martes, abril 06, 2010

Max vs. Bardín. La consciencia autorial.

Hemos decidido recuperar algún artículo que hicimos hace años para el ya fenecido magazine online de Viaje a Bizancio Ediciones Tebeo en palabra. La idea inicial era hacer y dejar los artículos en la revista, pero a la vista de que el acceso a la misma ya no es posible a través de la red, nos hemos decidido a colgarlos en el blog para que estén al acceso de todo el mundo. En el primero de ellos analizábamos la figura de Max y nos referíamos con detalle a sus posibles motivaciones en una de sus obras fundamentales, Bardín el Superrealista. Nos habíamos referido ya a esta obra en una vieja reseña para FHM, pero siempre nos quedó la impresión de que un trabajo magno del cómic español, como éste, merecía un artículo en profundidad. El resultado fue este que aquí les dejamos.
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Las aristas del artista
Cuando se le echa un vistazo al panorama viñetero de los últimos treinta años, se tiene la sensación de que Max siempre ha estado ahí. Efectivamente, con diferente intensidad creativa, caparazón estilístico o popularidad, es innegable que Francesc Capdevilla ha sido uno de los protagonistas esenciales del cómic español y europeo de las últimas décadas. De hecho, la capacidad de este artista barcelonés para reinventarse a sí mismo, parece anunciarnos la presencia de un autor camaleónico, versátil y ecléctico. Probablemente sea todas estas cosas y muchas más, pero sobre todas ellas, Max representa la idea del creador eternamente insatisfecho, el artista en perpetuo movimiento que abre una puerta tras otra como única vía de escape para su genio.
Sólo así podremos interpretar la ingente labor creativa de un artista, como hemos dicho, en constante mutación. Pionero del underground español, en un momento en el que el movimiento no se presumía en nuestro país casi ni en estado embrionario, Max abre con Gustavo la colección de osadías comicográficas que habrán de situarlo en los altares de nuestro panteón privado de viñeteros ilustres. Es Gustavo, sin embargo, un personaje menor, un parias de la vida y también, por qué no decirlo, de las viñetas (eterno olvidado). El perfil esencial de esa creación antiheroica (dinamitero, bronquista y revolucionario por la vía rápida) anticipa, no obstante, algunos de los rasgos constitutivos de otro personaje de Max, éste sí, merecedor de mayores glorias revolucionarias y contraculturales.
Corrían los años 80 y los españolitos de a pie ya empezábamos a ver con claridad las luces que asomaban detrás de la roña predemocrática. Empezaban a intuirse las posibilidades infinitas del discurso sin cadenas y algunos decidieron tirar con fuerza de las palabras, las melodías, los fotogramas o, por qué no, de las viñetas. Eran los años dadaístas y los siniestros totales en las afueras de Monforte, o de las lluvias amarillas con que Alaska regaba la estepa manchegas; era el momento de la prensa ácida y retorcida de Monchos y Wyomings y, desde luego, era la ocasión de prostituir a los mitos de la cuentística infantil apareándolos con la esencia envenenada de los Sex Pistols: era la hora de Peter Pank. Terrorista del acto y la palabra, malhechor, bucanero con gafas de sol y cañones recortados, este antisistema ubicado en fechas y geografías ajenas, resumía, acumulaba, mucha de la rabia de los (hasta ese momento) mudos por imperativo legal. Casi todos crecimos un poco más golfos y rebeldes (al menos en nuestras horas de lectura, ¡qué caray¡) gracias a Peter Pank.
Y miren que ya se presentía en su cresta primorosamente perfilada, en la levita inmaculada del Capitán Tupé o en esas piernecillas bien torneadas de Kampanilla, sin embargo, no es hasta las maravillas perfeccionistas de El carnaval de los ciervos, El beso secreto o Mujeres Fatales, cuando un servidor se dio cuenta de la evidencia más meridiana de todas las obviedades posibles: Max también era el paradigma de la línea-clara en español (la Escuela Bruguera mediante, clara está su claridad). Pues sí que sí, ¡cómo no nos habíamos dado cuenta! (muchos lo vieron, otros estábamos cegados por el reflujo de la trasgresión antitodo de su pirata punkarra, que le vamos a hacer), Max era Chaland redivivo, nuestro Chaland con su montera de aires dóricos, y sus mujeres fatales, y sus terracitas en Las Ramblas, y su porrito mitológico de hachís… Igual de virtuoso, igual de meticuloso en el acabado perfecto de esas líneas cerradas y primorosamente perfiladas. Tan amante como aquel de los colores planos, de la claridad visual, de la compleja caricatura, de tan sencilla que parecía. Eso sí, siempre con el toque distintivo del artista: la angulosidad, la economía de trazo, ese acento posmoderno en el icono y la línea cinética subrayada, los vaivenes entre sus referencias librescas y la tópica localista...
Acostumbrados estábamos a las colaboraciones de Max con los medios de comunicación, con el diseño y el cartelismo, con su vertiente de cuentista infantil, cuando, de pronto y sin avisar (bueno, señales se dejaban caer desde su labor editorial –que merecería mil artículos por sí sola) nos enteramos de que este barcelonés “amallorquinado”, además, es el más experimental de los creadores autóctonos; un título extraño venía a refrendar tamaña osadía: El prolongado sueño del Sr. T. El joven Max ya no parecía tan joven, al menos en su ideario artístico, su trazo se había retorcido y llenado de sombras, su mensaje se tornaba críptico y simbólico y su reputación cogía barcos y aviones para traspasar continentes. Así, nos enteramos también de que Drawn & Quaterly, los gurús de la modernidad viñetera, habían elegido a Max para su catálogo, se atrevían a hacer algo que aquí, por aquel entonces, hubiera sonado a ultraje: publicar un trabajo claramente “impopular”. Tiempo después, con la sabiduría de manual que aporta la perspectiva histórica y que cierra las bocas de los agoreros de la involución, nos hemos ido enterando de que iba la “historia”: la de esos creadores que entrados los años 90, recogen los frutos que años antes habían plantado unos tal Hernandez, Burns, Martí, etc. y deciden que el cómic no se acaba donde nos habían contado (esto es, en las tiras de prensa o en los límites de una “falsa” literatura popular infantil –que nunca fue literaria), que hay tierras y territorios llenos de surcos esperando semillas, que hay frutos para todos los gustos, edades, colores, sexos y sabores, que la posmodernidad autorreferencial y la reflexividad crítica también entienden de viñetas. Vaya, y resulta que Max ya se había puesto manos a la obra, azadón en mano, antes de que por aquí llegaran las cosechadoras para todos los públicos.
El artista superrealista
Por eso, no sorprende, o no lo hace tanto (aunque agrade por igual), descubrir la enésima reencarnación de Max, al Max renacido de sus sueños y sus proyectos: al Max-Bardín, el Superrealista. Todo sigue un orden lógico, los grandes deslumbran a los que han de serlo: en el barcelonés se reconocen las deudas debidas a Crumb, a Chaland, a Mazzucchelli y a (qué otro podría completar la cuatrilogía sino Él) Chris Ware. Ware, el mesías redentor de la página de cómic, aquel que habrá de aposentar las viñetas en los museos y en las paredes de los organismos oficiales, el muralista de papel. Pues sí, Bardín bebe de Ware y su Jimmy Corrigan, indudablemente. Lo hace sin estridencias, con suficiente personalidad y recursos propios como para no exagerar la influencia.
Así las cosas, el curso pasado, La Cúpula nos sorprendió con su primorosa edición de Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, una recopilación de las historias cortas del personaje, aparecidas desde 1997 hasta 2004, en numerosas publicaciones (Nosotros somos los muertos, Amaníaco, El Víbora, etc.); el volumen incluye también alguna historieta inédita (como Buda todo a cien o El ruido y la furia). Debemos recordar que gran parte de las aventuras de este cabezón “surreal” habían aparecido ya recopiladas en un tebeíto delicioso publicados algunos años antes por Mediomuerto (la editorial comandada por el propio Max y su buen amigo Pere Joan): Bardín el Superrealista #1 (1999)[1]. Max retoma ahora buena parte de aquellos materiales, les añade color, los retoca (una viñeta incorporada aquí, una secuencia revisada más allá, un dibujo mejorado en este otro lado) y nos los devuelve envueltos en los oropeles que la ocasión y la obra merecían.
Es Bardín un personaje lleno de ocurrencias; ya nos lo anuncia la solapilla de contraportada:
Bardín es un tipo corriente al que nada le parece extraordinario. Por ejemplo, no le parece extraordinario que el término superrealismo (traducción exacta del francés surréalisme, que significa “por encima de la realidad”) no hiciera fortuna en castellano y que con el tiempo acabara por extenderse la simple adaptación fonética de la palabra francesa.
Si dejamos aparte el didactismo mal camuflado (con el consiguiente esfuerzo que además se nos ahorra a nosotros), lo cierto es que la cita nos resulta útil como “viñeta” contextualizadora. Y es que da la sensación de que Bardín es algo más que un personaje al uso. De hecho, sus aventuras se asemejan más a viajes interiores que a verdaderos episodios de acontecimientos. Quién, por ejemplo, no diría que Bardín es un alter-ego del propio Max o, al menos, de sus convicciones, de sus referencias intelectuales o de sus dudas existenciales. Cada capítulo de Bardín el Superrealista funciona como un pequeño ensayo trascendente, bañado en las fuentes librescas (cinéfilas, comicográficas, etc.) de su autor. La exposición de los contenidos (en forma de viñetas) sigue en muchos casos la misma “lógica ilógica” de un ensayo (es decir el fluir de ideas, el encadenamiento de razonamientos), sin que exista una aparente predisposición metódica en la ordenación de los contenidos (aunque sabemos que la hay). ¿Estamos hablando del primer cómic auspiciado bajo aquel “fluir de consciencia” (stream of consciousness) con el que epataron al mundo los Joyce y compañía? Seguramente no, encontramos ejemplos de razonamiento digresivo entre aquellos cómics y autores underground que admiraba el propio Max; aunque, todo hay que decirlo, en el caso del underground la espontaneidad del discurso oscilaba entre el monólogo verborreico y acumulativo de Crumb y la muda alucinación lisérgica de Moscoso, por poner sólo dos ejemplos. Muy lejos, como ven, del razonamiento ensayístico o la reflexión filosófica a los que ahora nos acercamos. Decididamente Bardín es otra cosa.
De la mano de este Superrealista de bolsillo, Max nos invitará a un viaje desbocado por el interior de su mente, sin más reglas que las reglas inexistentes de nuestro subconsciente (y todos esos “objetos” de la sub-existencia que en él se acumulan). Las escalas del periplo, parecen tan impredecibles como las de un sueño: así, nos deslizaremos desde ese homenaje a Buñuel que es la historia que da título al libro, Bardín el Superrealista (con diálogo imposible incluido entre el protagonista y el perro andaluz), hasta la pesadilla final con resonancias faulknerianas, que bajo el evidente homenaje (El ruido y la furia), esconde los miedos, obsesiones y pecados pretéritos de Bardín (o de Max, o de todos nosotros, los hijos de una generación); sin duda, un buen brochazo de negrura subconsciente para cerrar el círculo.
Entre medias, hay tiempo para todo: fórmulas para una utilización evasiva del gótico flamenco (Bardín imagina), la ya tradicional, personal e intransferible reflexión existencial acerca del origen del universo, que todo buen aspirante a pensador debe incluir en su catálogo (El cielo sobre Bardín) o, en la misma onda cinéfila, el explícito Homenaje a don Luis Buñuel, en el que Max engarza, entre referencias obvias a El perro andaluz (de nuevo), su catálogo personal de símbolos surrealistas; algunos de ellos volverán a aparecer desglosados algunas páginas más tarde en Descripción Bardín del mundo superreal. Desde luego, entre tanto proceso mental e irracional, no falta algún razonamiento verbalizado desde la consciencia, como el que intenta encender las conciencias colectivas, en esa arenga panfleto-gráfica y reivindicativa a favor del arte del tebeo que es Un acto de amor.
La fase teleológica de las dudas teológicas es una de las mejor representadas en estas aventuras interiores de Bardín: como el yin y el yan o el Barça y el Madrid, la fe y la razón forman una dualidad de resolución imposible. Bardín, cual Unamuno en miniatura, vive ese tormento como todo hijo de Dios, de Buda, de la naturaleza o de la casualidad… La agnóstica convicción aparente del personaje, se desarma con asombrosa rapidez ante la aparición de todas las deidades posibles en la cosmogonía viñetera. En La estrella misteriosa, por ejemplo, Bardín afronta sus primeras apariciones y da comienzo a sus primeras experiencias místicas o, si así lo prefieren, sus primeros pasos en el siempre difícil camino hacia la iluminación (ese nirvana al que todo personaje de bien debería aspirar). Bardín asume una realidad que ya no le abandonará: todos estamos sometidos al giro de “La rueda de la vida y la muerte”, vivimos en el mundo de la ilusión, el de los sentidos, y somos esclavos en la cadena de nuestra existencia.
La forma en que Max juega con la simbología y la filosofía budista (Buda todo a cien) para recrear las dudas metafísicas de su personaje es, sin duda, uno de los grandes hallazgos visuales de las aventuras bardinianas. Una iconografía que le permite, además, crear e incorporar referentes visuales del mundo interior del personaje, gracias a grandes viñetas ocupadas por la recreación de estos peculiares samsaras (cadenas vitales). Llega el juego a su apogeo en Una polémica metafísica, la disputa intelectual entre Bardín y el supremo ser creador (que repite luego en Paseo nocturno).No lo hemos dicho, pero ya habrán deducido ustedes que prácticamente toda la trayectoria de Max está plagada de humor, mala leche e ironía fina (léase Iluminación). En Bardín el Superrealista, la risa aparece tamizada por la intelectualidad de la propuesta y aparece parcialmente condicionada por la interpretación de esas claves intelectuales. Eso sí, en ocasiones es tan transparente y sus dardos son tan afilados (San Ceremonio, martir), que hasta el mayor de los descreídos, cogerá el chiste. Es lo que tienen los autores geniales, que contentan a moros y a cristianos, a “hunos” y a otros.
Porque, no se lo digan nadie, Bardín el Superrealista es uno de los mejores cómics, reflexiones filosóficas, broma surrealista (o como lo quieran ustedes bautizar) que ha leído un servidor en mucho tiempo; y encima con una edición tan bonita como esta de La Cúpula… ¡Qué inconsciencia!
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Bardín baila con la más fea. Un anómalo “cadaver exquisito” (valga la redundancia) en el que el personaje se enfrenta a su propia muerte, en un baile cuasi-poético de colaboraciones por parte de muchos y muy variados artistas de cómics, que recrean al personaje en su encuentro con la dama de la guadaña; ya lo dice una entradilla de la primera página: “una experiencia inenarrable, irrepetible y finalmente insoslayable”.

martes, marzo 30, 2010

Todd Klein, letrista. Blur en la producción.

Situación hipotética: imagínense ustedes que en un salón del cómic o similar se cruzan con un tipo que (nos revela nuestro acompañante experto en la farándula comiquera) ha trabajado con Alan Moore, Neil Gaiman, Alex Ross, Mark Buckingham..., sólo por citar a unos cuantos de sus "socios". Como buenos fans histérico-mitómanos seguro que nos lanzábamos hacia el stand más próximo en el que pudieramos conseguir uno de sus tebeos. Cuestiones de rúbrica dedicada, ya me entienden. Nos imaginamos la respuesta del librero, editor o asociado circunstancial: ¿Quién? ¿Todd, qué más? Todd Klein, nos han dicho. Pues oiga, ni idea, ¿y me dice usted que ha trabajado con Moore?
Efectivamente, Todd Klein ha participado en cómics escritos y dibujados por Moore y Gaiman, como ya hemos dicho, Todd Klein es uno de los tipógrafos más famosos de la historia del cómic.
Esta película no hubiera sido posible sin la participación de un gran equipo de profesionales, peluqueros, iluminadores, director y ayudantes de fotografía, técnicos de sonido... Lugar común en cualquier entrega de premios cinematográficos. Así deben de sentirse los tipógrafos, esos esforzados artesanos anónimos de la letra y el letrero. Es cierto que la suya es una labor más técnica que artística, pero no lo es menos que, cuando nos escamotean las redondeces o aristas originales de una buena onomatopeya, algunos montan en cólera.
A Todd Klein le gusta explicar lo que hace. Lo hace en su web, en la que podemos encontrar en venta curiosísimas litografías firmadas a pachas con Moore, ejemplos de fuentes y explicaciones de lo más didáctico acerca de la importancia del diseño en los cómics o el recorrido histórico de los títulos, así como diversas vivencias personales de su larga carrera. También lo hace, contarnos cosas, en su blog: un variopinto catálogo de anécdotas biográficas en torno a sus gatos, sus lecturas, el poker y (lo que realmente nos interesa) su percepción experta del trabajo tipográfico en algunos casos concretos de cómics de superhéroes; como esa detallada serie de artículos acerca de la evolución del logo en la serie The Atom. En realidad, no porque The Atom nos vaya ni nos venga, sino porque siempre da gusto leer a un especialista haciendo ejercicios didácticos sobre su campo de conocimiento. Sobre todo, cuando el tema de la enseñanza tiene que ver con nuestros focos de interés.
Nunca habíamos hecho un post sobre tipografías, pero a veces las cosas vienen solas. Otras de dos en dos. Aprovechamos la coyuntura caligráfica para referirles a una editorial joven que está jugando en una liga extraterrestre: Blur Ediciones. En los Libros de Blur encontramos cómics, libros de viñetas, de bocetos, libretas de celebridades y, atención, libros de tipografías; como el Rotulando en español (Lettering in Spanish), de Nono Kadáver, que, durante años, ha sido el encargado de "traducir" la caligrafía de Shelton o Crumb al español nuestro de cada día. Un trabajo delicado, lleno de detalles y, ciertamente, anómalo. Tanto más porque todos los libros de Blur Ediciones son gratuitos en su edición online. Vamos, aquello de los duros a cuatro pesetas hecho realidad. Que alguien nos lo escriba con letras bonitas.

martes, marzo 23, 2010

Space Dog de Dorgathen y No Comment de Brun, iconos significativos.

En 2009 aparecieron publicadas en nuestro país Space Dog, del alemán Hendrik Dorgathen, y No Comment, del francés Ivan Brun, dos obras como poco sorprendentes, hermanadas por una decisión narrativa común: la ausencia total de texto (que no de “diálogos”) y su sustitución por herramientas icónicas.
La obra de Dorgathen tiene ya sus añitos: apareció publicada por vez primera en 1993; la de Brun es mucho más reciente, del 2008. Ambas muestran, además, otros notables puntos de divergencia, sobre todo por lo que respecta al desarrollo argumental de la historia y las elecciones gráficas. Sin embargo, las similitudes que presentan ambos trabajos en sus enfoques temáticos, así como el señalado manejo icónico con el que construyen su peculiar lenguaje, sitúa a estos dos trabajos en órbitas artísticas paralelas.
Space Dog es una fábula acerca del progreso y la deshumanización inherente a las sociedades occidentales contemporáneas: el perro protagonista de la historia se nos presenta como antítesis del ser humano y conciencia simbólica, que nos sitúa ante el espejo de nuestra desaforada carrera hacia el consumismo irreflexivo y la extinción de recursos naturales. La criatura inferior, el animal irracional, se convierte en el canal de trasmisión de ideales elevados y, finalmente, asumiendo la imposibilidad de su misión, decide regresar a la inocencia de su estado animal primigenio, dejando que los sean los habitantes del Planeta Tierra quienes asuman su propio destino.
Dorgathen recurre a un dibujo con aires de cartoon hipertrofiado, casi cubista, muy colorista y deliberadamente infantilizado (en su apariencia global, que no en su realización técnica, compleja y sofisticada). Las imágenes de Space Dog funcionan todas ellas como metáforas visuales de su propuesta temática, como símbolos gráficos de su mensaje crítico.
El trasfondo temático de No Comment no es menos sombrío, aunque su crítica es todavía más descarnada. Si Space Dog funcionaba como una fábula simbólica con un final abierto (ligeramente esperanzado, al menos por lo que al destino de su protagonista cánido se refiere –quizás una nueva metáfora basada en la esperanza que ofrecería la vuelta a un estado básico de la existencia), Ivan Brun asume el estado irreparable de las cosas y mira con rabia hacia las puertas que se van cerrando, una a una, de forma inexorable, a nuestras espaldas. La estructura de No Comment se vertebra a partir de pequeños relatos nihilistas que ofrecen la visión esperpéntica de un futuro cercano, moralmente devastado y, según la óptica distópica de su autor, muy probable. En los personajes y situaciones descritos por Brun reconocemos a personas (estereotipos sociales) y acontecimientos que nos resultan inmediatamente familiares, pero que aparecen ligeramente (tenebrosamente) deformados por la visión anticipatoria de decadencia futura apoyada en indicios presentes: los reality shows se convierten en espectáculos de humillación sumaria a mayor gloria de audiencias inmorales (no tan diferentes de su versión actual, en realidad); los mercados laborales globales terminan por asumir, con todas sus consecuencias, la condición desechable y utilitarista de la mano de obra (convertida en eufemismo último de la expresión “ser humano”); la corrupción, la prostitución, la explotación y el crimen organizado (mafioso o de estado) aparecen en No Comment como modelos de convivencia arraigados y plenamente aceptados como “posibilidades de gestión” universal.
En realidad, detrás de esta visión apocalíptica y degradada, se esconde un discurso político: una visión descarnada (de tendencia ideológica izquierdista) del fracaso actual del sueño capitalista y su incapacidad a la hora de generar respuestas globales, que garanticen el bienestar al conjunto de los habitantes del planeta. En lugar de generar riqueza a favor de sus habitantes, los modelos económicos y sociales actuales continúan incrementando las diferencias y castigando a los más débiles (en las viñetas de Brun, los trabajadores, los niños, las mujeres, los habitantes del tercer mundo, etc.). En este sentido, este cómic se debe leer como la alegoría crítica de un fracaso o c0mo una advertencia ilustrada, no carente de cierto cinismo complaciente, más que como un retrato futurista.
El dibujo de Brun hurga en esa herida supurante y se recrea en la hemorragia, gracias a la elección de una caricatura feliz, muy influida por los patrones del manga. Los muñecotes rubicundos de No Comment, con sus grandes ojos y las dimensiones anatómicas de una muñeca Barriguitas, multiplican la carga tenebrista del cuadro al situar a sus simpáticas (al menos en apariencia) criaturas al frente de misiones atroces y grotescas actuaciones colectivas. El horror mirándonos a la cara con los ojos de Bambi.
Pero si por algo pasarán a la historia estos dos cómics, no será por su desarrollo temático y argumental, por interesantes que sean éstos (que lo son), sino por su manipulación del lenguaje comicográfico clásico y su búsqueda de soluciones originales y experimentales. Space Dog y No Comment, como ya hemos dicho en varias ocasiones, son cómics sin palabras, aunque no mudos. Al menos no en el sentido en que puedan serlo algunos tebeos de Jason, por ejemplo. En estos dos cómics hay globos de diálogos y, por tanto, conversaciones-mensajes vinculados a los interlocutores que los emiten. Esos globos, no obstante, no encierran letras, palabras y frases, sino ideas y asociaciones simbólicas desarrolladas por medio de iconos e imágenes, en la líneas de la señalética u otros medios de trasmisión icónica históricos, como los jeroglíficos egipcios. Ambos cómics intentan llevar la iconicidad que el cómic ha usado tradicionalmente como mecanismo lingüístico esporádico (los iconos, onomatopeyas, sensogramas, ideogramas, etc.) a una esfera de necesidad comunicativa, que condicionaría la concepción misma de la obra. Si un cómic se basa fundamentalmente en la iconicidad, Dorgathen y Brun quieren llevar este precepto a sus últimas consecuencias.
Hendrik Dorgathen lo hace, sobre todo, recurriendo a fórmulas asociativas que nos acercan a las combinaciones matemáticas o lógicas de signos simples con un significado claro y unívoco. En Brun no faltan casos como éstos (apoyados en una señalética prestada de la cotidianidad, muy reconocible gracias a su omnipresencia en los medios de comunicación, la publicidad o el diseño industrial), pero tampoco escasean los ejemplos en los que el francés busca asociaciones narrativas más complejas: los personajes hablan y trasmiten, a través de los globos, historias protagonizadas por otros personajes (reducidos a una iconicidad aún mayor); como si los globos encerraran nuevas viñetas.
Lo mejor de todo es que, pese a la aparente artificiosidad de la propuesta, el experimento funciona. Lo hace, esencialmente, porque sus contenidos (como veíamos al comienzo de este post) se mueven en el marco de unos contenidos sociales, medianamente abstractos, y bastante simbólicos en su esencia crítica. No sabemos si la técnica que esgrimen Dorgathen y Brun presumiría de la misma inmediatez y contundencia narrativa en otro tipo de ejercicios comicográficos (a la hora de contar una historia biográfica, ahora que están tan de moda, por ejemplo), pero esperamos con ansiedad a que alguien se atreva a fracasar en el empeño. Por experimentar, que no quede.

martes, marzo 16, 2010

Estudiosos del tema y La Cruda. Ojos abiertos.

En este blog pequeño, siempre hemos defendido a los valientes con ideas. Cada vez que nos hemos topado con un proyecto editorial de esos que destilan arrojo y entrega a las (nobles) causas, nos hemos reconocido seguidores fieles. Lo hicimos en su día con Viaje a Bizancio Ediciones, con Apa-Apa luego, y lo tenemos que hacer ahora con Estudiosos del Tema, la joven editorial barcelonesa.
Tienen, Estudiosos del Tema, muchas razones para sentirse orgullosos de lo mostrado en su aún breve andadura: pueden regocijarse por la calidad material y formal de sus libros (maquetación, papel, diseño, imaginación…), por su nómina de artistas, por su eclecticismo y, por supuesto, por La Cruda; su revista, que compendia todas las virtudes anteriores.
Cuando apareció Raw en los años 80, gracias a la iluminación de Art Spiegelman y su mujer Françoise Mouly, el cómic empezó a revelarse ante los ojos de muchos lectores como algo más que un conjunto de viñetas intrascendentes destinadas a un público infantil y juvenil. Las páginas de Raw acumularon enormes dosis de talento narrativo y descubrieron a muchos de los dibujantes que habrían de marcar el paso comicográfico en los años venideros (Mr. Ware al frente), pero también le regalaron al cómic un membrete que hasta entonces parecía incompatible con la producción viñetera: el de “fine art” (alta cultura). Resulta que se podía hacer ARTE, así con mayúsculas, a través del tebeo (que, en el fondo, no es sino otro vehículo artístico más). Eso debieron de pensar muchos de los que leyeron Raw en su día.
Años más tarde, en España tuvimos la suerte de contar con nuestra pareja de iluminados locales: los señores Max y Pere Joan. Ellos fueron los editores de ese proyecto imposible de alquimia comiquera que se denominó Nosotros somos los muertos; ejemplo de “revista” de esas que dejan en nada su etiqueta nominal, para convertirse en verdaderos libros recopilatorios de culto coleccionista. En un momento en el que los españoles sólo teníamos nociones parciales de la “revolución de los cómics” que se estaba fraguando allende nuestras fronteras, gracias a publicaciones extranjeras (como The Comics Journal) o referencias bibliográficas indirectas, Max y Joan nos pusieron en bandeja de papel y delante de las gafas a lo mejorcito del “nuevo cómic”, a los padres de la novela gráfica.
La Cruda (al igual que lo hacen en Estados Unidos otras revistas como Kramers Ergot) conserva ese mismo espíritu, pero se pasa el concepto tradicional de revista por el forro de las solapas. De hecho, que nadie se equivoque, no es una revista (libro) de cómics, en realidad. Ni de ilustración, aunque pudiera parecerlo. La Cruda es una revista “de arte” (que no “sobre arte”) y de artistas; de arte de vanguardia gráfica, para más señas. No sólo del que aparece consolidado en las galerías y en las festividades feriales (que también), sino, seguramente, el que se verá en esos mismos lugares dentro de 5 ó 10 años (algún galerista en busca de ideas debería echarle una ojeada al asunto). Y, claro, entre esas manifestaciones artísticas, también hay cómic.
Nacho Simal (editor), y sus compinches Rubén Pedro Escalona y Gonzalo Rueda (diseño y dirección creativa), demuestran un ojo sabio a la hora de seleccionar a sus artistas. No todos nos habrán de gustar en la misma medida, obvia decirlo, pero todos se integran con naturalidad en un proyecto artístico que bucea en las aguas del arte urbano, de la desprejuiciada heterodoxia creativa, de cierta idea libertaria y contracultural del arte y, en definitiva, de la creación caliente, viva y vanguardista, que decíamos antes. Hay en La Cruda espacio para todas las disciplinas artísticas, para la ilustración, la pintura, la tipografía, la fotografía, la escultura (fotografiada), el grafiti, el cómic… Además, muchos de los creadores que componen este mosaico nos recuerdan sobremanera a algunos de los artistas que han ido poblando nuestros posts: los dibujo de Kardo Kosta se nos aparecen como una versión charrúa tradicional de los más recientes rotuladores de Chippendale; vemos en las perfeccionistas y enfermizas escenas y bodegones de Curto simbolismos que nos recuerdan a Kago, descubrimos a Marzia o a Hanamaro y nos acordamos de dibujos y grafitis de BLU, con Nacho Simal se nos aparece Mat Brinkman... No estamos hablando de influencias, que conste, sino de vínculos e impresiones que se nos vienen a la cabeza y que hacen que en esta bitácora sintamos afinidad hacia los creadores de La Cruda. Bastantes de ellos, directamente, han pasado por este blog: es el caso de José Luis Serzo, ese hacedor de mundos poblados por exploradores imposibles e inventores de cuento; también hemos hablado en varias ocasiones de nuestra amiga Aleksandra Kopff, con sus fantasmagorías familiares o de Gómez Bueno y sus pósters paródicos. Muchos de los artistas de La Cruda, tampoco necesitan más presentación: bien conocidos en el ámbito de la ilustración y la pintura son Sergio Mora o Carlos Nine (el gran Nine).
En la faceta exclusivamente comicográfica (esporádica en los dos primeros números de la revista, pero absolutamente omnipresente en el tercero) encontramos también esta alternancia entre prometedores autores jovenes (el muy baudoniano Rubén Pedro, Gonzalo Rueda y su sugerente barroquismo o el elegante David Martínez) y los dibujantes consagrados (siempre arriesgados en sus propuestas, eso sí); como el gran artista que es Anders Nielsen o ese otro clásico del cómic español llamado Martí. Después de muchos años, Martí presenta en el número 3 de La Cruda una nueva aventura de su personaje más emblemático Taxista. Precisamente Taxista, la historieta que representó al cómic español en aquella Raw de Spiegelman y Moully con la que comenzábamos estas líneas. Un buen guiño del azar (o quizá no tanto) y una razón más para apostar por La Cruda como una de las revistas españolas del momento.
De hecho, nos llena de pena que en las nominaciones al Salón del Cómic 2009 no estén representados Estudiosos del Tema: sin pretender hacer de menos a los meritorios candidatos, no se nos ocurría mejor premio a su osadía editorial que una merecida nominación salonera a La Cruda entre las revistas españolas del pasado 2009. Se lo hubieran merecido. Por valientes con criterio.
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Este último collage se lo hemos "robado" a Antón Castro de esta reseña sobre La Cruda.

miércoles, marzo 10, 2010

Feininger, Manuel Caldas y los niños Kin-der.

Les avisamos, esto es una primicia. Don Manuel Caldas, amante del cómic y recuperador de tesoros, ha restaurado y va a publicar una edición en español (con traducción de Diego García Cruz) de uno de los secretos mejor guardados de la historia del cómic: The Kin-Der Kids.
Saben ustedes que en este blog les tenemos especial cariño a algunos pioneros del cómic que se pasearon por las avenidas del noveno arte con poca gloria. No por el hecho de ser pioneros, en realidad, pues también hubo mucho tostón en aquellos primeros cómics seriados. Nos deslumbran, sobre todo, aquellos tipos que intentaron hacer arte con las viñetas, aquellos que vieron en el cómic un vehículo para expresarse sin límites o prejuicios respecto a otros medios artísticos. Aplaudimos a aquellos creadores que buscaron la belleza narrativa, que experimentaron a la vera de las vanguardias y que empujaron muros para encontrar puertas: tipos como McCay, Herriman, Sterrett... o Lyonel Feininger. En realidad, Feininger es un viejo amigo de este rincón, hemos hablado de él en varias ocasiones.
El escaso corpus que compone su producción comicográfica no despliega complejos prodigios narrativos, dirán algunos (de hecho su obra está parcialemente inconclusa), pero su arte gráfico pasma hasta al escéptico más pintado, ¡qué dibujos! Feininger adivina como hubiera sonado la Vanguardia si ésta hubiera tenido espacio en la orquesta de los cómics: expresionismo, surrealismo, cubismo... Arte virtuoso, planchas tan atípicas como magnéticas, trazos torcidos para una revisión del dibujo periodístico. Tampoco sus argumentos se escapan de esa misma Vanguardia que señalamos: en su trabajo encontramos la ansiedad Futurista que hace de la tecnología y la velocidad el motor de muchos episodios de The Kin-der-Kids o el aire surrealista que inunda las ensoñaciones de Wee Willie Winkie’s World (serie de la que se incluyen dos planchas en la restauración de Caldas), entre muchas otras referencias artísticas. Ya hemos comentado en otras ocasiones cómo Feininger terminó formando parte de esa misma Vanguardia pictórica y, posteriormente, cómo pasó a integrar la nómina de profesores de la Bauhaus. No queremos repetirnos.
Tampoco vamos a presentarles a estas alturas a Manuel Caldas. Su nombre y trabajo como restaurador es bien conocido entre los degustadores más exigentes del cómic. Sus implacables e impecables revisiones de Príncipe Valiente, Lance o, más recientemente, de Krazy Kat han dado ya mucho de que hablar, por su calidad y minuciosidad. El trabajo que ha llevado ahora a cabo con The Kin-der-Kids (o Los niños Kin-der, como se llamará en español) es asombroso; no hay más que comprobar la diferencia entre las planchas de partida y las resultantes después de su restauración: reaparecen los detalles, revive el color, se perfilan las formas.
Por si fuera poco, en un ejercicio de osadía y fidelidad pocas veces visto en el panorama editorial comicográfico, Caldas ha decidido que su edición de The Kin-der-Kids tendrá un tamaño superior al A3 (bastante más grande, incluso, que la de Fantagraphics, que era de 26 x 32 cm). No se llegará a las medidas originales con las que apareció publicada la obra en el Chicago Tribune (que, recordamos, fueron 45 x 62 cm), pero, igualmente, estamos hablando de un formato considerable y muy poco habitual. Con esta decisión (y definición), la nueva edición de The Kin-der-Kids nos permitirá disfrutar de muchos detalles del dibujo de Feininger que hasta ahora nos habían pasado desapercibidos o se habían quedado recluidos en los fríos píxeles de las reproducciones digitales.
Nuestra pequeña participación en el asunto se limita a la elaboración del prólogo de la edición. Debemos confesar sin disimulo que nos honra haber colaborado, aunque sea en grado ínfimo, en este proyecto de Manuel Caldas; desde aquí le agradecemos su invitación y le deseamos, simplemente, la suerte que merece. A fin de cuentas, éste debería ser uno de los acontecimientos comiqueros del año, dentro de las reediciones de clásicos. Imprescindible.
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(Actualización: 16-marzo-2010)
Nos comenta don Manuel que no, que la edición de Los Niños Kin-der no tendrá pastas duras, porque no quiere que el precio de venta suba mucho más allá de los 20 €. No es mala la razón.

jueves, marzo 04, 2010

El cómic de bandas. Sergio García y Rebecca Dart.

Esta misma semana, Glénat ha publicado una larga lista de obras abocadas al "descatálogo"; víctimas colaterales de la crisis, dirán. Entre ellas hay material estimable, pero a nosotros la presencia que más nos ha llamado la atención es la de Sinfonía gráfica (2000) de Sergio García. Un libro valiente y lleno de hallazgos en torno al lenguaje narrativo comicográfico, en el que su autor da muestras de buen hacer investigador y de su talento visual (ilustrando él la mayoría de los ejemplos reseñados o utilizando para ello materiales de su obra como dibujante de cómics). Nos habla largamente Sergio García de modelos de construcción de páginas y de las diferentes posibilidades narrativas que ofrece la secuenciación gráfica: de la viñeta soporte, del dibujo-trayecto, del efecto de rayos X o del cómic de bandas. De muchas de sus propuestas dimos buena cuenta en La arquitectura de las viñetas (le agradecemos su trabajo desde aquí).
Nos interesa ahora, especialmente, lo que Sergio García denomina cómic de bandas. En él, “…las secuencias desarrolladas en los experimentos anteriores se reordenan a modo de bandas o tiras narrativas”. De esta manera, en una primera banda central el autor recrea parte del ambiente de la historia, mientras que en bandas y ramificaciones paralelas (por encima o por debajo de la línea narrativa principal) se desarrollarán otras acciones simultáneas que complementarán, acompañarán o convergerán con la acción de la banda principal. El propio autor ejemplificó el funcionamiento de este modelo con su adaptación de Caperucita Roja. Más tarde repetiría el experimento con variaciones en Los tres caminos, su cómic a cuatro manos con Lewis Trondheim.
Hay más ejemplos de esta técnica, por supuesto: en esta misma ventana hablamos de uno de ellos hace ya tiempo: Burning Building Comix, la peculiar ocurrencia de Jeff Zwirek escondida bajo formato de minicómic. Nos ocuparemos ahora de otro caso destacable de cómic de bandas: RabbitHead, de Rebecca Dart, uno de los cómics más originales y osados que hemos tenido oportunidad de leer.
Es peculiar el caso de esta chica, ilustradora, dibujante y animadora dotadísima. Apareció en el mundo del cómic como una exhalación y desapareció con la misma velocidad. En 2005 Rebecca Dart es nominada a los premios Ignatz como nuevo talento, se le dedican a su cómic estudios y críticas laudatorias e incluso RabbitHead aparece recogida al completo en la antología Best American Comics (el primero de cuyos volúmenes apareció en 2006 coordinado por Harvey Pekar y Anne Elizabeth Moore), como una de las mejores historias del año. Ahí lo descubrimos nosotros.
Se trata de un ejemplo de cómic de bandas puro y duro, experimental, complejo y lleno de detalles. Rebecca Dart desarrolla una historia a medio camino entre la capa y espada con ambientación medieval, el bestiario alienígena y una marciana adaptación de la evolución de las especies darwiniana. No existe en RabbitHead un sólo argumento, sino tantos como ramificaciones se producen a partir de la viñeta principal que les reproducimos aquí abajo. Hasta cinco bandas diferentes nacen y discurren paralelas a partir de esa primera imagen y la banda principal que inagura. A partir de ahí, como seres vivos independientes (de un modo similar al de las criaturas que pueblan sus páginas -la forma como metáfora del contenido-), cada rama del relato adquiere entidad narrativa y sus personajes siguen líneas de actuación propias. Al menos, así sucede hasta que poco a poco, con una simetría perfecta, cada banda (y la narración que la integra) vuelve a su redil y se incorpora mansamente en la banda inmediatamente anterior, hasta que todas terminan, de nuevo, convergiendo en una última viñeta única.
El dibujo de RabbitHead es justo acompañante de la historia que recrea. Caricaturesco y detallista, podría ser el resultado de un pintoresco cruce entre las imágenes fantasiosas de Jeff Smith, el preciosismo barroco de Craig Thompson y el underground contemporáneo metamórfico de Dave Cooper. Las monturas alienígenas se cruzan con caballeros encapuchados y con bestias tentaculares depredadoras: una combinación irresistible para todos los amantes de emociones fuertes.
Es complicado hacerse (sólo a partir de nuestra palabrería) una idea mental de tamaño despliegue narrativo, pero, una cosa es cierta, RabbitHead demostró en su día que en el cómic aún quedaban muchos caminos por abrir (léase esta afirmación con todos los dobles sentidos que hagan falta). Dicho lo cual, no habíamos vuelto a tener noticias de Rebecca Dart y su talento. Hasta que nos hemos topado con su adaptación ilustrada de la canción tradicional "On the Banks of the Ohio". Se la incluimos y linkeamos aquí. No es tan osada como RabbitHead, pero sí muestra a las claras los posibles de esta damisela. A ver si no se nos hace tanto de rogar.


viernes, febrero 26, 2010

Mi noche sin Rohmer

Este año ha arrancado jodido por varios factores que no viene a cuento señalar. Además, se ha muerto Eric Rohmer. Si somos sinceros con nosotros mismos... (¡qué diablos, aquí no cabe plural mayestático que valga!). Si soy sincero conmigo mismo, tengo que admitir que Rohmer ha sido el director de cine más recurrente en mi vida, el más fiel a mis circunstacias y al que siempre he terminado volviendo. Intento adivinar por qué. Sus películas no son piezas de orfebrería, pero descansan en mi subconsciente como perlas  cultivadas. Tras leer el artículo que Alain Bergala le dedicó en el nº 31 de Cahiers Du Cinema España ("Juegos de la elección y del azar"), creo entender lo que me sucede (a mí y, supongo, a muchos otros seguidores de Rohmer): no es difícil compartir su filosofía vital. Ayuda a sobrevivir.

No hay ninguna dimensión trágica de la existencia en Rohmer, a quien nunca le gustó el pesimismo fundamental de Bergman, llegando a preferir a Felini antes que a él (...) Rohmer quiere a las criaturas pasajeras precisamente por aquello que tienen de más "pasajero", su juventud fugitiva, a la que le gusta capturar con las herramientas del cine, que parece hecho para eso, para filmar los cambios de estación y los momentos del día más fugaces: la hora azul, el rayo verde.

El cine de Rohmer es vida sin subrayados ni hipérboles. Es diálogo costumbrista o confesión de alcoba sin fanfarrias o bandas sonoras. Sus personajes son ustedes, que leen y miran, o yo, que ahora escribo, o los que ni nos leen ni escriben, tanto da.

Llevo días pensando cómo cuadrar a Rohmer, cómo saludar su muerte (sombrero al aire como homenaje, al estilo de Nick Cave) en un blog de tebeos... y no consigo cuadrar el círculo rohmeriano.

He pensado en proyectar esa recurrida pirueta de la referencia interdisciplinar. Pero, ¿qué dibujante de cómics se parece al maestro francés? ¿Qué historieta nos recuerda a aquella rodilla? ¿o a Pauline en su playa? ¿En qué viñeta te escondes, Amanda Langlet?

Quizás Rohmer sea Crumb, si éste no fuera un Woody Allen a escupitajos; pero al director francés nunca le sentó bien el astracán irreverente. Pensemos (nos vence el plural, de nuevo). ¿Es Lauzier, quizás? No, Rohmer es, fue, un efebo eterno lleno de esperanza en el ser humano y en nuestra capacidad para salir vivos de las zanjas. Lauzier se recreaba en la visión cínica, en el infortunio gratuito. No. ¿Seth? Imposible. La vida respira detrás de las bobinas de Rohmer con bronquios y branquias: Seth recubre toda su obra de un aire lírico, un hálito de irrealidad ficticia con caricatura amable al fondo; además, sus personajes casi no hablan. Va a ser eso. En el cómic, muchas veces (que nos perdone Peter Parker), las palabras sobran. En el cine también, decía Hitchcok. A Rohmer nunca le importó: no hay quien vea una película de Rohmer sin volumen. Vamos a mirarnos a los ojos y a decirnos cosas, sin intermediarios, sin fotogramas, proyectores, viñetas o globos.

A lo mejor vimos a Rohmer en aquel fantástico Pequeños eclipses, de Fane y Jim, que tan poca gente leyó. Hablaban, recordamos que hablaban mucho, y vivían como personajes de carne y tinta.

O, quizás, para homenajear a Rohmer haya que volver a ver (las veces que haga falta, siempre de vuelta) sus películas y no sea un blog de cómics el lugar más adecuado para hacerlo. Levantemos los ojos y miremos hacia adelante. Veo una rodilla a lo lejos... 

 


lunes, febrero 22, 2010

Osamu Tezuka. Animación experimental (II).

Seguimos con Osamu Tezuka y sus cortos de animación. Seguimos enlazando aquellos que se pueden ver en la red (no todos, lamentablemente).
6. Cuadros de una exposición (1966, 33 min): Rememorando lo que en su día hiciera Walt Disney en Fantasía con Bach o Tchaikovsky, Tezuka se inspira ahora en la conocida obra del compositor ruso Mussorgsky para componer un ácido cuadro de la civilización moderna y sus habitantes. Usando los cuadros colgados en un museo (todos ellos, reinterpretaciones de Tezuka lejanamente basadas en estilos y escuelas reconocibles) como motivo de guía, el maestro japonés desmenuza conceptos y personajes como los de “el crítico de arte” (hosco y tentacular como una araña negra), la fatuidad hueca de cierto arte contemporáneo (en la breve y hermosa narración de “el jardinero del paisaje artificial”), la falsa búsqueda de la belleza (en el infantil trazo de “cirujano plástico”), la deshumanizada producción en cadena (en “propietario de una gran fábrica”), la violencia como modelo de conducta (“macarra”), la dicotomía éxito/fracaso (“boxeador”), etc.
El ingenioso recurso funciona en varios planos. La innegable carga alegórica de cada fragmento, su adecuación a la banda sonora y la constante variación estilística dota al conjunto de una innegable eficacia simbólica. Cada micorrelato de la animación se adapta a su historia particular, tanto en la forma narrativa como en la elección estilística, integrándose en el relato-marco, como sorprendentes eslabones de una cadena multicolor.
7. El Génesis (1968, 4 min): peculiar e idiosincrásica visión del Génesis bíblico a medio camino entre la abstracción y la ciencia-ficción. En realidad no se trata de un corto de animación propiamente dicho, sino de una narración ilustrada con imágenes estáticas de dibujos en blanco y negro. Una pieza desconcertante de principio a fin, desde la broma inicial en que se señala a Dino de Laurentis como productor ejecutivo y a John Huston como director del corto, hasta la muy bizarra selección de imágenes ilustrativas (que incluye hasta alguna pieza de sushi y a Astro Boy como invitado especial), pasando por esa banda sonora con un Carmina Burana “invadido” por multitud de melodías chocantes.
8. Saltando (1984, 6 min): animación de estilo clásico, dominada por un curioso y omnipresente punto de vista subjetivo (que nos anticipa la visión frontal y los movimientos basculares que explotarían hasta la saciedad muchos de los videojuegos aparecidos en los años siguientes). La inteligencia en el manejo de la “cámara” y el ritmo ágil del corto, se ven reforzados por los constantes efectos sorpresa que salpican el viaje del protagonista y por ingeniosos toques de humor made in Tezuka.
9. Una película estropeada (1985, 6 min): Tezuka juega con la idea de un falso corto creado en los orígenes del cine (antes de que naciera, de hecho, pues la fecha ficticia de la animación es la de 1885). En este sentido, utiliza todos los defectos derivados de las insuficiencias técnicas de las primeras películas (ruido en la imagen, cortes entre fotogramas, imágenes rayadas, fotogramas descuadrados de plano, sonido deficiente, etc.), para construir una historia autoconsciente en la que unos personajes, que parecen recién salidos de un tebeo de Jacovitti, utilizan esos mismos inconvenientes como recursos argumentales para hacer avanzar la acción gag tras gag: el protagonista principal (un vaquero zancudo) limpia el fotograma con un paño para poderle ver la cara a la chica que se haya atada en las vías del tren, ese mismo vaquero utiliza un globo de diálogo como objeto arrojadizo, etc. Ingenioso. Uno de los mejores momentos de la recopilación.
10. Pulsar (1987, 4 min): bizarra road movie futurista, protagonizada por un simpático explorador postapocalíptico (parece que, de nuevo, está poniéndose el género de moda) en busca de… Un divertido corto, con mensaje y sorpresa final.
11. Muramasa (1987, 9 min): “La historia de una espada maldita que convierte los dibujos en personas reales”, reza la explicación argumental del corto. Animación con una fuerte impronta pictórica, el estilo gráfico de Muramasa homenajea (sobre todo por lo que se refiere al diseño de sus personajes) a los manga clásicos de samurais de Koike y Kojima, en otros. El relato se construye sobre el ritmo entrecortado que genera la sucesión de imágenes estáticas, sólo muy ligeramente animadas (lejos de los 12 o 24 fotogramas por segundo), que se acumulan creando el efecto simbólico de un “texto” (leyenda/narración) ancestral.
12. La leyenda del bosque (1987, 30 min): relato ecologista poblado por cazadores, árboles y animales antropomórficos, cuyas andanzas discurren sin palabras, al ritmo musical de los movimientos 1º y 4º de la Sinfonía nº 4 op.36 de Tchaikovsky. A través de cambios radicales y progresivos a lo largo del corto en el estilo de dibujo, Tezuka homenajea los diferentes momentos en la historia de la animación, pasando de la simple sucesión de imágenes estáticas secuenciadas a un breve guiño al zootropo e, inmediatamente, a los pioneros de la animación cinematográfica: Winsor McCay y su dinosaurio Gertie, las diferentes etapas de la escuela Disney, el ánime e incluso la animación underground o el expresionismo europeo. El virtuosismo de la propuesta estética y la genialidad de su puesta en práctica hacen que el relato quede en un segundo plano. El espectador asiste maravillado a un curso rápido de historia de la animación, con las metáforas de fondo de la evolución vital (nacimiento, infancia, madurez y muerte) de la ardilla voladora que protagoniza el corto (1er movimiento de la sinfonía) o la del bosque que se resiste a su destrucción a manos del hombre-depredador (4º movimiento).
13. Autorretrato (1988, 13 seg): animación instantánea express y con premio. Nunca una transposición entre aplicaciones tecnológicas (curiosa interdiscursividad) fue tan breve.

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[Actualización 01-marzo-2010]

Gracias a los comments descubrimos que en Tonnerre de Brest se nos habían adelantado dedicándole tres posts como tres soles a este Tezuka experimental. No se lo pierdan, aquí, allá y acullá.

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Osamu Tezuka. Animación Experimental (I).

martes, febrero 16, 2010

En Zamora son de la Marvel.

Bueno, al menos los del bar Popanrol lo parecen. Y no sólo de la Marvel, que de vez en cuando también aparecen tipos de la DC, de Pixar y hasta alguna despistada de Walt Disney con complejo de Peter Pan. Cosas de Carnaval:
En breve, volvemos con Tezuka...

jueves, febrero 11, 2010

Osamu Tezuka. Animación Experimental (I).

Vamos a ponernos en plan ecléctico-estupendo y les vamos a demostrar que no sólo de cuadros vive el bloguero. En el post anterior hablábamos de lienzos habitados por personajes de manga-ficción, como Astro Boy o Kimba, el león blanco, entre otros. Éstos en concreto, como bien saben ustedes, son dos de los personajes emblemáticos de Osamu Tezuka, el tantas veces llamado “padre del manga”.
Hace tiempo leímos en algún sitio (alguna guía del cómic o trabajo historiográfico) una frase que, desde entonces, no nos hemos podido quitar de la cabeza; decía algo así como que los tres personajes más influyentes de la historia del cómic eran Hergé, Jack Kirby y Osamu Tezuka, y que los dos primeros podían ser discutibles. Por aquel entonces, en nuestro país apenas habíamos leído al maestro nipón: se estaba publicando la increíble epopeya del Fénix, recordamos, y nos parece que había visto la luz algún volumen de Black Jack (y de Adolf, ¿quizás?). Poca cosa, en definitiva, para tomarle la medida a un genio.
Han cambiado mucho las tornas. Ahora los trabajos de Tezuka se publican con una regularidad que llega a la avidez dependiendo de la temporada. Y no hablamos solamente de cómics. Ha llegado a nuestras manos un peculiar DVD titulado Animación Experimental de Tezuka, que incluye, como su propio nombre deja ver, trece cortos de dibujos animados del autor japonés, creados entre 1962 y 1988 (un año antes de su muerte). El honor y mérito de la distribución deben asignarse a la distribuidora Divisa, que editó la cinta en el año 2008. De igual manera, en ella no sólo se recogen trabajos facturados por el propio Tezuka, sino otras obras en las que el maestro japonés participó como dieñador, guionista o director, a partir de sus productoras Mushi y Tezuka.
Les hemos conseguido vincular una buena parte de los cortos gracias a ese truco mágico sin fin que es YouTube, aunque, por supuesto, en versiones sin traducir (bastantes son mudos, así que no es tan grave la cosa) y no todas de ellas completas. Vamos a dedicar las dos siguientes sesiones a diseccionar el contenido de estos trabajos experimentales, ¡que un genio bien merece una sesión doble! Disfruten con la carga lírica, la brillantez gráfica y el profundo humanismo de los siguientes cortos.
1. Macho (1962, 3 min.) es una historia procaz protagonizada por felinos y humanos, llena de ambiguas insinuaciones sexuales y medidas insinuaciones visuales. La acción del corto se desarrolla detrás de un fondo de pantalla negro. Los personajes se mueven detrás esa pantalla oscura, mientras al espectador sólo se le descubren retazos fragmentarios de lo que está sucediendo (como si una linterna imaginaria iluminara caprichosamente diferentes secciones de la pantalla), en espera de la sorpresa final. En este, como en varios otros de los cortos, el dibujo de Tezuka nos recuerda sobremanera al estilo de La Pantera Rosa (el personaje de dibujos animados con el que Fritz Freleng gana el oscar al mejor cortometraje de animación… dos años después).
2. Historias de una calle (1962, 39 min): se suele decir que los trabajos animados de Tezuka muestran muy pocas huellas de su origen oriental y japonés en particular. Historias de una calle es un buen ejemplo de esta aseveración, con unos planteamientos gráficos en la composición de espacios y personajes muy cercanos a los de la ilustración occidental. De hecho, a primera vista, las imágenes de este corto nos recuerdan a un improbable cruce entre cierta ilustración infantil de coloridos aires impresionistas (en las localizaciones, sobre todo) y los dibujos animados de la factoría Hanna Barbera. El papel de Tezuka en este trabajo se centró sobre todo en su faceta como productor a través de su compañía Mushi. Poética y visualmente muy sugerente, a Historias de una calle, sin embargo, le falta cierta tensión rítmica: su acumulación (narrativamente impresionista también) de pequeños episodios vitales que se insertan en el relato como brochazos, no acaba de funcionar con fluidez. Algunos de sus hallazgos principales (como la interacción humanizada de los carteles publicitarios y otros usos de la personalización –los ratones, el árbol, la polilla) se explotan de forma un tanto insistente, sin que aporten demasiado contenido más allá de su innegable carga poética. Este último, sin duda, es el rasgo más destacable de la animación, junto a su mensaje antibelicista y sus numerosos guiños al mundo del arte a través del cartelismo (al Impresionismo francés, al Constructivismo ruso, al Cubismo, etc.).
3. Recuerdo (1964, 6 min): “Cualquier hombre está hecho para olvidar cosas. No tiene que ser lelo para ir olvidando las cosas que ha visto y oído una tras otra”. Así comienza a rememorar una voz en off (muy habitual en los cortos de Tezuka, por otro lado) el gran número de vivencias que olvidamos o recordamos de forma distorsionada a lo largo de nuestra vida: el embeleso del primer amor, las imágenes de la infancia, los quebrantos profesionales. El corto recurre a collages fotográficos y numerosas metáforas visuales para abordar, desde el humor, la improbabilidad del recuerdo certero, al mismo tiempo que, con ironía, deja entrever cierta desesperanza ante la incapacidad del hombre para recordar y aprender de sus errores (con referencia directa al papel de Japón en la 2ª Gran Guerra).
4. Sirena (1964, 9 min): una bonita fábula onírica orquestada en torno a la ensoñación poética del personaje principal: un joven que crea con su imaginación a una sirena de la que poderse enamorar. El estilo gráfico de la animación juega con la ligereza lírica que predomina en la pieza: en este sentido, destaca el uso de una finísima línea clara para perfilar, únicamente, los contornos de los personajes, convertidos en figuras trasparentes y delicadas, que adoptan los colores y texturas de los fondos según se desplazan sobre ellos. La música de Grieg acompaña a las imágenes en la creación de un cuadro animado que nos remite a los cuentos clásicos de hadas, pero también a cierta visión existencialista de un mundo moderno, en el que la imaginación infantil termina indefectiblemente reprimida ante las exigencias del pragmático y materialista mundo de los adultos.
5. La gota (1965, 4 min): esta historia de un náufrago desesperado por echarse una gota de agua al gaznate, puede considerarse uno de los experimentos fallidos de la cinta, al menos en el plano visual. El recurso de animación utilizado por Tezuka (la animación del náufrago en el centro de la pantalla, mientras el fondo texturado, que simula el mar, fluye a su alrededor) no acaba de funcionar en su recreación de movimiento fluido. El espectador asiste a la escena con cierto incomodo, ya que, involuntariamente, la presencia de ese mar artificioso en segundo plano consigue robarle protagonismo a lo verdaderamente sustancial de la historia: la cómica desesperación del náufrago. Igualmente inapropiado se nos antoja el subrayado musical (una impetuosa melodía clásico romántica), a todas luces excesivo respecto al breve motivo narrativo que acompaña.

Continuará...