y otras se sienten tan frías como un paisaje nórdico nevado. Nos gusta, porque los giros argumentales de sus cinco episodios se parecen a las encrucijadas sentimentales a las que todos nos hemos tenido que enfrentar en alguna ocasión. 

Penny Century, de Jaime Hernandez (La Cúpula): las aventuras fronterizas de don Jaime, su colección de féminas descontroladas, parecen abocadas a la locura narrativa y al relato dislocado. Bendita arritmia. En realidad, todo forma parte de un plan escrupulosamente trazado: el de la creación de la saga más perfecta jamás ideada de personajes femeninos de papel (con permiso de su hermano Beto). Penny Century, Maggie, Hopey y todo el ejército de luchadoras que protagonizan Penny Century están tan vivas como pueda estarlo el lector; repasam0s sus biografías como el que escucha un relato amigo, o el relato de un amigo. Descubrimos los pequeños detalles de las vidas de Maggie y Hopey que nos ayudan a entender el porqué de sus comportamientos pretéritos o que nos ayudarán a comprender sus actos futuros. En definitiva, con cada nuevo episodio de las Locas de Jaime Hernandez, entendemos un poco mejor su universo poliédrico y nos parece que todo encaja en el puzzle con la precisión exacta que caracteriza a todavida imperfecta. 

Frank, de Jim Woodring (Fulgencio Pimentel): no pudo abrirse mejor el año. Por fin, llegó a nuestro país la obra del estadounidense en la edición que merecía. Jim Woodring es el mejor ejemplo del "otro underground", el que se aparta de la trasgresión social y del escupitajo irreverente: el underground mutante y polimórfico, el que se alimenta del surrealismo lisérgico, la fabula animal deformada y el subconsciente alterado. Frank es un perro, pero podría ser cualquier otro animal, incluido un ser humano; el mundo que habita es una metáfora de nuestra realidad amoral y corrupta, pero al mismo tiempo, se nos ofrece como el universo gráfico de las mil y una fantasía caricaturescas: mientras Alicia terminaba de pensárselo, Frank le quitó de las manos la seta alucinógena y se la tragó para siempre, sin importarle el billete de vuelta. En su mundo todo es posible y nunca estamos seguros de que el entrañable animalillo vaya a estar seguro, de que de sus paseos, de sus encuentros y de sus aventuras vaya a salir indemne. Tampoco lo hace el lector. 

Paying for it, de Chester Brown (La Cúpula): el cómic menos recomendable de la temporada para leer en familia. El Chester Brown menos autoindulgente del mundo, en estado catártico y autoconfesional, nos revela que no cree en el amor romántico y que su elección vital para tratar los asuntos de la satisfación sexual es la prostitución pura y dura. No lo hace por provocar, aunque pueda llegar a sonrojar al lector en alguna de sus páginas. Cómo insinúa su amigo Seth, Chester Brown a veces parece un robot, o un ordenador, no porque carezca de sentimientos, sino porque o no los demuestra extrovertidamente o porque los somete a un raciocinio escrupuloso. El puterío de Brown es una elección polémica, más o menos rebatible, pero nunca irreflexiva. Paying for It, además de ser un discreto muestrario de todos y cada uno de sus encuentros lúbricos con profesionales del sexo, es un libro respetuoso con las personas implicadas en su trama (Brown nunca muestra abiertamente el rostro de ninguna de las mujeres con las que compartió cama, nunca cotillea al respecto o desnuda intimidades más allá de las obvias). Es, además, como suele ser habitual en su autor, un ejercicio de honestidad narrativa y una buena fuente de debate, llena de argumentos, reflexiones, testimonios personales y razones, también muy personales. Repetitivo en ocasiones, poderoso en sus planteamientos y siempre interesante, el de Brown es uno de los acontecimientos comicográficos del año, seguro. 

Tóxico, de Charles Burns (Random House Mondadori): vuelve el hombre. Burns es garantía de éxito, hasta cuando hablamos únicamente de la primera entrega de una serie de tres. En este primer álbum (que es el formato que ha elegido para su historia) ya aparecen todos los ingredientes de Burns en estado degustable: sus personajes enfermizos y mutantes, una atmósfera oscurantista cargada de presagios lyncheanos, un personaje protagonista que parece cada vez más desorientado, juegos narrativos que cruzan la realidad, la ficción, el sueño y el recuerdo sin ofrecer claves interpretativas... y un dibujo cada vez más virtuoso, lleno de matices, guiños icónicos (empezando por su personaje-Tintín) y registros estilísticos. Se lee Tóxico y le entra a uno una inquietud que no se sabe si se debe a lo truculento de la historia o a los nervios de la espera hasta que llegue la segunda entrega. 

Logicomix, de Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou (Sins Entido): doble salto sin red. Un cómic sobre la búsqueda de los fundamentos matemáticos que se encierran detrás de la Lógica, tomando como punto de partida la biografía del filósofo y matemático Bertrand Russell. Así, sin anestesia, no parece el más fascinante de los planteamientos. Sin embargo, la habilidad de Papadimitriou y de Doxiadis reside precisamente en hacernos disfrutar, no sólo del relato de acontecimientos de una biografía tan atípica como la del inglés, sino de los vericuetos más científicos y teóricos de la "aventura": la búsqueda de la lógica, del álgebra universal y sus efectos sobre los protagonistas, que circulan por los mismos caminos que conducen a la locura. Logicomix, además, muy en la línea de las novelas gráficas contemporáneas (post-Maus), incluye la narración de otra narración: la de cómo se hizo Logicomix. La de cómo Doxiadis, Papadimitriou, Alecos Papadatos (el dibujante de la historia) y Annie di Donna (la colorista), se embarcaron en un proyecto comicográfico que, en teoría, desafiaba todas las leyes de la lógica... editorial.

lunes, diciembre 26, 2011

Cosas de miedo.

Nunca hemos sido fans del cine de terror. Lo pasamos tan mal con, la por otro lado estupenda, El resplandor, que decidimos que preferíamos ir al cine a reír, a llorar, a pensar o a deleitar la vista. Pese a lo dicho, estamos a puntito de acabar con la primera temporada de American Horror Story, una de las triunfadoras de la temporada en la parrilla televisiva serial estadounidense. Entretenida y bastante tópica, aunque hay que reconocerle que en algunos momentos te da unos buenos sustos.
Se trata, en realidad, de una serie con complejo de batidora: desde su primer capítulo parece un grandes éxitos del cine de terror Hollywoodiense. La mezla incluye una proporción variable de cada ingrediente: tenemos una pizca de fenómeno paranormal, a lo Poltergeist; una buena ración de casquería con receta de La matanza de Texas; dos docenas de psicópatas de la marca El silencio de los corderos; bastantes kilos de muertos-no-muertos y cadáveres vengativos de la variedad transgénica Viernes Trece-Pesadilla en Elm Street, etc. El famoso tutum revolutum que en este caso (aún sospechando que la fórmula no da mucho más de sí) funciona como producto de entretenimiento y hormigueo nervioso.
Lo cierto es que, por otras razones, da mucho más miedo otra serie que estamos también a punto de concluir (que por ser más antigua y llevar años clausurada, hemos podido disfrutar a nuestro ritmo). Hablamos de Carnivàle, la genial producción de HBO, creada por Daniel Knauf (alias Wilfred Schmidt, alias Chris Neal); guionista para Marvel de algunos números de Iron Man y The Eternals.
El miedo que produce Carnivàle va más allá de órganos sanguinolientos, zombies antropófagos y psicópatas desquiciados (aunque alguno aparece en sus dos temporadas). La serie (algunos de cuyos mejores capítulos fueron dirigidos Roberto García, hijo de don Gabriel y también director de varios capítulos de Los Soprano o de la excelente In Treatment) nos sitúa en los años de la Gran Depresión del 29, en el contexto de un circo itinerante, una parada de los monstruos con tintes sociales.
El horror que se asoma centímetro a centímetro desde el primero de sus episodios tiene que ver precisamente con la misma humanidad imperfecta, y por eso tan real, de sus personajes. No conocemos sus antecedentes, pero nos tememos lo peor; descubrimos poco a poco su presente y nos espantamos de su miseria moral, de su situación extrema y de lo poco que valen los valores cuando se pasa hambre. Se mezcla este terror a la decadencia, con una buena dosis de filosofía arcaica de lo sobrenatural (y de profecía bíblica, que monta tanto). Miedito interior, desasosiego y presentimiento, como el que sufrimos en los tremebundos episodios de la primera temporada, "Babylon" y "Pick a Number". ¿A quién se le ocurre cortar la serie en la segunda temporada? A veces la televisión, sus audiencias y la programación de las cadenas son todo un poltergeist.
Ahora, para miedo, miedo, el que dio en su día el señor Junji Ito y su obsesión en espiral ¡Cómo nos gustó Uzumaki! Nos hemos acordado de él gracias a unos estupendos gifts animados que descubrimos hace poco en esa web llena de sorpresas que es Who killed Bamby? Tirando del hilo, hemos llegado hasta Kade (RDJism), un joven tailandés que, si en verdad resulta ser el último hacedor de la animación, merece desde ya toda nuestra admiración. Denle vueltas a las espirales, pero no se asusten. Ah, y feliz Navidad.

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lunes, diciembre 19, 2011

Cuadernos ucranianos, de Igort. Crónicas desde el horror.

A nuestro país, de Igort nos han llegado noticias con cuentagotas: 5, el número perfecto; Baobab; algunas historias sueltas en revistas y antologías, y poco más. Nosotros nos trajimos de un lejanísimo viaje transalpino un trabajo que firmó con Massimo Carlotto, titulado Dimmi che non vuoi morire; y debemos confesar que, años después, aún espera en la montaña de pendientes.
En un vistazo superficial, los trabajos de Igort pueden dan cierta pereza visual: su estilo es sobrio y solemne, a veces simbólico, otras casi expresionista; sus personajes parecen tallas góticas en madera y casi nunca se recrea en un dinamismo excesivo en sus secuenciaciones. Nos recuerda un poco a los dibujos de ese Andrés Rábago, Ops, El Roto. Recientemente, Sins Entido ha publicado Cuadernos ucranianos, una obra de Igort ante la que el lector no debe sentir pereza ninguna, porque se trata de un cómic sobresaliente.
Ya hemos señalado alguna vez que hay historias que por su veracidad o por la tragedia insoportable que se encierra tras su reconstrucción ficcional, resultan casi irrebatibles en el terreno emocional. Es cierto que una mala narración puede llegar a arruinar cualquier búsqueda de empatía, pero no lo es menos que toda ratificación histórica le añade a una historia un plus de credibilidad y capacidad de perturbación. Es el caso de esta obra. Desde la primera página, Igort se encarga de dejar claro que en su relato no hay más ficción que la de la reconstrucción ordenada de los hechos históricos: el artificio está en la forma, no en lo relatado. La batería de datos, nombres propios, fechas y testimonios que sostienen la crónica modelada por Cuadernos ucranianos es el resultado de la estancia del autor ("Relación de un viaje que duró casi dos años") en el escenario del "crimen", la Ucrania postsoviética, uno de tantos cadáveres geográficos que reflotaron putrefactos de las profundidades de la antigua URSS.
Hubo un tiempo en que en Occidente se observaba a la Rusia comunista con cierta indulgencia, sus líderes parecían inofensivos ancianos seniles de otro tiempo y sus figuras históricas (Lenin y, sobre todo, Stalin) no parecían más que eso, figuras históricas. A esta percepción contribuyó gente como el Pulitzer Walter Duranty, el corresponsal del New York Times en Moscú, un periodista arribista y adulador que ayudó a afianzar "un culto a la personalidad del dictador incluso en Occidente". El trabajo en los últimos lustros de historiadores y personajes de la cultura como Nikita Mijalkov (Quemado por el sol) o Martin Amis (Koba el temible), nos han ayudado a levantar el velo y a dejar a la vista la evidencia tenebrosa: Stalin se sienta al lado de Hitler o Pol-Pot en el podio de los monstruos genocidas de la historia reciente.
Igort aporta algo más de luz a dicha evidencia, revelando un drama histórico sobre el que en los anales históricos recientes se ha hablado poco o nada: el genocidio practicado sobre los kulaks (campesinos poseedores de tierras) ucranianos entre 1931 y 1934, una matanza que se dio en llamar la deskulakización.
Con el fin de conseguir incorporar a la rebelde Ucrania ("con una fuerte tradición campesina compuesta por pequeños y medianos terratenientes") al plan de colectivización bolchevique, Stalin y sus generales trazan un plan sistemático que consiga doblegar al país, "aniquile sus impulsos independentistas y destruya su identidad": se trataba de aislar a Ucrania y cortar sus medios de producción y sustento. Mediante el arresto de los cabezas de familia, la deportación sistemática de kulaks y la posterior requisación de bienes, animales, cosechas y alimentos, la región cayó en una hambruna tan brutal que hizo aumentar exponencialmente a hambruna, la violencia y provocó terribles episodios de canibalismo; la población de kulaks pasó de los 5,6 millones de 1928 a los 149.000 de 1834.
En su intento de ilustrar lo inenarrable, Igort maneja un doble registro artístico: para su enumeración de datos históricos y para la ordenación de los acontecimientos (apoyada en numerosos documentos oficiales de la época), el italiano recurre a ilustraciones de apoyo sobre textos ágiles e informativos. Pero además, entre cifras espeluznantes y espeluznantes referencias, el autor incluye varios relatos comicográficos reducidos, de naturaleza biográfica. Se trata de episodios fidedignos sobre las vidas de esos testigos que Igort se encontró en su travesía, y que tuvieron a bien desnudarse vitalmente ante sus preguntas en indagaciones.
Las vidas de los Serafina Andréyevna, Nicolái Vasílievich o María Ivánovna no intentan funcionar, ni mucho menos, como ejemplos ilustrados de una tesis o como pruebas del delito. Son simple y llanamente confesiones descarnadas, a tumba abierta, de auténticas tragedias personales; ejemplos en carne viva del derrumbe existencial que asola a este planeta que habitamos, con una frecuencia cíclica y machacona. Cuando leemos sus retratos de resistencia y lucha infructuosa, pareciera que estuviéramos presenciado algunas de aquellas vidas de santos y hagiografías iluminadas de nuestro adoctrinamiento pasado (que tanto gustaban a ese otro pequeño y miserable dictadorcillo nuestro), eso sí desprovistas del resplandor místico y la aureola santificante. Tragedias sin excusas las de estos pobres hombres y mujeres ucranianos que sobrevivieron al monstruo y a sus plagas, y se agarraron a la vida, para constatar que al final de la misma, no había nada más que una tumba hecha de barro y heces.
No nos extraña que el Igort narrador deambule por su propia obra en estado perpetuo de congoja y estupor. En ese mismo estado nos deja con su último subrayado:
Una noticia reciente: van a colocarse numerosos retratos gigantes de Stalin en las principales plazas de Moscú a partir del 1 de abril de 2010. "Que saga sonriendo," aconsejan los dirigentes del revivido partido comunista. Y esto no es, por desgracia, una inocentada.

lunes, diciembre 12, 2011

Dante y el manga, en Culturamas.

Esta semana, escribimos nuestro post por la vía interpuesta de nuestra colaboración con Culturamas. En este caso, nos hemos soltado con un articulito acerca de la versión en manga de La divina comedia, de Dante, que han publicado los chicos de Herder Editorial. Les hablamos de la divertida política de promoción y ediciones de la casa, y aprovechamos que el río pasa por el purgatorio, para reflexionar brevemente acerca del manga y su heterogeneidad temática. Así, como en una turmix viñetera.

El meollo, aquí.

lunes, diciembre 05, 2011

Hablando de ratones y mujeres iraníes en la radio.

Uno corto y sonoro para aliviar la carga de texto de los últimos posts; que en la diversificación está el gusto, dicen.
Hace unas semanas les dábamos cuenta de nuestro fichaje radiofónico para hablar de cómics: se trataba de elaborar pequeñas píldoras sonoras de motivación a la lectura, sobre tebeos presentes en el catálogo de la Biblioteca Pública local. El altavoz: la cadena SER Soria en su sesión de mediodía, con Chema Díez al micrófono. Charlas para todos los públicos, para profanos en la materia y potenciales lectores. Les dijimos también que, para no aburrirles demasiado, no colgaríamos todos los podcasts en el blog, que dosificaríamos las entregas, mostrando alguno sólo de vez en cuando. Hoy les soltamos una sesión doble.
Hace unas semanas, en un par de programas cercanos en el tiempo, tuvimos la ocasión de charlar sobre dos de los cómics esenciales de las últimas décadas: el Maus de Art Spiegelman y Persépolis de Marjan Satrapi; dos obras superlativas a las que cada vez les quedan menos críticos (y eso que a doña Satrapi no le faltaron hace un tiempo). La historia pone a cada obra en su sitio. Y como de historia íbamos a hablar, en la mini-charla sobre Persépolis nos acompañó nuestra amiga, la profesora de historia Eva Lavilla. El resultado, lo pueden escuchar aquí.

lunes, noviembre 28, 2011

El paréntesis, de Élodie Durand. Dramas de cabecera

El paréntesis, de Élodie Durand ha sido el premio revelación de Angoulême de este año; además, obtuvo el Premio BD 2011 de los lectores del diario Libération. De las dos cosas se nos informa en la tira promocional del libro. No nos extraña tanto reconocimiento, El paréntesis es un muy buen tebeo.

Un buen amigo nuestro nos comentaba hace poco que cada vez que le regalamos un cómic, tiene que armarse de valor antes de lanzarse a su lectura, porque casi todos cuentan unos dramas de aúpa. La verdad es que estaba en lo cierto: si reflexionamos un poco y pensamos en los cómics adultos (llámenlos de autor o novelas gráficas, o como les apetezca) que más éxito han tenido en los últimos años, también los que más nos han gustado, es verdad, lo cierto es que, en un alto porcentaje, se trata de cómics de temática trágica, dramática o melodramática; o de esos que ahora llaman "de contenido humano". Mucha muerte, enfermedad, complejo, depresión, angustia, patología y trauma infantil en primera persona. Viñetas a prueba de llanto.

A veces nos da por pensar que vamos a terminar haciendo callo, que algún día nos hartaremos y nos pondremos a leer tebeos de género y obras cómicas. Que estamos empezando a cansarnos de tanto dolor expuesto, autocompasión y flagelo emocional. Entonces, llega a nuestras manos un cómic como El paréntesis y decidimos que tampoco está mal observar los peligros de la existencia a través de ojos ajenos, que uno llega a aprender y a empatizar con el prójimo, precisamente, gracias a estos ejercicios autoconfesivos o a estos relatos de resistencia. Al final, suponemos, se trata de que la historia, cómica, trágica o tragicómica, esté bien contada y nos sorprenda, por su honestidad, por su técnica, por sus recursos narrativos o por lo que sea...

La obra de Élodie Durand que motiva esta reflexión, tiene un poco de todo lo que hemos comentado. Se trata de la historia de Judith, una joven veinteañera a la que le detectan un pequeño tumor, después de sufrir varios ataques agudos de epilepsia. En realidad, El paréntesis es la historia de la propia Durand y su enfermedad, por vía interpuesta de su personaje. Esa es la razón principal de que el cómic respire verosimilitud y de que las peripecias terribles de su protagonista se sientan como pequeños fragmentos de vida (de drama) absolutamente reales. Conocemos el final de la historia antes de leerla, Élodie nos lo hace saber con este cómic años después de su enfermedad. Sin embargo, el proceso, el recorrido de sus episodios de amnesia, sus dolores y sus miedos, resulta interesante per se como para arrastrarnos al interior de su peligrosa aventura.

Recurre la autora a esa línea clara minimalista cercana al esbozo, que tan buenos frutos está dando últimamente en la escuela francófona: Blutch, Blain, Sfar, Deslile, etc. Podríamos incluso afirmar que el suyo es un dibujo todavía más desnudo y expresionista que el de los referentes citados; alterna la sencillez de trazo, con tramas y rellenos cuidadosos y otras zonas directamente garabateadas. En su cómic, dentro de esa búsqueda de referencias directas a la enfermedad y de referentes reales a aquellos días de amnesias y recuerdos vagos, Élodie incluye los garabatos y las páginas pintarrajeadas que realizó durante su periodo de convalecencia. Están constituidas por una serie de formas imprecisas y figuras vagamente figurativas, llenas de angustia, rabia e impotencia. Son dibujos, pero podrían ser gritos. Se integran en el relato como un guante lleno de remiendos lo haría en una mano cosida de cicatrices. Los costurones del drama trasplantados a la memoria reconstruida

Dentro de ese intento por reconstruir una narración a base de rememoraciones fragmentarias y el relato ajeno de su propia enfermedad (el que construyen con sus recuerdos sus padres, su hermana y sus amigos, en realidad, quienes sufrieron su tragedia conscientemente, en primera persona, mientras ella se arrastraba hacia las sombras de la desmemoria y la enfermedad), decíamos, dentro de ese intento por crear una narración coherente, El paréntesis está repleto de soluciones imaginativas y metáforas visuales; no en la línea icónica de David B. o Marjan Satrapi, sino más bien en la dirección de intentar dotar a procesos mentales y verbales de carga visual: Durand intenta que seamos conscientes de sus momentos de incapacidad mental o de afasia a partir de mecanismos comicográficos deliberadamente simplistas o imperfectos (espacios en negro, repeticiones aleatorias, trazados geométricos, leitmotivs, deformaciones cuasi-surrealistas de los personajes, etc.). Algunas de sus páginas nos devuelven la imagen distorsionada de un espejo curvo, la realidad filtrada por un cerebro dañado, invadido por un pequeño tumor que, no obstante, lo deforma todo. Lo cierto es que el recurso funciona y consigue impregnar a su historia de emoción sincera. Y como siempre, terminamos cayendo en la trampa de la narración: nos la creemos y la sentimos como propia.

Ya ven, una vez más, nos hemos dejado arrastrar hacia los fangos de la tragedia autobiográfica, una vez más, el vigor de la historia ha pesado más que nuestra placidez anímica. A ver cómo se lo explicamos a nuestro amigo.

lunes, noviembre 21, 2011

Granadas de mano llenas de papel

Hace unos meses resonó en la blogosfera la noticia de que en el blog de Rubén Garrido se había colgado el número cero de aquella revista granadina, de corta vida y largo recuerdo, que fue La Granada de papel. Reunidos algunos de los participantes en aquel proyecto (López Cruces, Rubén Garrido) y otros tantos amigos talentosos (Chema García, Enrique Bonet), se rumoreó que a lo mejor se rescataba el resto de los números y se colgaban en la red (catalogados están gracias a Manuel Barrero y su equipo de legionarios de la lupa y el índice) y que quizás habría una exposición de materiales en el siguiente Salón de Granada. No hemos vuelto a tener más noticias del asunto, aunque no hay mejor sitio para informarse de lo que fue y de lo que está por venir que ese blog llamado Granada de papel.
Por otro lado, nosotros sí que sacamos mucho en claro de todo aquello. Resulta que con motivo del anuncio, nuestro amigo Juan Antonio, "granaíno" y comiquero antiguo, se nos soltó con un "¡Cómo me gustaban a mí aquellas Granadas de papel!", "Ah, ¿pero las tienes?", "Claro, ya te las dejaré". Dicho y hecho. Las hemos leído y disfrutado con gusto y, hay que reconocerlo, en las páginas de aquella publicación que dirigía José Tito Rojo, diseñaba el Equipo GEL y editaba la Concejalía de Juventud y Deportes del Ayuntamento de Granada, había mucho talento.
Lo hay a raudales (talento) en las páginas de Paco Quirosa y sus historias costumbristas de doble filo (alguna con Almudena Martínez en el guión), en el humorismo oscuro y la caricatura angulosa del propio Rubén Garrido ("Estudiamos juntos", "Mi contacto en la Chana"), en el humor irreverente de José Luis Prats (el mismo Ozelui de El Jueves, sí) y rezuma en cada una de las viñetas de nuestro amigo don Joaquín López Cruces; que con historias como "Vivo en el barrio más frío de Granada", "La chica de la motocicleta" (también con Almudena Martínez de guionista) o "Jardín botánico" (que creemos recordar apareció luego en sus Obras encogidas), nos hace maldecir la escasa prolijidad de su lápiz: no sabemos si habrá un dibujante más dotado en nuestro país con menor producción viñetera.
Junto a estos números de La Granada de papel, nuestro amigo nos dejó otra curiosidad de anticuario: Los tebeos de Granada; un libro-revista antológico, en el que José Tito Rojo, de nuevo, hace un recorrido documentadísimo y amplísimo a lo largo y ancho de la historia del cómic en Granada (casi cien páginas). En su parte final, la publicación recogía también un buen número de historietas a cargo de los autores más relevantes reseñados en el estudio: de nuevo, los Rubén Garrido, Paco Quirosa y José Tito, Joaquín López Cruces (con "El rubí de Abú Tálik Kalím, que luego formaría parte de su Sol Poniente -¿para cuándo una reedición?) y, sorpresa, sorpresa, Juan Flops(cuya notoriedad posterior tendría poco que ver con las viñetas).
Ya ven, causas y razones para que esos proyectos de revival que anunciaba el bueno de Rubén Garrido, sigan adelante y fructifiquen. Nos gustaría volver a tener noticias de tan talentosa generación.
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(Actualización: 24-11-2011) En los comentarios, Chema García, Enrique Bonet y Rubén Garrido enriquecen la información del post con datos y links. Rubén nos habla de la primerísima Granada de papel del 77 y además nos da pistas de cómo conseguir un ejemplar original de tal reliquia comiquera española. Goloso, goloso.

lunes, noviembre 14, 2011

Un adiós especial, de Joyce Farmer. Malditos años.

Dice Robert Crumb que Un adiós especial es uno de los mejores cómics que ha "leído en su vida, junto con Maus" y que le conmovió hasta hacerle "saltar las lágrimas". Seguro que incluso le recordó a sus primeras obras de creación y a las de sus colegas de generación, añadimos nosotros: aquellos trabajos underground de los últimos años sesenta, que no reparaban en correcciones políticas o medias tintas a la hora de aproximarse a temas difíciles, controvertidos o, directamente, desagradables. Hablamos de los cómics del propio Crumb, cargados de acidez y mala leche detrás de su ironía y humor negro, o de los comix cafres de Clay Wilson; también, desde luego, de aquellas primeras autoras underground, las Trina Robbins, Roberta Gregory o Aline Kominsky (Señora Crumb, a la postre).
De aquellas referencias, evidentemente, mamó Joyce Farmer, de hecho, ella era parte muy activa dentro del panorama underground. Participó en aquella revista fundacional que fue Wimmen's Comix y fue la fundadora, junto a Lyn Chevely, de otra revista feminista de importancia dentro del movimiento feminista, Clits & Tits. Su estilo tosco, decididamente underground, áspero e incómodo, nos recuerda a un peculiar híbrido entre Crumb, el ya mencionado Clay Wilson y la caricatura de Gregory. De la honestidad de aquellos cómics bebe también Joyce Farmer a la hora de plantearse las líneas maestras argumentales de su tremenda historia en Un adios especial.
Dicen que los grandes temas de la literatura universal (de la narrativa en definitiva) no son más de cuatro o cinco: el amor, la muerte, la búsqueda, el paso del tiempo... Sucede que el arte suele jugar a la recreación ficcional, al artificio, a la idealización estética. En pocas ocasiones se nos acerca a esos tópicos del tempus fugit y del vanitas vanitatis con la crudeza con la que nos los muestra esta obra.
Nos habla Un adiós especial de las miserias y dolores de lo inevitable: las que implican el paso del tiempo y la degradación de la carne. Nos sitúa la autora en los últimos años de las vidas de Lars y Rachel, dos octogenarios tan lúcidos mentalmente, como estropeados físicamente. Quizás sea ahí donde resida la mayor de las torturas: en la degradación consciente, en la noción de la pérdida. Los dos ancianos descubren sus achaques, sus dolencias, de forma paulatina y torturante. Del mismo modo que el niño se acerca al mundo, a las novedades de su existencia, los ancianos de Un adiós especial se aproximan, titubeantes y temerosos, hacia esa otra novedad que nos acecha al final de nuestros días, la inexistencia.
Y al mismo tiempo, observamos y compartimos un segundo drama: el de Laura, la hija de Lars y Rachel, que asiste impotente a la paulatina invalidez de sus padres, que intenta ofrecer su ayuda y que sufre en su propia piel el dolor de aquellos. El dolor y la confusión de Rachel ante las acuciantes necesidades de los que un día la protegieron a ella, no es sino el reflejo de nuestra propia posición ante la idea del fin de la autosuficiencia, el pensamiento de que algún día ya no nos será suficiente con nuestras propias fuerzas, porque seguramente careceremos de ellas.
Cada tropezón, cada enfermedad añadida de Lars y Rachel es una pequeña tragedia que se nos antoja irreversible y que nos aproxima, como lectores, hacia un sino inevitable que también nos observa a nosotros desde la distancia. Ahí nace la fuente de las emociones que despierta esta obra en todos los que a ella se acercan; el dolor que encierran sus páginas y que su dibujo quebradizo e imperfecto transmite al lector es al mismo tiempo, la razón de su éxito.
Es cierto que su línea narrativa peca de fragmentaria, que la abundancia de disdacalias temporales ("dos meses después", "pasan algunas semanas", etc.) puede parecer antigua o resultar un tanto torpe en la era Ware, pero, ay amigos, recursos son al servicio de un universal: la muerte, así con minúsculas. La muerte que nos espera y que nos duele desde las páginas de este cómic, lacerante de tan denso y explícito como es; admirable por su honestidad y su falta de atajos.

lunes, noviembre 07, 2011

Bruselas. Cómics, cervezas y Jean Van Roy.

Hace unas semanas regresamos de nuestro enésimo viaje a Bélgica. Por varias razones, nos sentimos de maravilla cada vez que desembarcamos en Charleroi. Suele decirse que los belgas son unos tipos aburridos y que su país recibe siempre al visitante con el gesto adusto. Puede que haya una parte de razón en esa visión estereotipada, pero, ¡ay amigos!, los belgas son también unos estupendos anfitriones en la creación de dos de los grandes vicios de la humanidad: las viñetas y las cervezas.
No hace falta más que pasearse por las calles de Bruselas para darse cuenta de que la línea clara desborda las viñetas para inundar las calles. Todo está contagiado de la imaginería creada por los Hergè, Pierre Jacobs, Ives Chaland y compañía: descubrimos sus personajes en los envoltorios de chocolates, en los grandes murales ilustrados que embellecen muchas fachadas de la ciudad, en las marionetas que cuelgan de sus comercios y locales e incluso en las etiquetas de botellas de cerveza.

Y es que la cerveza es otra de esas gloriosas aficiones que potencian, cultivan y explotan nuestros amigos belgas. Les contamos una anécdota breve. Estábamos paseando por las calles de ese multicultural barrio bruselense que es Anderlecht cuando, a la salida de uno de sus mercados, miramos hacia las alturas y nos topamos con esto:

Sin quererlo ni buscarlo, allí estábamos delante de la editorial Lombard, los antiguos dueños y señores de Tintín. Los hacedores de aquella revista que compartía nombre con el más famoso de los personajes del cómic europeo. Había una tiendecita oficial a pie de calle, pero la pasamos de largo.
Teníamos otros intereses a sólo unas pocas manzanas de allí. Llevábamos mucho tiempo queriendo ir a uno de los grandes templos de la cerveza belga: nada menos que a Cantillon. La cervecería-museo de los Van Roy (enlazados matrimonialmente con los Cantillon hace unas generaciones) es un verdadero santuario de las cervezas lambics, esos caldos maravillosos hechos con cebada, trigo, lúpulo viejo, frutas y, sobre todo, levaduras salvajes que favorecen una fermentación espontánea en grandes piscinas de cobre. Son pocos los cerveceros que siguen manteniendo las fórmulas arcaicas de esta cerveza; Cantillón son quizás los más celebrados de todos ellos. Cuando se habla de cervezas de frutas, solemos pensar en esos jarabes dulzones, manufacturados y muy industriales que llegan a nuestros país. Las verdaderas cervezas lambics son en realidad un líquido acidísimo, lleno de matices, a medio camino entre la sidra y el champán; una bebida delicada y sumamente compleja que requiere de largos periodos de fermentación y cuyas bodegas recuerdan en gran medida a los sistemas de solera de nuestros vinos de jerez, por ejemplo.

Tuvimos, en Cantillon, la suerte de probar auténticas joyas fermentadas, como sus Lou Pepe o Lou Gueuze, sus Grand Cru o esa maravilla que cada año es un nuevo mundo que se llama Zwanze. Pero sobre todas las cosas, tuvimos la gran suerte de conocer a un maestro como Jean Van Roy, de charlar con él largo y tendido y de aprender de su sabiduría inmensa. Tan bien fueron las cosas, que conseguimos convencerle para que se dejara entrevistar en el programa gastronómico Sal Gorda, de SER Soria, en la serie de programas que le estamos dedicando últimamente al mundo de la cerveza (invitados por nuestro maestro de ceremonias, el gran Chema Díez).
Nos gustó tanto la experiencia, fue tan instructiva la entrevista, que se la dejamos aquí abajo en forma de podcast. Si quieren ustedes escuchar el resto de programas dedicados a los tipos de cerveza (alta fermentación, baja, trigo, etc), pueden hacerlo en el Facebook de Sal Gorda SER Soria. Porque ya saben, no sólo de cómics vive el hombre, ni siquiera en Bruselas.


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(Actualización: 07-11-2011): El señor Díaz Canales nos ilustra en los comentarios acerca del tintinesco edificio: resulta que aunque Lombard y Dargaud ya no guardan relación con Tintín (cuyos derechos de explotación pertenecen a Casterman) el letrero pervive cual toro de Osborne, a mayor gloria del cómic belga y su mitología. A lo mejor deberíamos haber entrado a la tienda después de todo, glub. Más detalles en los comentarios.

lunes, octubre 31, 2011

Cinco mil kilómetros por segundo, de Manuele Fior. De lo que pudo haber sido.

De entre todos los crossovers y what ifs que a uno se le ocurren, seguramente no haya ninguno tan importante en el plano personal como aquellos que afectan a nuestro pasado sentimental: ¿Qué hubiera sido de nuestra vida si no nos hubiera abandonado aquella chica? ¿si nos hubiéramos decidido a ir algo más lejos con aquella otra? ¿o, simplemente, si hubiéramos reunido el valor de agarrarle la mano aquel día? Suena a ejercicio de autoflagelo, pero también a reto de madurez: la asunción de las responsabilidades que se derivan de nuestros actos (que extrañas suenan estas palabra en estos tiempos que corren), el reconocimiento de las causas y los efectos que toda decisión conlleva. Después de todo, como decía con insistencia machacona uno de los personajes de Perdidos, "siempre hay una elección"; en gran medida somos los artífices de nuestro itinerario biográfico.
De todo eso habla Cinco mil kilómetros por segundo y tan bien lo hace, que se llevó el premio al mejor cómic del año en Angoulême 2011. Es un cómic excelente de veras.
Manuele Fior viene a sumarse al grupo de virtuosos de la acuarela que se han instalado en el cómic contemporáneo, con Gipi al frente. Abrimos las páginas de su obra y nos salpican los amarillos soleados y los verdes brillantes de sus primeras páginas; sus dibujos parecen carecer de líneas, son puro brochazo, tonalidad expresionista, esbozo luminoso. Sin embargo, a medida avanzamos en la lectura de Cinco mil kilómetros por segundo, se nos revela el talentoso trazo de su autor, se nos encienden las líneas y aparece el detalle exquisito que encierran los dibujos de Fior (son asombrosos sus paisajes del fiordo noruego o las escenas del hormigueo humano en Egipcio). Todo quedaría en fuegos de artificio si debajo de tamaña exhibición visual no creciera un relato tan intenso, lírico y profundamente humano como el que conforma las páginas de este trabajo.
Piero, un adolescente italiano, conoce a Lucía, la nueva inquilina de su edificio, y se enamora de ella. Partimos de una premisa así de simple para asistir a la representación de la vida, dos vidas, en realidad, la de cada uno de los personajes (el autor inspira su trama en Cinco centímetros por segundo, la película animada de Makoto Shinkai). A partir del primer capítulo, la narración se bifurca, revivimos ese juego de itinerarios biográficos y elecciones que mencionábamos al principio de estas líneas. El relato fluye entonces como dos afluentes paralelos que se separan en el espacio para volver a converger en esporádicos episodios temporales. Asistimos a la construcción de las biografías y al nacimiento de afinidades y diferencias entre Piero y Lucía, a la aparición de personajes secundarios y otros capitales en la vida de nuestros protagonistas (igual que nos sucede a las personas continuamente). Fior maneja las elipsis con sabiduría, nos ahorra el tránsito penoso, el hastío irrelevante, el relleno existencial; tampoco queremos decir que Cinco mil kilómetros por segundo esté construido a base de instantes mágicos o idelizaciones efectistas, no, cada uno de sus cinco episodios supone un ejercicio de normalidad absoluta dentro de la existencia de sus personajes. Pero Manuele Fior demuestra un gran talento a la hora de elegir el momento preciso, su mirada es tan hábil como para detectar los pliegues existenciales que provocan los cambios de dirección en una biografía.
No hemos podido evitar encontrar semejanzas entre la obra de Manuele Fior y los trabajos de ese otro nuevo geniecillo del cómic europeo que es Bastien Vives. Ambos comparten una sensibilidad parecida a la hora de explorar en recovecos de la soledad humana, en la nostalgia que provocan el paso del tiempo y la separación, en el arraigo de las personas a geografías y lugares concretos y, en definitiva, en el esfuerzo que le dedicamos todos a encontrar nuestro espacio en el mundo.