Ahora que la edición de Luba por parte de La Cúpula todavía huele a recién hecha y se mantiene en el "debe" de los "must", nos hemos acordado de una vieja reseña que publicamos en el Culturas (¿se acuerdan los habituales?, el fenecido suplemento del Tribuna de Salamanca). El 29 de enero del 2006, ¡cómo pasa el tiempo! No habíamos ni nacido...
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En España la obra de los Bros Hernandez se ha movido siempre por el limbo de la inconstancia editorial. Que si esta revista (El Víbora, normalmente) publica algunos episodios del Palomar, de Gilbert Hernandez, que luego se edita en un álbum el Mechanics, de Jaime Hernandez, que más tarde La Cúpula (la misma editora de El Víbora, recordemos) en su colección “Brut Comix” decide sacar Locas, también de Jaime Hernandez, o el Río Veneno de Beto en cuatro “cómodas” mini-entregas, etc. Un goteo bienintencionado o un quiero y no puedo interruptus, vaya usted a saber. Dicho de otro modo, los hermanos Hernandez (así, sin tilde) han gozado en nuestro país de más reputación que de lectores; y siempre dentro de los microcírculos que cobijan a este tipo de comics, por supuesto.
La cosa tiene delito porque, desde finales de los 80, no hay antología de comics que se precie de tal cosa, que no sitúe alguna obra de los autores de Love & Rockets (la célebre revista en la que los dos hermanos fueron sacando sus materiales), entre “lo esencial de lo que importa en la lista de los mejores comics de…”. Poco a poco, sin embargo, la cada vez más diligente industria editorial hispana, va completando el puzle de las obras perdidas (para el lector) y los clásicos olvidados. Entre las piezas que mejor han encajado en el esquema debemos reseñar y aplaudir la edición de Palomar y Río Veneno por La Cúpula, como parte de la obra cumbre de Beto Hernandez (acaba de publicarse la segunda entrega de Palomar y la misma editorial ha puesto también a la venta Birdland, la divertida paranoia pornográfica de Beto).
A fuer de ser sincero, debo confesar que mis primeros contactos con el paisanaje de Palomar, como los de muchos otros lectores, se limitaron a los breves escarceos adolescentes con aquellos episodios dispersos que publicaba El Víbora a finales de los ochenta. Una relación que, todo sea dicho, no parecía tener ningún futuro. Aquellos números especiales de las “Historias completas” de El Víbora avivaban la pasión de esa lectura un tanto “extraña”, pero en el fondo nunca pude quitarme de encima la sensación de estar ante un cómic disperso, difícil y algo confuso.
Por eso, cuando en verano llegó a mis manos el primer volumen de la reedición de
Palomar, con sus 250 páginas, no pude evitar ciertas reservas; la precaución del viejo amante resabiado, supongo. Pero, para mi sorpresa, en esta nueva lectura (que postergué unas semanas, por simple y puro respeto), lo que antes parecía dispersión, se convirtió en multiplicidad de enfoque en el tratamiento del punto de vista; y lo que erróneamente interpreté como confusión, se me aparece ahora como un brillante manejo de la temporalidad y una selección efectiva de los instantes revelados. Todo cobra un nuevo sentido en este cómic cuando se analiza globalmente, cuando cada capítulo se lee como un puente hacia el siguiente, como parte integrante del cómic-río que componen los sucesos de este pequeño y humilde Cien años de soledad de los comics.
Por lo demás, adentrarse en el universo ficticio de ese pueblo fronterizo que responde al nombre de Palomar, sigue siendo un reto no exento de cierta dificultad, además de un desafío a la inteligencia y la sensibilidad del lector. Será por la cantidad ingente de personajes (todos ellos esenciales para entender el conjunto de la historia) o quizás por la dificultad a la hora de distinguirlos físicamente (la sencillez del estilo caricaturesco de Beto Hernandez no ayuda demasiado en este sentido), pero lo cierto es que se requieren unas cuantas páginas antes de contagiarse irremisiblemente del olor a vida que desprende Palomar, de su sabor a miseria y vitalidad, de su tacto áspero y cercano. Entonces, este pueblecillo indígena, como Macondo, como aquella otra Comala, nos traspasa y se convierte en parte de nosotros. Nos olvidamos de su naturaleza ficcional y empezamos a ver a los Vicente, Heraclio, Luba o Tonatzin, a las “personas” que lo habitan. Individuos, todos ellos, no muy diferentes de los que pueblan hoy, en pleno S.XXI, las fronteras mexicanas, colombianas, argelinas o afganas; los territorios olvidados, “inexistentes”. Al igual que en ellos, en la geografía creada por Beto Hernandez la vida cobra un valor añadido por el esfuerzo de ser vivida y hasta el sol “se comporta como un potentado sin compasión… como si hubiera elegido el pueblo de Palomar para desahogar su rabia.” Palomar y Río Veneno (dos partes de un todo), con sus defectos y sus muchos hallazgos, forman parte de ese tipo de lecturas que no dejan indiferentes a nadie (permítannos el lugar común). Leemos sus historias con la ansiedad del voyeur que necesita otra dosis de vidas ajenas para entender su propia existencia. Estamos ante ese tipo de trabajos que dejan un poso de reflexión e incitan a la comparación artística ¡Y pensar que sus secretos han estado tanto tiempo escondido para algunos de nosotros! ¡Qué bien les sienta el paso del tiempo a algunas antiguas amantes!