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jueves, agosto 10, 2017

Los minicómics de Julia Gfrörer: Flesh and Bone, Palm Ash y Dark Age

Empujados por la muy buena impresión que nos causó su Laid Waste, nos hemos hecho con algunos de los minicómics autoeditados por Julia Gfrörer y distribuidos a través de su propia página (en el pedido añadimos además una de sus postalitas personalizadas con dibujo original). Una pequeña inversión llena de alicientes.
De Gfrörer nos gusta mucho su estilo fluido y delicado, el bosquejo de una línea clara realista entramada por un rayado profuso y nervioso. Un dibujo que encaja a la perfección con la cruda temática de sus cómics: acercamientos sincréticos a momentos seleccionados de la historia, instantes cuasi-costumbristas aislados de su contexto, que demuestran la crueldad de la existencia y la brutalidad del ser humano para con sus congéneres más débiles. Como sucede con su obra publicada editorialmente, también encontramos algo de todo ello en los fanzines autoeditados de la dibujante estadounidense que hemos adquirido: Flesh and BonePalm Ash Dark Age.
Flesh and Bone (2010) es un cuento gótico en el que el Romanticismo y su idea atormentada del amor se entrecruza con la encarnación satánica del mal: pálidas novias románticas que mueren en la flor de la vida, akelarres de brujas en torno al gran Chivo, maquiavélicas reformulaciones de la cuentística popular..., cohabitan en Flesh and Bone en lo que es una reflexión acerca de la perversión y el amor, de la mentira ilusoria y el sentido espiritual de trascendencia. Un cómic explícito y áspero en su crueldad y sexualidad, pero intenso y estimulante como un trago de limón.
Palm Ash (2014) sitúa su acción en el contexto de los primeros cristianos sacrificados en Roma en los sangrientos espectáculos populares celebrados en coliseos y plazas. Alterna el cómic retazos de la vida en esclavitud con escenas de la clase patricia, con sus decisiones caprichosas y volubles sobre las vidas ajenas. Palm Ash es un tebeo breve, pero impactante, un trabajo en el que la crueldad extrema depredatoria del ser humano pisotea cualquier atisbo de tolerancia y humanidad.
Dark Age (2016), por otro lado, se centra en el miedo y en la fragilidad de la existencia; en nuestra perentoria incapacidad para afrontar los retos extremos que nos plantea el medio. Arranca la historia en una sociedad primitiva de cazadores-recolectores, en aquellos orígenes de la civilización en los que el hombre estaba aprendiendo a vivir en sociedad aún expuesto a los designios de la naturaleza. En ese entorno, dos jóvenes amantes, inquietos, ansiosos de novedad y aventura, deciden adentrarse en el interior de una cueva con afanes exploratorios. Y ya se sabe, la osadía es madre de la imprudencia.
Invitan los relatos cortos de Julia Frörer a una pronta recopilación. Pero, sobre todo, le dejan a uno con  ganas de seguir profundizando en la obra de una autora diferente y perturbadora, una exploradora de los miedos y crueldades humanas con la rara capacidad de agitar nuestras conciencias. Queremos más.

jueves, julio 27, 2017

Tomoji, de Jiro Taniguchi, en ABC Color. Esa lenta tragicomedia que esla vida

El fin de semana pasado publicamos en ABC Color, nuestro suplemento cultural transatlántico favorito, un artículo dedicado a ese genio del cómic que nos dejó hace unos meses llamado Jiro Taniguchi. Escribimos sobre Tomoji, uno de sus últimos cómis publicados en España. Un tebeo, además, que junto a las muchas virtudes que acompañan los cómics de Taniguchi, presenta algunas peculiaridades que merecen subrayarse respecto al resto de su producción.
Tomoji es una obra vitalista, poblada de paisajes rurales y antiguos oficios, un cuadro de costumbres de una época que ya ha desaparecido. Pero Tomoji es también el retrato generoso y admirado de una mujer fuerte, perseverante y valiosa. Les dejamos con nuestra reseña: "Esa lenta tragicomedia que es la vida"
En febrero de 2017 murió Jiro Taniguchi, uno de los genios recientes del cómic y uno de los autores más influyentes e imitados de las últimas décadas.
Desde que descubriéramos su obra gracias a El Caminante (1990) o El almanaque de mi padre (1994), Taniguchi siempre ha sido un refugio al que volver; un guionista y dibujante privilegiado cuya prolífica obra mantiene siempre unos niveles de calidad altísimos. Se le considera, de hecho, uno de los padres de la llamada nouvelle manga (una etiqueta, nos parece, demasiado etérea e imprecisa, que intenta abarcar el cruce de influencias comicográficas entre Japón y Europa).
Con contadas excepciones y sin seguir el orden cronológico editorial japonés, casi toda su producción está ya publicada en español. Ponent Mon editó en 2016 uno de sus últimos trabajos, Tomoji (2014); y en este 2017 hemos visto como Planeta se ha atrevido con la reedición de uno de sus primeros cómics, Hotel Harbour View (1983), y Ponen Mont ha vuelto a hacerlo por partida doble con la también reedición de Sky Hawk (sobre el guión de Natsuo Sekikawa, 2002) y con Venecia (2014); una de las últimas obras publicadas en vida por el genio japonés junto a Los guardianes del Louvre (2014).
Una de las curiosidades que esconde la edición de Tomoji de Ponent Mon en sus páginas finales es la entrevista que Thomas Hantson le hizo al propio Taniguchi en agosto de 2014. En ella, descubrimos la peculiar visión que el propio autor tenía de su propia obra y sus opiniones acerca de Tomoji. En uno de los pasajes, confiesa "me doy cuenta de que jamás he tratado realmente el amor en mis libros anteriores. Esta es, salvo a lo mejor Los años dulces, la primera vez que lo hago". Poco después admite que es "posible que los mangas de acción que hacía antaño ya hayan quedado atrás. En retrospectiva, diría que La cumbre de los dioses es sin duda mi última obra en la que las expresiones se muestran con pasión, y en la que el aspecto gráfico así los muestra".
Aunque en su producción (sobre todo en sus comienzos) encontramos obras con un elemento de acción, si hay un rasgo que sobrevuela casi toda la obra de Taniguchi en su capacidad para mostrar aspectos intangibles de la naturaleza humana y su relación con el entorno: el paso del tiempo y la añoranza hacia el pasado, los afectos sutiles, la mirada curiosa del paseante, el viajero o el turista... Por eso, sorprende que un autor tan contenido y contemplativo utilice un concepto como "pasión" para referirse a algunos de sus cómics. Ni siquiera en Tomoji, el drama costumbrista de una mujer cuya biografía está recorrida por infortunios y adversidades, existe un acercamiento trágico o pasional a la existencia. Las páginas de este cómic están surcadas, de nuevo, por miradas nostálgicas y un profundo y agradecido (también dolorido) vitalismo.
Pero si hay algo que diferencia a Tomoji de otros cómics de Taniguchi, más allá de esa presencia del tema amoroso que señala, es su acercamiento a un Japón que va camino de desaparecer: el de los paisajes rurales de la era Taishō, un periodo de transición entre dos momentos decisivos en la historia del país (las eras Meiji y Shōwa), en el que el antiguo Japón casi feudal dejó paso a la nación mucho más urbanita e industrializada que iba a tomar parte en la Segunda Guerra Mundial.
El virtuosismo gráfico de Taniguchi, su meticuloso preciosismo artesanal, pocas veces a brillado con más luz y belleza que en las estampas naturales de este libro. Como sucede habitualmente en el manga, las primeras páginas de cada uno de sus seis capítulos están coloreadas (como si de una introducción al paisaje narrativo se tratara), para a continuación dejar paso al preciosista y diáfano blanco y negro que caracteriza el "estilo Taniguchi"; con esos entramados y minuciosos rayados/sombreados que aportan a sus escenarios un aire casi hiperrealista.
Los rostros de sus personajes (como siempre, bastante semejantes entre ellos) desprenden una humanidad apacible, un gesto de resistencia ante las pesadumbres de la existencia que se personifica como nadie en la figura de la protagonista del relato. Tomoji Uchida fue una mujer valiente y espiritual en un momento en el que las mujeres no lo tenían fácil en una sociedad tan tradicional y conservadora como era (y sigue siendo) la nipona. Fue la fundadora del budismo Shinnyo-en (una variante del budismo Shingon) y responsable junto a su marido Ito Shinjo de la proliferación de numerosos templos dedicados a esta práctica en Japón.
Jiro Taniguchi y su mujer eran asiduos a uno de esos templos Shinnyo-en en las cercanías de Tokio, y fue allí donde le propusieron embarcarse en la biografía de Tomoji; contó para ello con la ayuda del guionista Miwako Ogihara. Sin embargo, el dibujante tomó una decisión sorprendente: en su relato prescindiría de alusiones religiosas explícitas o de los hechos mismos que hicieron de Tomoji Uchida una figura relevante. En vez de eso, se enfrentaría al trabajo como el biógrafo de una niña que superó con humildad cuanto obstáculo se le planteó en la vida (y fueron muchos) hasta hacerse a sí misma y convertirse en una figura admirable: "...decidí privilegiar un ángulo narrativo que mostrara el recorrido vital que cinceló la personalidad de Tomoji y que finalmente le llevó a escoger el camino de la espiritualidad", aclara Taniguchi en la entrevista.
Pero a veces la Historia no es suficiente ("... no se puede hacer un manga sólido basado en simples hechos biográficos"), así que en su perfil el el célebre mangaka idea experiencias, construye encuentros imaginarios y entrecruza acontecimientos sociohistóricos traumáticos con la naturalidad de un maestro; como esas secuencias del gran terremoto que asoló Tokio en 1923 y cuyas reverberaciones perduran en la memoria del Japón actual, de la misma manera en que en su día alcanzaron incluso a las apacibles zonas rurales de la región de Yamanashi, en las que se sitúa el relato. Porque las páginas de Tomoji son también un fresco costumbrista en el que se recrean los antiguos oficios y el folclore de de un contexto muy localizado: descubriremos en ellas una forma de vida sencilla, basada en el duro trabajo de agricultores, artesanos y pequeños mercaderes, una realidad que se movía al ritmo de los elementos, las estaciones y las puestas de sol; y que, como decíamos antes, prácticamente ha desaparecido.
Tomoji es un acercamiento humanista y humano a la experiencia de vivir, una biografía entreverada de ficción en la que las tradiciones rurales, el lento paso de las estaciones y la majestuosidad de los paisajes dibujan un fresco lleno de sosiego y resignación. En su cómic, Tamaguchi construye uno de sus mejores retratos femeninos y, al mismo tiempo, nos invita a sumergirnos en una espiritualidad japonesa que siempre ha estado imbuida de respeto por el pasado y adoración reverencial a los elementos de la  naturaleza.

jueves, julio 20, 2017

Hernán Esteve, de Esteban Hernández. Desnudo tras el espejo

Podemos arrancar esta reseña con un match ball: Hernán Esteve es el mejor cómic de Esteban Hernández hasta la fecha; lo cual no es decir poco.
Lo es por su honestidad sonrojante, por su empleo del género autoconfesional hasta asfixiarlo y porque desde la primera página Hernán Esteve te agarra, te zarandea, te ruboriza y te suelta al final con un sopapo en la cara en forma de beso, que te deja pensando si no sería necesario que todos hiciéramos algo más de introspección sin frenos como la que se desarrolla en sus páginas.

Literalmente, el nuevo cómic de Esteban Hernández es una "salida de un armario inexistente". En realidad, casi todos sus tebeos y fanzines han estado contagiados por su propia autobiografía. Su obra es reflexiva, psicologista, anecdótica en el buen sentido. Su fanzine Usted se ha nutrido, casi siempre, del ramillete de miedos, inseguridades y vivencias personales de ese yo escritor y dibujante que decide mostrarnos retazos esporádicos de intimidad: le hemos visto discutir con sus amigos de lo humano y lo divino, hurgar en las miserias de su pasado e incluso nos ha presentado a su novia (como desvela esa metahistorieta que Hernán Esteve toma prestada del fanzine Usted #6). Sin embargo, en su nuevo trabajo, Esteban da un paso más allá, para quedarse en pelota picada delante del lector. Sin más parapeto que un alterego que apenas esconde nada y que, por si quedara alguna duda, termina por romper cualquier espejismo de ilusión en la brillante secuencia final de la conversación entre el autor y el personaje, entre Esteban y Hernán, entre el otro que soy yo y su proyección dibujada sobre la página.
¿Quién se atrevería a contar en público sus secretos inconfesables?, ¿a desgranar en secuencias episódicas las vergüenzas onanistas de nuestros descubrimientos e iniciaciones sexuales? Esteban Hernández lo hace y, en apariencia, se guarda bien poco: la curiosidad infantil por su sexualidad aún sin estrenar; la revolución hormonal y los años de iniciación, dudas e incertidumbres del instituto; la consolidación de la identidad propia en la universidad... Todas las etapas de su desarrollo sexual están representadas explícitamente en el cómic con el subrayado determinante de esos instantes representativos, los momentos trascendentes (o que creímos trascendentes), que se han quedado anclados en la memoria como aquellos instantes decisivos en los que su existencia pivotó hacia un lado en vez de al otro.
En alguna ocasión, hemos achacado cierto exceso de verbosidad en los cómics de Esteban Hernández. En Hernán Esteve, sin embargo, las palabras están medidas. Hasta su mitad, el libro es prácticamente mudo: hablan los hechos, las situaciones torpes y los momentos comprometidos que se experimentan cuando nos adentramos en terra incognita; el texto se dosifica con contención hasta que el personaje empieza a dejar atrás la niñez y la adolescencia, cuando el verbo se convierte en un elemento esencial de nuestras relaciones y las palabras pesan tanto como los actos; cuando, en el caso de Hernán, se confunden amistad y amor, y la identidad sexual intenta abrirse hueco entre la espesura de los afectos. Es ésta, la relación del protagonista con su amigo Juan, la que comprende las páginas más duras y sentidas de la obra, la parte más perturbadora y, seguramente, la confesión más valiente y dolorosa del cómic.
El dibujo de Hernández, cada vez más cubista y deformante, funciona como un reloj en la revelación, a veces ridícula a veces desarmante, de los momentos más íntimos y pudorosos de la biografía autoral. Aunque su caricatura roce la deformación grotesca humorística, es imposible no percibir el respeto y la responsabilidad  que el dibujante siente hacia sus creaciones, su cuidadoso esfuerzo a la hora de componer personajes y rostros. Precisamente, debido a ese uso extremo y distorsionante de la caricatura, a Hernán Esteve le sienta muy bien la aplicación de un suave bitono azul en la creación de tramas y sombreados; clarifica la lectura y añade luminosidad a unas viñetas cargadas de información y contenido.
Seguimos a Esteban Hernández desde hace mucho tiempo. Hace mucho también que subrayamos la personal originalidad de su trabajo, su singularidad marciana. Pero si existe algún tipo de ley no escrita acerca de la meritocracia viñetera, nos parecería imposible que este valiente, honesto y absorbente Hernán Esteve pasara desapercibido.

jueves, julio 13, 2017

Panther, de Brecht Evens. Parecía un cuento

Brecht Evens es uno de los jóvenes autores europeos que más nos gustan y más nos han impresionado en los últimos tiempos. Nos maravilla su estilo visual, a medio camino entre la ilustración infantil y un pictoricismo que, con su peculiar actualización técnica del puntillismo, el expresionismo y el fauvismo, nos recuerda a autores de épocas muy diferentes, como Marc Chagall, Friedensreich Hundertwasser o Dana Schutz. Las coloridas y ligeras acuarelas de Evens se superponen en capas y veladuras que huyen de la perspectiva, o de cualquier representación espacial al uso, para crear imágenes de un gran poder evocador y escenas que se superponen como en un sueño. Su dibujo es falsamente naif, pero transmite esa inocencia, es abigarrado, pero ligero y lírico.
Sus historias, además, se aprovechan de esta fuerte impronta visual para moverse en territorios de subjetividad narrativa. No siempre es sencillo descubrir en las historias de Evens hasta que punto nos movemos en el terreno de la memoria, del sueño, de la alusión simbólica o de la realidad. Lo vimos en sus excepcionales Un lugar equivocado y Los entusiastas, y lo volvemos a comprobar ahora en su última obra, Panther.
Avanzamos por las primeras páginas del cómic hipnotizados por las andanzas hogareñas de Christine, la niña protagonista, y asistimos muy pronto a esa tragedia que para ella es la muerte de su gato Lucy. El dibujo de Evens es mágico. ¡Ese momento en que aparece por primera vez, en la soledad dolosa de su habitación, el personaje de Panther que da título al libro! Es el amigo imaginario sobre cuyo hombro podrá llorar Christine sus penas; una criatura, como todos los artificios de la imaginación, dúctil, mudable, metamórfica, nunca parecida a sí misma...
En este punto, muy al principio aún de la historia, percibimos que estamos ante un bonito cuento infantil con trasfondo simbólico: la típica historia de crecimiento, el viaje del niño hacia los escollos de la vida. Al mismo tiempo, nos empieza a importunar la sobreabundancia de texto, la verbosidad excesiva de unos personajes enganchados en lo que parece el diálogo insensato e incongruente de una cháchara infantil. El dibujo de Evens, sin embargo, sigue sin dar respiro: pese a la repetición acumulativa de sencillos planos de la conversación entre la niña y su amigo imaginario, la transmutación constante de Panther (proyectada por la imaginación de la niña) despliega tal derroche de ingenio y talento, que el lector no puede sustraerse a profundizar en los recovecos del diálogo que ambos mantienen.
Así, poco a poco, vamos intuyendo que detrás de esa charla aparentemente atolondrada, detrás del cuento infantil, en realidad se esconde algo más. Como suele suceder en los cómics de Evens, las capas de imágenes veladas y superpuestas encierran también secretos de la narración; subtextos y trasfondos que nunca le resultan explícitos al lector, pero que se arrastran por debajo de trama principal.
Eso sucede con Panther. Y a medida que se aparecen los nuevos amigos imaginarios de Christine, empezamos a sospechar que el cómic de Brecht Evens no es un amable cuento infantil con moraleja, sino una de aquellas terribles pesadillas que de niños nos despertaban en medio de la noche, sin que nunca adivináramos de dónde venían ni si iban a regresar al día siguiente.

jueves, julio 06, 2017

Cosmonauta, de Pep Brocal. 2.900 años con Héctor Mosca

La caricatura de Pep Brocal, angulosa, sintética, deudora de los mejores ejemplos de la Escuela Bruguera (Manuel Vázquez, Cifré, Raf), parecería más adecuada para el humor que para la reflexión filosófico-existencial. Los dos polos coexisten, sin embargo, en Cosmonauta, el último trabajo de un autor que cuenta ya con un larguísimo recorrido dentro del mundo del cómic y de la ilustración; y a quien ya leíamos en las revistas clásicas de los años 80, como Totem, Cairo o Zona 84.
Cosmonauta luce como una obra de madurez, una reflexión tragicómica acerca del devenir de una humanidad que parece abocada a la autodestrucción, mientras se consume en propia falta de expectativas y soluciones. Héctor Mosca es nuestra última esperanza. Es uno de los últimos cosmonautas seleccionados en el "Second Chance Project" para alcanzar los confines del Universo y transmitirle al Creador el "memorial de agravios en el que se detalla que los hombres no somos los únicos responsables de este fracaso". El cosmonauta Héctor viajará en una cápsula espacial preparada para mitigar los efectos del paso del tiempo durante los 2.500 años necesarios para alcanzar los límites conocidos del espacio.
El escenario paródico que articula el relato crea el contexto para el monólogo reflexivo de su protagonista; un monólogo interrumpido solamente por las intervenciones "sintéticas" de Nic, el procesador Intelic 9.2 de última generación que se encarga de la navegación de la capsula. El cínico nihilismo, rasgo extremo de humanidad, frente al racionalismo desapasionado y pragmático de la Inteligencia Artificial: la garantía de un diálogo imposible que termina ahogado en un monólogo desesperado y rencoroso. A lo largo de su viaje hacia el vacío más absoluto, el cosmonauta Héctor nos hará participes de otros procesos de vaciado: el de su propia biografía, sumida en la amargura del fracaso amoroso y la mediocridad social; y el vaciado de humanidad de una civilización globalizada, imprudente y consumida por el miedo y la violencia (representada por ese simulacro de megalópolis gobernada por militares, obispos y políticos demagógicos llamado Globecity).

En su doble periplo (interestelar e interior), el protagonista acude con frecuencia a sus recuerdos (insatisfactorios casi siempre) y al refugio mental de su único hogar verdadero: la barra de Chez Guido, su bar de cabecera y diván psicoanalítico; el escenario de algunas de las secuencias más ácidas y clarividentes del cómic. Interactos de cruel humorismo terrenal dentro de una historia más grande que el mismo Cosmos, en la que se conjugan con ingenio las teorías científicas sobre la creación del Universo, con los planteamientos religiosos en torno a la figura de un Creador.
La lucidez reflexiva del cómic de Brocal se extiende a lo largo de un guión que juega con inteligencia en una calculada ambigüedad de recorrido circular y que concluye con un epílogo sorprendente que cierra la historia en una vuelta de tuerca cargada de humanidad (y un punto de divina trascendencia). Una lectura con poso la de Cosmonauta.

jueves, junio 29, 2017

La levedad, de Catherine Meurisse, en Culturamas

http://www.culturamas.es/blog/2017/06/22/la-levedad-de-catherine-meurisse-lo-inexplicable/
Hemos reseñado para Culturamas La levedad, el último trabajo de la francesa Catherine Meurisse. No es un cómic cualquiera, son las páginas de una superviviente y es, a su vez, un ejercicio de supervivencia.
Meurisse trabajaba en la revista humorística Charlie Hebdo cuando, el 7 de enero de 2015, dos terroristas de Al-Quaeda irrumpieron en la redacción y perpetraron una masacre. Doce personas murieron en los atentados, entre ellos seis de los dibujantes de la célebre publicación satírica y varios colaboradores.
En La levedad, Meurisse hace un relato de la angustia de la quien permanece mientras todos se van (salvó su vida porque ese día fatídico llegó tarde a la redacción), un perfil psicológico, sentido, desgarrado y muy personal, de la angustiosa ingravidez en la que flotó como un fantasma los meses siguientes al atentado. La levedad es un cómic de retazos organizados en breves secuencias de linealidad emocional, más que cronológica. Su relato en viñetas está cargado de metáforas visuales y un humor trágico y amargo. Quizás, no existan muchas más formas de sobrevivir al sinsentido: "La levedad, de Catherine Meurisse. Lo inexplicable".

sábado, mayo 27, 2017

¿Cuánta tierra necesita un hombre?, de Martin Veyron. Hasta donde la codicia se expande

En muchos casos, la narrativa rusa del siglo XIX orbitaba alrededor de conceptos morales amplios, la culpa en Crimen y castigo o la pasión desordenada en Ana Karenina, por ejemplo. Es ese el caso también de Cuánta tierra necesita un hombre, el cuento de León Tolstói, que hace de la codicia y la pequeñez de la existencia el punto sobre el que pivota su trama.
El de Martin Veyron es uno de esos nombres clásicos autores franceses que toda una generación de lectores recordamos por sus apariciones frecuentes en revistas como Címoc o El víbora. Sus historias estaban cargadas de diálogos y relaciones, también morales, en las que se entretejían el sexo, los conflictos interpersonales y el desamor. Un tipo de autor, Veyron, que como Gerard Lauzier, conectaba el cómic con una forma muy francesa de entender el arte y la cultura, emparentada por ejemplo con el cine de la Nouvelle Vague.
Le habíamos perdido la pista a Martin Veyron hasta que ha llegado a nuestra manos este Cuánta tierra necesita un hombre. Se parece en poco al autor que recordábamos, sobre todo en el plano gráfico. Aquellas escenas cotidianas de línea clara, planos cerrados y entornos íntimos, han dejado paso ahora a un cómic que respira en un contexto rural de grandes espacios abiertos. Abunda el nuevo trabajo de Veyron en escenas paisajistas y estampas de bosques, lagos helados, trigales y estepas. Esos paisaje rurales latifundistas que tan importantes fueron en la narrativa de Tolstói y a los que el propio autor regresó en su vejez cuando la tierra ya no estaba en manos de los grandes terratenientes imperiales. De este modo, el propio escritor respondió a la pregunta de su cuento cuando abandonó todo cuanto tenía (incluida su familia), se despojó de posesiones y de los oropeles de la fama, y regresó a la vida sencilla del campo.
Esa idea esconde, en realidad, la historia y el trasfondo de Cuánta tierra necesita un hombre. La historia pequeña de Pajom, granjero y vecino de una aldea siberiana, que vive al día con su familia gracias a sus animales y una pequeña parcela para alimentarlos. La suya es también la historia de sus vecinos, con quienes comparte penurias y lindes con las vastas posesiones de otra vecina, una noble boyarda que hace ojos ciegos a las constantes intromisiones de sus vecinos en sus tierras de pasto, a los capturas que éstos pescan en los ríos de su propiedad y a los árboles que talan de sus bosques. Un día, sin embarga, la boyarda, por mediación de su hijo Andreï, contrata un capataz para que vigile sus latifundios y propiedades. Ese será el punto de inflexión decisivo en la vida de Pajom, su familia y sus vecinos.
Para recrear la historia de Tolstoi, Veyron recurre a un convincente realismo de líneas sueltas y ágiles que, en algunos momentos, nos recuerda al trazo de Blain y en otras ocasiones al estilo naturalista de Rubén Pellejero. Su recreación de los paisajes rurales y de las grandes planicias siberianas es de una belleza sobrecogedora, pero íntima y sencilla. El recorrido del protagonista por los paisajes de la Rusia antigua está subrayado por secuencias mudas de bellas postales que, por momentos, transforman una historia costumbrista con moraleja en un cómic de viajes y de miradas. Un disfrute para el lector-pasajero de unas viñetas con historia y con mensaje.
Monsieur Veyron, ha sido un placer el reencuentro.

miércoles, abril 12, 2017

Cómics Esenciales 2016 (de Jot Down y la ACDCómic)

La semana pasada hablábamos de una asociación y de una publicación online en la que se ponía de relieve el estado de la industria del cómic en nuestro país durante 2016. En ésta, vamos a hacer lo propio acerca de otra asociación y una nueva publicación en la que, en este caso, se analizan y reseñan los cómics esenciales en español publicados en el mismo periodo tiempo; todo ello, según el criterio de sus redactores y el de la revista Jot Down, que es quien publica este interesante y muy recomendable volumen (y eso que en él participamos nosotros con dos reseñas).
Cómics Esenciales 2016 nace de la alianza de Jot Down con la ACDCómic (Asociación de Críticos de Cómic de España) y de la voluntad de dar forma impresa al trabajo de la Asociación en su selección semestral de cómics esenciales: dos tandas anuales con los 50 cómics más destacados publicados en España según el criterio de sus miembros. Una valiosa herramienta de divulgación y promoción del cómic en nuestro país.
El libro de Jot Down y la ACDCómic se aproxima a ese compendio de obras seleccionadas durante el año con todo lujo de referencias bibliográficas, recomendación de obras afines y reseñas exhaustivas. Además, Cómics Esenciales 2016 incluye una interesante e instruida conversación a tres bandas entre Paco Roca, Ana Galvañ y Pepo Pérez; tres de los autores esenciales del cómic español contemporáneo.
Nosotros hemos participado con reseñas de dos de las novelas gráficas que más nos han impresionado este curso: las espléndidas Beverly, de Nick Drnaso y La favorita, de Matthias Lehmann. Si le echan un vistazo al listado de participantes de más abajo, verán que la cosa tiene enjundia y recoge los nombres de muchos de los mejores críticos del país. Les adjuntamos también a continuación los párrafos introductorios de nuestras colaboraciones, a ver si enganchamos a alguno, que la publicación lo vale. Créannos.
Listado de participantes
Alberto García Marcos, Alex Serrano, , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , .
Beverly, de Nick Drnaso. Miserias corales
En 1993 el cineasta Robert Altman estrenó su película Vidas cruzadas (Shortcuts), en la que, a partir de diversos relatos y poemas de Raymond Carver, creaba un relato coral tejido a partir de las vidas de personajes sin relación aparente entre sí, cuyos itinerarios terminaban por confluir en una misma línea argumental para crear un cuadro social y costumbrista de más amplio alcance.
La idea no era nueva, encontramos ejemplos de este modelo de expresionismo narrativo en escritores modernistas del siglo XX, como John Dos Passos (Manhattan Transfer, 1925) o William Faulkner (Mientras agonizo, 1930), y en autores más recientes como Camilo José Cela (La Colmena, 1951). El mismo Robert Altman había recurrido con anterioridad a esta técnica en películas tan distanciadas en el tiempo como MASH (1970) o El juego de Hollywood (1992)... (continúa en Cómics Esenciales 2016)
La Favorita, de Matthias Lehmann. Otra vuelta de tuerca 
Algunas biografías literarias esconden detalles extraordinarios que harían sombra a muchos actos de ficción. ¿Sabían, por ejemplo, que la madre del poeta alemán Rainer Maria Rilke, durante siete años de su vida, vistió y trató a su hijo  como a una niña para poder superar el dolor que le causó la muerte de una hija anterior? ¿O que las precoces hermanas Brontë, paradigma de la exaltación romántica y las pasiones agitadas, vivieron una apacible vida sedentaria sin salir apenas de su casa de Haworth, y sin grandes historias sentimentales que llevarse al corazón? Podríamos referir también el caso de Henry James y sus hermanos, cuyas infancias estuvieron marcadas por las vívidas experiencias sobrenaturales que su padre les confesaba haber vivido y les relataba con frecuente sobresalto... (continúa en Cómics Esenciales 2016)

sábado, marzo 25, 2017

The End of Summer, de Tillie Walden. La mansión de los niños cautivos

Conocimos a la jovencísima Tillie Walden gracias a I Love this Part (2015), un cómic pequeño y emocionante; un ejercicio de lirismo a partir de bellas páginas-viñeta y una narración en primera persona que descubría la sensibilidad de una autora tremendamente dotada para un dibujo realista y ligero. 
The End of Summer (2015), la que por unos meses fue su primera obra publicada, es todavía un trabajo más ambicioso y con un recorrido narrativo más elaborado que I Love this Part (debido a ello quizás es también menos redonda y perfecta que ésta). Pero ambas comparten cierta mirada poética y un estilo gráfico deslumbrante.
Imaginemos una infancia eterna en el entorno resguardado de una familia protectora y adinerada. Imaginemos que se nos ofrece una existencia despreocupada en un suntuoso palacio de fantasía, como ideado por un Piranesi juguetón, lleno de rincones secretos, salones de juego, camas con dosel cubiertas de colchas de plumas, piscinas de agua tibia, toboganes, pasadizos de juego y lujosos salones para celebrar banquetes familiares. Como si por fin hubiéramos llegado a aquella mítica Slumberland sobre el lomo de un gato gigante y nos tocara interpretar el rol de un Pequeño Nemo agasajado por sirvientes y vasallos. Imaginemos, por último, que desde la cálida protección de nuestro palacio familiar, con sus alfombras persas, sus almohadones de plumas y edredones de patchwork, pudiéramos observar desde unos ventanales enormes, ociosos, el transcurso de un invierno detenido en el tiempo durante más de tres años.
¿No seríamos felices? ¿No es ésta la descripción perfecta del refugio protector de la vieja poesía?
Probablemente lo sería si la primera sentencia en primera persona del cómic no fuera “I am going to die before the winter ends”. En la primera viñeta aún no lo sabemos, pero la afirmación, severa y autoconsciente, pertenece al pequeño Lars, el protagonista de The End of Summer. Su familia, como muchas familias, encierra secretos asfixiantes y una colección de rituales extravagantes que dirigen la vida de sus miembros hacia una endogamia enfermiza. Así, por debajo de la aparentemente estólida felicidad, discurre una corriente subterránea de misterios larvados que crecen y corroen la plácida cotidianidad. Es quizás en esta búsqueda etérea del oscurantismo familiar donde reside una de las inconsistencias de The End of Summer. Sobre todo en sus páginas finales, el cómic peca de cierto cripticismo que funciona en un nivel poético, pero que espesa la línea argumental y su resolución. Quizá sea una decisión estilística de la autora en su búsqueda de cierto lirismo visual, pero, en este mismo sentido de facilitar el seguimiento de la trama, no ayuda tampoco el hecho de cierta indefinición física de los personajes, cuya similar fisonomía e identificación resulta confusa en ciertos momentos. 
Pero no nos engañemos, el dibujo de Tillie Walden apabulla desde la portada misma del cómic. Su recreación minuciosa de salones y habitaciones, techos, suelos y escaleras, cúpulas y columnatas convierte este cómic en un maravilloso ejercicio gráfico de arquitecturas atemporales, preciosistas detalles arquitectónicos y profusas decoraciones ornamentales. Lo más curioso de todo es que, en su minuciosa construcción gráfica de un universo basado en el detalle arquitectónico y la intrincada miniatura decorativa, pareciera que Tillie Walden (estamos por asegurarlo) ha disfrutado con cada línea proyectada y cada una de las filigranas que adornan puertas, colchas, bóbedas y doseles. Nadie se embarcaría en una tarea de miniaturista medieval como ésta si no estuviera realmente enamorado de la idea que la cobija y enciende.
Detrás de los palacios fastuosos y los oropeles de The End of Summer, se esconde, sin embargo, una idea simbólica mucho más humilde y profunda que su lujoso envoltorio: la que convierte a la infancia en el refugio de toda nuestra existencia posterior. La juventud de Tillie Walden (nacida en 1997) todavía la mantiene cerca de un tiempo que para muchos de nosotros es un recuerdo lejano, pero al cual todos nos aferramos e intentamos regresar en nuestros peores momentos. Son los años protegidos de la felicidad inconsciente, del ocio infinito y de la invulnerabilidad ante el mundo exterior; es el tiempo de la familia y el hogar, en los que nos guarecíamos cada vez que se acababa el luminoso verano y llegaban aquellos inviernos que parecían eternos.

jueves, marzo 09, 2017

Black River, de Josh Simmons. The Walking Women

Conocimos a Josh Simmons con su serie Happy a comienzos de la primera década de este siglo. En la línea de otros fanzines y revistas unipersonales, los Happy de Simmons recogían historias cortas del autor publicadas en un formato cercano al de los comix-books de los 60-70. Con aquellos, Simmons compartía también un estilo informal marcadamente underground  y un espíritu crítico y transgresor; similar al de otras publicaciones más o menos coetáneas, como el Weasel de Dave Cooper, los minicómics de Jeff Brown o el Hate de Peter Bagg.
En los años de consolidación de la “novela gráfica”, las historias cortas de Happy vivían del sarcasmo salvaje y de una incorrección política mucho más extrema que la de las viejas publicaciones underground. Licencias narrativas del cambio de siglo: veníamos de las parodias crueles de Tom Solondz, del humor salvaje de Tarantino o los Hermanos Coen y del extrañamiento irónico en los cómics de Burns y Clowes, no se olviden.
Algo de ello perdura en casi todos los cómics posteriores de Simmons y también, desde luego, en Black River, su aclamada novela gráfica de 2015.
Después de la buena recepción de obras anteriores como Furry Trap y House, el estadounidense insiste en el género de terror para situarnos en un mundo postapocalíptico de esos que tanto abundan en las narrativas contemporáneas. Encontramos en Back River elementos familiares que habíamos visto ya en trabajos como La carretera, de Cormac MacCarthy o en el omnipresente The Walking Dead, de Robert Kirkman: paisajes desolados, crueldad extrema, degradación del ser humano, espíritu de supervivencia mezclado con sadismo, etc. Abunda la obra de Simmons en escenas poco aptas para estómagos delicados; el catálogo explícito de asesinatos y decesos no busca excusas ni elipsis reparadoras: degollaciones, machetazos, ahogamientos, violaciones, venganzas y asaltos desesperados son la materia prima que alimenta el horror de sus páginas y el recorrido de su argumento. La combinación de violencia extrema y caricatura no suaviza el resultado final, muy al contrario, lo hace parecer particularmente cruel. De algún modo, nos recuerda a esa otra obra, también despiadada y nihilista, que es Black Lung, de Chris Wright
Black River es una lectura deliberadamente incómoda, basada en la idea del camino y la búsqueda (the quest) de un mundo mejor que no existe, de una esperanza que, sus protagonistas son conscientes, ha quedado reducida al acto más simple y barbárico de la supervivecia diaria. Introduce además la novedad de un elenco de personajes protagonizado por mujeres; mujeres aguerridas, violentas y tan salvajes y endurecidas como ese entorno cuyo génesis ignoramos.
A través del itinerario de ese grupo nomádico de mujeres que recorre los paisajes calcinados del cómic, profundizamos en la naturaleza humana y, sobre todo, en el mismo proceso de desintegración de cualquier rasgo humanidad. Los episodios se hilvanan como secuencias sangrientas en las que la cronología y la geografía de la historia importan bien poco: como demuestra la secuencia final, tiempo y espacio se desvanecen en Black River como en una neblina tenue en la que sólo destacara el rojo de la sangre y el negro de las cenizas. En las situaciones dramáticas que describe el cómic de Josh Simmons, el aquí y el ahora del agua, la comida y la cruda supremacía darwinista se imponen a los conceptos superados del futuro y del pasado.
Ya lo hemos dicho, Black River es una lectura incómoda. Una historia de terror postapocalíptico que quizás deberíamos leer como imagen simbólica de esa lucha que todavía hoy, en pleno siglo XXI, las mujeres deben mantener contra unas sociedades machistas y violentas que se empeñan en poner piedras en su camino.