lunes, enero 06, 2025

Algunos cómics de 2024 que nos han encantado

Resucitamos este blog casi comatoso para cumplir la tradición y celebrar los Reyes Magos con nuestra lista de los mejores cómics del año (nos damos cuenta, según escribimos esto, de que el tono de nuestras preferencias este curso es bastante sombrío; el reflejo de los tiempos, suponemos). Tenemos que reconocer también que este 2024 no hemos leído tantos cómics como nos hubiera gustado. Los rigores familiares y laborales junto a la diversificación de proyectos y dedicaciones (seguimos, por ejemplo, aireando y promocionando La normalización postmoderna -1989-2021-, el libro que publicamos a finales del año pasado con Ediciones Marmotilla) han reducido esta lista anual a una selección dentro de lo más selecto. Nuestros musts comiqueros de 2024 son...

Domingo flamenco (Fulgencio Pimentel), de Olivier Schrauwen: Está comparando la crítica, con cierta insistencia, este último trabajo de Schrauwen con el Ulises de James Joyce. Ambos, es cierto, prestan atención a los detalles de la vida, a las muchas cosas que pasan a nuestro alrededor mientras nosotros pasamos de largo; a las intrincadas conexiones que se esconden detrás de esos detalles. Detrás de su falsa linealidad, Schrauwen, como hiciera Joyce, intenta capturar la simultaneidad de la existencia en un recorrido inductivo-cronológico: toda la complejidad del cosmos reflejada en un día cualquiera de una persona cualquiera, lo vulgar y lo cotidiano. Y lo hace siempre sin soluciones obvias, con recursos discursivos propios del medio que maneja y con una originalidad pocas veces vista antes (aunque ya se alumbrara en sus trabajos precedentes). No se trata sólo de lo que cuenta (un tour de force existencial) sino de cómo lo cuenta. También en Domingo flamenco, como en Ulises, encontramos ejemplos de stream of conciousness (fluir de conciencia), pasajes que, en forma de insertos (fantasías, recuerdos, elucubraciones…), interrumpen el flujo cronológico de acontecimientos. Son pausas narrativas cuya dinámica se circunscribe a un plano psicológico: ayudan a construir la complejidad interior del personaje. Una complejidad que Shrauwen resuelve siempre con soluciones gráficas. Porque, en su ambición narrativa gráfico-textual, Domingo flamenco no podría existir más que como lo que es, un cómic. ¡Y menudo cómic! Seguramente el mejor que hemos leído en mucho tiempo. Para lectores exigentes.

El color de las cosas (Reservoir Books), de Martin Planchaud: La novela gráfica de la que ha hablado todo el mundo este año. Confesémoslo, era imposible que El color de las cosas pasara desapercibido. Planchaud ha facturado el juguete vanguardista de 2024, un ejercicio de estilo que, no lo duden, dejará huella en otros trabajos por venir; aunque, en muchos sentidos, se trate de un aparato ficcional que se agota en su misma propuesta y que, esperamos, no debería pasar de inspiración instrumental. El color de las cosas lleva al extremo el empleo comicográfico de la señalética y la secuenciación diagramática que ya habíamos visto en autores como Lars Arrhenius o, sobre todo, en el genio Ware; lo hace prescindiendo literalmente del dibujo figurativo, para quedarse con elementos del diseño industrial (diagramas, símbolos, leyendas y mapas conceptuales, planos de planta y alzados, etc.). La historia que se cuenta en sus páginas (las desventuras suburbanas del adolescente Simon Hope), es, en realidad, lo de menos: un drama de barriada inglesa a lo Ken Loach con giros de thriller extrañado (Hermanos Coen, Guy Ritchie, etc.). Formalmente, sin embargo, este cómic es una ruleta rusa con todo el tambor cargado. Sorprendente osadía la del señor Planchaud.  

Deep Me (Salamandra Graphic), de Marc-Antoine Mathieu: Mathieu es uno de los grandes revolucionarios del lenguaje comicográfico de los últimos años. No deja de abrir caminos y nuevas vías de expresión a partir de las viñetas. Y esta última reflexión es especialmente sustanciosa en el caso de Deep Me, porque sus páginas son apenas eso, viñetas negras repletas de texto casi sin imágenes, una secuenciación en el vacío que pone en solfa y da la vuelta a uno de los debates más repetidos en la teoría del cómic reciente: ¿Cuál es la correlación exacta entre imágenes y texto en un lenguaje doblemente articulado como el del cómic? Existen numerosos ejemplos de obras en las que la palabra es meramente testimonial (véanse los cómics del noruego Jason, por ejemplo), pero ¿podemos encontrar, incluso en estos casos, una presencia latente de la palabra por lo que respecta a la construcción de la historia? Deep Me, como ya hemos anticipado, pone este debate patas arriba: en sus páginas, Mathieu cuenta la historia de un hombre en coma, un individuo que es poco más que consciencia esporádica y al que el resto de los personajes (cuyas presencias sólo vienen determinadas por globos de diálogo sobre viñetas negras) perciben como un vegetal. Pero con Mathieu siempre hay sorpresas. Lo que parecía un estudio en viñetas de la mente y el subconsciente, pronto empieza a girar hacia géneros como el thriller, la distopía, la ciencia ficción ciberpunk y, en última instancia, el relato cosmogónico. Y hacen acto de presencia palabros como “panspermia” o “abiogénesis”, con el ánimo de ser descifrados. Brillante.

Lo que más me gustan son los monstruos. Libro Dos (Reservoir Books), de Emil Ferris: Obviamente, después del sopapo que supuso la primera parte de Lo que más me gusta son los monstruos, este segundo libro no podía causar la misma impresión ni tener el mismo impacto. Es lo que tiene el factor sorpresa. Todo suena a conocido en la nueva entrega de Ferris, desde la biografía ensoñada de esa niña Karen Reyes protegida detrás de su autorrepresentación monstruosa y su peligroso hermano lumpen Deeze, a la desbordante exhibición gráfica de Ferris, con sus falsas portadas de cómics de terror y su interpretación felizmente libérrima de lo que "debería" ser un cómic; y, sin embargo, este nuevo volumen de Lo que más me gusta son los monstruos sigue teniendo esa misma propiedad hipnótica de su primera entrega; el mismo magnetismo alucinado y arrítmico que nos invita a pasar páginas hasta perdernos entre su laberinto de perdedores, subtextos y zonas de información no revelada. Los hallazgos y descubrimientos detrás de cada metarrelato. Ferris no es ortodoxa en ningún sentido, ni falta que hace. Su propuesta es tan marciana que entras en ella o no lo haces, sin medias tintas: aceptación o rechazo. O la fascinación o el aburrimiento sin remisión. En cualquier caso −y esto no nos lo negará nadie− sobreviven la maravilla y el asombro visual ante esas páginas de papel tramado virtuosamente garabateadas con bolígrafo y pinturillas que filtran al Crumb más realista de sus cuadernos de retratos por el tamiz mágico y fantasioso de un Chagall enloquecido.

Una mujer de espaldas (Salamandra Graphic), de Yamada Murasaki: Honestidad brutal. Ya desde su título, Murasaki anuncia sus intenciones: denunciar el papel sumiso y silenciado de las mujeres y amas de casa en la muy tradicional y machista sociedad japonesa de los años 80. En primera persona y con una sensibilidad autobiográfica a flor de piel, la dibujante nipona desgranó entre 1981 y 1984 pequeños episodios cotidianos de la vida diaria de una madre y ama de casa en las páginas de la revista Garo; la publicación más radical y experimental del cómic japonés del siglo XX (y a la que debemos el descubrimiento de maestros del extrañamiento poético como Shin'ichi Abe o Seiichi Hayashi). Pero sería un error leer Una mujer de espaldas como un ejercicio de localismo coyuntural. Las situaciones que describe y las reflexiones profundas en primera persona de su protagonista descubren una problemática común a todas las sociedades recientes, especialmente durante el siglo pasado, la de la perpetuación de los roles del patriarcado, la reclusión en el hogar y la falta de oportunidades laborales para la mujer. Con un trazo esquemático y realista, muy fluido, Una mujer de espaldas aborda en toda su complejidad temas como la maternidad, la vida en pareja, los roles familiares y la liberación femenina.

Se está muy sola en el centro de la tierra (Norma Editorial), de Zoe Thorogood: Otro autor joven (autora en este caso) que se embarca en un slice of life autobiográfico. Otro cómic con unas más que evidentes influencias del shojo manga, con altas dosis de narcisismo autocompasivo y torturado espíritu adolescente. Más, en definitiva, de esa autoficción metarreferencial y autoconsciente que todo lo invade en esta postmodernidad tardía. Correcto. Pero Zoe Thorogood es una narradora con un talento fabuloso. Dibuja como los ángeles y, además, domina los recursos del simbolismo iconográfico y la interdiscursividad como si llevara mil vidas en esto. Se está muy sola en el centro de la tierra recoge, bajo el formato de un diario gráfico heterodoxo, multilineal y ecléctico, seis meses de la vida de su autora, en un periodo de profunda depresión. Thorogood no tiene pelos en la lengua ni grandes dificultades para manejar metáforas visuales que traduzcan sus sentimientos en unas imágenes impregnadas de cultura pop. Recurre con naturalidad a la ironía y el sarcasmo para evitar el exceso de autoindulgencia y el patetismo. Y por encima de todo ello, un acercamiento valiente y desinhibido a un asunto espinoso como la depresión y la bipolaridad.

El invasor (Astiberri), de José Antonio Pérez Ledo y Alex Orbe: Somos criaturas resilientes los seres humanos. Pasamos del esto no lo olvidaremos nunca y el nunca seremos los mismos al regreso irreflexivo al punto de partida. La pandemia del COVID de 2019 nos enseñó que aprendemos poco. Por eso, no está mal que alguien vuelva a "hurgar en la herida" y que nos recuerde que no todos salieron indemnes del batacazo. El invasorrecupera las sensaciones de aquellos días nefandos, con sensibilidad y espíritu constructivo. Nos muestra algunas de las historias de superación que nacieron de la tragedia y nos ayuda a mirar al pasado desde la humanidad. Sus protagonistas son dos de tantos aquellos personajes anónimos que perdieron un poco de su vida en aquellos días, dos personajes que no se conocían pero permanecerán unidos por siempre gracias a sus cicatrices compartidas y a su vitalismo. La caricatura detallista de Orbe da forma a una historia que desborda aquellos días de miedo, reclusión e inmersión digital, porque El invasornos habla, sobre todo, de la generosidad y de la valentía; de forma idealizada y un tanto edulcorada, seguramente, nos pone delante de un espejo moral en el que a todos nos gustaría reconocernos (aunque nuestro reflejo durante aquellos meses no fuera siempre así de nítido).

Cuando el viento sopla (Blackie Books), de Raymond Briggs: Vale, no es una novedad ni en nuestro país (el Círculo de Lectores ya lo publicó allá por 1984, sólo dos años después de su edición original en Reino Unido). Pero es que (como sabrá quien siga este blog) somos muy fans de Briggs, y When the Wind Blows es una maldita obra maestra; la mejor entre las suyas. Un cómic que se anticipó a su época y que plasmó la idea de "novela gráfica" antes de que nadie pensara ni en una etiqueta para tal cosa. Su repercusión e influencia en Reino Unido fue importante, como demuestra el recorrido transmedial de la historia (que en su ya larga vida ha vivido adaptaciones radiofónicas, teatrales y cinematográficas; algunas de ellas muy exitosas). Aunque lo mejor de Cuando el viento sopla es que ha envejecido como lo hacen las grandes historias. Si en su momento fue un trabajo tremendamente original, da la sensación de que el tono atómico-apocalíptico de su propuesta es más actual que nunca, lamentablemente. Pero si hay algo que deja poso en este cómic es su humanidad y su fe en el ser humano corriente, en el hombre de a pie que lucha cada día por ser feliz y sobrevivir en un entorno sobre el que tiene poco control. En el monográfico que le dedicamos a Raymond Briggs hablábamos de ello y de la naturaleza autobiográfica de sus primeras novelas gráficas, de los muchos rasgos que sus protagonistas tomaban de sus propios padres; explícitamente en Gentleman Jim y Ethel and Ernest, pero también en esta historia emocionante que tenemos entre manos.

La carretera (Norma Editorial), de Manu Larcenet: Nunca hemos sido muy partidarios de cómics que nacen de adaptaciones literarias, al menos de las que se basan en libros que nos gustaron mucho. Y, sin embargo, sería injusto negarle su grandeza a este trasvase a viñetas del libro de Cormac McCarthy. El dibujo a cuchillo y sangre de Larcenet consigue el tono desesperanzado, desgarrado y cruel que exigía una de las distopías más crueles e implacables del panorama ficcional contemporáneo. Perdón. ¿Has dicho Larcenet? ¿El de Los combates cotidianos? Ese sí, pero también el de Blast; no se olviden (que, bien pensado, es la transición lógica entre aquella que le catapultó a la fama y esta otra nueva obra). La carretera cambia la caricatura y la ironía por un estilo visual tenebrista (entre el detalle de la ilustración decimonónica de, pongamos, un Gustave Doré y el rayado realista gore de los cómics de terror de la EC; acuérdense de Ghastly Ingels, por ejemplo) y una atmósfera silente y desolada. Sus viñetas discurren entre la ceniza, el frío gélido, la devastación y los cadáveres apergaminados, una pesadilla del fin del mundo sin hueco para la esperanza. Una exhibición gráfica asombrosa para una de esas lecturas de las que no se sale indemne.

Dulces tinieblas (Norma Editorial), de Vehlmann y Kerascoët: Marie Pommepuy y Sébastien Cosset (el dúo de creadores detrás del pseudónimo Kerascoët) han dedicado parte de su carrera a recuperar el espíritu perverso (y muy adulto) que inspiraba gran parte del folclore y la cuentística tradicional. Este año se ha publicado en nuestro país este trabajo que facturaron en 2009 sobre un guion de Fabien Vehlmann. Detrás del preciosismo de su estilo infantil, amable y luminoso, Dulces tinieblas, por ejemplo, tiene una de las introducciones más desasosegantes y mórbidas que podemos recordar. La premisa de partida es tremendamente original: ¿y si al morir no fuera el alma lo que abandona nuestro cuerpo sino todo nuestro corpus de creencias, sueños e imaginaciones? A partir de ahí, se desencadena toda una ceremonia de la crueldad en el contexto de un excéntrico infantil sin límites morales, eso sí, habitado por criaturas mágicas y animalillos del bosque. El edificio maravilloso de la literatura infantil al servicio de una lógica darwiniana terrible e inmisericorde. 

Bola ocho (Fulgencio Pimentel), de Daniel Clowes: Ya habíamos visto casi todo lo de Clowes publicado en nuestro país (en algún caso, como el de Como un guante de seda forjado en hierro, tanto de forma episódica como en un tomo único), pero el volumen que nos ha regalado Fulgencio Pimentel recopilando todos los fanzines Eight Ball que Clowes publicó entre 1989 y 1997 es un trocito de historia del cómic. En sus páginas, aparecieron de forma seriada algunos de los mejores cómics de todos los tiempos, como la mencionada Como un guante..., Ghost World o Ice Haven. Este volumen incluye todos los números desde el primero hasta el 18 tal y como se editaron en su día, incluyendo las portadas, las cartas de los lectores y diverso material extra. Aunque en realidad Eight Ball contó cinco números más, hasta 2004 (incluyendo tres historias únicas ya editadas en nuestro país en libros individuales: David Boring, Ice Haven y Death Ray), esta edición canónica de Bola ocho se basta y se sobra para explicar buena parte de los itinerarios y modelos narrativos seguidos por el cómic en las tres últimas décadas. Fundamental.

 

miércoles, diciembre 18, 2024

Se está muy sola en el centro de la tierra, de Zoe Thorogood. Virtuosismos autocompasivos

Otro autor joven (autora en este caso) que se embarca en un slice of life autobiográfico. Otro cómic con unas más que evidentes influencias del shojo manga, con altas dosis de narcisismo autocompasivo y torturado espíritu adolescente. Más, en definitiva, de esa autoficción metarreferencial y autoconsciente que todo lo invade en esta postmodernidad tardía. Correcto. Pero, Se está muy sola en el centro de la tierra no es un cómic más. Zoe Thorogood es una narradora con un talento fabuloso. Dibuja como los ángeles y, además, domina los recursos del simbolismo iconográfico y la interdiscursividad como si llevara mil vidas en esto. 

Bajo el formato de un diario gráfico heterodoxo, multilineal y ecléctico, Se está muy sola en el centro de la tierra recoge seis meses de la vida de su autora, en un periodo de profunda depresión. Thorogood no es cautelosa ni recatada, tampoco tiene grandes dificultades para manejar metáforas visuales que traduzcan sus sentimientos en unas imágenes impregnadas de cultura pop. Para evitar el exceso de autoindulgencia, Thorogood recurre con naturalidad a la ironía y el sarcasmo, de forma que sus páginas se convierten en un torbellino de imágenes perfectamente capaces de plasmar la montaña rusa emocional de su protagonista.  

Por eso, además de su brillante dibujo naturalista (con filtro manga), la obra de Thorogood despliega una sorprendente alternancia estilística, que alterna diversos registros gráficos (naturalismo/caricatura, blanco y negro/color, tinta/digital/collage, dibujo/fotografía, iconicidad/textualidad, etc.) incluso dentro de una misma página, con fluidez y consistencia, de acuerdo a las intenciones narrativas de la autora y los impredecibles cambios de humor de su protagonista autobiográfica. 

Y es que, por encima de todo, el cómic de Zoe Thorogood es un acercamiento valiente y desinhibido a un tema controvertido, el de la depresión y la bipolaridad; con humor y sin patetismos innecesarios (riesgo que suele acompañar a las plasmaciones ficcionales autobiográficas de los trastornos mentales y sus secuelas).

sábado, abril 20, 2024

El abismo del olvido, de Paco Roca y Rodrigo Terrasa. Sobre la desmemoria

Si miramos atrás, la I Guerra Mundial había dejado más muertos que ninguna otra hasta la fecha, pero al acabar el conflicto todos los países se preocuparon por recuperar a los miles de desaparecidos. / Esta gran campaña internacional tenía como fin devolver los cuerpos a sus familiares para que los pudieran enterrar dignamente y de forma individual, sin importar cuál fuera su bando. 

En los últimos años, gente como Antonio Altarriba, Felipe Hernández Cava o Paco Roca están haciendo algo que las autoridades deberían haber dejado cerrado hace muchos años, pero que (poco sorprendentemente) algunos partidos de un signo político muy determinado se niegan a llevar a cabo incluso a día de hoy: restablecer la dignidad de los represaliados y encontrar a los desaparecidos. Mucha gente dice estar cansada de la Guerra Civil pero se niega a cerrar ese episodio de forma ética y de acuerdo con los dictámenes de Naciones Unidas. Hace unos años le dedicamos un texto a este asunto dentro de esta obra colectiva (pueden leerlo aquí). 

En la guerra hubo buenos y malos, repiten esas mismas personas. Como si con tal perogrullada se pudiera eximir de responsabilidades históricas al proceder de todo un régimen, como si el proceder individual o la humanidad de las personas descargara a una ideología de su contenido. Como si la ideología, la Historia, pudiera disolverse en el destino individual. Lo acabamos de constatar, de nuevo, en Zona de interés, la cinta de Glazer que acaba de obtener el Oscar a mejor película extranjera. Entre los soldados de las SS tuvo que haber individuos sensibles, padres afectuosos, buenos amigos de sus amigos, pero, esa obviedad, ese reduccionismo deliberadamente ingenuo y cínico, no justifica ni una sola de las atrocidades del nazismo ni puede dar cobertura a equidistancias estúpidas. 

En las guerras no hay buenos y malos, la barbarie es colectiva, se nos dice. Un aforismo cargado de verdad, como demuestran las atrocidades que se cometieron en la Guerra Civil en ambos bandos (aunque sólo fue uno de ellos el que quebrantó la legalidad vigente con su levantamiento). El abismo del olvido no esquiva los episodios sangrientos y la represión que se produjo en el lado republicano después del levantamiento, y se acoge a la objetividad de los datos: “Algunas milicias que se habían armado en respuesta al golpe sintieron por primera vez la impunidad que da el poder absoluto. Era la oportunidad de hacer la revolución para acabar con una desigualdad ancestral, y eliminaron a todo aquel que consideraban un opositor a la transformación social. / La sangrienta represión inicial poco a poco fue sofocada por el Gobierno según este se recomponía y volvía a tomar el control. Aun a pesar del desfavorable avance de la guerra para la República, la represión en su territorio llegaría casi a desaparecer.” 

Este nuevo (viejo) argumento de “buenos y malos” obvia que con las leyes de “memoria histórica” no se busca una reparación de los caídos en combate durante el enfrentamiento, sino una reparación (moral y económica) para con aquellos españoles que fueron represaliados (bonito eufemismo) cuando el conflicto había concluido y había ya un claro vencedor. Una limpieza ideológica en toda regla (con nocturnidad, paseíllo y ajuste de cuentas). El periodista de El Mundo y guionista de El abismo del olvido, Rodrigo Terrasa, nos lo recuerda: “En el Cementerio Municipal de Paterna existen unas 135 fosas comunes. En sus alrededores fueron asesinadas más de 2.200 personas provenientes de todo el territorio español. Es el lugar donde se constata la ejecución del mayor número de crímenes contra la humanidad una vez acabada la guerra civil.” 

El cómic de Terrasa y Roca nos acerca a la memoria de algunos protagonistas de aquella limpieza ideológica. Leoncio Badía, hombre de fuertes convicciones republicanas y superviviente de una sentencia a muerte, fue el sepulturero de muchos de aquellos hombres asesinados (“¿Quieres comer? –le dijeron. Pues ve a enterrar a los tuyos”). José Celdá fue uno de tantos hombre y mujeres fusilados juicio previo (el famoso paseíllo), acusado por crimen cometido a cientos de quilómetros de distancia mientras el trabajaba los campos. El régimen le concedió la absolución meses después de la ejecución de la sentencia. Un pobre consuelo para su mujer y su hija pequeña, Pepica. Precisamente, una de las protagonistas de El abismo del olvido. Su historia real, la perseverancia de una mujer octogenaria por encontrar los huesos de su padre y poder darle digna sepultura, es uno de los motores narrativos que inspiraron las páginas del cómic. Un ejercicio de esa dignidad humana que algunos denominan caridad cristiana.   

Paco Roca y Rodrigo Terrassa han obtenido este año el Premio de la Crítica con El abismo del olvido. Esperemos que sea un superventas, como casi todo lo que toca el valenciano. Sería un bonito homenaje para todos esos nietos e hijos (quedan pocos vivos ya) que siguen buscando los huesos de sus familiares fusilados, esos que no se agarran a la excusa cínica de “no hay que remover el pasado”. Viendo la inercia política de nuestro país y la deriva global hacia los populismos, nacionalismos y fundamentalismos, parece que le queda poco recorrido a nuestra Ley de Memoria Histórica. Que las gentes de la cultura hagan aquello en que los políticos dimiten. 

Cuando publicamos la lista con nuestros cómics favoritos de 2023, no habíamos leído aún la obra de Roca y Terrasa. Debería haber estado ahí, por supuesto. Es un cómic sobrecogedor, una disección de la desmemoria y el olvido traidor como pocas. El año pasado se publicaron algunos cómics increíbles, muchos de ellos españoles, entre todos ellos, éste es uno de los mejores si no el mejor; el premio de la crítica así lo reconoce, justamente.

domingo, enero 28, 2024

El mundo sin fin, de Jancovici y Blain. Lo peor está por venir

La lectura de El mundo sin fin resulta abrumadora por su torrente de datos y por su escrupulosa disección del fenómeno de la degradación medioambiental. Pero, al mismo tiempo, su exposición de la información es transparente y didáctica. El trazo suelto y flexible de Blain (con su interpretación libérrima de la composición y su utilización del espacio en blanco de la página) y su talento inaudito para las metáforas visuales se adaptan como un guante a las siempre didácticas teorizaciones de Jancovici; cargadas de ejemplos, analogías y simplificaciones conceptuales (que nunca van en perjuicio de la objetividad y la exactitud). 

Es cierto que El mundo sin fin no es la lectura más alegre ni la más esperanzada para mirar hacia el futuro, pero de vez en cuando no está mal que alguien nos dé un sopapo de realidad y nos explique que, en el fondo y en la forma, el ser humano es un parásito y que nos estamos cargando el único mundo que tenemos; lo demás es ciencia ficción o negacionismo embrutecedor.

sábado, enero 06, 2024

Algunos grandes cómics de 2023

Abrimos esta lista-resumen del año apuntando (como ya han señalado algunos de los popes de la crítica comicográfica) al aluvión de grandes cómics que nos ha traído este 2023, con mención especial a las obras de producción nacional. Para nosotros también ha sido un año especial, porque, gracias a Ediciones Marmotilla, hemos conseguido dar luz, al fin, a nuestra La normalización postmoderna (1989-2021) y hemos podido disfrutar de la reedición de La arquitectura de las viñetas que con tanto esmero nos han regalado desde Grafikalismos.

Recordamos pocas temporadas con una cosecha de cómics como la de este curso; muchos de ellos están llamados a convertirse en clásicos y eso que, por el camino, nos hemos dejado bastantes lecturas. Vamos allá con nuestra selección. 

Ronson (Autsaider Comics), de César Sebastián: César Sebastián nos invita a repensar sobre los efectos de la memoria en la biografía de cada uno. Lo hace mediante un narrador ficticio que, a partir de los recuerdos de su niñez, rememora el mundo extinguido de aquella España rural del franquismo; tan triste y tan gris. Una España cruel y reprimida que encuentra, entre los intersticios de la infancia, hueco para la humanidad, el afecto y la resiliencia. En un ejercicio de lucidez nostálgica (que nos recuerda a otras estupendas ficcionalizaciones existenciales que jugaban con la idea de la memoria reconstruida), Ronson establece un doble juego de narración biográfica y de contigüidad simbólica entre el monólogo existencial de su protagonista y las (muy escogidas) imágenes fragmentarias de su recuerdo (en el espacio de su niñez). En ciertos momentos el verbo y la imagen se encuentran en hallazgos felices que condensan la esencia de un cómic agudo y emocionante: “El pasado es un territorio en disputa permanente; tal vez representa menos lo que una vez fuimos que aquello en lo que nos hemos convertido. La memoria recrea y distorsiona y, por tanto, guarda una vaga similitud con la realidad que pretende preservar. Pese a ello, sigo buscando refugio en los vestigios de mi infancia más remota.” 

La espera (Penguin Random House), de Keum Suk Gendry-Kim: Puede que éste sea el cómic más triste que hemos leído en 2023. Como ya demostró con el estupendo HierbaKeum Suk Gendry-Kim es una experta a la hora de contar relatos desgarradores. Hay historias reales tan inverosímiles como la peor distopía concebible por cabeza humana; Gendry-Kim se basa en la biografía de su propia madre y en la de otros dos testimonios reales para construir una ficción que huele a verdad en cada página. La anciana Gwija, la protagonista del cómic, pudo ser una entre las miles de personas que se separaron de sus seres queridos cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, estalló el conflicto entre Corea del Norte y Corea del Sur. Muchos norcoreanos tuvieron que huir hacia el sur para salvar sus vidas durante los enfrentamientos entre las fuerzas comunistas (apoyadas por Rusia) y los proaliados (al lado de Estados Unidos). En ese exilio forzoso, muchos hombres y mujeres se separaron de sus familiares para siempre. Gwija perdió a su hijo y a su marido. La espera remite (con tono inmisericorde y con ese expresionismo airado que caracteriza a su autora) a los breves y muy escasos reencuentros periódicos que, durante estas últimas dos décadas, han venido organizando los gobiernos de las dos Coreas para reunir a familiares perdidos durante la guerra; casi todos ellos son ya octogenarios y nonagenarios y, sin excepción, intentan sobrevivir a las cicatrices incurables de una existencia lacerada por la ausencia y la imposibilidad del olvido.

Lubianka (Norma Editorial), de Felipe Hernández Cava y Pablo Auladell: Hernández Cava siempre ha sido un intelectual comprometido, un guionista que ha denunciado el fascismo, el terror y la violencia (la de los totalitarismos y el terrorismo, pero también la del capital). Sus cómics siempre se han posicionado al lado de la víctima y del trabajador. Lubianka entra en ese momento epifánico convertido ya en subgénero que podríamos definir como “la caída de venda”. Ese despertar ideológico que muchos pensadores de izquierdas vivieron al leer obras como Archipiélago Gulag o El cero y el infinito, después de constatar que el fracaso comunista, personificado en el reinado del terror de Stalin (con sus purgas atroces, su paranoia asesina y su maltrato caprichoso del pueblo), sólo era comparable al horror nazi. Lubianka narra una biografía ficticia: la de un escritor provinciano entregado a la causa bolchevique, que llega a la capital para convertirse en lacayo del régimen, uno de tantos torturadores que habitaron aquel edificio sombrío que da título al cómic. El trazo expresionista y violento de Pablo Auladell contribuye decisivamente en la creación de la atmósfera opresiva y claustrofóbica que, sin duda, tenían aquellas oficinas y cámaras de tortura que recorrían la Lubianka.

El cielo en la cabeza (Norma Editorial), de Antonio Altarriba, Sergio García y Lola Moral: Altarriba, García y Moral unen esfuerzos, talento y maestría, cada uno en lo suyo, para levantar una historia épica individual que, en un ejercicio fabuloso de proyección simbólica, termina reflejando la historia entera del continente africano y sus tragedias contemporáneas (muchas de ellas necrosadas ya en una dolorosa inercia asesina). De alguna manera, El cielo en la cabeza nos recuerda a aquella otra crónica trágica que el periodista Ryszard Kapuscinski construyera en Ébano, desde la realidad fragmentada de los conflictos africanos. En este caso, la mirada subjetiva del escritor aparece sustituida por el despiadado periplo biográfico del niño Nivek, un superviviente en el infierno. Su historia se levanta a partir de una ficción construida con los cuajarones que marchitan al continente: el de las minas de sangre, los niños soldado, la trata de esclavos, los fundamentalismos asesinos y las pateras-ataúd... La caricatura flexible y maleable de Sergio García (con su concepción macroestructural de la página, sus dibujos trayecto y sus mil soluciones visuales) contribuye decisivamente, junto al uso simbólico del color de Lola Moral, en la narración de ese viaje alegórico, épico y atroz, en el que Altarriba nos empuja poco a poco hacia el corazón de las tinieblas.

Patos, de Kate Beaton: A Kate Beaton la conocemos por sus muy intelectualizados e interdiscursivos gags cortos (de una tira o media página, la mayoría), en los que recorre con humor postmoderno la historia de la cultura universal. Su novela gráfica Patos se aparta radicalmente de aquellos para construir un monumental slice of life autobiográfico acerca de los años que la autora pasó en las explotaciones petrolíferas de Alberta, con la finalidad de pagar la hipoteca con la que había costeado sus estudios universitarios. Beaton recurre a un dibujo desenfadado, esquemático y caricaturesco, que apuesta por un bitono gris para recrear los escenarios industriales en los que se mueven sus protagonistas. Un estilo que, a priori, podría desentonar con el tono costumbrista del cómic, pero que funciona como contrapunto perfecto para mostrar la mirada extrañada de una joven abrumada por aquello a lo que ha decidido enfrentarse día a día: ese monstruo informe e insaciable que cubre la tierra con raíces y tentáculos de metal en las explotaciones petrolíferas y que bestializa al ser humano sacando lo peor que lleva dentro. La historia autobiográfica de Patos funciona así también como carta de denuncia ante los abusos machistas y las aberraciones sociales que ciertos escenarios laborales siguen perpetuando.

Hecha a sí misma (Aristas Martínez), de Alicia Martín Santos: Cuando la sátira se hace con gracia es algo muy serio. Y Hecha a sí misma es una novela gráfica realmente graciosa. En un apunte biográfico al final del libro, se dice que Alicia Martín Santos "estudió derecho y tiene un trabajo serio y normal como asesora jurídica en una multinacional". Si no se trata de otro guiño paródico de los que abundan en el cómic, podemos afirmar que la autora sabe de lo que se habla. Porque Hecha a sí misma se enfrenta a este presente neoliberal y corporativo que nos ha tocado vivir haciendo una disección muy cáustica del funcionamiento interno de las grandes multinacionales que dictan las reglas del mercado global. A través de su personaje principal, Cuca Báumez, esa empleada ya no tan joven, llena de sueños frustrados y anclada al presente alienante de los agravios de género y la falta de oportunidades de una macrocorporación, se nos desvelan los absurdos y los engranajes kafkianos de un sistema viciado por la codicia y esa idea imposible del crecimiento progresivo a costa de la deshumanización. Con un estilo gráfico basado en texturas de collage digital y un manejo audaz de los planos generales, Alicia Martín Santos fabrica una atinada parodia en la que (de paso y aprovechando que Cuca pasaba por allí) también se asoma con mirada aguda a muchos otros abismos contemporáneos, como los de las redes sociales, la IA o la ludificación del mundo laboral. 

Mónica (Fulgencio Pimentel), de Daniel Clowes: Cada cómic de Clowes es el acontecimiento editorial del año. En la página de créditos de su nuevo cómic, Clowes desarrolla, en un apresurado (pero muy significativo) resumen diacrónico de apenas veinte viñetas, la historia completa de la creación del mundo. Mónica encierra otro sumario existencial, mucho más detallado éste, el de la vida atribulada de la mujer que da título al cómic. Su vida funciona así como resumen de un itinerario completo, como un universo privado que se rige por unas reglas propias. Las biografías ficcionales son una de las especialidades del dibujante de Chicago. Casi todas ellas están protagonizadas por outsiders y personajes marginales que habitan una realidad alucinada y paralela. El extrañamiento preside casi todas las páginas de Clowes. Su dibujo se ha depurado y ha añadido matices que han ayudado a dejar atrás la rigidez de sus primeros trabajos y aquella tendencia a repetir rostros (sobre todo los de mujeres jóvenes), que hacían complicado diferenciar personajes entre sí. Además, Clowes se ha convertido en un escritor soberbio.  

Contrition (Norma Editorial), de Carlos Portela y Keko: Contrition es un cómic estremecedor. Como pocos que hayamos leído. Un relato que nos sacude hasta el asco y que nos dejará rumiando acerca de las miserias humanas durante mucho tiempo. Thriller, noir e investigación criminal en el mismo lote. El nuevo cómic de Portela y Keko bucea en las profundidades del alma desde su mismo punto de arranque (los delincuentes condenados por delitos sexuales) y lo hace con buenas dosis de suspense, al ritmo de misterios ocultos y una pesquisa criminal en la que a nadie parece interesarle descubrir la verdad. Los autores construyen su relato de vidas cruzadas a partir de un punto de vista alterno que, en una narración no lineal, nos lleva de un personaje a otro al mismo tiempo que se le revelan al lector las claves y los entresijos de una historia infectada de ponzoña y tan negra como pueda llegar a serlo el alma humana. El dibujo de Keko nos sumerge de lleno en esta oscuridad tenebrosa que domina el relato.

Ultrasound (Libros Walden), de Conor Stechschulte: El apellido más impronunciable del año nos regala uno de los cómics más inquietantes. Una mezcla incómoda entre Todd Solondz y David Lynch, que ya es decir. Con su realismo sucio esquemático (lo de sucio es literal en este caso, ya que Stechschulte parece renunciar a borrar o adecentar las marcas y huellas de rectificados y correcciones) y con su empleo de cinco colores diferentes, Stechshulte despliega una historia en la que nada es lo que parece, en la que cada giro de guion abre una puerta que nos conduce a un sitio todavía más incómodo que el anterior; un lugar en el que las historias de desamor se convierten en experimentos de control social. Nada es casual en Ultrasound, ni las alternancias cromáticas, ni las correcciones sobre la página y los bocadillos, ni las veladuras y capas sobredibujadas, ni los indicios y anticipaciones que se esparcen (a veces de forma casi imperceptible) por cada una de las páginas del cómic… Todo responde al orden superior de una historia basada en los equívocos, el ocultamiento y un psicologismo realmente retorcido. Así que, cuando terminamos Ultrasound, tenemos la impresión de que nunca antes habíamos leído algo parecido. ¿Hay mejor elogio que ese?

El gran vacío (Salamandra Graphic), de Lea Murawiec: ¿Quién no ha tecleado alguna vez su nombre en Google, sólo para descubrir que no somos únicos? Estamos seguros de que la joven dibujante francesa Léa Murawiec tiene un nombre de esos que no se repiten mucho, sin embargo, en El gran vacío plantea una original hipótesis distópica que encaja muy bien en el plano simbólico de estos tiempos de likes, selfies a mayor gloria de uno mismo y vanidad autorrepresentativa en las redes sociales. Imaginemos que todos los aspectos de nuestra vida y nuestra salud dependieran exclusivamente de nuestro nombre y su aparición (“presencia”) en un ciberespacio fractal y multiplicador que termina por confundirse con la existencia misma. El día en el que el espacio público y el espacio privado se confundan con el espacio virtual. La idea no es del todo nueva (recordemos, por ejemplo, aquel inquietante “Nosedive” de la tercera temporada de Black Mirror). Murawiec, sin embargo, desarrolla su propuesta con un apabullante despliegue visual y un original estilo gráfico en el que la expresividad cinética del manga se mezcla con la señalética y con un tratamiento formalista y abigarrado de los espacios arquitectónicos que (hasta en el uso del color) nos recuerda a una versión tridimensional del neoplasticismo de Mondrian y De Stijl. La ciudad en la que vive Mane Naher, la protagonista del cómic, parece ser el único sitio del mundo realmente habitable; fuera de sus márgenes alienantes, sus rascacielos y el espacio (público y privado) invadido por la publicidad nominal (los miles de nombres de sus habitantes que se reproducen sin cesar en muros, carteles, pósteres y pantallas, para constatar su existencia, su “presencia”), no hay nada: sólo ese gran vacío que da título al cómic. Mane Naher, además, ha tenido la mala suerte que de su nombre es el mismo que el de la cantante de moda; hecho que la relega a la insignificancia, a la ausencia de una “presencia” que garantice incluso sus constantes vitales.

El museo (Norma Editorial), de Jorge Carrión y Sagar: ¿Cómo se describe, se abarca o se penetra en los misterios de un museo o de cualquier otra colección? Con imágenes, por supuesto. Pero también con palabras que permitan escrutar en los misterios de la mirada, que permitan desmondar lo superficial para hallar subtextos y lecturas ocultas. Eso es lo que hicieron Carrión y Sagar cuando el Museo Nacional d'Art de Catalunya les ofreció la posibilidad de acercarse a sus salas y sus obras para crear un libro-catálogo-ensayo en torno a su colección. Luego, Norma Editorial decidió publicarlo dentro de su catálogo. Sin embargo, El museo no es un cómic (no sólo es un cómic), es un objeto postmoderno (no tan diferente, en el fondo, de Todos los museos son novelas de ciencia ficción, aquel otro libro que Carrión publicó en 2022 narrativizando otro museo, el Centro José Guerrero, de Granada). Apoyándose en disciplinas como las teorías de la recepción, de la percepción, la estética, la semiótica o la pragmática, Carrión construye una reflexión sobre la mirada en forma de microensayos interconectados, que adquieren entidad gráfica gracias a la fascinante traducción visual de Sagar (en la que abundan recursos y técnicas estilísticas). De este modo, El museo avanza de lo particular (quizás el mayor lastre de la obra recaiga precisamente en su exhaustivo localismo y la sincronicidad de la propuesta) a lo general, dejando por el camino un ramillete de reflexiones de esas que agitan la inteligencia e invitan a mirar de una forma diferente.

El enigma Pertierra (Astiberri), de Fernando Marías y Javier Olivares: ¿Es El enigma Pertierra un cómic siquiera? ¿O se trata más bien de un objeto postmoderno (el segundo en esta lista ya)? En su prólogo el propio Fernando Marías nos arroja algo de luz sobre la cuestión (o no): “En noviembre de 2009 la editorial SM encargó al novelista Fernando Marías la escritura de una novela que habría de ser la primera del género «transmedia» escrita en idioma español para jóvenes. Con el término «transmedia» se denominaba un género, incipiente entonces, que reuniera, además de letra impresa, opciones como páginas web, conexiones YouTube, etc.”. El enigma Pertierra nace, entonces, como objeto interdisciplinar vertebrado por la novela El silencio se mueve (2010), del propio Fernando Marías; la historia de un ilustrador casi olvidado (Joaquín Pertierra) que en los años 70, tras muchos años de ilustrar portadas de libro, trabajos de prensa, carteles y cubiertas de discos, decidió dibujar un cómic para contar su historia. En este punto, aparece la figura de Javier Olivares. Tras la muerte de Fernando Marías (en febrero de 2022), Astiberri ha reunido en un único volumen todo el material intermedial creado por Javier Olivares: las ilustraciones con las que alimentó el blog Pertierra, sus bocetos y el cómic que creó para la novela de Marías; material al que se suman unas páginas de cómic inéditas, que Marías dejó escritas acerca de un improbable encuentro entre Pertierra y el cineasta Jean-Pierre Melville. Dentro de este divertido juego de identidades cruzadas y engaños metaficcionales destaca el talento de Olivares para dar forma a un universo gráfico fascinante en el que el lector se deja “embaucar” con el placer de un cómplice satisfecho.

Krazy Kat. Páginas dominicales (La Cúpula), de George Herriman: Vamos a desdecirnos en un puñado de líneas. La publicación por parte de La Cúpula de los sundays de Herriman es el acontecimiento editorial del año. Hay que tener mucha osadía para lanzarse a traducir a Herriman; a cualquier idioma. Hacerlo así de bien es, además, un hito. No vamos a descubrir a Herriman aquí y ahora (échenle un ojo al nombre de este blog). Su influencia en el mundo del cómic es y ha sido enorme: junto a algunos otros pioneros, como McCay, Feininger o Sterrett, el autor de Krazy Kat fue de los pocos que, con sus dibujos secuenciados, intentaron caminar en paralelo a los artistas de las vanguardias pictóricas; de los pocos que intentaron salirse de esa zona de confort trituradora de cualquier originalidad que delimitaban las exigencias (lúdicas) de un público popular de lectores y las restricciones (draconianas) de una industria que aborrecía las innovaciones. En ningún lugar se adivina mejor la audacia de Herriman que en sus planchas dominicales, cargadas de ideas (y experimentación), de guiños humorísticos (slapstick) y de audaces ejercicios metaficcionales que, hasta ese momento, no parecían compatibles con el lenguaje de las viñetas. Lo demás, la peripecia argumental, el triángulo amoroso que forman sus tres protagonistas y los escenarios metamórficos que caracterizaban a la serie, ya es historia.

jueves, diciembre 28, 2023

La normalización postmoderna (1989-2021). El prólogo de Pons

Anticipándonos al final del partido, podemos presumir de que este año nos hemos portado tan tan bien que ese de Rey Oriente que es Álvaro Pons nos ha regalado un prólogo ilustrado para nuestro libro morado. Ya era un regalo que Kiko Sáez, editor de Marmotilla, se atreviera a publicarlo o que Violeta Sirera lo editara lustrosamente; pero, como no hay obra más redonda que aquella que abre y cierra bien, tenemos que agradecerles a Pons y a nuestro admirado Federico del Barrio que se prestaran a prologar y epilogar nuestra La normalización postmoderna (1989-2021).

Por eso, y porque nos apetece también cerrar este 2023 de forma redonda, les dejamos aquí el prólogo elogioso y erudito que Álvaro Pons le ha dedicado a nuestra obra:

 

Un objeto cultural cuántico

Hace unos años se reclamaba habitualmente en el ámbito del tebeo la “normalización”, entendida como un concepto amplio que superara la consideración peyorativa de la historieta como un objeto de poca relevancia cultural y nula importancia artística, relegado a la funcionalidad de entretenimiento infantil y juvenil que debía ser olvidado en la madurez. Es posible que la buena fe de los impulsores del término pensara en la acepción que establece su definición como la de un proceso de inclusión en la normalidad, sea lo que sea eso, pero lo cierto es que hay otra significación que habla de “poner en orden lo que no lo estaba”. Y, sin querer dejar de lado la necesaria superación de la mirada paternalista que se tenía hacia el tebeo, lo cierto es que, como objeto, el cómic es un fenómeno poliédrico y fascinante que elude su propia definición y parece precisar de cierto orden. Decía Thierry Groensteen que es un “objeto cultural no identificado”, un OCNI que nos recuerda a las investigaciones de Mulder y Scully y entronca el noveno arte con los misterios esotéricos en tanto es demostrable por inducción que elude su definición y se oculta al interés de los estudiosos y académicos. Sin embargo, es una aproximación que cualquier mente científica debería evitar: a aquellos que fuimos criados con la cálida voz de José María del Río doblando a Carl Sagan en Cosmos, cuando se emitió en TVE allá por los 80, se nos quedó grabado a fuego la necesidad de la prueba empírica y un espíritu de apertura humanista incompatible con la cerrazón esotérica. Por eso, quizás es más lógico pensar en el cómic siguiendo los postulados de la Mecánica Cuántica, como un objeto indefinido que se extiende por tiempo y espacio con cierta probabilidad de manifestarse cada vez de una forma según cómo nos aproximemos a él. Ni siquiera el amigo de Wigner, dueño del gato de Schrödinger, sabría decirnos con seguridad qué es una historieta mientras se encuentra cómodamente leyendo una en el sofá esperando la muerte o salvación por colapso de la función de onda. Si entendemos el cómic como una encarnación cuántica, es fácil comprender la multitud de discursos encontrados que se han dado a lo largo de los años alrededor del cómic: debates encendidos sobre la naturaleza del cómic que, en el fondo, solo estaban demostrando la multiplicidad de estados cuánticos que el noveno arte puede alcanzar simultáneamente, hasta el punto de que un lector puede estar leyendo uno de ellos mientras otra persona puede estar encontrando otra plasmación aparentemente contraria. 

La riqueza del cómic nace de esa naturaleza inaprensible, a la que Rubén Varillas se acercó con destreza en La arquitectura de las viñetas, aprovechando la semiótica como herramienta de deconstrucción de la forma en constante mutación del cómic, buscando una estructura básica que, a modo de ADN, permitiera encontrar una formulación de la combinatoria de la historieta que pudiera argumentar la normalización más allá de toda duda. 

Es posible que, en ese proceso que se inicia en el cómic, Varillas tuviera la primera revelación que lanzara conexiones entre la naturaleza cuántica del cómic y la de otro objeto que se resistía con uñas y garras a la codificación académica: la postmodernidad. Analizada prolija y profundamente desde todas las ramas del conocimiento, la postmodernidad ha intentado ser definida, catalogada e incluida en todo tipo de taxonomías de la cultura y el arte. Lo que en principio se definía por la clásica argumentación de contraposición al periodo anterior, la modernidad, pronto evidenció la endeblez del razonamiento: la postmodernidad se presentaba como un ente en continua mutación, como esa estructura cristalina inestable del Incal o como una de las manifestaciones amorfas de las dimensiones místicas que dibujaba Steve Ditko, tan próximas a la espuma cuántica que concibió John Wheeler. Y no solo eso, sino que, como The Blob, comenzaba a expandirse para invadir de forma silente todos los ámbitos posibles. La postmodernidad dejaba el círculo artístico para entrar en lo sociológico, empapando por ósmosis el discurso entre individualidad y colectividad para, a su vez, saltar a la propia esencia de la historiografía para tambalearla. Y, antes de que se dieran cuenta, la masa informe comenzó a descomponerse, emitiendo rayos-C que brillarían más allá de la puerta de Tannhäuser, regenerándose como la fuerza Fénix en hipermodernidad para sorpresa de la filosofía. 

Pero tener una revelación no implica tener las claves: lo que tenía en su mente Rubén Varillas era el germen de una forma de analizar la postmodernidad que, necesariamente, precisaba de la ciencia para expresarse. Si el objeto no permite su medida, si cada vez que abramos la caja el gato de Schrödinger se ha trasmutado en el de Cheshire, la única opción es el método científico. Y la ciencia nos dice que la forma adecuada de encarar el problema es crear un modelo, una reproducción en condiciones controladas de la materia a estudiar que permita reproducir lo que ocurre a gran escala. 

La normalización Postmoderna (1989-2021) es el instrumento que Rubén Varillas ha creado para analizar la postmodernidad creando un libro que, en sí mismo, es un modelo a escala de ese movimiento, encauzando sus reflexiones no desde la ortodoxia académica, sino desde una aproximación poliédrica y múltiple que encuentra en el cómic un andamiaje para su análisis y sigue la deriva postmoderna. La similitud de ADNs entre cómic y postmodernidad sirve para crear un nuevo ser vivo y palpitante al que la técnica CRISPR permite introducir quirúrgicamente los elementos necesarios de la cultura popular que definen el moderno Prometeo como logro transgénico: Shelley y Martínez Mójica conjugan la literatura con una concepción romántica de la biología que Varillas toma a la carrera para comenzar a componer la sinfonía acelerada de la información de la postmodernidad. La única forma de entender ese objeto es enfundarse en el traje de Flash y comenzar a correr alrededor de él a hipervelocidad, saltando entre las dimensiones culturales para hacer fotografías mientras muta, que permitan construir a ese monstruo polifacético como un ente probabilístico, como una función de onda que luego permitirá estudiarlo empíricamente. Es posible que abordar la metaficción con una línea de razonamiento que une la metapoesía, Tristram Shandy, El Quijote, Pirandello, Maus, Scott McCloud, Emmanuelle Carrère, Vila-Matas, el postestructuralismo, Crumb, La mujer del teniente francés, Barthes y Foucault pueda parecer una expresión de puro caos. Pero la reflexión de Varillas trasciende la linealidad de pensamiento para expandirse en una pasmosa multilinealidad que crea una jaula alrededor de la postmodernidad, atrapándola durante un nanosegundo, lo justo para que la sensación de caos desaparezca convirtiéndonos en un Ozymandias que puede ver todas las imágenes a la vez, las 14.000.604 posibilidades en las que Thanos salía triunfante, millones de iconografías furiosas que componen la nueva realidad en una pantalla global hipermoderna. Los diferentes capítulos que componen la obra enfrentan mirada y antimirada, realismo y antirrealismo, intelectualismo y antiintelectualismo… Conjugan pares de partículas y antipartículas para que la descarga energética dinamite sus cabezas, para obligarles a escoger entre la píldora roja o la azul, para ver la verdad de Matrix o perderse en la comodidad de la ignorancia catódica. 

La normalización Postmoderna (1989-2001) es un objeto cultural cuántico, con millones de estados posibles definidos por cada una de sus lecturas, pero que en su conjunto define la postmodernidad por mímesis a escala para poder asirla y comprenderla. Y que, de paso, encuentra en la historieta los cimientos de la cultura popular moderna. (Continuará…)

viernes, octubre 27, 2023

La arquitectura de las viñetas is back

Este octubre de 2023 ha sido, sin duda, el mes más prolífico que hemos vivido nunca en el plano editorial. A la publicación de La normalización postmoderna (1989-2021), tenemos que sumar una noticia que nos llena de ilusión. Cuando nuestro amigo José Manuel Trabado nos sugirió reeditar La arquitectura de las viñetas dentro de la colección Grafikalismos que él coordina para el servicio de publicaciones de la Universidad de León, aceptamos sin pestañear. No se nos ocurre mayor honor que compartir catálogo con tanto nombre ilustre de la crítica comicográfica, ya saben los Antonio Altarriba, Yexus, Viviane Alary, Enrique del Rey o el mismo José Manuel Trabado.

La reedición, además, es espectacular y mejora a su antecesora con una detallada revisión de erratas y una lujosa impresión a color en papel de alto gramaje. Cuando llegó el volumen a nuestras manos casi se nos cae una lagrimita: ¡Espectacular!

Por eso, y a modo de reencuentro con una obra que ha sido muy importante en nuestro recorrido dentro de la crítica de cómics, no se nos ocurre mejor celebración que recuperar el prólogo que en su día le dedicó el maestro Román Gubern. Se lo dejamos aquí abajo:


EL NOVENO ARTE A LA LUZ DE LA NARRATOLOGÍA 

Lo primero que hay que agradecer a este libro de Rubén Varillas es su reivindicación de la llamada “literatura de kiosko”, una reivindicación cultural tardía entre nosotros, pero que hace casi un siglo ya habían efectuado Guillaume Apollinaire y los surrealistas franceses, fascinados por las aventuras de Fantomas, de Nick Carter y de Arsène Lupin, tanto como por los trepidantes seriales norteamericanos y franceses de aventuras que llegaban a las pantallas en las primeras décadas del pasado siglo. Percibieron, de modo pertinente, que las narraciones icónicas –que desde los años sesenta fueron englobadas en aquel país por Claude Moliterni en el ámbito de la “figuración narrativa” - proponían sueños libérrimos materializados sobre soportes físicos que se ofrecían a la contemplación y al placer del público. Y es esta oferta de imágenes, en su modalidad de tebeo o cómic, la que el autor ha elegido como corpus para su análisis narratológico. Es cierto que el autor de cómics, a diferencia del autor literario –cuyos textos constituyen el objeto de estudio privilegiado tradicionalmente por la narratología-, debe poseer dos habilidades distintas, las del dibujante y las del narrador, para satisfacer las exigencias de la mímesis (de las apariencias visibles) y de la diégesis (del flujo del relato). Aventurándose en un territorio poco explorado, y armado de los saberes de la tradición narratológica (Genette, Greimas, Propp, Barthes, Chatman), el autor se enfrenta a la morfología específica del cómic, en su condición de estructura secuencial de imágenes fijas consecutivas y discontinuas, para representar, a veces con apoyo de textos lingüísticos, una acción narrativa según un vector cronológico. 

Llevando a cabo un meticuloso despiece de este medio de expresión desde el punto de vista narratológico, el autor cataloga y describe una sistematización de procedimientos formales utilizados por los creadores para construir el “efecto narración”. Y esto le lleva a un análisis pertinente de los personajes, del espacio narrativo, de las acciones, del punto de vista, etc.

Hace años Marshall McLuhan explicó con elocuencia la atracción que algunos artistas de vanguardia sintieron hacia los cómics, señalando que “Picasso ha sido por mucho tiempo aficionado a los cómics americanos. La cultura highbrow, de Joyce a Picasso, ha admirado desde hace tiempo el arte popular norteamericano porque encuentra en él una reacción auténticamente imaginativa a la cultura oficial”. No sólo Picasso admiró los cómics, sino que cultivó también tempranamente esta modalidad expresiva, como cuando dibujó seis viñetas para describir su viaje a París en compañía de Sebastià Sunyer en abril de 1904 , por no mencionar su narración seriada de Sueño y mentira de Franco (enero-junio de 1937), que precedió a su Guernica. Y lo mismo hizo el pintor expresionista germano-americano Lyonel Feininger, autor desde 1906 de dos magníficas series para el periódico The Chicago Tribune: The Kin-der-Kids y Wee Willie Winkie´s. Esta fructífera ósmosis o interacción entre la cultura highbrow y la masscult tuvo un esplendoroso despliegue didáctico en la soberbia exposición que exhibió el Museo de Arte Moderno de Nueva York (de octubre de 1990 a enero de 1991), con el sugestivo título High & Low. Modern Art, Popular Culture

Dicho esto, hay que añadir que la calidad o la excelencia estética de un cómic tiene poco que ver con su respeto a las prescripciones del canon, pues existen tanto obras maestras “clásicas” (o tradicionales, como el Flash Gordon de Alex Raymond), como obras maestras “innovadoras” (o vanguardistas). En este segundo apartado descolló muy tempranamente Winsor McCay, primer autor que exploró, con una imaginación y un atrevimiento prodigiosos, las convenciones formales del medio. Gracias a McCay, que cultivó este género desde 1903, la experimentación vanguardista en este medio periodístico y masivo precedió a la que se expandió luego en la pintura (desde el cubismo, en 1907), en la escultura, en la fotografía y en el cine. Esta línea experimental se prolongaría gracias a artistas como George Herriman, Guido Crepax, Guy Pellaert o Jean Giraud. De modo que si es cierto que han existido cómics inventivos y cómics rutinarios, o cómics innovadores y cómics canónicos, han sido los segundos los que han proporcionado al mundo académico el corpus normativo para la mayor parte de estudios sistemáticos acerca de su lenguaje y sus convenciones. 

Este libro no sólo reivindica la usualmente desatendida “literatura de kiosko”, sino que presta atención, y recupera con toda justicia, la demasiado olvidada producción española anterior a la Guerra Civil, con figuras tan brillantes y atrevidas como K-Hito (Ricardo García López), que en no pocas ocasiones bordeó la “poética del absurdo”, como en la serie protagonizada por su estrafalario Macaco. Se trata de un justo y sano ejercicio de recuperación de nuestra memoria histórica en este terreno estético, que tan frecuentemente se margina y orilla en el descampado de las subculturas. Como no podía ser de otro modo, abundan en este libro las observaciones acerca de las convergencias entre los cómics y la expresión cinematográfica, su pariente más próxima en la cultura icónica de masas, al punto de que a veces los cómics han sido calificados, de modo harto injusto, como “cine para pobres”. Algunos álbumes de cómics han desmentido con su lujoso look y su precio tal condición indigente. Y, claro está, el parentesco entre cómics y cine se extiende, no sólo al campo de las convenciones formales y narrativas, sino a sus trasvases arquetípicos y mitológicos y que hoy habría que prolongar todavía hacia el territorio de los videojuegos, nuevos y prósperos agentes en el abigarrado diálogo de la intermedialidad audiovisual contemporánea. A partir de ahora, esta documentada y pertinente incursión de Rubén Varillas en el análisis narratológico del universo del llamado Noveno Arte –de su anatomía y de su fisiología, podría decirse- se ha convertido en un trabajo de referencia insoslayable para los estudiosos de este medio