jueves, agosto 25, 2016

La ternura de las piedras, de Marion Fayolle. Viñetas alegóricas

Entre los rasgos principales de eso que hemos dado en llamar Postmodernidad deberíamos sitúar la eliminación de fronteras y el rechazo a las categorías estancas por lo que respecta a formatos, géneros e incluso disciplinas artísticas; en estos nuevos tiempos, toda manifestación cultural es susceptible de mestizaje o trasvase discursivo.
No es algo nuevo, en realidad. En las vanguardias históricas encontramos un sinfín de ejemplos basados en el apropiacionismo y la hibridación: la poesía caligramática futurista, los cadáveres exquisitos del surrealismo, el arte encontrado dadaísta... Dentro de la idea de ruptura con el arte oficial, la experimentación interdisplinar cumplía una labor importante, y el desafío a las convenciones parecía el signo de los tiempos; así lo ejemplifican la prosa poética de Gabriel Miró, las greguerías de Gómez de la Serna, los acercamientos de Dalí al cine o, algo más tarde, los poemas objeto de Joan Brossa.
La llegada del arte pop difumina las fronteras aún más, empezando por la ruptura del eje fundamental entre alta y baja cultura. El cómic, que durante muchas décadas había sido circunscrito a la segunda categoría, se ve por primera vez libre de ataduras para experimentar con temas, formatos y estéticas en los que nunca antes se había adentrado. De aquellos tiempos, estos logros (novela gráfica mediante).
Hemos tirado de introducción generosa para presentar un cómic que es en sí mismo de difícil clasificación. A decir verdad, pocas veces hemos visto trabajos parecidos. La ternura de las piedras, de Marion Fayolle, es un cómic, pero podría situarse en algún territorio indefinible entre la poesía libre, la prosa poética o la ilustración lírica.
Es cierto que hay muchos cómics cargados de un profundo espíritu lírico: cómo no pensar en Edmond Baudoin y obras suyas como El viaje; o en Cinco mil kilómetros por segundo de Manuele Fior y en los trabajos de Bastien Vives, por referir ejemplos más cercanos. Haciendo memoría, tendríamos que mencionar también al gran Javier Olivares y sus Cuentos de la estrella legumbre como ejemplo puro de cómic poético (si en verdad se puede afirmar tal cosa). Sin embargo, insistimos, hasta ahora no habíamos leído un cómic que, en sus  intenciones y estética visual, trasladara con tanto acierto las herramientas del discurso poético a ese territorio doblemente articulado por la imagen secuenciada y la palabra que llamamos cómic.
Y es que, si fuéramos rigurosos en el análisis de La ternura de las piedras, tendríamos que concluir que la obra de Fayolle es toda una alegoría y que su historia se construye por medio de la acumulación de tropos y figuras retóricas: en particular metáforas y metonimias; pero también repeticiones, paradojas, elipsis y sobreentendidos.
La ternura de las piedras es una elegía atípica, un peculiar ejercicio de duelo por parte de su autora: son las viñetas a la muerte de su padre. Confiesa Fayolle que comenzó el libro con el principio de la enfermedad de su padre: un cómic que arranca como terapia y concluye como epitafio. Entre medias, se esboza la convivencia familiar con la enfermedad, trágica como una losa, y los recuerdos sobre el padre que fue; sin ahorrar reproches, sin dulcificar los desafectos a costa de la enfermedad. No es fácil hablar del dolor, librarse de él y exorcizarlo a través del arte o la literatura (sobre todo sin caer en el sentimentalismo o en lugares comunes). Esta joven artista opta por dibujar su pena dotándola de carga simbólica, convirtiendo sus recuerdos y vivencias en metáfora y símbolo mismo; lo hace despojando sus sentimientos de sentido y sustituyendo ese significado que desaparece por otra cosa: por una imagen, por una idea, por un objeto... La definición misma de "tropo".
La concreción visual de ideas tan líricas podría resultar banal, obvia, forzada, pero no es el caso de La ternura de las piedras. Cuando leemos sus páginas (algunas secuenciadas en viñetas, otras sobre una estructura de dibujo-trayecto o formadas por una única página-viñeta convertida en metáfora), traspasamos con facilidad la frialdad de la nueva imagen simbólica para penetrar en el sentimiento vivo que se encierra en su interior.
Para sus fines, recurre Fayolle a un dibujo delicado y a una línea tan fina, tan leve y quebradiza, que parece que sus imágenes se sostienen sólo en el precario equilibrio de la memoria efímera. Su dibujo nos recuerda al de Anders Nilsen, otro orfebre del cómic. Todo es sutil en estas páginas: el profuso rayado que nunca es intrusivo, el uso sensible del color e incluso la propia caligrafía de Fayole. Esta última, diminuta e igualmente delicada, resulta tan íntima como las ideas que expresa: el relato de la decadencia paterna huye de vaguedades, de generalidades o de pensamientos colectivos, nos conduce en la única dirección de un yo autoral que parece hablar de sí mismo y para sí mismo. Fayolle quiere que sepamos que su historia es suya, que su dolor es suyo: no sabemos si nos cuenta su historia para compartirlo con nosotros, sus lectores, o simplemente porque es la mejor manera que ha hallado para librarse de él. 
Se dibuja junto a su hermano trepando por la silueta negra de su padre y nos confiesa con falsa ingenuidad: "Papá fue muy amable al pensar en una treta para que pudiéramos irnos discretamente. Pero, ahora que se había vuelto una persona frágil, me apetecía cuidarlo y preferí retrasar el momento de volar". En otro momento del libro, cuando la salud de su padre se deshace a raíz de su cáncer, Fayole se imagina a su madre protegiéndolo en una urna de cristal: "Mi papá era muy frágil", dice. El lenguaje simple, casi infantil, y la metáfora trasparente trabajan en una misma dirección: la de personalizar la narración y convertirla en una experiencia única de la memoria. Una experiencia tan singular como pueda serlo la lectura de este cómic conmovedor e inclasificable.
 

miércoles, agosto 10, 2016

Las grandes mujeres de Ana Villamuza

Nos gusta hablar de amigos en el blog, sobre todo cuando atesoran tanto talento como Ana Villamuza. Dibujante muy técnica, la palentina está realizando una serie de dibujos a lápiz dedicados a mujeres silenciadas o no suficientemente reivindicadas en la historia del arte y el pensamiento. Entre ellos, encontramos nombres conocidos como Marjan Satrapi o Mona Hatoum, junto a otros mucho menos visible, como Sophie Calle o Hannah Höch....
Nunca es tarde para el feminismo necesario y para el conocimiento de la historia no oficial. "Mujeres" es una buena oportunidad para descubrir nombres de mujeres creativas y ponerles rostro. El de Ana Villamuza es uno de los que deberíamos añadir a la lista.
Marjan Satrapi
Sophie Calle
Hannah Höch
Mona Hatoum
Sophie Taueberg
Carrie Mae Weems

miércoles, agosto 03, 2016

Desvelarte, grafitis cantabros

Hemos regresado a Santander, como muchos otros veranos, y hemos dedicado una parte de nuestro ocio a ver, rastrear y disfrutar de exposiciones.
Una de la que más nos ha gustado no se busca, se encuentra; y es tan constante como perecedera, tan efímera como memorable. Desde hace un tiempo, Santander se ha llenado de arte urbano, de muralismo y de grafitis. No hace tanto, un amigo (de quien hablaremos en breve en esta bitácora) y artista en rumbo al estrellato nos contaba al respecto una anécdota muy significativa: en la puerta tapiada de una casita venida abajo, toda ruina ella, dibujó una de sus siluetas negras, paradójica y poética. Al día siguiente, los servicios de limpieza de Santander habían limpiado su metáfora visual con agua a presión, pero habían dejado las vacuas pintadas de alrededor, las firmas engreídas sin más personalidad que el rayón escupido.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces, parece. Ahora las autoridades alientan y apoyan el arte urbano, que ha dejado de ser ofensa para convertirse en vanguardia digerida por el mainstream. Ahora se promociona a quienes antes se silenciaba o ignoraba, y se persiguen iniciativas como las que promueven los chicos de ACAI (Asociación Cultural de Artistas Independientes), que han organizado el Desvelarte de este curso. Gracias a ellos, en Santander podemos ahora disfrutar de obras de artistas reconocidos a nivel nacional e internacional, gente como Judas Arrieta, Boamistura, José Luis Serzo, Okuda, Dulk, y tantos otros.

viernes, julio 29, 2016

Intrusos, de Adrian Tomine. Madurez generacional (en ABC Color)

En nuestro último artículo para el suplemento cultural de ABC Color, de Paraguay, hemos hablado de Intrusos, la última obra de Adrian Tomine. Se trata de un libro formado por seis historias breves; género en el que el norteamericano se ha revelado un verdadero maestro desde que publicara sus primeras historietas en su fanzine Optic Nerve. Intrusos es un trabajo complejo y ambicioso; un paso adelante en la capacidad narrativa de su autor y, en cierto sentido, una declaración de principios por parte de uno de los nombres esenciales de la revolución de la novela gráfica. De todo ello hablamos en "Madurez generacional". Acompaña a nuestro texto un afinado perfil biográfico a cargo de Juliá Sorel: "Adrian Tomine, Cazador de rutinas".
Se escucha y se lee mucho últimamente que Intrusos (Killing and Dying, en inglés) es el trabajo más maduro de Adrian Tomine. Analicemos qué hay de cierto en ello, y que hay de nuevo en ésta, su última colección de relatos breves.
Tomine pasa por ser uno de los grandes autores contemporáneos de la narración comicográfica. Las revistas y publicaciones más prestigiosas del mundo se pelean por sus dibujos e ilustraciones y prácticamente todos sus cómics se reciben con elogios unánimes de crítica y público. Lo curioso es que la cosa es así desde que el canadiense tenía 16 años y comenzó a autoeditarse su fanzine Optic Nerve en los 90 y a vender sus entregas por correspondencia antes de que Drawn & Quarterly (nada menos) se fijaran en él. Un talento precoz, un narrador superdotado.
Pero, ¿qué queda en Intrusos de aquel joven creador cuyas historias cortas todo el mundo comparaba con las de Raymond Carver? Sobre todo, precisamente, su gusto por la brevedad, por la condensación de la historia. Uno de los rasgos que más nos gustaban del Tomine de los Optic Nerve, perfeccionado en Sonámbulo y otras historias o Rubia de verano (dos de las recopilaciones de sus historias cortas publicadas en España), era esa capacidad de capturar el instante representativo: ese ojo clínico y quirúrgico que condensaba la vida o la psicología de un personaje en solo unos minutos, días o meses de su existencia. Sus historias parecían en el fondo fragmentos de narración, relatos in media res, que carecían de un principio o un final. Todavía hay mucho de ello en Intrusos, aunque la temporalidad de las historias de Tomine se haya vuelto, en general, más compleja y menos lineal: el relato que da nombre a la edición española, por ejemplo, apenas abarca unos días en la vida de su protagonista, un hombre de quien ni siquiera sabemos el nombre y que parece vivir una de esas etapas vitales de crisis y comportamientos erráticos que invitan más al olvido que a la creación de una historia a su alrededor. De otra situación de crisis personal arranca «Vamos, Búhos», de cronología igualmente breve (unas semanas, de nuevo), construida por pequeños saltos temporales irregulares. Es la historia del encuentro de dos personajes de edades diferentes que no tienen en común más que el estar perdidos y el carecer de una perspectiva futura de redención. Historias breves e instantes escogidos para la reconstrucción de vidas complejas: el Tomine de siempre, si cabe aún más hábil, imaginativo y complejo en la construcción de sus tramas (lo demuestra, por ejemplo, su fabuloso uso de la elipsis en «Triunfo y tragedia»).
De sus orígenes, el autor conserva también su enorme capacidad como dibujante realista, que no ha hecho sino mejorar con el tiempo (como ya dejó claro su excelente primera novela gráfica Shortcomings). Ha desaparecido cierta uniformidad que imprimía a las fisonomías femeninas y a sus personajes más jóvenes, en general. Tomine se ha consolidado como un dibujante sobresaliente: un autor con una línea clara y limpia que consigue capturar la realidad con un nivel de detalle y una apariencia de facilidad que no debe engañarnos respecto a su capacidad gráfica. Además, el Tomine de Intrusos es un dibujante mucho más ecléctico: juega constantemente con diferentes registros estilísticos y experimenta con recursos audaces en los usos cromáticos, como la alternancia entre el color y el blanco y negro en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”»; el falso empleo del bitono en «Vamos, Búhos»; el finísimo trazo gris vectorial en «Triunfo y tragedia», en vez de su habitual línea firme; o el gris monocromo en «Intrusos». En cada historia del libro, recurre a un estilo y una técnica de dibujo diferente, demostrando que es un creador en constante búsqueda. Así, mientras su estilo en «Amber Sweet» se parece mucho al de la línea clara y los colores planos que le hicieron célebre, el trazo suelto y modulado de «Intrusos», junto al empleo de la mancha y el sombreado expresionista, nos recuerda mucho más a autores como David Mazzucchelli o, si nos retrotraemos más en el tiempo, a los juegos de iluminación de un maestro como Milton Canniff.
Y es ahí donde tenemos que buscar la madurez del nuevo Adrian Tomine: en su conciencia generacional o, mejor aún, en su aceptación de pertenencia a un grupo privilegiado de autores que desde los 90 están provocando uno de los cambios culturales más excepcionales que ha vivido un discurso artístico en las últimas décadas: la madurez del cómic, que ha sucedido a la consolidación de la novela gráfica como formato. Tomine se sabe uno de los elegidos y, con sus pares, comparte el momento y avanza en una experimentación formal y conceptual intrínsecamente unida, en realidad, a la recuperación del pasado.
Quizás no haya mejor manera de entender Intrusos que por la lista de agradecimientos que el autor publica en las páginas finales. Entre sus nombres, adivinamos a algunos de los nuevos narradores de la literatura estadounidense, como Zadie Smith; encontramos a Chris Oliveros, el mago-visionario que en 1990 fundó Drawn & Quarterly, la casa editorial que tanto ha hecho por la consolidación del cómic moderno; aparece también otra visionaria, Françoise Mouly, que con su marido Art Spiegelman decidió a inicios de los 80 que el cómic podía ser un vehículo de alta cultura, un medio de creación adulta, y fundó la revista Raw.
Pero, sobre todo, en esa lista aparecen nombres como Chris Ware, Daniel Clowes o Seth..., los coetáneos de Adrian Tomine, los miembros de su «hermandad» artística: los que, como él, estaban llamados a cambiar el futuro del cómic cuando empezaron a participar en proyectos como Raw o cuando en el arranque de los 90 comenzaron a publicar y autoeditar revistas y fanzines cuyos nombres están cargados hoy de misticismo fundacional: Eightball, ACME Novelty Library, Palookaville u... Optic Nerve. 
Todos ellos se propusieron revitalizar el cómic, ampliar sus fronteras, desde una mirada constructiva al pasado, no solo del cómic, sino también de la ilustración o la tipografía. Construir un nuevo edificio a partir de la obra de genios como Winsor McCay, George Herriman, Frank King o Will Eisner, a los que las historias del arte y de la narración nunca habían puesto en el pedestal que se merecían. Sin ir más lejos, encontramos la influencia de Frank King en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”», con su alternancia entre episodios a media página en blanco y negro y otros a página completa en color, claro recuerdo de la transición de las antiguas tiras periodísticas diarias (dailies) a las grandes planchas dominicales a color (sundays). Habíamos visto ejercicios parecidos en la obra de Daniel Clowes (Ice Haven) o Seth (George Sprott). Igualmente, es imposible leer el relato «Traducido del japonés» y no recordar la obra de Chris Ware (y, de rebote, la de Winsor McCay), con esas preciosas postales de espacios apenas habitados, tan frías, detallistas y perfeccionistas que crean una geografía narrativa casi fotográfica (apoyada además por la visión subjetiva que construye el relato).
Es cierto, Intrusos es seguramente el trabajo más maduro y complejo de Tomine hasta la fecha, pero, sobre todo, es un ladrillo más de los muchos que él y sus «amigos» están colocando en la creación del edificio del cómic: el mismo espacio que habrá de cobijar el futuro del medio.

jueves, julio 21, 2016

Lumière, Christophe, Renoir, Langlois y Rohmer

Ha caído en nuestras manos una copia de Louis Lumière, el documental que Éric Rohmer grabó en 1968 con la conversación a tres bandas que él mismo mantuvo con Jean Renoir y el actor Henri Langlois sobre el trabajo pionero de los Louis Lumière.
Como se podía esperar de tipos tan brillantes y elocuentes, durante la hora larga de metraje, hablan de muchos temas más allá de Lumière o del nacimiento del cine. A lo largo de la conversación se adivinan dos formas de entender la cinematografía: por un lado, la visión intelectual y cultivada de Renoir y Langlois, en la que tiene mucho peso la mirada clásica academicista, el peso de la historia y la reivindicación de Lumière como cineasta, mas que como inventor. Frente a éstos, aunque sin llegar a mostrar en ningún momento discrepancias radicales con ellos, surge la visión más moderna y crítica con el pasado de Éric Rohmer. Durante toda la grabación, oímos la voz del director en off detrás de la cámara, pero nunca llegamos a ver su rostro a lo largo del filme.
Hemos traído Louis Lumière a colación, no obstante, por un breve diálogo que tiene lugar en su primera parte. Un intercambio de opiniones que de algún modo sintetiza esas dos visiones del cine que venimos comentando y que además nos ofrece una excusa perfecta (si es que hace falta alguna) para encajar unas reflexiones cinematográficas en un blog que, como éste, se presume comiquero... El documental (que insertamos más abajo con subtítulos en español) es toda una lección de estética y pensamiento. Una clase magistral de historia del cine. 
Conversan Rohmer y Renoir acerca de L'arroseur arrosé (El regador regado), la pieza breve de los Lumière de 1895:

Eric Rohmer: ...en estas películas [de Louis Lumière] no hay constancia de lo que solemos llamar lenguaje cinematográfico. 

Jean Renoir: Claro que no, pero ¿no es el lenguaje cinematográfico en realidad una convención que nos ayuda a explicar nuestros deseos y nuestros sueños? 

E.R.: Sí, pero es que no existía una selección de planos, primeros planos, planos generales. Se grababa todo desde la misma perspectiva.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros de eso?

E.R.: No estoy de acuerdo.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros? Que el operador colocara su cámara sin una guía de planos en busca de una visión honesta de la realidad, no significa que su elección final no vaya a reflejar su talento, aunque sea de forma inconsciente. Me parece muy importante señalar que muchas de las obras maestras de la historia del arte se crearon sin llegar a anticipar su grandeza. Es más, hoy cuando tú o yo hacemos una película, si tenemos éxito, si la película es aceptable, lo será a pesar de nosotros.

E.R.: Voy a hacer de abogado del diablo. Cuando era pequeño, leí
Le Sapeur Camember de Christophe, y al final del libro había una historieta titulada El regador regado. No sé si la historieta fue anterior o posterior a la película de Lumière, pero tampoco importa demasiado. Este cómic está dividido en viñetas, como una película moderna, y de algún modo está organizado en planos. Sin embargo, podemos criticar la película de Louis Lumière, El regador regado (las dos versiones que existen de ella), precisamente porque no utiliza diferentes tipos de plano.

J.R.: Es cierto, pero a mí tampoco me molesta. La ausencia de diferentes planos no me molesta en absoluto. No responde más que a la adaptación del artista a los hechos, a las circunstancias. El Regador regado de Lumiere se filmó en un plano único porque entonces no era práctico volver a cargar la película para cambiar el tipo de plano, porque a nadie se le ocurrió interrumpir la grabación y decir "vamos a grabar otra vez y a continuar la historia desde este mismo punto". Para un cómic, sin embargo, era mucho más sencillo, porque todo lo que se necesitaba para llevarlo a cabo era un lápiz y una hoja de papel.

E.R.: Bueno, pero yo creo que...

J.R.: En este caso, creo que me quedaría con la versión de Lumière, porque como la técnica era más compleja y dificultosa, estaba obligado a un mayor esfuerzo para que todo funcionara bien. No tenía tanta libertad. La libertad en el mundo del arte es muy peligrosa.

E.R.: Sí, pero la historia del cine empezó a avanzar en el momento en el que se descubrió que un primer plano era más expresivo que un plano general, o al menos algo diferente, y se decidió que el arte cinematográfico se basaba en realidad en la secuenciación de planos.

J.R.: El mundo avanza, desde luego, y vamos evolucionando. Llevamos quince minutos charlando amigablemente y ninguno de nosotros es la misma persona que hace un momento. Hemos aprendido muchas cosas el uno del otro, nos conocemos mejor. En este rato, la Tierra ha girado y el mundo ha progresado. Y sucede así con todas las cosas. Hoy en día es imposible rodar una película con la misma tecnología que Lumière. Siento repetirme a mí mismo, pero Louis Lumière recurría a la tecnología que existía en la época de los coches de caballo y cuando las mujeres vestían con faldas largas y corsés.

E.R.: Veo que Henri Langlois no está de acuerdo con lo que le he dicho a Jean Renoir, mi afirmación de que a Louis Lumiere no le interesaba la composición.

Henri Langlois: Creo que es una ilusión, simplemente. Una ilusión basada en el hecho de que actualmente las películas tienen 1.500 metros de extensión, o 100 metros, o 250 metros, y podemos unirl una con otra. Cuando apareció el cine, el problema era que sólo disponían de películas de una cierta extensión y los autores tenían que hacer algo ciñéndose a un número reducido de metros de película. Cuando se estudian las películas de Lumière con atención, parecen muy espontáneas. Se colocaba la cámara en la calle y veíamos lo que sucedía delante del objetivo; y si la película grababa algo emocionante o destacado, se achacaba a la suerte. Sin embargo, resulta muy obvio en algunas de las secuencias de Lumière que no era sólo una cuestión de azar.

miércoles, julio 13, 2016

Mameshiba, de Cristian Robles. Internet, el hip-hop y las alubiasverdes japonesas

El barcelonés Cristian Robles, autor de Mameshiba, tiene 25 años y se nota. Pertenece a una generación que ha nacido y crecido en un entorno digital, que gracias a las redes y plataformas sociales ha tenido acceso a un catálogo audiovisual sin límites geográficos ni temporales y que, en definitiva, se han hecho adultos en una sociedad cuyo paradigma cultural se forja sobre una base radicalmente nueva y diferente a la que configuraba todo el entretenimiento (e incluso el arte) del S.XX. Cristian Robles no puede tener recuerdos de Barcelona 92, de la escasa oferta televisiva de aquella España o del acceso a la música limitado y abusivo que vivimos tantas generaciones. Es un joven que ha crecido con el manga y la eclosión de la cultura japonesa en occidente; que ha disfrutado de la difusión musical, fílmica y serial abierta y siempre accesible que ofrecen Youtube, Spotify o Facebook; que ha escuchado a grupos de hip-hop en español consagrados; que ha visto como el mundo se abría en el escaparate mínimo de un iPhone y la distancia y el tiempo perdían su condición limitante... Todo eso está en su cómic Mameshiba (y de algún modo en Ikea Dream Makers y Soufflé, los trabajos anteriores de Robles), editado por DeHavilland Ediciones para su colección LaMansión en Llamas; que tantas puertas está abriendo a nuevos autores del panorama nacional.
Cristian Robles es un dibujante que ha crecido en un momento en el que David Lynch, Todd Solondz o Daniel Clowes ya están asimilados, y que, seguramente, ha leído a Dash Shaw, a Olivier Schrauwen, a Carlos Vermut, a Luke Pearson o a Michael DeForge; artista con el que le une una afinidad estilística y una inclinación innegable hacia cierto surrealismo pop, lineal y naíf. La sombra de DeForge es alargada en los últimos tiempos: nos parece reconocerle en bastantes dibujantes del presente que nos gustan mucho, como Ana Galvañ, o Cristian Robles. Su extrañeza conceptual, la experimentación formal y el afán por la creación freak se repiten en sus obras. En Mameshiba, esa inclinación hacia la otredad, hacia el exotismo psicodélico, está muy conectada con Japón y el fenómeno fan.
Su protagonista, Bunny, es una muchacha rapera que vive en una casa de campo con su hermana. Su aislamiento rural no le impide tener una activa vida social y digital, gracias a su canal de YouTube y a las redes sociales, así como una intensa actividad cultural. Un día le llega la oportunidad de participar en un “torneo de gallos” en el que el rapero ganador podrá asistir al tour europeo de la gran estrella del hip-hop, Mameshiba, y conocerla en persona. Hasta aquí todo resultaría más o menos normal, si no fuera porque Mameshiba es una alubia verde japonesa: una edamame parlanchina, fanfarrona y bastante viciosa. En realidad, la versión calavera de un exitoso personaje preexistente de animación nipona, creado por Kim Sukwon. 
Robles sitúa su historia en una geografía tecnológica (no necesariamente futurista, Japón ya es el futuro) y corrupta (elijan ustedes tiempo y país para esta asignación), pero al lector de la nueva novela gráfica no debería sorprenderle el modo en que su autor intercala con naturalidad referencias al manga, a los videojuegos y a la tecnología, o la forma en que alterna entre diferentes lenguas conectadas a los medios audiovisuales. Después de todo, sólo era cuestión de tiempo que la generación digital empezara a dibujar y experimentar con el lenguaje del cómic; o que alguno lo hiciera tan bien como Cristian Robles.

jueves, julio 07, 2016

La ciudad del Rey (un original cumpleañero)

¿Se acuerdan de que hace unas semanas le dedicamos varios posts a las arquitecturas de ficción, utópicas y distópicas, con motivo de  nuestra afición a las ciudades superheroicas y nuestros afanes coleccionistas?
Abundando en esas ideas entrelazadas (las ciudades, los superhéroes y el coleccionismo), queríamos presentarles la estampa de la última urbe que nos hemos regalado por nuestro cumpleaños y que va a colgar de nuestra pared. Ya tenemos reservada una viñeta en ella para pasar el veranito... ¿Les suena el arquitecto? Un genio con mayúsculas.

jueves, junio 30, 2016

La muerte de Stalin, de Nury y Robin. El Aparato perverso

La primera referencia visual que se nos viene a la cabeza cuando abrimos La muerte de Stalin y le echamos un vistazo a los dibujos de Thierry Robin es Tim Sale. Los dos comparten un mismo gusto por la caricatura estilizada y sombría, y por un uso expresionista de las sombras y el color. El dibujo de Robin es, no obstante, más detallista y anguloso, más simbólico también. 
Sin embargo, en La muerte de Stalin no aparecen superhéroes, sólo supervillanos; y mucho peores que el Joker, Penguin o Kingpin. Hubo un tiempo en que la figura de Stalin (y el Aparato soviético de los años de plomo comunistas) contaron con cierta indulgencia por parte de la progesía europea. Todavía no existía la suficiente perspectiva histórica para calibrar la barbarie bolchevique y poder situar el sadismo psicópata de tipos como Stalin al nivel de otros monstruosos congéneres como Hitler y sus patéticos “subalternos” Mussolini y Franco. El posicionamiento anticapitalista ante los abusos interesados de Estados Unidos en geografías del Sudeste Asiático, Centro y Sudamérica, durante los años de la Guerra Fría y el Telón de Acero, hicieron el resto.
Una vez caídos el telón y la venda, la Historia se ha mostrado con toda su insoportable crueldad. El cine, la novela y el cómic han abordado el tema con interés creciente, dando lugar a trabajos muy estimables. Hablábamos de ello cuando reseñamos ese cómic de terror que es Cuadernos ucranianos, de Igort. En él, el italiano relataba con detalle la purga genocidio que Stalin llevo a cabo en Ucrania, provocando una hambruna con la finalidad de castigar a disidentes y latifundistas desafectos al régimen. 
La muerte de Stalin plantea el escenario histórico de los últimos días del dictador y las luchas intestinas de Politburó soviético por rellenar el vacío y ocupar las posiciones de poder. Las crías de la serpiente devorándose unas a otras en el nido junto al padre muerto. El guión de Fabien Nury captura la atmósfera sofocante y totalitaria de un régimen enloquecido, burocratizado hasta la paranoía y en proceso continuo de autocombustión fraticida. Lo hace con un ritmo trepidante y con un humor negro  que encaja perfectamente con las situaciones kafkianas del caos y la confusión que sucedieron a la muerte de Stalin (tan deseada por muchos de los suyos). Asistimos a los manejos de Beria para hacerse con el poder y al contraataque de Khrushchev, somos testigos del dolor fanatizado de Molotov y de la reacción descontrolada de Vassia, el cruel hijo de Stalin.
Comenta Thierry Robin que en 2008 recopiló importantes cantidades de material y documentación con el fin de dibujar una biografía sobre la figura de Stalin. Se rindió cuando se percató de la proporción de una tarea que le hubiera exigido más de 1000 páginas y muchos años de trabajo. De aquella empresa resultaron un buen número de páginas ya dibujadas y la base conceptual del proyecto que poco después le propondría Fabien Nury: dibujar los acontecimientos que rodearon la muerte de Stalin y las reacciones de sus protagonistas. 
Porque este es, en realidad, un cómic coral; un trabajo en el que el protagonista permanece siempre en un segundo plano, mientras la sombra de sus atrocidades cruza cada una de sus páginas creando una red de sobreentendidos, referencias a trágicos acontecimientos históricos e insinuaciones en voz baja sobre el gulag, las purgas intestinas, el miedo generalizado, la paranoia o las delaciones. La corte de personajes que rodeaban a Stalin protagoniza unas páginas y una Historia sobre cuyas licencias nos advierten sus propios autores:
A pesar de estar inspirada en hechos reales, esta historia no resulta ser menos ficticia. Está libremente construida a partir de una documentación parcelaria, en ocasiones parcial y a menudo contradictoria...
Los autores quieren dejar claro que, en cualquier caso, ellos apenas han tenido que forzar su imaginación, siendo incapaces de inventar nada remotamente parecido a la furiosa locura de Stalin y su entorno.
Es un mensaje calculadamente ambiguo y cargado de la misma ironía inteligente que recorre el cómic. De hecho, notará el lector que  los acontecimientos que en él se cuentan resultan en ocasiones tan disparatados, que es imposible que la Historia los escribiera de otro modo. En otros casos, como bien nos avisa el historiador Jean-Jacques Marie en el posfacio, las hipérboles, los desplazamientos temporales y los excesos caricaturescos, responden a unos fines narrativos que ofrecen “una imagen de conjunto a veces más verídica que los propios sucesos”. La de un fragmento de la historia oscuro, trágico y que nunca deberíamos olvidar. Terminamos de leer La muerte de Stalin y nos recorre un escalofrío, junto a la certeza de que no cualquier tiempo pasado fue mejor.