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lunes, julio 18, 2011

Teleshakespeare. Gran cine, televisión y cómic.

Otra de libros, bueno y de mucho más.
Llevamos tiempo pensando que las mejores "películas" que se pueden ver en estos tiempos se fabrican en pequeño formato. En los últimos años, no hemos visto un film mejor que The Wire y, además, dura casi cincuenta horas. Mad Men es una colección de muchas grandes películas que se leen como una saga del declive del sueño americano. Les estaremos eternamente agradecidos a los cerebros y a los productores que hay detrás de las siglas mágicas de HBO y AMC, nos han salvado la vida en varias ocasiones.
Uno ve The Wire y lo hace como si estuviera asistiendo a una ráfaga de gran cine de autor, pongamos de Michael Winterbottom; vemos Mad Men como gran cine clásico, digamos de Ernst Lubitsch o Frank Capra; disfrutamos de los capítulos del Boardwalk Empire de Scorsese y lo hacemos como si estuviéramos viendo cine de, pongamos, Martin Scorsese.
La lista es amplia y sigue creciendo: En terapia, Treme, Dead Wood, Juego de tronos... Para poner orden entre tanto capítulo serial y joya televisiva, Jorge Carrión ha publicado este año Teleshakespeare: una colección de ensayos y reflexiones acerca del fenómeno global de las series televisivas. En su "Episodio piloto", bucea en profundidad entre los condicionantes sociohistóricos y los cambios culturales postmodernos y tecnológicos que han condicionado este despegue imparable del pequeño formato televisivo a la hora de configurar el nuevo marco de la narración contemporánea, el espacio catódico que organiza y modela los macrorrelatos de la era moderna, las nuevas obras maestras que se encierran en un aparato de difusión digital.
En Teleshakespeare (sin esquivar spoilers y más spoilers), Carrión habla de la paternidad del cine sobre el modelo televisivo, del marco histórico que cobija al nuevo arte y a su industria, del mundo como escenario global, un melting-pot que se refleja en la pantalla, del concepto de red que lo imbrica todo (política, tecnología, comunicaciones...), del barroquismo de la imagen representada, de la universalización del saber (vía internáutica) o del efecto de la visión cuántica en la interpretación del mundo. El hecho es que, como se señala en esta obra, la visión del espectador, del consumidor artístico, ha cambiado en las últimas décadas al mismo ritmo frenético que el mundo que le rodea. Internet, por ejemplo, ha hecho realidad algunos de los grandes sueños imposibles de la Humanidad: la biblioteca global, la comunicación sin barreras, la primicia interplanetaria instantánea, etc. El mundo ha cambiado en las dos últimas décadas más que en todo el siglo anterior. El arte, el entretenimiento, la percepción de la realidad no podían sino adaptarse a ese cambio tecnológico-digital. La cultura pop, entendida como fenómeno popular, se ha extendido como una red de araña que lo llena todo de iconos y mitos fugaces. La era de lo representado filtrado por un circuito integrado. "Cosmopolitismo pop" y "nomadismo estético".
No extraña que en este nuevo mundo cargado de signos, iconos e imágenes, el cómic esté empezando a cobrar un papel relevante a la hora de aprehender la realidad. El cómic tiene una presencia constante en el libro de Jorge Carrión, que habla de la importancia que autores como Moore o Miller han tenido, junto a otros creadores como Lynch o Tarantino, en la creación de este nuevo contexto artístico postmoderno. El capítulo dedicado a Héroes ("La supervivencia del supergénero: Héroes en el contexto de la superheroicidad"), hace un recorrido exhaustivo y lúcido de la evolución del género de los superhéroes en las últimas décadas, de su agotamiento, resurrección y actualización postmoderna; en él, Carrión habla de Kirby, de Mazzucchelli, de Miller y Moore o de Carver y Brubaker, de cómo el cómic contemporáneo de superhéroes ha pasado a reflejar la ultraviolencia y la explicita sexualidad contemporánea del mismo modo que lo hacen series como Espartaco, Fringe o Treme. Menciona a personajes como Elijah Snow, Batman o Rorschach junto a otros como Homer Simpson, Donald Draper o Jimmy McNulty. También habla de la relación que hay entre Las ciudades ocultas de Schuiten y Peeters con la poética de Borges y de Calvino, de la conexión entre Fun Home y The Wire, como dos de las grandes novelas americanas, etc. La asociación interdiscursiva como vehículo de reflexión crítica, una de las premisas favoritas de este blog, no se nos podía pasar por alto.
Hace unos días hablábamos de Alison Bechdel en León. Jorge Carrión lo hace en un pasaje de su introducción. Les dejamos con su reflexión (aunque no la compartamos al cien por cien) para que le vayan cogiendo el aire a este libro necesario y, por Crumb, vean Mad Men y The Wire:
Seguramente, el término más adecuado para hablar de "teleserie", cuando nos referimos a algunas de las de mayor ambición artística, sería precisamente "telenovela". Esa palabra, obviamente, tiene connotaciones en nuestra lengua que nos alejan de la excelencia conceptual y técnica, de la literatura de calidad. Sin embargo, estamos ante una aspiración de legitimidad que otro arte narrativo afín, el cómic, sí que ha logrado mediante el término "novela". La novel gráfica disfruta en estos momentos de un estatus, en progresión, cada vez más cercano al de la gran literatura. Como ejemplo se puede citar un cómic estrictamente contemporáneo a The Wire, Fun Home, de Alison Bechdel, que narra una historia familiar en clave explícita de Familienroman, que es autobiográfico y, sobre todo, que ostenta una voluntad intertextual, estructural y metafórica tan ambiciosa que debe ser leído como una obra maestra literaria. Es decir: no poseemos otro modelo, otro marco de lectura más adecuado que ése. Y el propio autor tampoco posee otro. De modo que su intención es que leamos su arte como literatura (una literatura expandida, donde lo visual ha sido incorporado naturalmente, gracias a nuestra educación multidimensional) y nosotros no somos capaces de leerlo de otro modo. Fun Home o The Wire son "grandes novelas americanas" en un sentido más justo que muchas novelas recientes que se conciben a sí mismas como piezas de esa tradición literaria, sin darse cuenta de que ésta ha mutado.

lunes, julio 11, 2011

Bailando un Vals con Bashir en León.

Volvemos de las charlas de León con las baterías recargadas, como siempre. Hemos conocido físicamente a amigos blogueros que nos han instruido con sus palabras y hemos tenido la ocasión de volver a conversar largo y tendido con José Manuel Trabado (estupendo anfitrión, y organizador del evento). Nos da pena habernos perdido las charlas de autoridades como Ana Merino o de esa fenómena de la ilustración que es Noemí Villamuza; habrá más ocasiones, suponemos.
El último día, además, hemos vuelto a ver esa estupenda película que es Vals con Bashir, de Ari Folman (nada extraño si consideramos que el curso se titulaba "Cómic, ilustración y cine de animación. La imagen y sus públicos"). La ilustrada exposición de José Manuel al final de la película y las reflexiones que nos ha generado este nuevo visionado nos han inclinado a dedicarle este post, aunque hace ya más de dos años de su estreno.
Cuando la vimos en su día, no habíamos leído aún el Notas al pie de Gaza de Joe Sacco; esta vez, no podíamos sacárnoslo de la cabeza mientras repensábamos la obra de Ari Folman. Si recuerdan, en un artículo muy reciente en Culturamas, hablábamos del cómic de Sacco en términos de fidedigna indagación periodística, sí, pero también reconociéndole el enorme valor que tiene como documento recuperador de una historia olvidada por la misma Historia: el olvido oficial e interesado del drama, el poder y sus efectos anestésico. Resulta que, vuelta a ver, tenemos la impresión de que Vals con Bashir nos está hablando de lo mismo, con recursos narrativos no demasiado diferentes, aunque, eso sí, con una excusa de arranque mucho más subjetiva: el Ari Folman-personaje (la película se plantea como un ejercicio de exorcismo personal) no busca tanto rescatar la memoria sociohistórica de una tragedia, sino recuperar su propia memoria y recuerdos acerca de la misma. Literalmente.
En una escena de Vals con Bashir comentan que la mente se encarga de cerrar el acceso a los pasillos oscuros, a los hechos traumáticos de nuestra existencia. En el caso de Folman, los de su participación más o menos directa en la masacre en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en 1982. El asesinato terrorista del líder libanés Bashir Gemayel, en 1982, junto a otras 40 personas en Beirut, desencadenó un verdadero acto de genocidio en los campos de refugiados palestrinos de Sabra y Chatila. Milicianos falangistas cristianos libaneses vengaron el asesinato de su líder entrando en los campos de refugiados y matando a más de 2.400 personas, la mayoría ancianos, mujeres y niños, durante varias jornadas de masacre. Los soldados israelís, siguiendo las instrucciones del entonces jefe del estado mayor Ariel Sharon, asistieron impávidos a las matanzas, cuando no las alentaron o encubrieron.
En Vals con Bashir, Folman, soldado israelí en aquella misión, intenta recuperar sus recuerdos, la memoria de unos hechos que sabe que presenció, pero que ha borrado completamente de su mente; en su lugar, no hay sino vagos presentimientos y ensoñaciones, cuando no pesadillas. Para rescatar su pasado, el personaje de la película intenta desandar sus pasos mediante encuentros y entrevistas con algunos de los personajes que estuvieron junto a él en aquellos fatídicos momentos. Como hiciera Sacco en su intento de desentrañar los oscuros sucesos en otra matanza, la de la Franja de Gaza, en las poblaciones de Khan Younís y Rafah, ahora Ari Folman entrevista a los espectadores de la Historia con el fin de rescatarla del olvido. Y todo ello "escrito" con la gramática de una película de dibujos animados y todo ello "escrito" desde el lado de los culpables, por un ex-soldado israelí
Señalábamos en aquel artículo sobre Notas al pie de Gaza que en estos tiempos de sobre-exposición a la violencia y de anestesia colectiva ante el dolor, a veces las imágenes representadas generan una descarga empática en el espectador mucho más intensa que la percepción directa de la realidad misma. Por eso, las imágenes hipnóticas de Vals con Bashir, la recreación cuasi-lírica de los pasajes oníricos (con los subrayados magistrales de la música de ese genio que es Max Richter) o sus irónicos juegos visuales con trasfondo crítico (las escenas de violencia en el campamento de la playa tratadas como si fueran un videoclip de punk-rock), consiguen provocar en el espectador una tensión creciente ante cada uno de los avances en la indagación personal de Ari Folman y un contagio sincero ante el dolor que se presiente al final de búsqueda. La aparición de imágenes reales al final de la cinta, el vídeo de las viudas palestinas llorando entre las ruinas, rompe la ilusión, nos devuelve a la realidad, nos conecta con el universo de lo conocido y, al mismo tiempo, nos saca del drama personal de Folman (filtrado por la imperfección de la memoria, por la representación icónica de la imagen animada -vease el inteligente recurso al doble filtro ficcional), para meternos de lleno en la realidad conocida de la tragedia, esa que, impasibles, contemplamos todos los días en las pantallas de nuestros televisores. En este caso, la realidad se vuelve más real y dolorosa cuando es introducida mediante el artificio de una ficción que, lo sabemos, no lo es en absoluto. El arte convierte en eterno el recuerdo de lo que en los noticiarios televisivos no dura más allá de lo que lo hace el calor de la primicia.
Así de triste es la cosa, así de grande es Vals con Bashir.

lunes, marzo 14, 2011

The Secret of Kells. Filigranas celtas.

The Secret of Kells (2009), la cinta de animación de Tomm Moore y Nora Twomey, cuenta la historia del niño Brendan y su fascinación por un misterio: el que se esconde en un libro, un códice medieval cargado de secretos y simbolismo, que habrá de iluminar al que lo lea. El Libro de Kells es la obra principal del cristianismo celta. Datado alrededor del año 800, sus páginas encierran auténticos tesoros en forma de miniaturas e ilustraciones primorosas. El Libro de Kells se encuentra actualmente en la biblioteca del Trinity College de Dublín.
En realidad, todo en esta coproducción belga-franco-irlandesa gira alrededor de los libros y de sus ilustraciones. El poblado irlandés de Kells nace alrededor de la abadía que le da nombre y está dirigido por los monjes copistas que escriben y trabajan en ella. Pero el pueblo de Brendan vive, además, con angustia la inminencia de una invasión vikinga. Por eso, los monjes, a las órdenes del severo Abad Cellah (el tío de Brendan), dedican sus esfuerzos a la creación de una gran muralla protectora, descuidando, para su gran desazón, sus labores amanuenses. Un buen día, la llegada del monje Aidan de Iona y su mítico Libro de Iona cambiará el destino de Brendan y de su poblado.
La historia de The Secret of Kells está surcada de referentes simbólicos, míticos y religiosos de la cultura irlandesa y sus tradiciones celtas. La implantación del cristianismo en la isla estuvo fuertemente imbricada de elementos paganos y absorvió con naturalidad la iconografía celta y parte de sus ritos. En este cuento animado conviven con igual naturalidad las criaturas mágicas de los bosques irlandeses con hechos históricos del pasado remoto, como los efectos devastadores de las frecuentes incursiones vikingas en las Islas Británicas o los rigores de la vida monástica de los copistas medievales.

Pero si hay algo que determina la fuerza y el valor de esta película es su apartado gráfico: las imágenes que configuran The Secret of Kells son de una belleza magnética. Alimentadas del mismo simbolismo iconográfico celta que mencionábamos antes, la película se construye sobre un trabajo artístico lleno de matices y sensibilidad. Su esteticismo se basa en la adaptación de la figuración a patrones geométricos y diseños similares a los que se empleaban para ilustrar los códices medievales. De este modo, gracias a la filigrana y el modelo decorativo recurrente, el espectador tiene la sensación de estar viendo como las miniaturas creadas por aquellos pacientes amanuenses cobran literalmente vida ante sus ojos. Los perifollos, los trenzados, los patrones geométricos se trasforman en edificios y bosques de un verde luminoso; los personajes se dibujan a partir de ángulos, trapecios y esferas Y el espectador, asiste embobado a la danza de esas miniaturas llenas de vida que bailan al ritmo de una historia repleta de folclore y misterio. Todo un prodigio visual el que nace dentro de este Libro de Iona, el Libro de Kells.
Les dejamos con el trailer para que lo vayan hojeando.

lunes, febrero 28, 2011

Exit Through The Gift Shop, de Banksy. Bromas, documentales y tiendas de regalos.

Vamos a intentar reconducir nuestros dos posts anteriores en un tercero de síntesis: la tercera vía. Deséennos esta vez algo más de suerte que la que tuvieron otros.

En los últimos años no sólo los cómics se han puesto de moda entre las tribus fashionistas, también lo han hecho el aloe vera, la música indie, el sushi japonés, las rotondas y... los documentales.

De hecho, los documentales ya no son lo que eran. Queremos decir que ya no son sólo lo que solían ser, sino muchas otras cosas. Dice la RAE (que también está más limpia y esplendorosa que nunca), que un "documental" es:

1. adj. Que se funda en documentos, o se refiere a ellos.
2. adj. Dicho de una película cinematográfica o de un programa televisivo: Que representa, con carácter informativo o didáctico, hechos, escenas, experimentos, etc., tomados de la realidad. U. t. c. s. m.

La primera es una de esas definiciones feas y sosas que abundan en nuestra biblia de la palabra. La segunda se nos hace más propicia para nuestros fines posteadores del día. En wikipedia, que es la nueva RAE pangeática de los nuevos buenos tiempos, bajo la entrada "documental" se esconden tesoros de los Lumière, experimentos de Vertov y los esquimales de Flaherty.

Como decíamos, en estos días extraños de industrias en hundimiento y bancarrota de sectores culturales (que dicen por ahí), se pueden ver acontecimientos tan singulares como una cola de individuos esperando para pagar por ver un documental... en un cine. Es curioso: en la era de la divinización de la imagen trivial y de la falacia convertida en noticia, resulta que el ciudadano está ansioso por presenciar un poco de genuina realidad y espera hasta para pagar por ello. La sala de cine convertida en celda de aislamiento y tanque de oxígeno, así en una sola estancia.

El interés ante la película "fundada o referida en el documento" ha provocado, lógicamente, dos fenómenos paralelos: uno de proliferación y otro de búsqueda. El género documental se ha convertido en un territorio artístico per se; lleno de experimentación, posibilidades y ramificaciones.

Dejando a un lado la larga lista de subcategorías wikipédicas, tenemos que hablar, por ejemplo, del "falso documental": ese que se rueda desde las técnicas y recursos propios del documental, pero que no disimula su falta de verdad o que la cobija detrás de la ironía y la ruptura de la ilusión. Orson Welles y Woody Allen son pauta y referencia, con sus Fraude (1973) y Zelig (1983), más falsos los dos que un discurso de Franco (y mucho más lúcidos e inteligentes también). Más recientemente, también han aparecido buenos ejemplos de la falsedad, como esa película que debería ser de visionado obligatorio entre alumnos, profesores y padres de alumnos en nuestros institutos, Entre los muros (2008), de Laurent Cantet, sólo parcialmente falsa, pero muy verosímil; el falso biopic sobre Joaquin Phoenix que es I'm Still Here (2010), de Casey Affleck o las pelis de Borat (aunque no estamos seguros de si éstas son en realidad documentales o versiones fílmicas hipertrofiadas de la cámara indiscreta, al más puro estilo Summers).

En 2005, Werner Herzog rizó el rizo con su Grizzly Man y se sacó de la manga un documental verdadero que parece falso. Un nuevo género lleno de posibilidades, la vuelta de la tortilla con forma de oso gigante. Hablaban de ello hace tiempo en el Rockdelux, pero no fue en esta crítica, seguro.

Luego están los documentales que hablan de la realidad, pero lo hacen desde una intención narrativa. Aquellos que detrás del relato de acontecimientos, la aportación de datos o los testimonios de los protagonistas, encierran una intención estilística narrativo-simbólica; que se descubre, como siempre, en las eleciones autoriales: en el montaje, en la búsqueda de momentos climáticos, en las referencias cruzadas, etc. Hemos visto en las últimas décadas historias y cuentos preciosos con una apariencia documental: como la luminosa y casi mística El sol del membrillo (1992), de Erice; el ejemplo de dedicación y amor a la pedagogía que es Hoy empieza todo (1999), de Bertrand Tavernier; el grito agónico que se escucha a lo lejos en el El cielo gira (2005), de Mercedes Álvarez; o ese canto a la vida y a la utopía que es el Man on Wire (2008), de James Marsh. Y el Crumb de Zwigoff que les comentábamos el otro día, por supuesto.

Muy populares son también los llamados "documentales de denuncia", juguetes autopromocionales, en ocasiones, discursos cargados de demagógia, en otras, pero, casi siempre, bofetadas sonoras en toda la cara de ese capitalismo bienpensante neoliberal que nos ha conducido hacia un armagedón del que, ahora dicen, sólo nos pueden sacar ellos. Hablamos y pensamos en trabajos como Una verdad incómoda (2005), de Davis Guggenheim; Super Size Me (2004), de Morgan Spurlock o, desde luego, en Michael Moore y sus combativas Bowling for Columbine (2002) o Fahrenheit 9/11.

Algunas otras cintas golpean en la conciencia del espectador con menos ruido, pero haciendo mucha más sangre. Nos acordamos ahora de S-21: La máquina de matar, del camboyano Rithy Panh, o de cómo la memoria histórica y el perdón posterior no son incompatibles, pese a lo que muchos preconizan.

Pero aquí habíamos venido a hablar de arte y de grafitis, si recuerdan bien. Sucede que hace unos días hemos tenido la suerte de ver Exit Through The Gift Shop, el documental de Banksy, y que quieren ustedes que les digamos, no podemos dejar de darle vueltas. Lo comentaba el otro día un amigo de esta casa en los comentarios, es una de esas obras que "motiva largas conversaciones en la barra del bar". Por de pronto, porque resulta difícil discernir si lo que hemos visto es un falso documental, un documental verdadero que parece falso, un ejercicio de denuncia social o una incursión clandestina de algún comando revolucionario neomaoísta en el mundo del arte. Para todo eso da y para bastante más.

Como señala el propio Banksy al comienzo de la cinta, Exit Through the Gift Shop comienza con unas intenciones, pero evoluciona de manera muy diferente. Es un trabajo sobre el arte urbano, sí, pero también es una obra al servicio de un personaje único, Thierry Guetta, el francés emigrado a Los Ángeles que se dedicó durante años a grabar con una cámara portatil todo cuanto le rodeaba y que, por puro azar (el encuentro con un primo suyo, el grafitero francés Invader), terminó convertido en el cronista del arte urbano de las últimas décadas. El documental nos cuenta sus andanzas, cámara al hombro, al lado de gente como Monsieur André, Shepherd Fairey, Ron English, Zevs o el propio Banksy, hasta que, finalmente, termina convertido él mismo en artista superventas de la vanguardia neo-pop-urbana contemporánea, bajo el nombre de Mr. Brainwash. Como lo oyen. El cuento de hadas del arte contemporáneo pasado a fotogramas (o chips digitales, que lo mismo da).

El propio Guetta desmenuza su camino hacia el éxito de forma detallada y exhaustiva: su determinación propia de un iluminado que se siente destinado a cotas más altas, su relación ambigua y parasitaria con el mundo del grafiti y sus creadores, su tardía fe inquebrantable en el arte urbano, su apuesta definitiva por la gloria con la exitosa exposición "Life Is Beautiful"...

En el fondo, como sospechan, todo huele a gran broma, a artificio inteligente trufado de sospechas y muchas preguntas. No dudamos de la existencia de Thierry Guetta ni de la de sus miles y miles de horas grabadas con material intrascendente y ocasionales hallazgos documentales. Tampoco de que el resultado de su aparición en el documental pueda tener que ver con ciertas dosis de azar y algo de fe irracional en su propio talento, pero hasta ahí llegamos: sólo nos creemos la mitad de esta gran película. El brillante objeto artístico que es Exit Through the Gift Shop consigue esquivar con éxito los puntos más turbios del proceso de glorificación de Guetta (sus nunca claros tejemanejes financieros, su intempestiva intromisión dentro de la clandestinidad grafitera o, especialmente, la misteriosa aparición de su obra casi de la nada) y nos sumerge en un mar de suposiciones: ¿Es Banksy el autor último de las obras de Guetta o, lo que es lo mismo, es Guetta un sosías del propio Banksy? ¿Existe Banksy realmente o está su leyenda forjada a partir de un esfuerzo colectivo estudiado al milímetro? ¿Es Banksy (un tipo capaz de añadir a sus talentos el de la dirección de una gran película como ésta) el gran genio del arte contemporáneo o es simplemente un prestidigitador del icono y del golpe de efecto? ¿Son el arte postmoderno y sus ramificaciones urbanas un símbolo esteticista de la oquedad contemporánea y de la falta de contenidos de sus objetos artísticos?

Dudas razonables, todas ellas, que ya han hecho correr ríos de tinta. Vean ustedes la película y nos dicen que piensan. Y si lo de escribir en blogs ajenos no les motiva demasiado, se nos lanzan a la calle y lo plasman en un muro, que, ya lo saben, el éxito espera a la vuelta de la esquina.

lunes, febrero 14, 2011

Crumb, la película. El underground verdadero

A la espera de que se recupere en nuestro país, quizás sea un buen momento para hablar de Crumb, la película de Terry Zwigoff, ahora que The Criterion Collection ha decidido reeditarla en Estados Unidos.
Después de la muerte de Will Eisner en enero de 2005, Robert Crumb es probablemente el autor vivo más influyente en el desarrollo del noveno arte. Transgresor, polémico, ácido, autoindulgente, despiadado, irreverente, revolucionario, sátiro... Todo cuanto rodea a las viñetas de Crumb está impregnado de la subjetividad de un artista que actuó como espoleta (y no sólo en el campo de la narración gráfica) del movimiento underground; representa como nadie la huida hacia delante de toda una generación, decididamente decantada hacia los márgenes de la oficialidad cultural y social imperantes en la América de los años 60.
Por eso, cuando uno se dispone a observar la cinta que Terry Zwigoff rodó en 1995, sobre la vida, obra y ascensión de Robert Crumb, te esperas un ejercicio de optimismo hippy, una biografía sonriente (o al menos divertida desde un punto de vista cáustico) de la metamorfosis del joven feúcho y acomplejado que recorrió los escalones de la fama que llevaban hacia el sexo fácil, el dinero y el reconocimiento artístico. Por supuesto, se trata de una falsa expectativa apriorística construida a partir de algunas viñetas dispersas del señor Crumb (probablemente las más populares), que todos guardamos en nuestra memoria: esas primeras láminas cuasi-surrealistas, de crítica costumbrista enloquecida (ya saben, las del Keep-on-trucking), con ese estilo que reubica a Walt Disney en el lado grotesco del espejo americano. O esas otras páginas, las de Mr. Natural, el simpático y odioso predicador de lo absurdo, el gurú antifilantrópico de la generación ácida. O por qué no, aquellas otras historietas del Crumb más misógino, reprimido y autocrítico, ese que alcanzaba momentos de hilaridad en su genial autocondescendencia y desprecio hacia el sexo femenino, desde su complejo de inferioridad.
De hecho, así arranca el trabajo de Zwigoff, encontramos a un Crumb inquietantemente parecido al de sus cómics (más sonriente si cabe); un Crumb que va desgranando detrás de una cámara inteligente en su selección de instantes, casi todos los capítulos que posteriormente salpicarían las páginas de su obra. Y lo hace en un tono desenfadado, con cierto distanciamiento respecto a su propia biografía, como si hablara de una vida ajena (del mismo modo que lo hace en los cómics, por otro lado). Crumb, con una risa perenne, entre incómoda y tontorrona, actúa como cicerone privado del espectador y nos conduce por los rincones favoritos de su tortuosa infancia: desde las desventuras escolares de un “freaky” miope, hasta el realismo mágico de los juegos infantiles y los arrebatos creativos editoriales vividos con sus hermanos. Empezamos a conocer, dosificadamente, a los seres que rodearon al autor-personaje, a los que ayudaron a forjar su mitología de antihéroe.
Después, Crumb y Zwigoff, Zwigoff a través de los ojos de Crumb, nos enseña las prebendas de su éxito: los halagos de la crítica, las críticas que resultan ser halagos, sus conquistas sexuales, novias y esposas, que no amores (“nunca me he enamorado de nadie… excepto de mi hija Sophie”, dice en un momento dado, sin pudor, delante de una de sus ex). Su mujer, Aline Kominsky, nunca parece incomoda en su papel de partenaire circunstancial (una circunstancia que ya ha durado casi media vida) y segundona. La también dibujante, dirige los pasos vitales de Crumb, ordena el hogar, las pulsiones de su actividad sexual, e incluso el destino de la pareja (somos testigos de su mudanza a Francia), pero la presencia de Crumb reduce todos los momentos que comparten ante la cámara a un instante de reverencia ante el genio silencioso. Y entonces, el dibujante nos lleva de la mano a conocer a su familia, más profundamente…
En la casa de su madre, en la habitación de un adolescente inmaduro de cuarenta años a punto del suicidio, conocemos a Charles, el hermano mayor de Robert. Después, podremos “disfrutar” de la presencia cercana de su hermano Max y, posteriormente, de la de su madre, a la que sólo habíamos oído vocear fuera de plano durante la conversación entre Crumb y Charles. En un primer momento, la escena parece prometedora por su potencial divertimento: una serie de individuos excéntricos, creativos y un punto enloquecidos, dispuestos a desenterrar los trapos sucios de sus infancias respectivas; hablan de sus obsesiones sexuales, de la represión doméstica, de una madre adicta a las anfetaminas, de un padre maltratador y, entonces, se desencadena el infierno testimonial. El aparente divertimento biográfico de Zwigoff empieza a girar hacia el terreno de la locura. La galería de monstruos empieza a adquirir proporciones efectivamente monstruosas y lo que pretendía ser un biopic de uno de los autores de cómics más grandes de todos los tiempos, se convierte en un paseo por el túnel de los horrores. Hasta las palabras de Crumb parecen perder ese trasfondo humorístico que preside todas y cada una de sus obras (¡Qué incómodo el diálogo sobre la fase acosadora de su hermano Max!).
Se nos aparece el Crumb atormentado, el personaje obsesivo, pervertido y cínico de sus autorrepresentaciones más nihilistas. Entendemos entonces que hay muy poco de invención en los argumentos que Crumb baraja en sus páginas y nos preguntamos cuánto habrá de realidad, entonces, en aquellos de sus cuadros paródicos en los que su invectiva busca objetivos externos. ¿Fue Crumb, es Crumb, un profeta de la degradación social y la alienación contemporáneas?
Él mismo se declara desconcertado ante el efecto, la repercusión y la idoneidad de su trabajo para según que lectores y, nosotros, como espectadores, percibimos el punto de demencia que salpica a su obra desde su pasado familiar. En ese momento, sin embargo, el documental, la “ficción-realista” (existe una intención narrativa evidente en el modo en que se organiza el montaje final), consigue, en un nuevo giro de tuerca, separarnos del infierno para devolvernos al Crumb hipersensible, al hombre hogareño, amante de la música (obsesionado por los viejos discos de jazz), al padre volcado en sus hijos, al Crumb que quiere escaparse de América, al artista que parece querer ser un creador por encima de un hombre. No es gratuito que el maravilloso trabajo de Zwigoff termine con la ya comentada mudanza de los Crumb a tierras francesas (a una casa conseguida a cambio de un baúl lleno de esbozos y cuadernos “garabateados”) ¿Quién no se mudaría de un pasado así?
- ¿Echarás de menos a tu familia?
- No –responde Aline por él–, apenas les ve una vez al año.

lunes, diciembre 13, 2010

Fellini, disegnatore.

Cuando pensamos en las conexiones entre Federico Fellini y el cómic, se nos viene a la cabeza aquel extraño, surrealista y erótico Viaje a Tulum que el director guionizó para su amigo Milo Manara, y que pudimos leer extractado hace ya muchos años (1989) en las páginas de El País Semanal. Era una historieta llena de viajes oníricos, bellas mujeres (claro) y dibujos exuberantes y nocturnos.
Lo que no sabíamos es que las conexiones del regista italiano con el cómic eran, en realidad, mucho más estrechas que lo que denota esa escapada artística puntual. No hace falta ir muy lejos: nos dirigimos a la entrada de Fellini en la Wikipedia y leemos en las primeras líneas:
En su infancia, el joven Federico muestra un vivo interés por las películas de Chaplin y los cómics humorísticos estadounidenses, llegando a afirmar en 1966
Es evidente que la lectura intensa de esas historias, en una edad en que las reacciones emotivas son tan inmediatas y frecuentes, condicionó mi gusto por la aventura, lo fantástico, lo grotesco y lo cómico. En este sentido es posible encontrar una relación profunda entre mis obras y los comics norteamericanos. De sus estilizaciones caricaturescas, de sus paisajes, de los personajes siluetados contra el horizonte, me han quedado imágenes felizmente "chocantes", imágenes que de vez en cuando vuelven a aflorar y cuyo recuerdo inconsciente ha condicionado el elemento figurativo y las tramas de mis películas (Declaraciones de Federico Fellini en 1966, recogidas por Claudio Bertieri en Los comics humorísticos "a la italiana").
Hace poco, hemos sabido además de sus comienzos como dibujante humorístico en diversas publicaciones periodísticas; o de su obsesión por el Mago Mandrake, que se vio concretada en una fotonovela protagonizada por Marcello Mastroianni, en algunos posters publicitarios y en la aparición del actor disfrazado del mago en el falso documental paródico, Intervista (1987).
Después, Fellini continuó dibujando. De hecho, pasó años de su vida rellenando cuadernos con anotaciones, dibujos, viñetas, reflexiones visuales, chistes y, sobre todo, sueños. El director, fascinado por las teorías del psicoanálisis, dedicó buena parte de su vida a recrear gráficamente sus sueños y pesadillas en unos cuadernos que se han publicado recientemente bajo el título de El libro de los sueños (The Book of Dreams, Rizzoli, 2008).
De todo esto nos hemos enterado visitando la estupenda exposición "Federico Fellini. El circo de las ilusiones", que desde el 15 de julio se puede disfrutar en CaixaForum Madrid, y que permanecerá allí hasta el 26 de diciembre. Por cero euros pueden ustedes apurar los plazos y ser testigos de centenares de fotografías de los rodajes del director italiano, disfrutar de sus dibujos humorísticos y de las ilustraciones de su libro de sueños. Pueden detenerse a ver vídeos con fragmentos de sus películas, leer los detallados paneles informativos (organizados temáticamente) acerca de su producción artística, leer fragmentos de entrevistas... Aprovechar, en definitiva, el carrusel de información que nos ofrece este nuevo circo felliniano, excelentemente documentado y mejor organizado.
Ya tienen tarea prenavideña.

viernes, febrero 26, 2010

Mi noche sin Rohmer

Este año ha arrancado jodido por varios factores que no viene a cuento señalar. Además, se ha muerto Eric Rohmer. Si somos sinceros con nosotros mismos... (¡qué diablos, aquí no cabe plural mayestático que valga!). Si soy sincero conmigo mismo, tengo que admitir que Rohmer ha sido el director de cine más recurrente en mi vida, el más fiel a mis circunstacias y al que siempre he terminado volviendo. Intento adivinar por qué. Sus películas no son piezas de orfebrería, pero descansan en mi subconsciente como perlas  cultivadas. Tras leer el artículo que Alain Bergala le dedicó en el nº 31 de Cahiers Du Cinema España ("Juegos de la elección y del azar"), creo entender lo que me sucede (a mí y, supongo, a muchos otros seguidores de Rohmer): no es difícil compartir su filosofía vital. Ayuda a sobrevivir.

No hay ninguna dimensión trágica de la existencia en Rohmer, a quien nunca le gustó el pesimismo fundamental de Bergman, llegando a preferir a Felini antes que a él (...) Rohmer quiere a las criaturas pasajeras precisamente por aquello que tienen de más "pasajero", su juventud fugitiva, a la que le gusta capturar con las herramientas del cine, que parece hecho para eso, para filmar los cambios de estación y los momentos del día más fugaces: la hora azul, el rayo verde.

El cine de Rohmer es vida sin subrayados ni hipérboles. Es diálogo costumbrista o confesión de alcoba sin fanfarrias o bandas sonoras. Sus personajes son ustedes, que leen y miran, o yo, que ahora escribo, o los que ni nos leen ni escriben, tanto da.

Llevo días pensando cómo cuadrar a Rohmer, cómo saludar su muerte (sombrero al aire como homenaje, al estilo de Nick Cave) en un blog de tebeos... y no consigo cuadrar el círculo rohmeriano.

He pensado en proyectar esa recurrida pirueta de la referencia interdisciplinar. Pero, ¿qué dibujante de cómics se parece al maestro francés? ¿Qué historieta nos recuerda a aquella rodilla? ¿o a Pauline en su playa? ¿En qué viñeta te escondes, Amanda Langlet?

Quizás Rohmer sea Crumb, si éste no fuera un Woody Allen a escupitajos; pero al director francés nunca le sentó bien el astracán irreverente. Pensemos (nos vence el plural, de nuevo). ¿Es Lauzier, quizás? No, Rohmer es, fue, un efebo eterno lleno de esperanza en el ser humano y en nuestra capacidad para salir vivos de las zanjas. Lauzier se recreaba en la visión cínica, en el infortunio gratuito. No. ¿Seth? Imposible. La vida respira detrás de las bobinas de Rohmer con bronquios y branquias: Seth recubre toda su obra de un aire lírico, un hálito de irrealidad ficticia con caricatura amable al fondo; además, sus personajes casi no hablan. Va a ser eso. En el cómic, muchas veces (que nos perdone Peter Parker), las palabras sobran. En el cine también, decía Hitchcok. A Rohmer nunca le importó: no hay quien vea una película de Rohmer sin volumen. Vamos a mirarnos a los ojos y a decirnos cosas, sin intermediarios, sin fotogramas, proyectores, viñetas o globos.

A lo mejor vimos a Rohmer en aquel fantástico Pequeños eclipses, de Fane y Jim, que tan poca gente leyó. Hablaban, recordamos que hablaban mucho, y vivían como personajes de carne y tinta.

O, quizás, para homenajear a Rohmer haya que volver a ver (las veces que haga falta, siempre de vuelta) sus películas y no sea un blog de cómics el lugar más adecuado para hacerlo. Levantemos los ojos y miremos hacia adelante. Veo una rodilla a lo lejos... 

 


jueves, febrero 11, 2010

Osamu Tezuka. Animación Experimental (I).

Vamos a ponernos en plan ecléctico-estupendo y les vamos a demostrar que no sólo de cuadros vive el bloguero. En el post anterior hablábamos de lienzos habitados por personajes de manga-ficción, como Astro Boy o Kimba, el león blanco, entre otros. Éstos en concreto, como bien saben ustedes, son dos de los personajes emblemáticos de Osamu Tezuka, el tantas veces llamado “padre del manga”.
Hace tiempo leímos en algún sitio (alguna guía del cómic o trabajo historiográfico) una frase que, desde entonces, no nos hemos podido quitar de la cabeza; decía algo así como que los tres personajes más influyentes de la historia del cómic eran Hergé, Jack Kirby y Osamu Tezuka, y que los dos primeros podían ser discutibles. Por aquel entonces, en nuestro país apenas habíamos leído al maestro nipón: se estaba publicando la increíble epopeya del Fénix, recordamos, y nos parece que había visto la luz algún volumen de Black Jack (y de Adolf, ¿quizás?). Poca cosa, en definitiva, para tomarle la medida a un genio.
Han cambiado mucho las tornas. Ahora los trabajos de Tezuka se publican con una regularidad que llega a la avidez dependiendo de la temporada. Y no hablamos solamente de cómics. Ha llegado a nuestras manos un peculiar DVD titulado Animación Experimental de Tezuka, que incluye, como su propio nombre deja ver, trece cortos de dibujos animados del autor japonés, creados entre 1962 y 1988 (un año antes de su muerte). El honor y mérito de la distribución deben asignarse a la distribuidora Divisa, que editó la cinta en el año 2008. De igual manera, en ella no sólo se recogen trabajos facturados por el propio Tezuka, sino otras obras en las que el maestro japonés participó como dieñador, guionista o director, a partir de sus productoras Mushi y Tezuka.
Les hemos conseguido vincular una buena parte de los cortos gracias a ese truco mágico sin fin que es YouTube, aunque, por supuesto, en versiones sin traducir (bastantes son mudos, así que no es tan grave la cosa) y no todas de ellas completas. Vamos a dedicar las dos siguientes sesiones a diseccionar el contenido de estos trabajos experimentales, ¡que un genio bien merece una sesión doble! Disfruten con la carga lírica, la brillantez gráfica y el profundo humanismo de los siguientes cortos.
1. Macho (1962, 3 min.) es una historia procaz protagonizada por felinos y humanos, llena de ambiguas insinuaciones sexuales y medidas insinuaciones visuales. La acción del corto se desarrolla detrás de un fondo de pantalla negro. Los personajes se mueven detrás esa pantalla oscura, mientras al espectador sólo se le descubren retazos fragmentarios de lo que está sucediendo (como si una linterna imaginaria iluminara caprichosamente diferentes secciones de la pantalla), en espera de la sorpresa final. En este, como en varios otros de los cortos, el dibujo de Tezuka nos recuerda sobremanera al estilo de La Pantera Rosa (el personaje de dibujos animados con el que Fritz Freleng gana el oscar al mejor cortometraje de animación… dos años después).
2. Historias de una calle (1962, 39 min): se suele decir que los trabajos animados de Tezuka muestran muy pocas huellas de su origen oriental y japonés en particular. Historias de una calle es un buen ejemplo de esta aseveración, con unos planteamientos gráficos en la composición de espacios y personajes muy cercanos a los de la ilustración occidental. De hecho, a primera vista, las imágenes de este corto nos recuerdan a un improbable cruce entre cierta ilustración infantil de coloridos aires impresionistas (en las localizaciones, sobre todo) y los dibujos animados de la factoría Hanna Barbera. El papel de Tezuka en este trabajo se centró sobre todo en su faceta como productor a través de su compañía Mushi. Poética y visualmente muy sugerente, a Historias de una calle, sin embargo, le falta cierta tensión rítmica: su acumulación (narrativamente impresionista también) de pequeños episodios vitales que se insertan en el relato como brochazos, no acaba de funcionar con fluidez. Algunos de sus hallazgos principales (como la interacción humanizada de los carteles publicitarios y otros usos de la personalización –los ratones, el árbol, la polilla) se explotan de forma un tanto insistente, sin que aporten demasiado contenido más allá de su innegable carga poética. Este último, sin duda, es el rasgo más destacable de la animación, junto a su mensaje antibelicista y sus numerosos guiños al mundo del arte a través del cartelismo (al Impresionismo francés, al Constructivismo ruso, al Cubismo, etc.).
3. Recuerdo (1964, 6 min): “Cualquier hombre está hecho para olvidar cosas. No tiene que ser lelo para ir olvidando las cosas que ha visto y oído una tras otra”. Así comienza a rememorar una voz en off (muy habitual en los cortos de Tezuka, por otro lado) el gran número de vivencias que olvidamos o recordamos de forma distorsionada a lo largo de nuestra vida: el embeleso del primer amor, las imágenes de la infancia, los quebrantos profesionales. El corto recurre a collages fotográficos y numerosas metáforas visuales para abordar, desde el humor, la improbabilidad del recuerdo certero, al mismo tiempo que, con ironía, deja entrever cierta desesperanza ante la incapacidad del hombre para recordar y aprender de sus errores (con referencia directa al papel de Japón en la 2ª Gran Guerra).
4. Sirena (1964, 9 min): una bonita fábula onírica orquestada en torno a la ensoñación poética del personaje principal: un joven que crea con su imaginación a una sirena de la que poderse enamorar. El estilo gráfico de la animación juega con la ligereza lírica que predomina en la pieza: en este sentido, destaca el uso de una finísima línea clara para perfilar, únicamente, los contornos de los personajes, convertidos en figuras trasparentes y delicadas, que adoptan los colores y texturas de los fondos según se desplazan sobre ellos. La música de Grieg acompaña a las imágenes en la creación de un cuadro animado que nos remite a los cuentos clásicos de hadas, pero también a cierta visión existencialista de un mundo moderno, en el que la imaginación infantil termina indefectiblemente reprimida ante las exigencias del pragmático y materialista mundo de los adultos.
5. La gota (1965, 4 min): esta historia de un náufrago desesperado por echarse una gota de agua al gaznate, puede considerarse uno de los experimentos fallidos de la cinta, al menos en el plano visual. El recurso de animación utilizado por Tezuka (la animación del náufrago en el centro de la pantalla, mientras el fondo texturado, que simula el mar, fluye a su alrededor) no acaba de funcionar en su recreación de movimiento fluido. El espectador asiste a la escena con cierto incomodo, ya que, involuntariamente, la presencia de ese mar artificioso en segundo plano consigue robarle protagonismo a lo verdaderamente sustancial de la historia: la cómica desesperación del náufrago. Igualmente inapropiado se nos antoja el subrayado musical (una impetuosa melodía clásico romántica), a todas luces excesivo respecto al breve motivo narrativo que acompaña.

Continuará...

martes, noviembre 25, 2008

Born to be wild. Cómic-graffiti carcelarios.

Salimos con un título indescifrable mas con base documental. Andábamos este fin de semana intentando poner al día nuestras deudas cinéfilas y decidimos apostar a caballo ganador: un clásico motorizado con hippies, rebeldes sin causa, orgías estupefacientes y un mucho de road-movie. Acertaron, Easy Rider, la cinta mítica de Dennis Hopper de 1969, protagonizada por él mismo, Peter Fonda y un jovencísimo Jack Nicholson. Una película, ésta, que marcó decisivamente a toda una generación de adolescentes, en medio de las convulsiones sociales y culturales de la Norteamérica (aunque no sólo) de finales de los 60.
El underground, el movimiento hippy, las corrientes pacifistas, la psicodelia, el pop-art, la rebeldía montada sobre dos ruedas... todo ello forma parte de Easy Rider y ayuda a establecer las marcas genéricas de un film que, dentro de su aparente anarquía narrativa, funciona como perfecto ejemplo de ese tema eterno que es "el viaje" y que casi siempre funciona desde el doble plano físico-simbólico. Easy Rider es cine de carretera (la versión post-moderna del viejo relato de viajes), sí, pero también un recorrido por la decadencia de un país, aparentemente más viejo de lo que dicta su historia, y en pleno proceso de degradación social y moral: los Estados Unidos de América de los 60 (que tanto nos recuerdan a los Estados Unidos pre-Obama).
El hecho es que, entre tanto hippy drogota y forajido heróico, la película se alimenta de aventuras alucinadas y trifulcas motorizadas que, en bastantes casos, acaban con los huesos de sus protagonistas magullados o, en el mejor de los casos, entre rejas. En una de esas algaradas carcelarias, "Captain America" Wyatt (Peter Fonda) y Billy the Kid (Dennis Hopper) terminan en una celda donde conocerán e incorporarán a su travesía al escasamente juicioso abogado George Hanson (Jack Nicholson). En un momento dado de esa escena, mientras nuestros anti-héroes descansan en el catre, la cámara con aires documentales de Hopper recorre la celda y... descubrimos que los presidios estadounidenses de los años 60 y 70 estaban llenos de amantes del cómic. En apenas unos segundos, la cámara recorre los muros de la celda para descubrirnos sus tesoros.

Ya ven, en sólo unos metros cuadrados de celda, encontramos a dos soldados de Beetle Bailey, a uno de nuestros personajes favoritos (recreado grafiteramente a partir de la versión de Vernon Green) y de regalo un personaje de cartoon entrañable, Mr. Magoo. Sin duda, esto merece un hurra por los comiqueros forajidos hippies, hip, hip...

lunes, mayo 12, 2008

Iron Man, de cachondeo entre las bobinas.

Hace ya unos años que al Hollywood más propiamente hollywoodiense, a ese que representan los grandes estudios, se le presupone cierta sequía creativa y una sed indisimulada de guiones originales, que garanticen divisas a sus depósitos de inversión. Así, en su búsqueda indisimulada de historias fértiles, los productores y magnates del celuloide llevan tiempo con la varita de avellano desenfundanda apuntando aquí y allá a la busca de acuíferos argumentales.
En esa exploración incesante, nuestros zahoríes de la peseta (léase dollar) han enchufado su manguera a numerosos espejismos de charco artístico: remakes tan innecesarios como artificiosos de viejos buenos clásicos; segundas, terceras y quincuagésimas partes que nunca han sido buenas (Coppola mediante); revisitaciones genéricas loables e ingeniosas que, una vez transformadas en "plantilla" argumental repetida hasta la nausea, terminan por hacernos renegar de su originaria originalidad, etc. Y así, hasta que llegó a nuestras pantallas el boom de los efectos especiales digitales, la poza infinita de imágenes digitalizadas que había de saciar nuestra sed a base de vasos de irrealidad pixelada.
El hallazgo más grande después del descubrimiento del río Yukón parecía manar oro líquido virtual para todos y para siempre; el maná redivivo en versión cinemascope (ehem, o al revés). Lo inadaptable, lo imposible, al alcance de un disco duro. Entre los frutos que crecieron al frescor del vergel encontramos piezas sabrosas como casi todas las que recolectaron los magos de esa factoría de sueños y risas que atiende por Pixar: con mención especial a sus monstruos y superhéroes. Hablando de superhéroes...
Con la era digital se recupera, se reinventa, el cine de superhéroes. Todas aquellas adaptaciones pijameras de nylon y lycra, inverosímiles hasta la parodia por su ausencia total de misticismo heroico, se reciclan en forma de mitología SFX y se reciben en nuestras pantallas con las claquetas abiertas; el género pródigo que vuelve a casa, sniff. Un filón inagotable. Una vuelta de tuerca a la teoría del subgénero convertido en molde reutilizable hasta lo indecible, pero, además, una fuente de ideas igualmente inagotable con trasvase de beneficios de ida y vuelta. Entiéndase del siguiente modo: las adaptaciones cinematográficas le garantizan a las grandes editoriales comiqueras (por ahora, básicamente, Marvel y DC, pero en el futuro a muchas otras de las pequeñas, verán) una fuente de subsistencia lujosa y abundante, alimentada de vetas diversas de merchandising, publicidad directa e indirecta, etc; por su lado, Holywood descubre el camino de perfección a su sequía cerebral: un mar creativo (tirando a lago) que, con una inversión tolerable en "infraestructuras", garantiza guiones e historias ad eternum, simplemente porque muchos ya están hechos, otros son ramificaciones de aquellos, etc. (no vamos a ponernos a hablar aquí de los universos superheroicos infinitamente cruzados y tal).


No obstante, nosotros hemos venido aquí a hablar de otro libro, aquel que se inventaron los Stan Lee, Jack Kirby, Don Heck y Larry Lieber, que estaba protagonizado por un millonario, canalla, pendenciero y casquivano, llamado Tony Stark. Resulta que es el que ahora han transformado en película los señores de la Paramount junto a los de la Marvel. El resultado, Iron Man, nos ha parecido bastante divertido y mucho más digno que otros simulacros superheroicos precedentes bastante recientes.
Los altibajos en una superproducción de este tipo parecen inevitables, seguramente por las mismas restricciones que plantea el molde genérico, que venimos señalando. Como la plantilla está trazada de antemano (los momentos climáticos y anticlimáticos, el diseño de personajes estereotipados o la exigencia de subtramas internas -la historia de amor subyacente, el conflicto moral del héroe, el villano agraviado, etc.), al director no le queda otra que intentar ajustar sus piezas en las casillas correspondientes, sin perder de vista que el trazado original permanezca visible de principio a fin; innovaciones las justitas, que el producto va destinado al gran público, no a los lectores de cómic. Quizás por eso, muchas de las adaptaciones de tebeos que vemos en los últimos tiempos nos parecen redundantes y sus subrayados excesivos: porque nos están contando algo que ya hemos leído mil veces. Olvidamos que su público potencial no somos sus lectores originales, sino los consumidores de grandes producciones (a lo mejor, los mismos que "alucinaron" con Titanic). De ahí que todos y cada de los filmes superheroicos se explayen en la ilustración profusa de los antecedentes del personaje, sin dar nada por hecho (algo que, por otro lado, ha sido un común denominador en casi todas las nuevas reformulaciones de los mitos Marvel y DC a lo largo de estas últimas tres décadas; no es tan raro).
Quizás por eso también (parafraseando a Pepo Pérez), en la crítica de Iron Man de Carlos Boyero (uno de los mejores de este país) se lea eso de que el "sentido del humor está ausente en este discurso sobre el bien y el mal, con lo cual el fastidio es superior". Y es que, precisamente, lo mejor del Iron Man de Jon Favreau es su sentido del humor. ¿Hay que conocer al personaje y su mitología para entenderlo, para disfrutar del mismo? Las palabras de Boyero nos hacen dudar. Casi todas las intervenciones en pantalla de ese gran actor que es Robert Downey Jr., destilan humor e ironía. No nos referimos a la socarronería chulesco-macarra a lo Rambo que "perfuma" al héroe prototípico americano de las últimas décadas, no, aunque de esa también hay en Iron Man; hablamos de un humor más fino que enlaza directamente con la evolución comicográfica del personaje, ese chulo playboy acomplejado, con un fondo tragicómico que le lleva del patetismo a la parodia sin perder ni un ápice de su heroicidad. Nos parece que la película ha sabido recoger ese punto bastante aceptablemente. Por eso, sobre todo, nos ha parecido divertida.
Bueno, y porque aparece el Downey Junior en un papel que le viene al dedo. En uno de los primeros cómic-books de los Ultimates sus personajes fantaseaban con la divertida hipótesis interdisursiva de quién representaría a quién en una posible adaptación al cine de sus andanzas heroicas: Tony Stark lo tenía claro (bueno, Millar y Hitch, en realidad), no podía ser otro sino Johnny Depp (Hitch incluso dibujó al personaje con ese referente fisonómico presente). No por mucho, pero se equivocaron. Robert Downey Jr. es un Iron Man tan perfecto que hasta comparte pasado, traumas y reivenciones; así que cuesta tan poco creerse su lado golfo y divertido como su faceta de angel caído y redimido.
Sus intervenciones son lo que más nos interesan de la película, sus momentos en el laboratorio al cobijo de su aparataje tecnológico; sus cruces de relaciones "jefe-sirvienta", chanzas y miradas, con esa sosísima y sumisa (también paródica) Pepper Potts; sus vuelos sin motor en el interior de la armadura y la muy lograda visión subjetiva desde el casco de Iron Man.
Nos atraen mucho menos todos los aspectos de la película que huelen a fórmula, empezando por el episodio iniciático en el desierto afghano, que nos recuerda por momentos a algunos episodios de El Equipo A y a casi todos los de McGyver. Tampoco acabamos de "entrar" en los necesarios (argumentalmente) como intrascendentes (narrativamente hablando) episodios de confrontación entre Iron Man y sus sucesivos enemigos-obstáculos. Y de la historia de amor, qué decir, predecible desde el primer boceto de trailer de la película, al igual que la facilona (por obvia) exposición del conflicto moral armamentístico que sobrevuela toda la cinta... Dicho lo cual, volvemos a nuestras primeras palabras, nos lo pasamos bien, nos reímos y dimos por bien gastado el dinero: aceptamos Iron Man como cine (espectáculo).

miércoles, noviembre 21, 2007

Malas nuevas para nuestras letras y pantallas.


Cierto es que aquí solemos hablar de cómics y también lo es que acabamos de postear ahora mismo, pero,casi a la vez, nos enteramos de una noticia luctuosa que nos deja tristes y un poco apagados. Permítanme que rompa inercias y hábitos blogueros para dedicarle un pequeño homenaje (vía Vizcarra) a este señor que tanto nos ha hecho disfrutar. Echaremos de menos su presencia... y su voz.

viernes, mayo 04, 2007

Perder el trazo, por Jordi Costa (sobre Spiderman 3 y otras menudencias)

Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con las críticas cinematográficas como con las últimas que nos está regalando Jordi Costa en El País, a cuento de la (no tan) reciente avalancha de adaptaciones cinematográficas. La última tiene como protagonista al ínclito Spiderman, recauchutado por la gracia de aquel señor comiquero, y como objeto, la última película de ese otro señor "cinematografero" (hay que hacer algo con nuestros palabros comicográficos).
La cosa (la reseña) está tan bien, que la voy a reproducir en este post, sin que nadie se me moleste, espero. Entiéndase como homenaje disfrutado, que espero también puedan disfrutar esos fieles amigos de las américas que nos honran día a día con sus visitas.
De la película, hablaremos (tal vez) cuando la veamos (si la vemos). Lean y piensen en lo leído.
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Perder el trazo, JORDI COSTA (El País, 04/05/2007)
Sam Raimi era un maestro en la elocuencia de las formas. Cuando, en Terroríficamente muertos (1986) mezcló el lenguaje del gore con la caligrafía de los dibujos animados, hizo el mejor comentario crítico posible a la cultura de la inmadurez propia del babyboom, al tiempo que forjaba una de sus más afortunadas expresiones estéticas. En sus manos, recursos expresivos tremendamente antiguos -en su mayor parte tomados del cine popular de los años treinta y cuarenta- eran sometidos a una aceleración casi pospunk.
Para Raimi, la forma era la identidad. No era extraño que, cuando dirigía escenas de virtuoso para sus compinches los hermanos Coen, el resultado delatase su evidente autoría. La identidad -y, en consecuencia, el estilo- es el precio que el cineasta ha tenido que pagar para encontrar su lugar en el sol de la industria de Hollywood: quizás el director de las tres entregas de Spiderman sea un competente conductor de aparatosas franquicias sobreproducidas, pero, definitivamente, no es Raimi. O no es el Raimi que era. Usando un pertinente símil con el lenguaje del cómic, podría decirse que Raimi ha perdido definitivamente su trazo.
Spiderman 3, superproducción inmune a críticas que caerá sobre las taquillas con la fuerza de un tsunami, es una película diseñada como un atropellado fin de fiesta, una celebración de la suma como fin en sí mismo que convoca a tres supervillanos, esboza un discurso sobre la intoxicante cultura de la fama, indaga con sonrojante ingenuidad en la ambigüedad moral del superhéroe y no olvida incorporar algunas curvas a su subtrama sentimental.
Hay, por supuesto, algunas escenas de acción sobresalientes -en esta ocasión, una grúa fuera de control y el rescate vertiginoso de Gwen Stacy proporcionan los mejores sobresaltos-, pero lo que domina el conjunto es un embarullamiento digital fuera de control que, inevitablemente, hace añorar a ese maestro del frenesí visual inteligible que fue Raimi.
El cameo de Stan Lee y el pequeño papel cómico reservado a Bruce Campbell, actor fetiche del cineasta, aportan una clave para descifrar la vehemencia acumulativa de la película: Spiderman 3 funciona como una lista de peticiones del espectador -de los muchos espectadores posibles- hecha realidad... porque sí.
En su primera película sobre el personaje, Raimi tenía claro qué Spiderman estaba llevando a la pantalla: el Spiderman candoroso, fundacional y casi de línea clara de Steve Ditko. El fundamentalista del tebeo podía incluso llegar a entender que, por una exigencia de simplicidad, Mary Jane Watson ejerciese de primer interés romántico de Peter Parker. Ahora resulta bastante más difícil comprender por qué comparece Gwen Stacy -en el original, parte fundamental del gran mito trágico del personaje- para aportar una tensión sentimental tan rematadamente estúpida y, sobre todo, por qué el Spiderman de Ditko convive con el de Todd McFarlane en una auténtica apoteosis del todo vale. Quizás era mejor el cómic, pero, tal y como está el patio, quizás sea más razonable esperar que, por lo menos, el videojuego esté a la altura de una campaña promocional tan avasalladora.