martes, abril 27, 2010

El arte de volar, de Altarriba y Kim. El desenterrador honesto.

Mucho se ha hablado ya de El arte de volar. Para algunas voces autorizadas es el cómic más importante que se ha publicado en este país en años. Su cosecha de premios y reconocimientos ya ha comenzado y estamos seguros de que la recogida continuará en fases varias, empezando por el evento de los eventos que se celebra en unas semanas. Intentemos desvelar algunas de las causas de este, justificado, revuelo artístico:
En El arte de volar, Antonio Altarriba reparte naipes en el complicado tapete de la biografía histórica: la de su padre, uno de tantos perdedores de la Guerra Civil Española. Lo hace con convicción y toneladas de verdad, de esa verdad que sangra y que al lector sensible le puede resultar intolerable. Porque este libro es tan revelador, tan parco en excusas, que duele acercarse a las páginas de su crudo (por naturalistas) relato.
Altarriba, ya lo hemos dicho, narra la historia de su padre, literalmente, de principio a fin. Lo hace en un relato en primera persona, ejerciendo el derecho a la simbiosis que asiste al vástago con conocimiento de causa, el hijo que es el padre. Después de años de investigación, documentación y charlas interminables con su progenitor, el guionista se siente con la autoridad para vivir y sentir una vida ajena que, en realidad, es parte de la suya. La historia comienza con un salto al vacío, el vuelo de Ícaro con unas zapatillas de cera como único instrumento ("Mi padre se suicidó el 4 de mayo de 2001"). En el lento descenso hacia el comienzo de todo, se desgrana la historia, se rellenan los huecos vitales y se construye el relato de El arte de volar: cada uno de los cuatro capítulos que componen su historia se cobija, simbólicamente, en esa caída y revela una etapa en la vida del protagonista.
"3ª Planta 1910-1931. El coche de madera" cuenta los años de infancia de Antonio Altarriba Lope, el padre del guionista, en el pueblo zaragozano de Peñaflor. Se describen las penurias de la vida rural en un entorno social atenazado por la falta de expectativas, una alfabetización escasa, una moral religiosa castradora y los rigores infinitos del trabajo agrícola. Se nos habla de la dificultad de escapar a tu destino cuando éste ha sido escrito de antemano y de cómo en España la Guerra Civil apareció de la nada, como un fantasma que de pronto lo engulló todo y enfrentó a todos, cambiando vidas, destinos y tradiciones.
"Las alpargatas de Durruti" que subtitulan el siguiente capítulo ("2ª Planta 1949-1985") son un leitmotiv y un símbolo de la contienda y la posterior derrota que sufrió el bando republicano, los representantes del gobierno electo que fue derrocado por el alzamiento de Franco. El relato de un perdedor siempre se viste de amargura, sobre todo cuando el final es bien sabido por todos, por el lector y, seguramente, por los mismos personajes en muchos momentos de su carrera ciega contra el fascismo y los Messershmitt Bf 109 nazis que ayudaron a Franco a ganar la batalla. El protagonista se siente tan perdido y desconcertado ante la inercia de su propia vida, como seguro de hallarse en el lado correcto de la partida. En "Las alpargatas de Durruti" asistimos a la crónica detallada de la derrota y al relato desasosegante del exilio al que muchos españoles se vieron abocados por no estar en la orilla "correcta" del río; todo ello visto desde los ojos de un joven que nunca llegó a tener juventud.
La de "1ª Planta 1949-1985. Galletas amargas" es una caída en toda regla: la que demuestra la asunción del fracaso, la vuelta a la que fue tu casa, la derrota definitiva y la renuncia a los valores propios. Cuando Altarriba regresa a España desde su exilio francés, lo hace como un esclavo al servicio de todo aquello contra lo que había luchado. En este capítulo se describen (con belleza trágica) los años adultos del protagonista, así como la paradoja que surge entre la normalidad social (el trabajo, el matrimonio, los hijos) y el infierno personal.
Toda caída termina en el pavimento ("Suelo 1985-2001. La madriguera del topo"). En este caso, el suelo tiene forma de asilo y el golpe final se llama vejez. El dolor del fracaso (personal, político, existencial) baña estas páginas, algunas de las planchas más devastadoramente amargas que ha escrito el cómic en este país.
Kim colabora esencialmente a este ejercicio de tragedia y verdad con un dibujo sobrio, lleno de grises y rico en matices. Una caricatura estilizada que rezuma verismo y que, de forma asombrosamente detallista, recrea las imágenes de esos años como si realmente viviera de ellos. La simbiosis entre el texto y la imagen está tan bien lograda que parece que hubiera sido el mismo Altarriba quien hubiera estado dibujando su historia día a día, mientras renegaba del campo, trabajaba de repartidor en Zaragoza, distribuía correspondencia en el frente, ayudaba a sus anfitriones en la campiña francesa, hacía galletas en su poco pródigo regreso o se moría de pena en el asilo. La de Kim es una línea clara llena de sombras y texturas: el tacto de la pana, el terrón de tierra que cruje con las pisadas, el polvo del carbón que se nos queda en las manos... Imágenes ásperas para una vida espinosa.
Dicho lo cual, El arte de volar es, en realidad, una excusa biográfica o, dicho de otro modo, es mucho más que una biografía. Cuando hablábamos con Altarriba hace unos meses, nos contaba que en muchos de los actos de presentación que había llevado a cabo a lo largo y ancho de nuestra geografía, se le acercaban hombres y mujeres de avanzada edad para agradecerle que hubiera contado su historia o la de sus padres, la crónica de su impotencia. Asombra que, cuando todavía hay ciudadanos españoles que intentan cerrar la puerta de su pasado con un acto tan sencillo y ritual como es el enterramiento de los muertos, muchos hablen de remover el pasado en términos críticos o, más incomprensiblemente todavía, desde el distanciamiento cínico. No ignoramos que detrás de estas actitudes impostadas se esconde, probablemente, cierto miedo o, directamente, un sentimiento de culpa. Altarriba y Kim ayudan a aliviar a las víctimas y a enterrar parte de ese pasado que la oficialidad no les deja tocar. No lo hacen desde el revanchismo, sin embargo, todo lo contrario: el único verdugo y la única víctima que habita las páginas de El arte de volar es su propio protagonista, Antonio Altarriba Lope, trasunto y metáfora de todo un país, igualmente víctima y verdugo en su propia tragedia. En ese sentido, no extraña que esta obra haya tenido efectos analgésicos entre buena parte de sus lectores. Exorcismo, creemos que lo llaman.
Por eso, en estos tiempo lóbregos en los que los fusileros sientan a las víctimas en el banquillo de los acusados, en los que la búsqueda de desaparecidos se confunde con una afrenta y en los que la degradación moral adquiere la sólida consistencia de la mierda, El arte de volar es una lectura necesaria, un ejercicio de honradez sin máscaras ni bigotes postizos, un mazazo frontal a la estulticia insoportable de esos que disfrazan el pasado de lobitos buenos, piratas honrados y príncipes malos.

jueves, abril 22, 2010

Oxímoron de Pejac en Benito esteban. Iconos de raíz.

Lo dejamos en Salamanca. Bien se sabe que no se está mejor que entre amigos, las buenas compañías multiplican el favor de los estímulos. El sábado pasado lo vivimos en mural y en directo gracias a la muestra de un buen y viejo amigo de este blog, el señor Pejac, que inauguró su exposición Oxímoron, para más inri, en la galería de otro buen amigo, Benito Esteban. Es lo que tiene Salamanca, que además de darte gratis la tapa con la caña (van dyck, how much I miss you!), te pone al día en cuestiones estéticas.
Ya conocemos a Pejac, es un tipo ecléctico, tan pronto te dibuja un cómic con virtuosismo pictorico, que te llena la cabeza de pájaros con sus invectivas socio-collageras. En esta exposición la duda ni ofende, porque el artista hace gala de talento y nos deja ver como se cuecen todas las salsas debajo del lienzo (o del collage). Vamos, que en Oxímoron Pejac nos enseña que el soporte es lo de menos, el mensaje importa independientemente de que éste se "proyecte" de forma mural, en collages firmados a tamaño postal, en vinilos de un metro o en lienzos pintados con óleo. De todo hay en este evento (miren ustedes las fotos, si no nos creen). Se rastrean las influencias del artista (su pasado grafitero, su trabajo con el icono trasmutado en paradoja) y se aplaude su evolución (hacia los tamaños grandes, hacia las técnicas combinadas, hacia el mural icónico). Sabemos que no será la última vez que hablemos de este artesano de los muros y el papel charol, pero tendrá trabajo por delante para mejorar la calidad de lo demostrado en Benito Estaban en este 2010: la exposición se organiza en tres espacios artísticos distribuidos a lo largo y ancho de los tres muros útiles que conforman la galería rectangular. Pejac utiliza uno de los muros largos y el más pequeño del fondo para trabajar a gran escala su habitual técnica-collage del icono polisémico: lo hace con una peculiar y desasosegante visión de un "bosque animado" y con su impactante "calavera de diseño". El segundo muro largo se divide en dos secciones, una con el lienzo de un "canario cautivo" homenaje a Mondrian y la segunda (junto a la puerta) con el grueso de los collages producidos por el artista durante estos últimos años, a modo de gigantesco lienzo fragmentado (un collage de collages, que diría algún muralista avizado). Por si fuera poco, la inauguración (a la que asistieron hasta neoyorkinas eminencias) estuvo amenizada por el buen hacer de DJ Roco, que, lo prometemos, no pinchó un solo tema malo.

Así las cosas, cuando nos dimos a la calle y nos entregamos a la mundanal jarana nocturna salmantina, íbamos tan llenos de estímulos visuales y significantes camuflados que apenas reparamos en renacimientos dorados, en estudiantes dicharacheros o en los turistas sonrientes que, sin duda, nos rodeaban. Si a alguno de ustedes se le ocurre ir por Salamanca no dejen de visitar esta exposición, verán como les sucede algo parecido. Tienen hasta el 22 de Mayo.
Para curiosos e interesados, más fotos del evento en la página del propio Pejac.

lunes, abril 19, 2010

DA2: Merrie Melodies y finlandeses histéricos.

Si alguno tiene pensado ir a visitar Salamanca próximamente, éste es un buen momento. Siempre lo es, en realidad, pero en primavera, la capital charra se pone radiante y la luz recién brotada convierte su arquitectura en un Renacimiento dorado. Los estudiantes se ponen sus mejores galas preveraniegas y las terrazas de la Plaza Mayor se llenan de turistas sonrientes a la sombra de un helado. Además, coinciden ahora en el tiempo un buen puñado de exposiciones que no deberían ustedes perderse.
Después de aquella fantástica exhibición de técnica y músculo que nos deparó la muestra anterior de Erwin Olaf, el DA2 se descuelga con una doble exposición la mar de apetitosa: por un lado, podemos recrearnos con Artic Hysteria, la colectiva dedicada al arte finlandés contemporáneo, que ha estado dando vueltas por Europa antes de llegar a nuestro país. En ella podemos ver obras de algunos de los autores más importantes del arte finés actual. Encontramos también testimonios abundantes que confirman la retórica de esas tierras del norte marcadas por su clima, sus bosques y sus fiordos. De casi todo ello hay muestras en esta exposición: en las fantásticas fotografías manipuladas de naturalezas distópicas y extrañamente hipnóticas de Ilkka Halso (de su serie "Museo de la Naturaleza"); en las liebres árticas disecadas de Pekka Jylhä, que se diseminan por las estancias de esta cárcel-museo y nos miran como si fueran seres humanos congelados en medio de un ritual; en ese vídeo-documental habitado por músicos-soldado, majestuoso en su frialdad, que es Huutajat-Screaming Men, de Mika Ronkainen.
Hay también humor en Finlandia, no se crean (lo demuestran los divertidos y originales Coros de queja, de Tellervo Kalleinen & Oliver Kochta-Kalleinen) y hay (en estos tiempos no podía ser de otro modo), mucho dibujo: el que encontramos en las barroquísimas, abigarradas y enormes pinturas a lápiz de Stiina Saaristo nos recuerda mucho a Bryan Talbot y a su El corazón del imperio; por otro lado, los cuadros y los cómics (expuestos también en la muestra) de Bo Haglund, nos remiten a un estilo más underground, menos solemne, en la línea de un Dave Cooper o, sobre todo, del recientemente publicado en España Pinocchio, de Winshluss.
Dibujo y más dibujo. El título de la segunda exposición que acoge el DA2 estos días (durará hasta Mayo) no deja lugar a dudas: Merry Melodies (y otras 13 maneras de entender el dibujo). En ella se nos da a conocer o redescubre la obra de jóvenes autores españoles que, de un modo u otro, conectan en su trabajo la creación audiovisual (el guiño del título) con el dibujo. Encontramos creaciones de Chema Alonso (que ha creado una cámara de observadores observados), la sorprendente y muy meritoria "balasera" acuarelada protagonizada por los padres de Enrique Marty, la falsa y sórdida inocencia que puebla los dibujos de Juan Zamora, Ruth Gómez y sus personajes posmodernos de violetas melenas, los pájaros hitchcocknianos de Marta Serna o Violeta Caldrés y sus collages recortables de reminiscencias orientales y aire de artesanía juguetera antigua (¿se acuerdan de las viejas mariquitas recortables?). Destacamos también esa vídeo creación de Vicente Blanco (de la serie "Paisaje nevado"), inquietante y tan gélida como aquellas obras finlandesas de las que hablábamos hace un rato: un vídeo estático y sugerente cuyo dibujo no dejaba de recordarnos a los cómics de la israelí Rutu Modan. Pero, entre todas, nos quedamos con la sala oscura que crea Fernando Gutiérrez en su instalación Crisálidas (que ya se había podido ver antes en la LAboral de Gijón): un juego de fluorescencias, monstruos flotantes y grafitis cambiantes que no dejará a ningún visitante indiferente.
En la siguiente entrega les comentamos el plato fuerte de nuestra visita salmantina y de estos juegos dibujados. Permanezcan atentos a su pantalla.

lunes, abril 12, 2010

Sofía y el negro, de Judith Vanistendael. Narración alterna, quebrantos interraciales.

No nos engañemos, si Sofía y el negro hubiera caído en nuestras manos hace, pongamos, diez años, la impresión hubiera sido mucho más honda. Estamos ya demasiado acostumbrados a Satrapis y Peeters, a Ken Loaches y Mike Leighs, para que una crónica autobiográfica de amores (im)posibles interraciales nos pille de sorpresa o nos remueva las meninges. La tópica del amor y el desamor, o la de las barreras del corazón, son más viejos que un Romeo sin Julieta. Este cómic, sentido y sufrido, de Judith Vanistendael se mueve en esas esferas ya conocidas y en el género viñeteramente revisitado de la confesión (parcialmente) autobiográfica con quebranto social al fondo, un slice of life con compromiso, que diríamos.
La opción gráfica de Sofía y el negro tampoco sorprende: Sfar está en todas partes, un toquecito de Peeters, otro de Baudoin y ya tenemos esa línea espontánea o esa mancha estratégicamente liberada que parecen ser la marca de fábrica del nuevo cómic francobelga. Una faena de aliño sin mácula, que adquiere, no obstante, interesantes momentos de lirismo en páginas como las del beso en el parque (con un interesante doble cambio de perspectiva), en las del encuentro sexual entre Sofía y Abu o en las de algunas localizaciones exteriores paisajísticas.
Sin duda, lo más interesante de esta historia tiene que ver con su fórmula narrativa y con su dosificación de la elipsis. Nos agrada la doble narración de una historia de amor complicada entre una joven (casi adolescente) belga de clase media, con inquietudes sociales, y un no tan joven togoleño, inmigrante ilegal. El mismo relato, las dificultades de la relación, se nos ofrece por partida doble con una simple variación del punto de vista: vemos la historia, en primer lugar, desde los ojos del padre de Sofía (de hecho, esta primera parte adapta al cómic el relato que escribió el padre real de Vanistendael sobre las relaciones entre su hija y el "Abu" también real). Se trata, esta primera versión, de un relato fragmentario (como ha de serlo por fuerza toda narración que adopte un punto de vista subjetivo): de este modo, en las primeras páginas del libro sólo tendremos conocimiento de aquella información de la que dispone el personaje que nos cuenta la historia, el padre. Asistiremos a su preocupación paterna, a sus inquietudes y desvelos ante lo que el considera un arrebato de juventud por parte de su hija. Pasaremos entre las páginas guiados por esa voz en off que (en las didascalias) nos hace partícipes de otro desvelo universal para cualquier padre, no importa de dónde: el de la hija que deja de ser niña, crece y se relaciona con "los otros". Entenderemos como propias las dificultades del progenitor, pese a su perfil progresista y tolerante, a la hora de aceptar una situación, como poco, inquietante por la que a la apacible estabilidad de su familia respecta: "Tenía que pasarme precisamente a mí... quiero decir, a mí y a mi hija. Y eso que estudia económicas, tendría que pensar con claridad". Vanistendael salpica su relato con buenas dosis de humor, situándolo de este modo, más cerca de la tragicomedia que del puro costumbrismo. El padre de Sofía, su estado de desconcierto, es el principal vehículo para expandir esa vena cómica.
La segunda parte del cómic está relatada desde el punto de vista de la propia Sofía. Es el suyo un relato retrospectivo (mirando hacia el pasado), más intimista y lírico, y una fuente necesaria de información para "completar" todos los agujeros de una historia que, hasta ese momento, resultaba tan fragmentaria como lo son los testimonios de un personaje en realidad externo a los acontecimientos (el padre de Sofía). Digamos que, en esta segunda parte, la voz narrativa gira de tercera a primera persona. Las elipsis se rellenan de información y los puntos de referencia varían. El relato de Sofía omite, o pasa de puntillas, por aspectos y acontecimientos que desde la visión del padre parecían esenciales. De igual manera, desde esta vuelta de tuerca narrativa, se nos revelan instantes importantes para entender la relación entre Sofía y Abu, que el padre desconocía o en los que no había reparado.
No es la primera vez que leemos un cómic que recurra al "punto de vista alterno" (lo que E. M. Forster denominaba "shifting view-point"), el anteriormente mencionado Frederic Peeters lo hacía con maestría en su breve y brillante Constellations, pero es cierto que Vanistendael sorprende con su elección de narratarios: al elegir al padre como relator de la historia de amor entre su hija y el negro Abu, la autora evita la opción más rutinaria de trasmitirnos el relato a partir de los ojos de sus dos protagonistas principales. Esta elección enriquece, sin duda, las opciones narrativas y abre puertas a guiños inesperados dentro de la historia, gracias a los mencionados recursos de la elipsis, el humor y la "visión deformada".
Quizás Sofía y el negro no sea ese cómic superlativo que anuncian las críticas (promocionales) de la contraportada, pero sí es un tebeo honesto y emocionante, y un interesante ejercicio narrativo. Sólo por eso, merece una lectura.

martes, abril 06, 2010

Max vs. Bardín. La consciencia autorial.

Hemos decidido recuperar algún artículo que hicimos hace años para el ya fenecido magazine online de Viaje a Bizancio Ediciones Tebeo en palabra. La idea inicial era hacer y dejar los artículos en la revista, pero a la vista de que el acceso a la misma ya no es posible a través de la red, nos hemos decidido a colgarlos en el blog para que estén al acceso de todo el mundo. En el primero de ellos analizábamos la figura de Max y nos referíamos con detalle a sus posibles motivaciones en una de sus obras fundamentales, Bardín el Superrealista. Nos habíamos referido ya a esta obra en una vieja reseña para FHM, pero siempre nos quedó la impresión de que un trabajo magno del cómic español, como éste, merecía un artículo en profundidad. El resultado fue este que aquí les dejamos.
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Las aristas del artista
Cuando se le echa un vistazo al panorama viñetero de los últimos treinta años, se tiene la sensación de que Max siempre ha estado ahí. Efectivamente, con diferente intensidad creativa, caparazón estilístico o popularidad, es innegable que Francesc Capdevilla ha sido uno de los protagonistas esenciales del cómic español y europeo de las últimas décadas. De hecho, la capacidad de este artista barcelonés para reinventarse a sí mismo, parece anunciarnos la presencia de un autor camaleónico, versátil y ecléctico. Probablemente sea todas estas cosas y muchas más, pero sobre todas ellas, Max representa la idea del creador eternamente insatisfecho, el artista en perpetuo movimiento que abre una puerta tras otra como única vía de escape para su genio.
Sólo así podremos interpretar la ingente labor creativa de un artista, como hemos dicho, en constante mutación. Pionero del underground español, en un momento en el que el movimiento no se presumía en nuestro país casi ni en estado embrionario, Max abre con Gustavo la colección de osadías comicográficas que habrán de situarlo en los altares de nuestro panteón privado de viñeteros ilustres. Es Gustavo, sin embargo, un personaje menor, un parias de la vida y también, por qué no decirlo, de las viñetas (eterno olvidado). El perfil esencial de esa creación antiheroica (dinamitero, bronquista y revolucionario por la vía rápida) anticipa, no obstante, algunos de los rasgos constitutivos de otro personaje de Max, éste sí, merecedor de mayores glorias revolucionarias y contraculturales.
Corrían los años 80 y los españolitos de a pie ya empezábamos a ver con claridad las luces que asomaban detrás de la roña predemocrática. Empezaban a intuirse las posibilidades infinitas del discurso sin cadenas y algunos decidieron tirar con fuerza de las palabras, las melodías, los fotogramas o, por qué no, de las viñetas. Eran los años dadaístas y los siniestros totales en las afueras de Monforte, o de las lluvias amarillas con que Alaska regaba la estepa manchegas; era el momento de la prensa ácida y retorcida de Monchos y Wyomings y, desde luego, era la ocasión de prostituir a los mitos de la cuentística infantil apareándolos con la esencia envenenada de los Sex Pistols: era la hora de Peter Pank. Terrorista del acto y la palabra, malhechor, bucanero con gafas de sol y cañones recortados, este antisistema ubicado en fechas y geografías ajenas, resumía, acumulaba, mucha de la rabia de los (hasta ese momento) mudos por imperativo legal. Casi todos crecimos un poco más golfos y rebeldes (al menos en nuestras horas de lectura, ¡qué caray¡) gracias a Peter Pank.
Y miren que ya se presentía en su cresta primorosamente perfilada, en la levita inmaculada del Capitán Tupé o en esas piernecillas bien torneadas de Kampanilla, sin embargo, no es hasta las maravillas perfeccionistas de El carnaval de los ciervos, El beso secreto o Mujeres Fatales, cuando un servidor se dio cuenta de la evidencia más meridiana de todas las obviedades posibles: Max también era el paradigma de la línea-clara en español (la Escuela Bruguera mediante, clara está su claridad). Pues sí que sí, ¡cómo no nos habíamos dado cuenta! (muchos lo vieron, otros estábamos cegados por el reflujo de la trasgresión antitodo de su pirata punkarra, que le vamos a hacer), Max era Chaland redivivo, nuestro Chaland con su montera de aires dóricos, y sus mujeres fatales, y sus terracitas en Las Ramblas, y su porrito mitológico de hachís… Igual de virtuoso, igual de meticuloso en el acabado perfecto de esas líneas cerradas y primorosamente perfiladas. Tan amante como aquel de los colores planos, de la claridad visual, de la compleja caricatura, de tan sencilla que parecía. Eso sí, siempre con el toque distintivo del artista: la angulosidad, la economía de trazo, ese acento posmoderno en el icono y la línea cinética subrayada, los vaivenes entre sus referencias librescas y la tópica localista...
Acostumbrados estábamos a las colaboraciones de Max con los medios de comunicación, con el diseño y el cartelismo, con su vertiente de cuentista infantil, cuando, de pronto y sin avisar (bueno, señales se dejaban caer desde su labor editorial –que merecería mil artículos por sí sola) nos enteramos de que este barcelonés “amallorquinado”, además, es el más experimental de los creadores autóctonos; un título extraño venía a refrendar tamaña osadía: El prolongado sueño del Sr. T. El joven Max ya no parecía tan joven, al menos en su ideario artístico, su trazo se había retorcido y llenado de sombras, su mensaje se tornaba críptico y simbólico y su reputación cogía barcos y aviones para traspasar continentes. Así, nos enteramos también de que Drawn & Quaterly, los gurús de la modernidad viñetera, habían elegido a Max para su catálogo, se atrevían a hacer algo que aquí, por aquel entonces, hubiera sonado a ultraje: publicar un trabajo claramente “impopular”. Tiempo después, con la sabiduría de manual que aporta la perspectiva histórica y que cierra las bocas de los agoreros de la involución, nos hemos ido enterando de que iba la “historia”: la de esos creadores que entrados los años 90, recogen los frutos que años antes habían plantado unos tal Hernandez, Burns, Martí, etc. y deciden que el cómic no se acaba donde nos habían contado (esto es, en las tiras de prensa o en los límites de una “falsa” literatura popular infantil –que nunca fue literaria), que hay tierras y territorios llenos de surcos esperando semillas, que hay frutos para todos los gustos, edades, colores, sexos y sabores, que la posmodernidad autorreferencial y la reflexividad crítica también entienden de viñetas. Vaya, y resulta que Max ya se había puesto manos a la obra, azadón en mano, antes de que por aquí llegaran las cosechadoras para todos los públicos.
El artista superrealista
Por eso, no sorprende, o no lo hace tanto (aunque agrade por igual), descubrir la enésima reencarnación de Max, al Max renacido de sus sueños y sus proyectos: al Max-Bardín, el Superrealista. Todo sigue un orden lógico, los grandes deslumbran a los que han de serlo: en el barcelonés se reconocen las deudas debidas a Crumb, a Chaland, a Mazzucchelli y a (qué otro podría completar la cuatrilogía sino Él) Chris Ware. Ware, el mesías redentor de la página de cómic, aquel que habrá de aposentar las viñetas en los museos y en las paredes de los organismos oficiales, el muralista de papel. Pues sí, Bardín bebe de Ware y su Jimmy Corrigan, indudablemente. Lo hace sin estridencias, con suficiente personalidad y recursos propios como para no exagerar la influencia.
Así las cosas, el curso pasado, La Cúpula nos sorprendió con su primorosa edición de Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, una recopilación de las historias cortas del personaje, aparecidas desde 1997 hasta 2004, en numerosas publicaciones (Nosotros somos los muertos, Amaníaco, El Víbora, etc.); el volumen incluye también alguna historieta inédita (como Buda todo a cien o El ruido y la furia). Debemos recordar que gran parte de las aventuras de este cabezón “surreal” habían aparecido ya recopiladas en un tebeíto delicioso publicados algunos años antes por Mediomuerto (la editorial comandada por el propio Max y su buen amigo Pere Joan): Bardín el Superrealista #1 (1999)[1]. Max retoma ahora buena parte de aquellos materiales, les añade color, los retoca (una viñeta incorporada aquí, una secuencia revisada más allá, un dibujo mejorado en este otro lado) y nos los devuelve envueltos en los oropeles que la ocasión y la obra merecían.
Es Bardín un personaje lleno de ocurrencias; ya nos lo anuncia la solapilla de contraportada:
Bardín es un tipo corriente al que nada le parece extraordinario. Por ejemplo, no le parece extraordinario que el término superrealismo (traducción exacta del francés surréalisme, que significa “por encima de la realidad”) no hiciera fortuna en castellano y que con el tiempo acabara por extenderse la simple adaptación fonética de la palabra francesa.
Si dejamos aparte el didactismo mal camuflado (con el consiguiente esfuerzo que además se nos ahorra a nosotros), lo cierto es que la cita nos resulta útil como “viñeta” contextualizadora. Y es que da la sensación de que Bardín es algo más que un personaje al uso. De hecho, sus aventuras se asemejan más a viajes interiores que a verdaderos episodios de acontecimientos. Quién, por ejemplo, no diría que Bardín es un alter-ego del propio Max o, al menos, de sus convicciones, de sus referencias intelectuales o de sus dudas existenciales. Cada capítulo de Bardín el Superrealista funciona como un pequeño ensayo trascendente, bañado en las fuentes librescas (cinéfilas, comicográficas, etc.) de su autor. La exposición de los contenidos (en forma de viñetas) sigue en muchos casos la misma “lógica ilógica” de un ensayo (es decir el fluir de ideas, el encadenamiento de razonamientos), sin que exista una aparente predisposición metódica en la ordenación de los contenidos (aunque sabemos que la hay). ¿Estamos hablando del primer cómic auspiciado bajo aquel “fluir de consciencia” (stream of consciousness) con el que epataron al mundo los Joyce y compañía? Seguramente no, encontramos ejemplos de razonamiento digresivo entre aquellos cómics y autores underground que admiraba el propio Max; aunque, todo hay que decirlo, en el caso del underground la espontaneidad del discurso oscilaba entre el monólogo verborreico y acumulativo de Crumb y la muda alucinación lisérgica de Moscoso, por poner sólo dos ejemplos. Muy lejos, como ven, del razonamiento ensayístico o la reflexión filosófica a los que ahora nos acercamos. Decididamente Bardín es otra cosa.
De la mano de este Superrealista de bolsillo, Max nos invitará a un viaje desbocado por el interior de su mente, sin más reglas que las reglas inexistentes de nuestro subconsciente (y todos esos “objetos” de la sub-existencia que en él se acumulan). Las escalas del periplo, parecen tan impredecibles como las de un sueño: así, nos deslizaremos desde ese homenaje a Buñuel que es la historia que da título al libro, Bardín el Superrealista (con diálogo imposible incluido entre el protagonista y el perro andaluz), hasta la pesadilla final con resonancias faulknerianas, que bajo el evidente homenaje (El ruido y la furia), esconde los miedos, obsesiones y pecados pretéritos de Bardín (o de Max, o de todos nosotros, los hijos de una generación); sin duda, un buen brochazo de negrura subconsciente para cerrar el círculo.
Entre medias, hay tiempo para todo: fórmulas para una utilización evasiva del gótico flamenco (Bardín imagina), la ya tradicional, personal e intransferible reflexión existencial acerca del origen del universo, que todo buen aspirante a pensador debe incluir en su catálogo (El cielo sobre Bardín) o, en la misma onda cinéfila, el explícito Homenaje a don Luis Buñuel, en el que Max engarza, entre referencias obvias a El perro andaluz (de nuevo), su catálogo personal de símbolos surrealistas; algunos de ellos volverán a aparecer desglosados algunas páginas más tarde en Descripción Bardín del mundo superreal. Desde luego, entre tanto proceso mental e irracional, no falta algún razonamiento verbalizado desde la consciencia, como el que intenta encender las conciencias colectivas, en esa arenga panfleto-gráfica y reivindicativa a favor del arte del tebeo que es Un acto de amor.
La fase teleológica de las dudas teológicas es una de las mejor representadas en estas aventuras interiores de Bardín: como el yin y el yan o el Barça y el Madrid, la fe y la razón forman una dualidad de resolución imposible. Bardín, cual Unamuno en miniatura, vive ese tormento como todo hijo de Dios, de Buda, de la naturaleza o de la casualidad… La agnóstica convicción aparente del personaje, se desarma con asombrosa rapidez ante la aparición de todas las deidades posibles en la cosmogonía viñetera. En La estrella misteriosa, por ejemplo, Bardín afronta sus primeras apariciones y da comienzo a sus primeras experiencias místicas o, si así lo prefieren, sus primeros pasos en el siempre difícil camino hacia la iluminación (ese nirvana al que todo personaje de bien debería aspirar). Bardín asume una realidad que ya no le abandonará: todos estamos sometidos al giro de “La rueda de la vida y la muerte”, vivimos en el mundo de la ilusión, el de los sentidos, y somos esclavos en la cadena de nuestra existencia.
La forma en que Max juega con la simbología y la filosofía budista (Buda todo a cien) para recrear las dudas metafísicas de su personaje es, sin duda, uno de los grandes hallazgos visuales de las aventuras bardinianas. Una iconografía que le permite, además, crear e incorporar referentes visuales del mundo interior del personaje, gracias a grandes viñetas ocupadas por la recreación de estos peculiares samsaras (cadenas vitales). Llega el juego a su apogeo en Una polémica metafísica, la disputa intelectual entre Bardín y el supremo ser creador (que repite luego en Paseo nocturno).No lo hemos dicho, pero ya habrán deducido ustedes que prácticamente toda la trayectoria de Max está plagada de humor, mala leche e ironía fina (léase Iluminación). En Bardín el Superrealista, la risa aparece tamizada por la intelectualidad de la propuesta y aparece parcialmente condicionada por la interpretación de esas claves intelectuales. Eso sí, en ocasiones es tan transparente y sus dardos son tan afilados (San Ceremonio, martir), que hasta el mayor de los descreídos, cogerá el chiste. Es lo que tienen los autores geniales, que contentan a moros y a cristianos, a “hunos” y a otros.
Porque, no se lo digan nadie, Bardín el Superrealista es uno de los mejores cómics, reflexiones filosóficas, broma surrealista (o como lo quieran ustedes bautizar) que ha leído un servidor en mucho tiempo; y encima con una edición tan bonita como esta de La Cúpula… ¡Qué inconsciencia!
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Bardín baila con la más fea. Un anómalo “cadaver exquisito” (valga la redundancia) en el que el personaje se enfrenta a su propia muerte, en un baile cuasi-poético de colaboraciones por parte de muchos y muy variados artistas de cómics, que recrean al personaje en su encuentro con la dama de la guadaña; ya lo dice una entradilla de la primera página: “una experiencia inenarrable, irrepetible y finalmente insoslayable”.