domingo, junio 28, 2009

Disney asalvajao

Hablando de descontextualizaciones (que no de desmitificaciones, porque en estos días nada glorifica más que un buen par de colmillos vampíricos), recibimos el otro día un envío de imágenes disneyanas cargadas de malas intenciones. Se trata de un divertido juego de "despersonajización" o de trasvase de personalidad, que lo mismo da. Estamos acostumbrados a ver ejercicios similares en alegres hibridaciones entre Tracy Lords y Cenicienta o con Blancanieves, cual Celia Blanco, trajinándose a los siete roconanitos. En este caso la cosa va, como hemos dicho, de la revelación del lado oscuro de las féminas cuentísticas y aquello de la inocencia interrumpida; aunque, por la pinta, nos tememos que la página en cuestión en la que hallamos el tesoro también ha de abundar en el otro tipo de procacidades que comentábamos.
Si alguien sabe ruso y nos adivina quien firma las obras de arte (se ve algo en la esquina inferior derecha de las imágenes, pero no nos llega la vista), se lo agradeceremos.
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Por cierto, ¿no les recuerdan estos dos últimos posts, llenos de bromas macabras, superhéroes decadentes y salidas de contexto, a aquel fenómeno caricaturista italiano del que hablamos hace ahora casi tres años?

martes, junio 23, 2009

Los superhéroes desmitificados de Gregg Segal.

Hace unos días leíamos el detallado y revelador post que hizo Werewolfie sobre el All Star Superman de Grant Morrison y Frank Quitely. En él analizaba el género de superhéroes (y sus últimas derivaciones hacia la violencia) a la luz del componente judeo-cristiano que, desde sus orígenes, condiciona la existencia de personajes superpoderosos y superheroicos. Se analizaba en el post el código ético que tradicionalmente ha regido la actuación de los superhéroes, frente a la mucho más laxa conducta de que parecen hacer gala muchos héroes contemporáneos:
Resumiendo y simplificando mucho, el superhéroe de espíritu judaico (o judeocristiano) es alguien que no se caracteriza tanto por llevar un traje llamativo o por tener grandes poderes, sino por los principios que guían su actuación. Y dentro de los mundos de ficción superheroica ha habido quienes han tenido cuidado en distinguir cuidadosamente a los superhéroes, de un lado, frente a otros personajes que pueden ser superficialmente similares -esto es, pueden vestir trajes llamativos y/o tener grandes poderes, e incluso pueden enfrentarse a villanos-, pero que no siguen el estricto código de conducta superheroico.
Frente al posicionamiento moral inquebrantable en pos del bien, los últimos héroes reflejados en series como The Ultimates o The authority, son mucho más ambigüos y sospechosos en sus actuaciones: "El 'nuevo tono', más violento, más oscuro, menos estricto respecto a los superhéroes, clásicos o no tan clásicos, se nos vende además como algo cool". Parece que algo empieza a oler a podrido en Metrópolis. En todo caso, algo está cambiando en el mundo de la comuna heroica. Probablemente todo empezó con el cuestionamiento del mito que llevaron a cabo los Moore, Miller y demás patrullas crepusculares, allá por los 80.
Nos hemos acordado de todo ello cuando hemos revisado los trabajos de Gregg Segal, de profesión fotógrafo e histrión desmitificador. En su obra, Segal juega a la descontextualización del personaje retratado, casi siempre con un trasfondo irónico inserto en el guiño autorreferencial: tan pronto nos encontramos a un capitán (no sabemos si de barco) a punto de ahogarse entre basuras (serie profiles), como a Abraham Lincoln jugando a la comba con un castor (serie dreams), o una escena nocturna con una mujer plantada en su propio porche a la espera de alguien o algo que no ha de llegar nunca (serie nightscapes).
En sus fotografías, el americano se ríe con ostentación o abusa con crueldad, cámara en mano, de las "víctimas" que atrapa en su objetivo; pero también los retratados participan de la fiesta. Casi todo son rostros relajados y sonrisas francas en las instantáneas de Greg Segal (excepto en sus pocas series cargadas de gravedad y suspense, como nightscapes). La obvia artificiosidad de cada puesta en escena, de cada composición, se difumina detrás de unos cuadros que rezuman naturalidad por las cuatro esquinas: parece como si, efectivamente, el fotógrafo hubiera conseguido captar un momento único en la vida ordinaria de seres extraordinarios. El contraste mueve a la sonrisa espontánea, pero en el fondo de la instantánea sobreviven instaladas la ironía y la paradoja, entidades mucho más inteligentes y abstractas, y también mucho más exigentes para el espectador (no se pierdan su serie somparativa cost of living, en la que el fotógrafo enfrenta cínicamente algunos productos de esos que definen a una sociedad civilizada con su correspondiente par antiglamuroso). Es lo bueno que tienen las instantáneas de Segal, que permiten varios acercamientos progresivos.
Da lo mismo que estemos ante un personaje ficticio como su Detritus (que hace visitas sorpresa en Tokio y visita cementerios) o ante arquitecturas imposibles, perfectamente localizadas en espacios reales, pero recubiertas de un brillante y hueco celofán publicitario, las imágenes de Segal no parecen de este mundo, tal vez pertenecen a una irrealidad paralela en la que los piratas andan por las urbes despojados de mitología. Eso es lo que sucede en su serie de superhéroes, quizás la más estrambótica y alegremente chabacana de todas las suyas. Cada una de las instantáneas que la componen nos parece un hallazgo, no sabemos si por pura y simple inercia de intereses o porque, como anticipábamos al comienzo del post, los tiempos de la desglorificación heroica se sobrellevan mucho mejor cuando vienen cargados de comedia (en vez de nihilismo). Son impagables las imágenes de Spiderman tendiendo sus disfraces, Superman rociando el inodoro con el Pato WC, una loca Cat Woman en sesión fotosexual cachonda o Batman presto a arrancar su Bat-scooter.


¿Dónde ha quedado aquella heroicidad clásica fabricada en titanio e identidades secretas?

jueves, junio 18, 2009

Ciudad 14, de Gabus y Reutimann. Slapstick distópico.

Uno de los amigos habituales de este blog nos recomendó hace unos días la lectura de Ciudad 14, a raíz de ciertas reseñas alusivas al surrealismo viñetero. Buenos consejos son amores (aunque la bondad de los mismos no se sepa sino a posteriori) y no está la cosa como para hacerle ascos a la expectativa, así que, sin más, nos pusimos a leer la "Primera Serie" de este trabajo de Pierre Gabus y Romuald Reutimann.
En ocasiones el exceso de referencias es una pesadez. Muchas veces cuando leemos un libro, un cómic o vemos una película, lo que menos nos estimula es constatar lo mucho que dicha obra se parece a tal o cual otra. En estos tiempos de imaginaciones agostadas y exceso de best-sellers o taquillazos, abunda el fenómeno copista, a la vera de trabajos-molde inspiradores verdaderamente originales. No nos interesa seguir pagando por ver la enésima versión (o secuela, directamente) de El Silencio de los corderos, ni por prolongar la lectura de versiones descafeinadas del Persépolis o a los ultimates de los ultimates; ni siquiera creemos que nos apetezca perder el tiempo con el próximo superhéroe resucitado (aunque la reencarnación la firme el mismísimo Brubaker, miren ustedes).
Otra cosa muy distinta es que un tebeo recurra a fuentes, precedentes o referencias múltiples y muy diversas para crear algo nuevo. Eso es lo que pasa con Ciudad 14, obra que resultó nominada a los esenciales de Angoulême (mérito al que uno debe acercarse con cautela). El tomo publicado en España por Planeta recoge, como hemos dicho, la primera serie de la historia: sencillamente porque ésta apareció publicada en tebeos independientes y económicos, doce de los cuales se recopilan en este volumen. Se trata de un cómic protagonizado por animales antropomórficos (deudores en el fondo y en la forma de la fauna humanizada que aparece en el Blacksad de Díaz Canales y Guarnido), dibujado con un estilo caricaturesco, ágil y tremendamente expresivo, pero al mismo tiempo muy detallista, que nos recuerda a las estrellas del último cómic de autor francés, a los Sfar, Trondheim o Larcenet. Un lenguaje apropiado para desarrollar una trama complicada, llena de vericuetos, y con una carga importante de humorismo.
En la primera viñeta un barco arriba a puerto y se "deshace" de su carga. Podría ser el Nueva York de principios del siglo pasado y sus antiguos pasajeros podrían ser los padres de aquellos que forjaron el misticismo clásico de la gran manzana. Gente que escapaba de su pasado o que simplemente perseguía sueños de providencia. Emigrantes, extranjeros, alienígenas recién llegados a un mundo forjado con nuevas claves y poco benigno para todo aquel que no las conociera. Reconocemos el comienzo, la misma historia con tintes más dramáticos en aquella obra enorme que fue, precisamente, Emigrantes. En Ciudad 14 todo es más ligero, mucho más humorístico, como anunciábamos hace unas líneas. De hecho, la obra se construye a base de mestizajes genéricos; los que resultan de mezclar en el matraz de sus páginas diferentes fuentes muy distantes entre sí. Tenemos por un lado la visión charlotesca tragicómica de esa emigración llegada a norteamérica, hombres y mujeres que llegan con los bolsillos vacíos y unas semillas como única fuente de riqueza. Pero Ciudad 14 también comparte con Chaplin o Buster Keaton el tono grueso de su humor, basado en trompazos, persecuciones surrealistas y topetazos diversos, slapstick en estado puro.
No es la única clave genérica que debemos manejar para interpretar este cómic, porque a la vez que comedia Ciudad 14 presume de cine negro, con aromas también muy clásicos. Hay en ella gangsters duchos en el chantaje, la extorsión y el asesinato con mutilaciones de por medio; hay bellas secretarias, transformadas en amantes heroínas, hay políticos corruptos, periodistas osados dispuestos a arriegar su vida por "publicar" esa corrupción y, por supuesto, hay pesquisas detectivescas llevadas a cabo por los protagonistas. Pero es que, por si el batido genérico no fuera suficiente, en el cómic de Gabus y Reutimann hay hasta un superhéroe, invulnerable, fotogénico, omnipresente, pero con un oscuro pasado y una dudosa ética; y alienígenas del pueblo Braxzzl, también emigrantes, del espacio, llenos de secretos, aunque adoptados e integrados socialmente.
Ya lo hemos dicho, la Ciudad 14 podría ser una metáfora diacrónica de Nueva York; afortunadamente no lo es. La ciudad que en el fondo también protagoniza esta obra es un ente ambigüo en lo geográfico y en lo temporal. Una localización despojada de referencias consistentes que facilita su carácter simbólico, universal y distópico. Porque en ella se mezclan futuro y pasado para crear un espacio de mascarada agobiante, un copntexto ahogado por una burocracia infinita y habitado por unos ciudadanos que son sus víctimas más que sus habitantes; algo así como si hubieramos pasado a Kafka por un filtro cómico (y nos acordamos de El apartamento). Es la Ciudad 14, ya desde su nombre, una ciudad retro-futurista poco esperanzada, una de esas propuesta distópicas tan queridas en las décadas postbélicas del S.XX, inhabitable pero llena de atractivos futuristas, como los que encontrábamos en Brazil y las otras películas de un loco cinematográfico como Terry Gillian.
Referencias y más referencias para una historia que, sobre todo, es divertida e imaginativa, pero que, debido a su fecundo enredo argumental, cae en ocasiones en cierto grado de desorden (llámenlo desequilibrio) narrativo. Imperfecciones. Demasiadas puertas abiertas, demasiado efecto sorpresa y demasiados gags ingeniosos. Quizás la razón haya que buscarla en su carácter seriado y la consiguiente urgencia por la resolución abrupta sorpresiva (llámenlo suspense). En todo caso, no echemos piedras sobre nuestro aludido divertimento. Esperaremos a siguientes entregas (series) para concretar posturas; por ahora, le auguramos a esta Ciudad 14 un futuro distópico, pero la mar de entretenido.

sábado, junio 13, 2009

Satisfacciones feriales.

Una de las pocas cosas que hemos sacado en claro de la reciente feria-rastrillo del libro madrileña es que el mercado de la página impresa se está homogeneizando a pasos agigantados: best-sellers y más best-sellers llenos de vampiros, conspiraciones cardenalicias y amuletos mágicos (con algún invitado sueco colado de soslayo). Por supuesto, siempre hay alguna caseta con oferta estética sorprendente y especializaciones temáticas al margen de la uniformidad imperante; algo de agradecer.
Pero, lo que más nos ha gustado de la visita ha sido constatar que, a mayor gloria de la inteligencia, gente como Eduardo Mendoza, Ana María Matute o ese que les retratamos ahí abajo, tenían una cola de perseguidores autógrafos más larga y entregada que la de los peritos del titadine y secuaces. Quizás fue la hora, el día o el momento, pero esa pequeña y fugaz ilusión (y la fe en el prójimo lector) no nos la quita nadie, por ahora.
Tiene poco que ver con el tema, pero como de relatar alegrías va este post, también nos ha encantado leer a a un tipo tan interesante como éste decir algo tan interesante como esto:
Para mí no existe diferencia entre cine, literatura y cómics. La escuela de cine a la que asistí en México era de escritura de guión. Y no veo ningún sacrilegio en disfrutar como consumidor de la cultura de cualquiera de sus expresiones. Me gusta tanto Carlos Giménez como Velázquez y eso no significa que un artista, que una forma artística, sea superior a la otra. Carlos Giménez es una institución narrativa visual en el arte español como lo son Velázquez o Goya.

lunes, junio 08, 2009

El Salón 2009.

Además de los buenos recuerdos, mejores contactos y experiencias memorables ya señalados, el 27º Salón del Cómic de Barcelona nos ha regalado muchas otras cosas. Creemos recordar que lo insinuaba Álvaro Pons en su largo y detallado artículo sobre las novedades del Salón para El País, cuando se entra en esa gran nave de Plaza España que cobija la celebración comiquera por antonomasia de nuestro país, se le acelera a uno la presión sanguínea y se le dilatan las aletillas de la nariz (suponemos que como rastro y reflejo del animal que somos), al mismo tiempo que se adopta una sudorosa actitud de ataque. Nos pasaba algo igual cuando, hace ahora muchos años, paseábamos inconscientes por las calles londinenses, hasta toparnos con alguno de los grandes almacenes musicales de Oxford Street (Virgin, HMV): aquellas filas infinitas de cajones ordenados alfabéticamente ejercían sobre nosotros el mismo efecto que las espinacas en el marino, nos invadía la sobre-excitación previa al combate y allí que nos lanzábamos a la rebusca de chollos de la psicodelia y gangas indy-poperas. Algún instinto así de bajo se nos despierta en el Salón, año tras año.
Y es que uno no da a basto: ¿por dónde se empieza? ¿Nos decidimos a comprar esos cómics que llevamos tiempo anhelando (alguno de los cuales difícilmente llega a provincias) o comenzamos la fase de relaciones públicas y nos dedicamos a saludar a los amigos barceloneses, blogueros, saloneros o gratamente circunstanciales? La tira de dudas, páginas de dudas, dudas en viñetas. ¿Hacemos cola para conseguir la rúbrica y el gesto gráfico del maestro invitado o nos deleitamos con la maestría del arte colgado en forma de originales?
Mucho que hacer para apenas un puñado de horas, que nunca son suficientes para el salonero empedernido. Se sabe y hace sufrir. Lamentaremos no haber tenido tiempo de que Paco Alcázar nos dedicara su Silvio José o, mejor dicho, de no habernos percatado de que Mondadori también existe y que la de El Jueves no es la única morada de sus autores. Aceptaremos resignados la, no por sabida menos dolorosa, evidencia de que nos íbamos a ir sin las firmas de Gipi o David B.; trasmutados en constelaciones saloneras rodeadas de meteoritos de fans dispuestos a esperar años luz para hacerse con una de esas acuarelas, por ejemplo, que alumbran la más blanca de las páginas. Nos prepararemos mentalmente, en un ejercicio de automortifcación, para infortunios hijos del despiste: no nos extrañaría, por ejemplo, que no llegaramos a tiempo a la charla de McCloud por culpa de un quítame allá esas páginas o que, después de llevar un tiempo maquinándolo, nos volvieramos a casa sin ver a Jeff Brown, pese a tener el cómic en la mano. Son todas ellas cosas que podrían suceder en un Salón como el de Barcelona, tan lleno de estímulos y citas.
Da lo mismo, nadie se va con las manos vacías. Seguro que, pese a todo, sacaremos algún minuto para "deleitarnossinpestañear" ante la tan mentada exposición de originales de Alex Raymond, que no todos lo días se acuesta uno con un Flash Gordon en el buche; o, como consuelo no menor, siempre nos quedarán las planchas de S, perdón, de Gipi, perdón de S de Gipi, que también dibujan su arte y no obligan a colas; o las de Jazz Maynard. Hablando de colas, no estamos seguros pero estábamos por asegurar que la de Victoria Francés nos iba a dejar estupefactos y con cara de góticos traspuestos (¿será Victoria la heredera ilegítima de Ibáñez en cuestión de colas? Duda legítima).
¿Y este colón?
Muchas deudas cronológicas, se nos acaba el tiempo. No podremos perdernos la charla sobre el cómic y la crítica o la crítica de cómics (tanto encabalga, encabalga tanto) con Altuna al frente, Pons, Guiral y Azpitarte a los flancos y un público, seguro, con Pepo a la cabeza y hambre polemizador. Sábado, tarde-noche.
Repasemos: nos tiene que haber dado tiempo a firmar un ratito, a pasar por el stand de Bizancio a saludar a editor y autores, a tomar algún refrigerio cereal (cebada) bien acompañados de blogueros (de eso ya hemos hablado), a hacer mini-colas para conseguir los dibujazos de algún maxi-dibujante, como los muy tímidos Jasón y Anders Nilsen, a pasarnos por el stand italiano de Edizioni Di, que tiene cómics de Pazienzia y Jacovitti (creo que nos haremos con Pompeo, el clásico maldito de aquel) y tiene que darnos tiempo a... a hacer algunas fotos:
El croupier: Paco Roca, todas las cartas sobre la mesa.
As de diamantes: Mc Cloud, para entender el cómic y tal.
Trío de reyes: Gaspar Naranjo haciendo de fan, Jason y Rubín, repartiendo.
Póquer de ases: Pons, Altuna, Guiral y Koldo, barajando.
De regalo lector, para amenizar las semanas venideras y superar la morriña de estos próximos 364 días, compraremos cositas de Brown, Gipi (omnipresente), Possy Simonds y alguno de esos fanzines y revistas que en Barcelona se encuentran como en su casa, de tan bien tratados y representados como están. Se lo vamos contando.

martes, junio 02, 2009

Arquitectura de un stand cumpleañero.


No podíamos esperar mejor regalo de cumpleaños (el último día de mayo este blog cumplía tres añitos). Así se veía el stand de Viaje a Bizancio Ediciones en su rinconcito compartido (junto a Ariadna Editorial) del Salón; y así se veía La arquitectura de las viñetas lucir junto a Vuelos rasantes, Memorias invisibles, Alteregos y De cómo te conocí, te amé y te odié.

El orgulloso y sonriente editor de la criatura

Ha sido una experiencia intensa. No ya por el hecho de ponerse al otro lado del mostrador durante unos minutos (a una intempestiva pero suculenta hora gastronómica -y no, no somos ninguno de los que aparecen en la foto-), sino por los muchos amigos a los que hemos tenido el placer de saludar y conocer. Entre idas y venidas, visitas y hallazgos, deleites y colas varias, hemos podido decir hola, por fin, a muchos de los visitantes de esta bitacorita y a tantos otros de aquellos blogueros por cuyas "casas" nos hemos paseado asiduamente durante los últimos años. Ha sido un placer toparnos, al fin, con el carcelero o con Pepo, volver a saludar a los Malavideros, a Ed, conocer a Maxi o a Koldo, chocar manos, si bien fugazmente esta vez, con los Gallardo, Vázquez y Roca, tomarnos unos refrigerios noctambulistas con nuestros viejos amigos Pejac y Gaspar y, por supuesto, agradecer su confianza a los numerosos amigos que se pasaron por el stand a comprar el mentado libro de las pastas amarillas. Nos quedaron muchos encuentros irrealizados, pero no descartamos nuevas intentonas futuras.
Una cosa más. Prometemos dejar de dar la tabarra con el libro de marras, pero ante la pregunta recurrente con que algunos amigos (deudas de afecto, suponemos) nos han festejado estos días acerca de la ubicación y disponibilidad en librerías de La arquitectura de las viñetas , remitimos a todos los interesados a grandes superficies como la Fnac o La casa del libro, a librerías especializadas (vulgarmente llamadas tiendas de cómics) o a la página de la editorial que, nos aseguran, enviará al pagador cuantas copias hagan falta sin cobrar gastos de envío (O € ).
Y ya está. A partir del siguiente post, salvo causa mayor, les contaremos lo que realmente tuvo de interesante esta nueva edición del Salón del Cómic, que fue mucho. Saludos

jueves, mayo 28, 2009

Nos vemos en Barna.

Llega el día. Se acerca el Salón Internacional del Cómic de Barcelona y, como en los últimos años, pretendemos estar allí, deambulando entre casetas con los ojos desorbitados y la cartera gimiendo ante la imposibilidad de comprar todas las novedades que desearíamos, buscando horarios de firmas y haciendo colas (como buen fan) para ver de cerca a los autores que admiramos y que hemos leído durante el curso, saludando a unos y otros, que después de varias sesiones uno termina por conocer a la parroquia, y, esta vez, sentados durante una ratito detrás del mostrador de Viaje a Bizancio Ediciones, para presumir de criatura. Si les apetece, allí nos vemos el sábado de 13 a 15 horas y por el recinto el resto del tiempo.

lunes, mayo 25, 2009

Ombligo sin fondo, de Dash Shaw. Lazos de familia, sensaciones epidérmicas.


Digámoslo a las claras, Apa-Apa se ha apuntado un tanto mayúsculo (otro) con Bottomless Belly Button, esa inmensa crónica de un desmembramiento familiar, ejecutada por Dash Shaw. Leímos nosotros la edición americana de Fantagraphics, preciosa y extraña con su doble opción de portada (elegimos la de la madre) de cartón rústico y con su peculiar uso de una tinta ocre para las páginas interiores, en vez del color negro habitual. Hasta lo que hemos llegado a ver, el volumen español de Apa-Apa respeta las características esenciales de su equivalente estadounidense. No es algo baladí en la obra que nos ocupa.
Y es que casi nada resulta casual en Bottomless Belly Button (bueno, en Ombligo sin fondo) y casi nada es superficial en su estructura narrativa, ni en sus intenciones autoriales. Dash Shaw avanza con pulso firme en lo que parece ser una misión personal y una búsqueda artística imparable: la creación de un lenguaje comicográfico (lean bien que no hemos dicho "de su lenguaje comicográfico"); porque Ombligo sin fondo, como ya se presentía en la sorprendente y alienígena La boca de mamá, es un trabajo que escarba en el medio y que busca nuevas salidas a través de tuneles, madrigueras preexistentes o puertas secretas (como las que buscan y encuentran sus personajes en las entrañas de su vieja casa playera). La obra de Shaw hurga en el interior de las relaciones personales de sus protagonistas, pero también lo hace en los cimientos fundamentales de la narración lineal.

A partir de una "excusa argumental" relativamente convencional (una reunión familiar en la que los progenitores anuncian su separación) el autor norteamericano desarrolla toda una serie de novedosos recursos y mecanismos diegéticos que pretenden trasmitirnos no tanto acontecimientos como las sensaciones físicas del contexto, las emociones profundas de sus personajes e incluso instantáneas de la topografía que enmarca la obra. Resulta curioso que la disección analítica (casi forense) de Shaw en algunos episodios de su obra potencie, en realidad, las capas interiores del drama humano de sus personajes. Las exposiciones descriptivas que abren algunos capítulos, como la de las variedades de arena que podemos encontrar en una playa (capítulo 1) o la de los tipos de agua (capítulo 3), funcionan como creadoras de atmósfera al mismo tiempo que anticipan ciertos indicios materiales dotando al cómic de una fisicidad evidente. Shaw traspasa la esfera intelectual de lo narrativo para adentrarse en el mucho más epidérmico nivel de las sensaciones físicas. Aportando información descriptiva sobre las texturas, los materiales y el entorno geográfico, el estadounidense consigue una implicación activa del lector en sucesos aparentemente triviales, como los paseos nocturnos de los personajes por la orilla del mar, los juegos de los niños con la arena mojada o los episodios de insomnio en las sofocantes noches veraniegas.
De este modo, la linealidad de los sucesos, el ritmo narrativo entendido como una sucesión de eventos filtrados por las decisiones discursivas del autor, deja paso a un ritmo del relato que prima la simultaneidad: se suceden las series de acontecimientos paralelos, pero también abundan las célebres "transiciones aspecto a aspecto" (sic. McCloud), en las que importa más llamar la atención sobre detalles concretos de la escena general que sobre la temporalidad de las acciones. Juega el autor con una gama amplísima de modelos organizativos de la página según sus intenciones: pasa de algunas planchas reticuladas con 12 viñetas simétricas (ricas en acontecimientos, pero de lectura rápida) a otras con una única viñeta central flotando sobre el fondo blanco de la misma, que reclaman la mirada atenta del lector (de un modo similar a como las usaba Chester Brown en Nunca me has gustado); no faltan tampoco modelos novedosos como los de dos viñetas flotantes en la página, los que ofrecen los frecuentes esquemas diagramáticos (ese efecto de rayos X sobre el coche familiar o los planos de la casa en el comienzo del segundo capítulo) o el de filas de viñetas que sólo ocupan una parte del espacio disponible en la página. De nuevo, se trata de jugar con las diferentes posibilidades expositivas gráficas en busca de matices y soluciones que trasciendan el simple relato de sucesos, como ya hemos señalado.

No obstante, lo que más llama la atención de este despliegue de recursos técnicos es que, pese a incidir en una búsqueda de cierta objetividad científica (los diagramas, las disecciones arquitectónicas, etc., parecen recursos propios de las matemáticas, la física o la arquitectura, más que del cómic), consiguen de hecho el efecto contrario, es decir completar la información humana del drama familiar que ilustran: la tensión de la inesperada separación entre un padre y una madre que, ya en la vejez, sacrifican la inercia del cariño rutinario en un intento desesperado por recobrar sus identidades perdidas en la historia de sus biografías; o el drama individual y diferente de cada uno de sus hijos: la soledad autista de Peter (dibujado siempre con el rostro de una rana, metáfora constante de la alienación y la indiferencia social); las dificultades de Claire a la hora de educar a su hija adolescente, Jill, después del divorcio; la incapacidad de Son, el hijo mayor, a la hora de aumir la realidad que le rodea, la de la ese divorcio paterno que, de golpe y porrazo, altera la estructura artificial de su idea de la familia perfecta.
Dash Shaw compone una obra monumental (720 páginas), desconcertante en ocasiones, a veces rayana en el melodrama, pero siempre sólida y valiente; una obra llena de cualidades y hallazgos que harán de ella, creemos, un referente constante en el futuro cómic. Su experimentación, su osadía y sus soluciones no pueden recordarnos sino a otro trabajo igualmente ambicioso y denso, como fue el Jimmy Corrigan. Todos sabemos en qué lugar ha puesto el tiempo a la obra de Chris Ware, no disponemos aún de la perspectiva histórica necesaria para vaticinarle una relevancia pareja al trabajo de Shaw pero, desde luego, no es ni mucho menos un cómic más. No se lo pierdan.

martes, mayo 19, 2009

Mi pequeño, de Olivier Schrauwen. Cadáveres bipolares.

Mi pequeño, de Olivier Schrauwen, Mi pequeño, de Olivier Schrauwen, Mi pequeño... ¿de qué estamos hablando? De Mi pequeño, de Olivier Schrauwen: 

Con un estilo gráfico tomado de los maestros americanos de principios del siglo XX, Olivier Schrauwen propone una serie de historias decididamente imprevisibles en las que aflora la herencia del surrealismo belga. Unas originales páginas que nos dejan a medio camino entre la hilaridad, la incomodidad y el estupor (contraportada dixit).
Estupor. Si el valor de un cómic se midiera por su virtuosismo técnico, si nos compraramos un tebeo por lo bien que pinta o está pintado (creo que así lo hicimos nosotros en este caso, referencias al margen), si los surrealistas, y la vanguardia en general, hubieran tenido razón en aquello de "el arte por el arte", ustedes pagarían exquisitamente los en torno a 15 euros que cuesta este "cadaver exquisito" unipersonal (¿?) que es Mi pequeño y que "con un estilo gráfico tomado de los maestros americanos de principios del siglo XX" nos deja "a medio camino entre la hilaridad, la incomodidad y el estupor".
Nos alegra que nos saquen el tema: surrealismo. ¿Qué hay de surrealista en narrar el nacimiento y peripecias inmediatas de un crío-muñón-marioneta que viaja en el bolsillo de su noble padre aristócrata, cataliza sacrificios equinos, es devorado por cocodrilos para ser salvado por pigmeos y parece un trasunto gráfico-invertido de Benjamin Button? ¿No soñaba McCay con niños que soñaban reinos de los sueños o con nocturnas indigestiones finiseculares? ¿No imaginaba McManus que un hombre pobre podía volverse millonario sin dejar de ser humilde, aunque su prole mutara y adquiriera líneas modernistas? ¿No soñó Outcault que un niño calvo sería el rey amarillo de las viñetas durante casi cien años pese a vivir en un callejón (rey destronado por un valido suizo, por cierto)? Mi pequeño no es más surrealista -o lo es tanto- que esas "fotografías familiares" entrañables que recorren el álbum, separando un capítulo del siguiente; fotografías de un padre y un hijo diminuto compartiendo el bucolismo industrial del "Tragante de un nuevo alto horno (Planta Cockerill, en Seraing)" o de la "Cantera de Pórfido en Quenat (el pórfido es una roca dura volcánica)".
Lo dicho, si Man Ray, Breton, Magritte, Dalí o Masson hubieran tenido razón, nos hubieramos quedado aquí, en la irreconocible reivindicación dislocada del modelo francobelga y en su cruce bastardo con los pioneros del cómic norteamericano. O, como mucho, nos hubieramos fijado en la arritmia intencionada de las páginas de Mi pequeño, en esas páginas cuyas secuencias se interrumpen en la segunda fila para dar lugar, contra-natura narrativa, a una nueva secuencia in media res que nace en la tercera fila. Páginas construidas como cadáveres exquisitos. Debe tener Schrauwen un trastono bipolar (no debe tener muy claro si es belga o estadounidense, si bebe del modernismo o del surrealismo).
No extraña el jaleo (indispensable en Angoulême) organizado; ya se montó una parecida con los Breton, Masson, etc. hace ahora casi un siglo. Como el cómic ha sido pequeño hasta hace poco, Mi pequeño mira a través de ojos que, pese a ser rasgados hace un siglo, fueron ignorados sistemáticamente por las viñetas. Y la cosa funciona, el ojo se abre y deja ver genio, imaginación, mucho cinismo y una muy sana incorrección política.
Quizás, también nos filtre a través de sus antiguas imágenes posmodernas algo de crítica social camuflada, o denuncia cultural, quién sabe, pero como estamos instalados en lo de el arte por el arte, ni se lo vamos a tener en cuenta.

jueves, mayo 14, 2009

Cómics y críos.

La historia del cómic está llena de paradoja, algunas de ellas localizadas espacial y temporalmente y otras con largo recorrido geográfico y diacrónico. Paradójico es, por ejemplo, que las dos "tendencias" enfrentadas en el panorama comiquero actual (lectores e internautas básicamente) respondan a criterios tan incompatibles y poco rigurosos como la pertenencia a un género (pijameros) vs. la profundidad intelectual de los contenidos (gafapastas); a diatribas más tontas (a pocas) hemos asistido.
Paradójico resulta también -y ahora hablamos de cosas serias- que el sector de mercado que monopolizó el cómic español y europeo durante más de 70 años dejará de ser objeto de atención editorial casi de golpe y porrazo: nos referimos a los niños. En Europa, donde no existía un cómic de prensa (es decir, dirigido en primera instancia a un público adulto) tan asentado y regulado como en Estados Unidos, las editoriales orientaron sus esfuerzos durante muchas décadas hacia el sector infantil y juvenil. Cuánto más en el caso del tebeo español, en el que los mastines ideológicos de la dictadura descubrieron como transformar las coloristas viñetas en vehículos perfecta para la evangelización moral y la captación de adeptos a la causa desde la más tierna infancia.
Quizás por una reacción de contrarios, quizás por un agotamiento del mercado o quizás porque el cómic infantil no supo evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos, lo cierto es que, fenecida Bruguera (cuyo público tampoco era necesariamente infantil), el cómic para niños cayó en el más absoluto de los olvidos. Desaparecieron las muchas publicaciones que recopilaban el legado Disney (¡cuánto aprendimos y disfrutamos con el Don Mickey!), se acabaron las revistas en torno a personajes como Zipi y Zape o Mortadelo ("super" y "especiales") y no más Pumbys, TBOs o Pulgarcitos.
Por eso, es tan de agradecer la apuesta sin medias tintas de Mamut Cómics (de Bang Ediciones) por un cómic infantil de calidad. Si en su primera tirada se descolgaron con dos obras de Fermín Solís (Astro Ratón y Bombilla) y Dani Cruz junto a Stygryt (Puck), vuelve el elefante pleistocénico embistiendo con otros tres arreones: Marcopola: La isla remera (del últimamente muy presente Jacobo Fernandez), Federico: tenis sobre hielo, de Max Luchini (codirector de la colección) y Caca Mágica de Sergio Mora. Tres estilos completamente dispares, para crear tres mundos llenos de viñetas para niños o para que los adultos volvamos a sentirnos un poco como tales (que buena falta nos hace).
No parecen haber errado el tiro Maxi Luchini y nuestro amigo Ed, no.