domingo, agosto 06, 2006

Superhéroes en decadencia, de Donald Soffritti.

Estaba el otro día paseándome entre algunas de las webs y blogs comicográficos que visito con cierta asiduidad (que poco a poco voy incorporando en la barra de vínculos), cuando, al revisar posts anteriores de The Comics Reporter (la imprescindible página de Tom Spurgeon), me topé con unas imágenes de un tal Donald Soffritti que me parecieron simplemente geniales.
Me pongo a "googlear" (que dicen ahora los americanos) y encuentro que se trata de un joven autor italiano, de influencias disneyanas, que ha trabajado consiguientemente en publicaciones como Topolino o W.I.T.C.H. y que colabora con diversos periódicos como La Gazzetta dello Sport. Entre sus trabajos en cómic, encontramos la serie de aventuras Alienor, editada en Francia e Italia (no me consta que la hayamos visto por aquí) y Rat-man and friends/3 (inédito aún por aquí, pero me imagino que dentro de los planes editoriales futuros de Panini, que está publicando los comic-books del personaje).
De casi todo esto y de alguna cosilla más, me entero en la entrevista aparecida en Fumettidicarta. Pero lo que me lleva a escribir esta reseña y a incorporar el blog de Soffritti en el nuevo link de mi side-bar que dedicaré a los "blogs de autor" en lengua no castellana (Blogs by the author) es la serie cómica que últimamente está dedicando en su bitácora a superhéroes decadentes. Impagables las caricaturas de Spiderman, Batman y Robin, Hulk, Thor, Supergirl o Wonder-Woman. Vamos que ni El señor de la noche, ni Watchmen, ni Marvels, ni nada... Donald Soffritti, un auténtico Nostradamus de la viñeta.
Para abrir boca vinculo dos de ellas aquí y les remito directamente al blog de Donald Soffritti.
Y a mi que este Hulk me recuerda a cierto gobernador de California.
¿Quién le dice que no a una rubia?

miércoles, agosto 02, 2006

Birdland. Porno de autor.

La última colaboración con FHM (mes de agosto) ya está en los quioscos. Aquí, la versión íntegra.
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Que Beto Hernandez se descuelgue con un cómic pornográfico, viene a ser algo así como si a Almodovar le diera por incluir en el reparto de su próxima película a Celia Blanco o Nacho Vidal. Vamos, una hipótesis perféctamente factible, pero que no deja de sorprender. El menor de los celebradísimos Hernandez Bros, creador junto a su hermano Jaime de la revista Love & Rockets y autor de algunos de los clásicos modernos del cómic (Río Veneno, Palomar, etc.), es también el dibujante y guionista de Birdland, un tebeo porno con todas las de la ley. De hecho, Birdland es algo así como la cuadratura del género, la tercera vía, la erección estética del sexo rodado, escrito o dibujado que tantos persiguen: Birdland es “porno de autor”. Los fluidos íntimos al servicio de unos personajes y sus elucubraciones vitales, casi nada. Un divertimento que, pese al desparrame argumental de su trama final, se deja leer más allá de la página 10 (ya conocéis los rigores del arte onanista); intentad llegar hasta la 69, a lo mejor le cogéis el gustillo y os animáis con los demás trabajos de su ilustrísima señoría, Beto Hernández.

lunes, julio 31, 2006

Guibert, Lefèvre y Lemercier. La fotografía de las viñetas.

Lo sé, ganó nuestro "amigo" Urosawa, pero no me digan ustedes que en lo más hondo de su corazoncito no anidaba el deseo oculto de que El fotógrafo se llevara el premio del Saló 2006. Recupero con la excusa la reseña del domingo 18 de diciembre del 2005.
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Después de tres páginas (que, todo sea dicho, sorprenden al lector no avisado), se desvela el primer secreto de El fotógrafo en sus rezagados títulos de crédito: “Una historia vivida, fotografiada y narrada por Didier Lefèvre.” “Escrita y dibujada por Emmanuel Guibert” y “Maqueteada y coloreada por Frédéric Lemercier.” ¿Demasiadas manos para un simple cómic? No se dejen engañar, El fotógrafo (obra llamada a copar los puestos de privilegio en las listas de los mejores cómics del 2005) es bastante más que un cómic y, desde luego, la simpleza no está entre sus muchos atributos.
“Me despido de todo el mundo, de la gente de Médicos Sin Fronteras. De mi madre, que se muda a Blomville. De mi abuela, de Bienchen, la perra. En el piso de París que mi madre acaba de dejar, fotografío la solitaria cadena de música. En fin, adiós París.” Así comienza uno de los experimentos comicográficos más audaces de los últimos años. El texto de esta primera página se complementa con diferentes series de fotografías montadas en tiras de contacto a partir de los negativos y con una única viñeta de un avión que se aleja, dibujada en la parte inferior. De este modo, arranca el viaje de Didier Lefèvre, la aventura que en 1986 le llevó a la primera de sus misiones fotográficas para la organización Médicos Sin Fronteras en Afganistán. El álbum, editado por Glénat (que acaba de publicar también el segundo volumen), funciona como registro documental del viaje de un fotógrafo por un territorio hostil que, en aquel momento, servía de escenario al conflicto que enfrentaba al ejército soviético, junto al gobierno comunista afgano, contra los resistentes muyahidines, que recibían a su vez apoyo por parte de diferentes gobiernos occidentales contrarios a la Rusia soviética. Todo un preludio histórico para ahondar en hechos que hoy día nos resultan lamentablemente familiares. En ese sentido, El fotógrafo se puede leer casi como un documento periodístico con una base antropológica: en sus páginas aprenderemos a entender los modos de vida y las costumbres de los pueblos vecinos al Indostán, y nos sorprenderemos junto al protagonista con las ceremonias y ritos culturales de unos pueblos que hasta hace poco se nos antojaban exóticos hasta en sus nombres.
Quizás, por esta leve inclinación hacia la crónica periodística en un territorio bélico, más de uno se habrá acordado de Joe Sacco, el dibujante-cronista de obras señeras como Gorazde, Palestina o El mediador (que no hace tanto comentábamos en estas mismas páginas). El trabajo de Guibert, Lefèvre y Lemercier, ahonda sin duda en la línea abierta por aquel, en la utilización del cómic como vehículo idóneo para documentar y desvelar pedazos de realidad; sin embargo, la naturaleza formal y los mecanismos narrativos de El fotógrafo, discurren por unas sendas completamente diferentes a las que recorría Joe Sacco.
Precisamente es en la exposición narrativa donde encontramos muchas de las claves que hacen de éste un cómic especial. Porque si bien la obra alberga incuestionables valores documentales e incluso periodísticos, su técnica de montaje y narración, la convierten al mismo tiempo en cómic de aventuras, libro de viajes y safari fotográfico. El fotógrafo es cómic porque Emmanuel Guibert decidió contar la historia de un viaje, el de Fredéric Lemercier. Para ello, alternó sus dibujos con las fotografías de éste. El resultado es un asombroso ejercicio de estilo que nos conduce con fluidez desde las viñetas dibujadas por el propio Guibert a las instantáneas fotográficas de Lemercier, sin que el lector repare (por lo que respecta a su ritmo de lectura) en el ejercicio de equilibrismo que supone la transición discursiva.
El peso narrativo recae sobre los cartuchos de texto y los globos de diálogo que acompañan a las secuencias dibujadas. Las viñetas de Guibert son de una línea clara realista, sobria y esencial, evitando cualquier elemento redundante (en ocasiones el autor elimina incluso los fondos, dejando a sus personajes actuar sobre una viñeta vacía.) Esta desnudez y el uso del color (grandes superficies planas, con un predominio de los tonos ocres y apagados), favorece la transición cromática entre las partes dibujadas y las impresionantes secuencias fotografiadas en blanco y negro de la naturaleza y los poblados afganos (normalmente incorporadas a la narración en forma de series con varias fotografías sucesivas.) El material fotográfico funciona como valioso contrapunto descriptivo de la parte dibujada: si esta última sobrelleva el peso narrativo, las instantáneas de Lefèvre aportan el detalle, visualizan la crudeza del instante narrado y convierten el cuento en un fragmento de realidad sobrecogedora. Los muyahidines afganos pierden su barniz de personajes ficticios y se convierten en guerrilleros amenazantes; el caballo reventado por el esfuerzo al borde del camino se modela en carne agonizante y los tumores de las ancianas atendidas por los médicos nos hacen apartar la vista de las páginas por su cruda obviedad.
Y por debajo de los dibujos y las fotos, encontramos la narración emocionante del viaje, el relato de los lugares, de las costumbres afganas observadas y narradas por el “curioso observador”, por ese fotógrafo que es nuestro guía y nuestra mirada. Vemos a través del punto de vista de un viajero que nos hace partícipes de sus descubrimientos a tiempo real. Compartimos la mirada de un narrador que además nos invita a jugar a sus juegos privados de fotógrafo en busca del instante (y la instantánea) perfectos; un personaje-narrador-observador, este fotógrafo, que para nuestro deleite no se cansa de descubrir sus secretos a cada página.

Diferentes páginas de la edición francesa: 1, 2 y 3.

lunes, julio 24, 2006

You Are Here. Amargo bucolismo.

En los últimos tiempos las editoriales españolas están redescubriendo la obra de Kyle Baker, uno de los autores estadounidenses más alejados de la ortodoxia reinante por aquellos lares y, en consecuencia, uno de los más dignos de atención. Intelectual, virtuoso, complejo y casi siempre ingenioso, Baker (no se pierdan la interesantísima entrevista que Culpable y perdedor publicó hace poco más de un mes) es autor de trabajos archirreconocidos como Por qué odio Saturno o You Are Here. Hace unos meses dediqué una breve reseña a esta última; fue en el suplemento Culturas, el 5 de marzo del 2006.
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El prolífico Kyle Baker, autor de la muy renombrada Por qué odio Saturno, reapareció en nuestras librerias a finales del año pasado de la mano de Planeta, con su igualmente elogiado trabajo You Are Here; para muchos el mejor cómic que ha hecho nunca.
You Are Here mantiene bastantes de las señas de identidad que salpican la obra del americano: un desarrollo brillante e ingenioso de los diálogos (a veces en la frontera de la autocomplacencia), la trasgresión del componente verbal comicográfico (con el uso de acotaciones teatrales y la reubicación de diálogos y onomatopeyas en la base de las viñetas) y un montaje cuasi cinematográfico de planos y secuencias.
También el estilo gráfico de Baker (bajo la impronta omnipresente del Photoshop) se alimenta de referentes cinematográficos (y televisivos), en concreto de los personajes y escenarios que popularizaron las películas animadas de la factoría Disney. Un “homenaje” que viene acompañado (como en otros trabajos suyos) de una fuerte carga paródica y de una trasgresión intergenérica evidente. Así, la imagen edulcorada que desprende el primer acercamiento a You Are Here, se traduce, a la vista de su argumento, la evolución de sus personajes y la ausencia de concesiones ante el modelo feliz del cine hollywoodiense, en una obra más cercana a Sed de mal que a Blancanieves. Desde la primera escena, casi nada responde a su apariencia inicial: ni Noel (su protagonista) es el típico héroe buenazo cascarrabias, ni Helen es la heroína pánfila y simplona que aparenta, ni la historia trascurre en los términos esperados (cuánto menos su final). You Are Here es, en definitiva, un cómic no apto para paladares sensibles, pero muy recomendable para aquellos que disfruten de los sabores picantes envueltos en papel de caramelo. Alta cocina, en todo caso.

viernes, julio 21, 2006

De obras.

Aquí ando, metido en tareas de fontanería por las tripas del blog. Llevo uno o dos días intentando adecentar esta bitacorita a la que poco a poco a poco voy cogiendo cariño y, después de arduos esfuerzos, he conseguido instalar el contador de visitas (un gesto de vanidad innegable), aprender a introducir botones en la side-bar y a añadir un buscador que no funciona (¿algún alma caritativa puede explicarme por qué la opción de búsqueda en mi propia página está inutilizada? ¿tiene que ver con los "tags" o algo así? ¿qué debo hacer? ¿quiénes somos? ¿de dónde venimos? ¿cómo se puede ser tan inútil, señor?).
En los próximos días, seguiré actualizando al tiempo que intento emprender tareas que, dada mi impericia, ahora mismo se me antojan inalcanzables (a ver si consigo cambiar el título y el fondo de la página). Seguiremos informando.

jueves, julio 20, 2006

Superman sin arredros.

Leo en El País del dominigo 16 de julio, un artículo de Alex de la Iglesia (“Yonquis del recuerdo”) en torno al estreno del nuevo Superman cinematográfico. Dice el director: "Kevin Spacey no consigue hacernos reír como Gene Hackman. No consigue ni ser simpático, ni darnos miedo. ¿Se han fijado en el careto de Superman en el póster? Imagino un centenar de ejecutivos de los estudios discutiendo cada poro de la piel de esa foto para que no moleste a nadie, hasta convertirlo en un polvorón inexpresivo, una especie de torta de mazapán caliente. Nuestra mente transforma rápidamente la película de Richard Doner en un clásico, en una joya de la cinematografía, y a Christopher Reeve en el mejor de los actores cuando vemos esta irreprochable y demencial caricatura con resonancias cristológicas."
No soy de los que piensan que una opinión sea suficiente para formar juicios de valor en torno a la obra artística, ni creo en la infalibilidad del crítico, juez o artista metido a opinador, pero, aún sin haber visto la película todavía, tengo la sensación de que el amigo Alex (que me parece un muy buen director de cine) debe de haber dado en el centro de la diana, a tenor de las informaciones que a uno le llegan sobre este nuevo Superman. De hecho, no es la primera opinión que leo en la misma dirección.
Nunca sentí especial afinidad hacia el héroe de Kripton; por qué negarlo, me caía un poco gordo. Tanta perfección, esa presencia sin mácula, la corrección política del héroe de Shuster y Siegel me echaba un poco para atrás frente a otros colegas suyos, como Spiderman y Batman, más erráticos y llenos de dudas, más humanos en definitiva.
Sin embargo, hallábame yo en los últimos tiempos lleno de júbilo por mi nueva amistad con el forzudo de Metrópoli. El redescubrimiento del mito superheroico, gracias a dos cómics, sobre todo, que por primera vez en mucho tiempo me dibujaban a un Superman más adulto y creible. Me refiero a Superman: Identidad secreta, de Immonen y Busiek, y más recientemente, Superman. Para todas las estaciones, de Loeb y Sale. La primera, una obra que podríamos encuadrar estilísticamente dentro del hiperrealismo, crea su trama en torno a un personaje maduro y lleno de dudas (en la línea del Señor de la Noche de Miller en el que están todos pensando, desde luego). Un trabajo lleno de segundas lecturas y líneas temáticas que orbitan alrededor de la trama principal, que se convierte en una lectura fascinante casi desde las primeras páginas. Un cómic que, albricias, invita a la reflexión sobre nuestra actualidad sociopolítica y supera el estigma de entretenimiento superficial (que en ocasiones puede bastar para alabar una obra de arte, pero que en la mayoría, me parece a mí, dice bastante poco de ella.)
Por su lado, la multipremiada obra de Jeph Loeb y Tim Sale, busca una recreación diferente del personaje y, aunque conserva cierto interés por la indagación psicológica, tiene unas inquietudes épicas más definidas. Se trata de un trabajo que, como tantos otros, intenta asentar los fundamentos heroicos del mito, recuperando episodios perdidos de la adolescencia y la juventud del personaje. Comprendamos al personaje a través de su intrahistoria, parecen querer decir los autores; y se toman su tarea en serio. Superman. Para todas las estaciones es un trabajo que se lee con verdadero interés, un cómic al que se ha emparentado artísticamente con las grandes epopeyas de John Ford, debido sobre todo a esas grandes viñetas generales panorámicas, abiertas y luminosas, a una ordenación cíclica de los sucesos de la historia (basada en la repetición y el paralelismo) y a el respeto enorme que los autores muestran por el personaje, evitando cliches, topicazos y rutinas inexorablemente unidas a nuestro amigo de acero.
Por eso sorprende que, justo en este momento (en realidad sorprende muy poco), los gerifaltes hollywoodienses hayan vuelto a caer en lo previsible, en la apuesta sin riesgo, y, como parece ser que es, se hayan marcado otra de esas adaptaciones por las que uno no debería rascarse el bolsillo. Vaya… mira por donde, con este post me acabo de dar una idea a mi mismo.

jueves, julio 06, 2006

Macanudo. El surrealismo nuestro de cada día.

Lo prometido es deuda. Allá va la versión original de la "micro-colaboración" con FHM. Aprovecho para añadir el blog de Liniers a los "Blogs de autor", y para recomendaros la inexcusable visita diaria a sus tiras. No me he podido resistir a incluir alguna de sus genialidades, así que hoy, más imagen que texto, porque Liniers lo vale (que diría algún anuncio desbocado).
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Mágico, disparatado, cómico… ¡macanudo! No podía el argentino Liniers haber elegido un nombre mejor para bautizar su mundo de pingüinos reflexivos, gnomos cromáticos y moscas desconcertadas. Hacía tiempo, mucho, que no leíamos unas tiras cómicas tan frescas, tronchantes e inteligentes. El humor de Liniers (que desde hace años publica una tira regular en el diario argentino La Nación), sorprende por su forma de buscarle las cosquillas a la cotidianidad: sus tiras descubren la cara oculta de la normalidad, el lado marciano que hay en toda niña, pato o robot. Es imposible leer las viñetas de Macanudo sin sorprenderse a uno mismo en la interrogante: “Y cómo no me había yo fijado en esto?”
Un consejo, si sois de espíritu tímido y naturaleza pusilánime, no leáis este cómic en público: las carcajadas os harán pasar por uno de esos zumbados que llenan las páginas de Macanudo.
Algunas de las tiras de Liniers. Desternillantes en ocasiones, siempre sensibles: 1, 2, 3, 4 y 5.

Minicolaboración con FHM.

Este mes de julio comienza mi colaboración mensual con la revista FHM, para la que escribiré una micro-reseña comiquera que aparecerá en su sección "El quiosco" (dentro de la "Crítica de libros"). Así, entre hermosas mujeres neumáticas, curiosidades cómicas y consultorios eróticos, colaré unas palabrillas sobre cómics que me gustan o por alguna razón me han interesado en un momento dado.
Como el comentario que envío a la redacción raras veces aparecerá completo debido a las limitaciones de espacio de la sección, iré colgando las versiones completas en el blog. Mañana comienzo. Dicho lo cual, agradezco el interés a la revista y espero no ser causa directa de alguna improbable bajada de lectores.

lunes, julio 03, 2006

Charles Burns. En el lado oscuro de la viñeta.

Calentita aún, esta reseña salió ayer domingo en el Culturas.
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“Me siento como un marciano”, decía Charles Burns en una entrevista reciente. De hecho, siempre ha sido un artista anómalo, un dibujante ajeno a tendencias estilísticas. Tradicionalmente ubicado por la crítica como autor underground, Charles Burns comenzó a desarrollar su obra en los años 80; cuando el cómic underground de los Crumb, Shelton o Spain parecía una reminiscencia de otros tiempos y bastante antes de la aparición de Bagge, Clowes o el resto de autores de la nueva generación underground (aunque, sin duda, el estilo de Burns está más cerca de Clowes que del trazo abigarrado de los comix de los años 60 y 70).
Ahora, con la edición española de Agujero negro en un único tomo, los lectores españoles tienen la ocasión perfecta para sumergirse en la realidad dislocada que dibujan los cómics del americano. Después de diez años de edición continuada, Burns publicó el último capítulo de Agujero negro el año pasado (el público español ha podido seguir la serie completa en los 13 comic-books publicados por La Cúpula) y, casi inmediatamente, Paradox Press recopiló toda la obra en un único volumen de pastas duras y cuidadísima edición. Automáticamente, la crítica americana se volcó en elogios para con el trabajo de Burns. Finalizada la saga y observada en conjunto, Agujero negro adquiere la dimensión de una “obra mayor”, una novela gráfica que encuentra su sitio en las estanterías de las librerías junto a los Maus o Jimmy Corrigan, más que en los cajones de las tiendas de comic-books americanos. Con motivo del vigésimo quinto Salón del Cómic de Barcelona, La Cúpula ha recurrido a una versión más modesta (con pastas blandas) de la edición americana para el mercado español. El éxito parece garantizado y, aunque en realidad se trate de material reeditado, Agujero negro repetirá su presencia (ahora como tomo único) en muchas de las antologías del 2006.

Pero, ¿por qué debería todo aficionado al cómic tener esta obra inclasificable en un lugar de privilegio entre sus estantes? Burns es un alquimista de los géneros populares. En su mortero artístico caben desde el cine de terror de serie B, a las novelas pulp de serie negra o los
cómics de la E.C. En su búsqueda de la fórmula filosofal, el artista de Milwaukee ha trabajado con una serie de ingredientes temáticos más o menos estables, algunos de ellos auténticos cliches culturales del arte popular contemporáneo: el joven universitario idealizado, el sexo como excitante de la culpabilidad, el rock and roll transmutado en símbolo de identidad generacional, el miedo irracional a la diferencia, etc. En definitiva, los ingredientes de la realidad del propio Burns, o mejor dicho, de su realidad adolescente allá por los años 60.
Casi todos ellos vuelven a aparecer en Agujero negro, pero lo hacen formando un tejido espeso en el que cada hilo se entrecruza una y mil veces con el resto. Es difícil concretar el desarrollo de esta obra en un único tema; Agujero negro cuenta con muchos y muy variados niveles de lectura. Se trata, obviamente, de una obra de tránsito generacional, una visión extrema de los rigores de la pubertad y, a la vez, de un análisis desesperanzado de la alienación constrictiva en que vive el estadounidense medio. A través de la lente deformante de Burns, se nos ofrece la imagen de una sociedad aséptica y temerosa ante lo que no encaja en sus moldes prefabricados, pero claramente incapaz de controlar los parásitos endógenos que la consumen en una metástasis de consecuencias previsibles. En este sentido hay que interpretar la enfermedad epidémica de trasmisión sexual que produce horribles mutaciones entre los adolescentes de Agujero negro (convirtiéndolos inmediatamente en una clase estigmatizada). “Me podía haber limitado a hacer una obra de adolescentes que se rebelan, se escapan de casa y todo eso, pero quería forzar la trama hacia situaciones más extremas. Por esa razón incluí las mutaciones y las trasformaciones. O quizá no fue más que una excusa para dibujar a una chica desnuda con cola, no lo sé.” La ironía de Burns que, por otro lado, sazona el conjunto de su obra, nos sitúa en esa órbita trasgresora en la que se mueve su arte.
Su dibujo, cada vez más perfeccionista, cada vez más oscuro y denso (híbrido genial de algunas influencias reconocidas y reconocibles como el underground y la línea clara), colabora decisivamente a la hora de crear la atmósfera perversa que tensa los acontecimientos de esta pesadilla coral. Y es que, el lector nunca acaba de sentirse cómodo en su tránsito a través del tunel que cruza Agujero negro. Burns elude cualquier tipo de autocomplacencia y evita posicionarse a favor o en contra de sus personajes. Es el lector quien debe extraer un juicio moral, componer su esquema de lectura definitivo. La alternancia de puntos de vista entre un capítulo y otro es nuestra única antorcha en este difícil recorrido por el subsuelo de la realidad. Eliminada la apariencia, la cáscara superflua, son los personajes, esos jóvenes desubicados y llenos de dudas, los que que nos proporcionan el único asidero en un viaje lleno de turbulencias. En Agujero negro, el fin de la adolescencia, esa pequeña muerte biológica, adquiere un barniz existencial. El hecho trivial se vuelve trascendente, universal, y deviene en una pesadilla de la que es imposible despertar. Así, a través de la extraña belleza de sus imágenes hipnóticas, Burns modela su universo bizarro y magnético; sepan que una vez que hayan entrado en él, no encontrarán salida posible. Ustedes tienen la última palabra.

viernes, junio 30, 2006

Junji Ito. Miedo a las espirales.

La Cúpula acaba de editar Tomie, de Junji Ito, maestro del manga de terror. Sin embargo, me temo que su calidad (sobre todo en el apartado gráfico) queda unos cuantos palmos por debajo de la anterior obra del artista nipón publicada en nuestro país, Uzumaki. La siguiente reseña sobre la misma apareció en el Culturas, el 27 de marzo del 2005 .
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De un tiempo a esta parte da la sensación de que Hollywood está perdiendo el patrimonio del miedo. Los más viejos del lugar aún recuerdan los aullidos de terror de los espectadores desprevenidos que entraban a ver Tiburón como el que va a ver un documental de la 2. La lista de títulos es memorable, desde aquellas entrañables series B de Corman hasta las semillas endiabladas de Polansky y los siervos del Señor impotentes ante niñas de cabezas y mentes retorcidas. Hoy en día, nos tenemos que conformar con secuelas mediocres y escalofríos enlatados en serie, al tiempo que constatamos una evidencia que se presume incontestable: el miedo se ha ido a vivir a Oriente.
Echemos un vistazo al mercado del terror cinematográfico de los últimos años, ¿qué nombres propios merecen una mención de honor? Hideo Nakata, sin duda (Dark Water, The Ring…), pero también los Takashi Shimizu (La maldición), Kim Jee-Woon (Dos hermanas), etc. A algunos otros, como a Park Chan Wook (no he podido evitar mencionarlo), creador de la inmensa Old Boy, la etiqueta “cine de terror” se les queda ciertamente pequeña a la hora de definir su cine, extraño, hipnótico, desasosegante. Mientras tanto, desde la meca del celuloide, se contentan con regalarnos algún que otro remake mediocre de esas mismas películas.
Pues bien, aunque con un público mucho más limitado, el terror amarillo se está extendiendo al mundo del cómic como la pólvora originaria de aquellos lares. Tienen los artistas orientales una sensibilidad especial hacia el miedo que nos desconcierta a este lado del globo. Quizás sea esa capacidad de generar angustia desde la cotidianeidad, incluso a partir de la vulgar normalidad de los objetos. El agua, un armario, una televisión encendida, adquieren cierta energía negativa en manos de estos alquimistas de la anormalidad. Un ejemplo de ello es Suehiro Maruo, quizás la presencia más inquietante del cómic actual. Excesivo, truculento, perverso, Maruo nos conduce en sus comics por una galería de personajes monstruosos, no tanto por su aspecto, sino por sus actos y reacciones ante circunstancias, digamos, ordinarias. En esta búsqueda de la realidad alterada se asemeja a Junji Ito, creador de Uzumaki (término japonés que significa “espirales”), aunque es difícil hallar muchos más puntos de contacto entre ambos. Los dos hacen discurrir sus historias por las bambalinas de lo real; por mundos reconocibles, que en un momento dado encuentran su vuelta de tuerca en las vías del esperpento, en la deformación grotesca como único teatro factible en el que representar las profundidades del alma humana.
Uzumaki (Planeta de Agostini) es un cómic que discurre por esas veredas alucinadas. Comienza la serie en un pequeño pueblo japonés, apacible escenario de esa normalidad nipona que trasmite sosiego y deja respirar al reloj vital. En un momento, surge la anécdota, el asunto trivial que habrá de mover la trama hacia adelante: un alfarero local se obsesiona con la creación de piezas en forma de espirales. A partir de ahí, la vida de la aldea comienza a verse extrañamente alterada, sin que sus propios habitantes parezcan inmutarse ante los extraños incidentes que, cada ve con más frecuencia, parecen conquistar su rutina. La serie se organiza en torno a diferentes capítulos (tres por tomo) que admiten una lectura independiente, pero que comparten como nexo un mismo contexto y a sus dos protagonistas adolescentes: Kirie, la joven estudiante, y Shuichi, el novio de ésta; éste último personaje, estudiante universitario que regresa a su pueblo de visita, funciona como recurso narrativo para mostrar un punto de vista externo a esa realidad deformada, que los habitantes de Kurouzu empiezan a aceptar como propia. Su aparición ocasional, con una presencia física cada vez más deteriorada, funciona como contrapunto respecto a la paranoia progresiva que envuelve al relato y ejerce como punto de referencia normalizado de nuestra asunción de lo real como lectores.
En todo caso, lo cierto es que Uzumaki es una lectura sobre todo entretenida. Quizás no alcance los niveles de excelencia artística de otras obras comentadas desde estas páginas, pero con un nivel gráfico más que alto (mucho mejor que el del manga medio) y con un dominio del ritmo narrativo sobresaliente, Junji Ito nos regala argumentos suficientes para esperar con impaciencia la publicación del siguiente número de sus espirales y para lamentar egoístamente (y felicitarle por ello, al mismo tiempo) que este cómic no siga la norma habitual, por cuanto se refiere al número de páginas excesivo, de las publicaciones japonesas. Parece, en definitiva, que Uzumaki hace buena la máxima que exponíamos al principio de estas líneas: el miedo del futuro hablará japonés o chino o coreano… Vaya, parece que estamos dando vueltas una y otra vez sobre el mismo tema.