Durante las pasadas navidades “pagamos” algunas de las deudas lectoras que le debíamos a las viñetas en los últimos tiempos. Una de las más importantes es la que teníamos contraída con Yoshihiro Tatsumi y su inmenso (en todos los sentidos) Una vida errante.
Cuando en 1994 la empresa líder del negocio de manga de segunda mano, Mandarake, le ofrece a Tatsumi dibujar su autobiografía para reivindicar la noción de cómic gekiga y explicar la importancia de los kashibon (manga de alquiler) en el desarrollo de la industria manga después de la Segunda Guerra Mundial. En el epílogo de su obra, señala el autor:
Pero la vida de un hombre como yo, tan ordinaria y vulgar como cualquier otra, no podía ser de interés para el lector. Está bien, algo de vanidad sí que tengo. ¿Y quién no? Sin embargo, carezco de talento para exagerar y abrillantar la realidad de tal manera que mi vida parezca una epopeya.
Tiene razón el artista cuando comenta que los ingredientes de su existencia no tienen una naturaleza épica, sin embargo, las más de 800 páginas que conforman Una vida errante conforman toda una epopeya, la de la historia del manga e, indirectamente, la de cómo Japón consiguió salir de la depresión post-bélica.
A través de un relato autobiográfico lineal en tercera persona (Tatsumi cambia su nombre real por el de Hiroshi Katsumi, al igual que hace con el de algunos personajes principales, con el fin de obtener cierta postura de distanciamiento), el autor da buena cuenta de los principales acontecimientos históricos y culturales que acontecieron en Japón a partir de 1945: se refiere a la irrupción del cine occidental, al cambio de mentalidad política (e imperial) que sacudió a los habitantes de las islas, habla de cómo Estados Unidos pasa de ser el enemigo a convertirse en un modelo idealizado cultural y, sobre todo, habla de cómo surge el manga y cómo crece hasta convertirse en la principal oferta de ocio japonés.
Por las páginas de Una vida errante pasan algunas de las grandes estrellas de la historia del cómic nipón, Fujio Fujiko, Sampei Shirato, Takao Saito, Yoshiharu Tsuge y, sobrevolándolos a todos, como un fenix, el gran Osamu Tezuka, que directa o indirectamente protagoniza un buen numero de páginas de la obra.
De un modo informal y honesto, Tatsumi se sincera con el lector, al que relata sus preocupaciones artísticas, sus quebrantos íntimos, sus éxitos editoriales y sus fracasos. Lo hace siguiendo la cronología de su carrera artística desde esos primeros triunfos que suponían la publicación en los concursos de manga de revistas como Manga To Yomimo o Manga Shonen, hasta su consagración profesional y la creación del Taller Gegika junto a reconocidos mangakas como Masaaki Sato o Masahiko Matsumoto; un periodo de actividad febril en el que Tatsumi publicaba simultáneamente obras en cuatro y cinco cabeceras a la vez, además de compaginar su labor como dibujante con la de editor de Rascacielos o Muso (las revistas del Taller Gekiga).
Pero, ¿qué es el gekiga, la gran aportación de Tatsumi a la historia del manga y la principal fuente de sus dudas artísticas? Después de la guerra, el cómic japonés creció orientado hacia un lector infantil, era un manga básicamente humorístico. Tatsumi tenía en mente una idea diferente: en su opinión, el cómic podía funcionar como un vehículo artístico adecuado para un público adulto; desde ese nuevo enfoque, cualquier referencia externa podía ser válida. Tatsumi no dejó de asimilar influencias de sus grandes aficiones, el cine francés y norteamericano, la nueva literatura hard-boiled estadounidense (Dashiel Hammett, Ross Mac Donald o Raymond Chandler): “Voy a pasar del humor para hacer una obra monumental con mucha acción / una obra que se salga de los cánones del manga. Un ‘manga’ que no es ‘un manga’. Será un experimento.”
Es cierto que la lectura de Una vida errante no es la mejor manera de introducirse en el mundo del manga: para el nuevo lector, la enumeración de autores, la constante peregrinación de Tatsumi por revistas y editoriales puede conducir a cierta confusión. Es el precio de la minuciosidad del autor, de su compromiso con la realidad. Por otro lado, como ya hemos señalado, Mi vida errante no relata, solamente, la “epopeya” del creador, el camino hacia la fama (una fama en la que Tatsumi nunca se recrea), sino una biografía que rezuma verdad por los cuatro costados. Con avergonzada discreción el dibujante revela episodios ciertamente íntimos de su vida personal: su tortuosa pero emocionada relación con su hermano enfermo, su despertar sexual, sus primeras relaciones con mujeres, etc.; no podría ser de otro modo, en realidad, pese a la devoción obsesiva de Yoshihiro Tatsumi por el manga, la vida es un recorrido complejo, surcado de dificultades y marcado por las relaciones personales. El autor lo sabe bien y reconoce que para que un trabajo de este tipo sea verosímil, el lector debe disponer de toda la información.
Por eso, no crean que estamos exagerando si les decimos que Una vida errante nos ha parecido una obra monumental. Una vida de artista da para eso, desde luego.