Se señala con frecuencia que lo importante de toda experiencia no es aquello que nos espera al final de la misma, sino el camino por el que ésta nos guía.
La historia del cómic nos ha conducido a su momento de esplendor creativo actual (aunque en países como España la fuerza del mercado no sigue el ritmo que marca dicha efusión creativa, precisamente) a través de un recorrido marcado por exigencias editoriales, restricciones de formato y una minusvaloración social evidente. Ya se sabe, el cómic era cosa de niños, cultura popular desechable. Debido a ello, los hallazgos técnicos y las evoluciones narrativas estaban supeditados a su aceptación inmediata dentro su amplio nicho de lectores juveniles y consumidores de prensa diaria. El espacio para las innovaciones vanguardistas era limitado. A comienzos del siglo pasado, el lenguaje del cómic sólo podía incluir los logros de la modernidad artística de forma solapada y siempre que éstos no interfirieran con las fórmulas clásicas de narración.
Y sin embargo, mucho antes del advenimiento de la novela gráfica y los nuevos modos de secuenciación comicográfica –tan libres y experimentales, tan eclécticos y multidisciplinares–, hubo autores que decidieron ir contracorriente y violentar convenciones, normas y reglas del lenguaje: a principios del siglo XX fueron los McCay, Feininger, Verbeeck y Sterrett; después, en los años 60 y 70, los autores del comix underground estadounidense y el "cómic de autor" europeo... Nombres propios que traspasaron fronteras y derribaron convenciones.
Hablamos de tipos, claro, como George Herriman, un dibujante que hizo del surrealismo y de la libertad creativa su marca de autor. A partir de un número reducido de personajes, una sencilla conexión argumental triangular entre ellos y una imaginativa y folclorista deconstrucción/reconstrucción contextual del desierto de Arizona (Coconino County), Herriman dio forma a Krazy Kat (1913-1944), una serie cómica basada en pequeñas variaciones temáticas (casi musicales), que enlazaba directamente con el pensamiento surrealista, el psicoanálisis y el humorismo slapstick tan en boga en aquel momento. Pocas veces el cómic ha estado tan apegado a la vanguardia artística como en manos de Herriman.
El magisterio de George Herriman nunca ha dejado de estar en vigor, más que nunca en estos tiempos de experimentación y vanguardia, pero su influencia pocas veces ha sido tan evidente como en Sabor a coco, el cómic de Renaud Dillies. Una obra ésta en la que, como pasaba con Krazy Kat, lo importante es el camino, no el punto de llegada.
Hay que reconocer que en Sabor a coco, la cigüeña Jiri y la ardilla Polka (¿es verdaderamente una ardilla?) se llevan mucho mejor que Krazy y el ratón Ignatz (o quizás algo peor, si nos atenemos al hecho de que aunque algunos amores matan amores son y que, tantas veces, la amistad es un afecto mudable). Dicho lo cual, por sus trazos y por su forma de moverse en la página, lo cierto es que los unos se parecen mucho a los otros. Hay incluso perro policía en el cómic de Dillies, además de avestruces, caballitos de mar con chistera, caracoles gigantes y un pez volador bohemio que parece una entelequia en medio de un espejismo.
Pese a su nombre, tampoco Coconino es tal en Sabor a coco –aunque sus paisajes con palmeras, cielos infinitos y casitas encaladas con techados de madera crean postales hermanas–, sino "un país muy próximo al sol". Y es ahí donde arranca la peripecia, el caminar hacia ninguna parte de Jiri y Polka en busca de agua, o lo que es lo mismo, su búsqueda de vida y esperanza en el desierto. En sus sedientas andanzas, ambos vivirán episodios surrealistas y aventuras oníricas, como sucedía en cómic de Herriman; siempre sobre paisajes metamórficos que escapan de cualquier coordenada lógica espacio-temporal.
Da igual que nos movamos en el territorio ilógico de la ensoñación y la fábula surreal, la belleza del cómic de Renaud Dillies reside en su poética de paisajes mironianos y animales sabios enloquecidos en su nuevo país de las maravillas. Lo que más nos gusta de él es su personal y talentosa evocación del universo Herriman, su reconstrucción del mismo desde unas coordenadas presentes que, de algún modo, remiten a un ecologismo dentro de los estrechos márgenes consumistas de la sociedad del espectáculo.
Como sucedía en Krazy Kat, las planchas de Sabor a coco conforman macrounidades narrativas con vida propia. Componen un espectáculo visual postmoderno a medio camino entre el códice ilustrado y el cartel circense: una sucesión de estructuras impredecibles, marcos de viñeta polimórficos resemantizados (lexías) y una colección de filigranas, frisos, adornos y perifollo, que suspenden el ilusionismo de la historia y nos invitan a dejarnos llevar por la belleza visual de la apuesta estilística, por el jugueteo retórico de la línea y la creación de espacios mágicos sobre la página.
Eso es el cómic de Dillies: un truco de magia, un viaje visual con forma de homenaje, que el lector disfruta como un niño al que le han devuelto su juguete favorito de la infancia.