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lunes, febrero 14, 2011

Crumb, la película. El underground verdadero

A la espera de que se recupere en nuestro país, quizás sea un buen momento para hablar de Crumb, la película de Terry Zwigoff, ahora que The Criterion Collection ha decidido reeditarla en Estados Unidos.
Después de la muerte de Will Eisner en enero de 2005, Robert Crumb es probablemente el autor vivo más influyente en el desarrollo del noveno arte. Transgresor, polémico, ácido, autoindulgente, despiadado, irreverente, revolucionario, sátiro... Todo cuanto rodea a las viñetas de Crumb está impregnado de la subjetividad de un artista que actuó como espoleta (y no sólo en el campo de la narración gráfica) del movimiento underground; representa como nadie la huida hacia delante de toda una generación, decididamente decantada hacia los márgenes de la oficialidad cultural y social imperantes en la América de los años 60.
Por eso, cuando uno se dispone a observar la cinta que Terry Zwigoff rodó en 1995, sobre la vida, obra y ascensión de Robert Crumb, te esperas un ejercicio de optimismo hippy, una biografía sonriente (o al menos divertida desde un punto de vista cáustico) de la metamorfosis del joven feúcho y acomplejado que recorrió los escalones de la fama que llevaban hacia el sexo fácil, el dinero y el reconocimiento artístico. Por supuesto, se trata de una falsa expectativa apriorística construida a partir de algunas viñetas dispersas del señor Crumb (probablemente las más populares), que todos guardamos en nuestra memoria: esas primeras láminas cuasi-surrealistas, de crítica costumbrista enloquecida (ya saben, las del Keep-on-trucking), con ese estilo que reubica a Walt Disney en el lado grotesco del espejo americano. O esas otras páginas, las de Mr. Natural, el simpático y odioso predicador de lo absurdo, el gurú antifilantrópico de la generación ácida. O por qué no, aquellas otras historietas del Crumb más misógino, reprimido y autocrítico, ese que alcanzaba momentos de hilaridad en su genial autocondescendencia y desprecio hacia el sexo femenino, desde su complejo de inferioridad.
De hecho, así arranca el trabajo de Zwigoff, encontramos a un Crumb inquietantemente parecido al de sus cómics (más sonriente si cabe); un Crumb que va desgranando detrás de una cámara inteligente en su selección de instantes, casi todos los capítulos que posteriormente salpicarían las páginas de su obra. Y lo hace en un tono desenfadado, con cierto distanciamiento respecto a su propia biografía, como si hablara de una vida ajena (del mismo modo que lo hace en los cómics, por otro lado). Crumb, con una risa perenne, entre incómoda y tontorrona, actúa como cicerone privado del espectador y nos conduce por los rincones favoritos de su tortuosa infancia: desde las desventuras escolares de un “freaky” miope, hasta el realismo mágico de los juegos infantiles y los arrebatos creativos editoriales vividos con sus hermanos. Empezamos a conocer, dosificadamente, a los seres que rodearon al autor-personaje, a los que ayudaron a forjar su mitología de antihéroe.
Después, Crumb y Zwigoff, Zwigoff a través de los ojos de Crumb, nos enseña las prebendas de su éxito: los halagos de la crítica, las críticas que resultan ser halagos, sus conquistas sexuales, novias y esposas, que no amores (“nunca me he enamorado de nadie… excepto de mi hija Sophie”, dice en un momento dado, sin pudor, delante de una de sus ex). Su mujer, Aline Kominsky, nunca parece incomoda en su papel de partenaire circunstancial (una circunstancia que ya ha durado casi media vida) y segundona. La también dibujante, dirige los pasos vitales de Crumb, ordena el hogar, las pulsiones de su actividad sexual, e incluso el destino de la pareja (somos testigos de su mudanza a Francia), pero la presencia de Crumb reduce todos los momentos que comparten ante la cámara a un instante de reverencia ante el genio silencioso. Y entonces, el dibujante nos lleva de la mano a conocer a su familia, más profundamente…
En la casa de su madre, en la habitación de un adolescente inmaduro de cuarenta años a punto del suicidio, conocemos a Charles, el hermano mayor de Robert. Después, podremos “disfrutar” de la presencia cercana de su hermano Max y, posteriormente, de la de su madre, a la que sólo habíamos oído vocear fuera de plano durante la conversación entre Crumb y Charles. En un primer momento, la escena parece prometedora por su potencial divertimento: una serie de individuos excéntricos, creativos y un punto enloquecidos, dispuestos a desenterrar los trapos sucios de sus infancias respectivas; hablan de sus obsesiones sexuales, de la represión doméstica, de una madre adicta a las anfetaminas, de un padre maltratador y, entonces, se desencadena el infierno testimonial. El aparente divertimento biográfico de Zwigoff empieza a girar hacia el terreno de la locura. La galería de monstruos empieza a adquirir proporciones efectivamente monstruosas y lo que pretendía ser un biopic de uno de los autores de cómics más grandes de todos los tiempos, se convierte en un paseo por el túnel de los horrores. Hasta las palabras de Crumb parecen perder ese trasfondo humorístico que preside todas y cada una de sus obras (¡Qué incómodo el diálogo sobre la fase acosadora de su hermano Max!).
Se nos aparece el Crumb atormentado, el personaje obsesivo, pervertido y cínico de sus autorrepresentaciones más nihilistas. Entendemos entonces que hay muy poco de invención en los argumentos que Crumb baraja en sus páginas y nos preguntamos cuánto habrá de realidad, entonces, en aquellos de sus cuadros paródicos en los que su invectiva busca objetivos externos. ¿Fue Crumb, es Crumb, un profeta de la degradación social y la alienación contemporáneas?
Él mismo se declara desconcertado ante el efecto, la repercusión y la idoneidad de su trabajo para según que lectores y, nosotros, como espectadores, percibimos el punto de demencia que salpica a su obra desde su pasado familiar. En ese momento, sin embargo, el documental, la “ficción-realista” (existe una intención narrativa evidente en el modo en que se organiza el montaje final), consigue, en un nuevo giro de tuerca, separarnos del infierno para devolvernos al Crumb hipersensible, al hombre hogareño, amante de la música (obsesionado por los viejos discos de jazz), al padre volcado en sus hijos, al Crumb que quiere escaparse de América, al artista que parece querer ser un creador por encima de un hombre. No es gratuito que el maravilloso trabajo de Zwigoff termine con la ya comentada mudanza de los Crumb a tierras francesas (a una casa conseguida a cambio de un baúl lleno de esbozos y cuadernos “garabateados”) ¿Quién no se mudaría de un pasado así?
- ¿Echarás de menos a tu familia?
- No –responde Aline por él–, apenas les ve una vez al año.

lunes, diciembre 13, 2010

Fellini, disegnatore.

Cuando pensamos en las conexiones entre Federico Fellini y el cómic, se nos viene a la cabeza aquel extraño, surrealista y erótico Viaje a Tulum que el director guionizó para su amigo Milo Manara, y que pudimos leer extractado hace ya muchos años (1989) en las páginas de El País Semanal. Era una historieta llena de viajes oníricos, bellas mujeres (claro) y dibujos exuberantes y nocturnos.
Lo que no sabíamos es que las conexiones del regista italiano con el cómic eran, en realidad, mucho más estrechas que lo que denota esa escapada artística puntual. No hace falta ir muy lejos: nos dirigimos a la entrada de Fellini en la Wikipedia y leemos en las primeras líneas:
En su infancia, el joven Federico muestra un vivo interés por las películas de Chaplin y los cómics humorísticos estadounidenses, llegando a afirmar en 1966
Es evidente que la lectura intensa de esas historias, en una edad en que las reacciones emotivas son tan inmediatas y frecuentes, condicionó mi gusto por la aventura, lo fantástico, lo grotesco y lo cómico. En este sentido es posible encontrar una relación profunda entre mis obras y los comics norteamericanos. De sus estilizaciones caricaturescas, de sus paisajes, de los personajes siluetados contra el horizonte, me han quedado imágenes felizmente "chocantes", imágenes que de vez en cuando vuelven a aflorar y cuyo recuerdo inconsciente ha condicionado el elemento figurativo y las tramas de mis películas (Declaraciones de Federico Fellini en 1966, recogidas por Claudio Bertieri en Los comics humorísticos "a la italiana").
Hace poco, hemos sabido además de sus comienzos como dibujante humorístico en diversas publicaciones periodísticas; o de su obsesión por el Mago Mandrake, que se vio concretada en una fotonovela protagonizada por Marcello Mastroianni, en algunos posters publicitarios y en la aparición del actor disfrazado del mago en el falso documental paródico, Intervista (1987).
Después, Fellini continuó dibujando. De hecho, pasó años de su vida rellenando cuadernos con anotaciones, dibujos, viñetas, reflexiones visuales, chistes y, sobre todo, sueños. El director, fascinado por las teorías del psicoanálisis, dedicó buena parte de su vida a recrear gráficamente sus sueños y pesadillas en unos cuadernos que se han publicado recientemente bajo el título de El libro de los sueños (The Book of Dreams, Rizzoli, 2008).
De todo esto nos hemos enterado visitando la estupenda exposición "Federico Fellini. El circo de las ilusiones", que desde el 15 de julio se puede disfrutar en CaixaForum Madrid, y que permanecerá allí hasta el 26 de diciembre. Por cero euros pueden ustedes apurar los plazos y ser testigos de centenares de fotografías de los rodajes del director italiano, disfrutar de sus dibujos humorísticos y de las ilustraciones de su libro de sueños. Pueden detenerse a ver vídeos con fragmentos de sus películas, leer los detallados paneles informativos (organizados temáticamente) acerca de su producción artística, leer fragmentos de entrevistas... Aprovechar, en definitiva, el carrusel de información que nos ofrece este nuevo circo felliniano, excelentemente documentado y mejor organizado.
Ya tienen tarea prenavideña.

viernes, febrero 26, 2010

Mi noche sin Rohmer

Este año ha arrancado jodido por varios factores que no viene a cuento señalar. Además, se ha muerto Eric Rohmer. Si somos sinceros con nosotros mismos... (¡qué diablos, aquí no cabe plural mayestático que valga!). Si soy sincero conmigo mismo, tengo que admitir que Rohmer ha sido el director de cine más recurrente en mi vida, el más fiel a mis circunstacias y al que siempre he terminado volviendo. Intento adivinar por qué. Sus películas no son piezas de orfebrería, pero descansan en mi subconsciente como perlas  cultivadas. Tras leer el artículo que Alain Bergala le dedicó en el nº 31 de Cahiers Du Cinema España ("Juegos de la elección y del azar"), creo entender lo que me sucede (a mí y, supongo, a muchos otros seguidores de Rohmer): no es difícil compartir su filosofía vital. Ayuda a sobrevivir.

No hay ninguna dimensión trágica de la existencia en Rohmer, a quien nunca le gustó el pesimismo fundamental de Bergman, llegando a preferir a Felini antes que a él (...) Rohmer quiere a las criaturas pasajeras precisamente por aquello que tienen de más "pasajero", su juventud fugitiva, a la que le gusta capturar con las herramientas del cine, que parece hecho para eso, para filmar los cambios de estación y los momentos del día más fugaces: la hora azul, el rayo verde.

El cine de Rohmer es vida sin subrayados ni hipérboles. Es diálogo costumbrista o confesión de alcoba sin fanfarrias o bandas sonoras. Sus personajes son ustedes, que leen y miran, o yo, que ahora escribo, o los que ni nos leen ni escriben, tanto da.

Llevo días pensando cómo cuadrar a Rohmer, cómo saludar su muerte (sombrero al aire como homenaje, al estilo de Nick Cave) en un blog de tebeos... y no consigo cuadrar el círculo rohmeriano.

He pensado en proyectar esa recurrida pirueta de la referencia interdisciplinar. Pero, ¿qué dibujante de cómics se parece al maestro francés? ¿Qué historieta nos recuerda a aquella rodilla? ¿o a Pauline en su playa? ¿En qué viñeta te escondes, Amanda Langlet?

Quizás Rohmer sea Crumb, si éste no fuera un Woody Allen a escupitajos; pero al director francés nunca le sentó bien el astracán irreverente. Pensemos (nos vence el plural, de nuevo). ¿Es Lauzier, quizás? No, Rohmer es, fue, un efebo eterno lleno de esperanza en el ser humano y en nuestra capacidad para salir vivos de las zanjas. Lauzier se recreaba en la visión cínica, en el infortunio gratuito. No. ¿Seth? Imposible. La vida respira detrás de las bobinas de Rohmer con bronquios y branquias: Seth recubre toda su obra de un aire lírico, un hálito de irrealidad ficticia con caricatura amable al fondo; además, sus personajes casi no hablan. Va a ser eso. En el cómic, muchas veces (que nos perdone Peter Parker), las palabras sobran. En el cine también, decía Hitchcok. A Rohmer nunca le importó: no hay quien vea una película de Rohmer sin volumen. Vamos a mirarnos a los ojos y a decirnos cosas, sin intermediarios, sin fotogramas, proyectores, viñetas o globos.

A lo mejor vimos a Rohmer en aquel fantástico Pequeños eclipses, de Fane y Jim, que tan poca gente leyó. Hablaban, recordamos que hablaban mucho, y vivían como personajes de carne y tinta.

O, quizás, para homenajear a Rohmer haya que volver a ver (las veces que haga falta, siempre de vuelta) sus películas y no sea un blog de cómics el lugar más adecuado para hacerlo. Levantemos los ojos y miremos hacia adelante. Veo una rodilla a lo lejos... 

 


jueves, febrero 11, 2010

Osamu Tezuka. Animación Experimental (I).

Vamos a ponernos en plan ecléctico-estupendo y les vamos a demostrar que no sólo de cuadros vive el bloguero. En el post anterior hablábamos de lienzos habitados por personajes de manga-ficción, como Astro Boy o Kimba, el león blanco, entre otros. Éstos en concreto, como bien saben ustedes, son dos de los personajes emblemáticos de Osamu Tezuka, el tantas veces llamado “padre del manga”.
Hace tiempo leímos en algún sitio (alguna guía del cómic o trabajo historiográfico) una frase que, desde entonces, no nos hemos podido quitar de la cabeza; decía algo así como que los tres personajes más influyentes de la historia del cómic eran Hergé, Jack Kirby y Osamu Tezuka, y que los dos primeros podían ser discutibles. Por aquel entonces, en nuestro país apenas habíamos leído al maestro nipón: se estaba publicando la increíble epopeya del Fénix, recordamos, y nos parece que había visto la luz algún volumen de Black Jack (y de Adolf, ¿quizás?). Poca cosa, en definitiva, para tomarle la medida a un genio.
Han cambiado mucho las tornas. Ahora los trabajos de Tezuka se publican con una regularidad que llega a la avidez dependiendo de la temporada. Y no hablamos solamente de cómics. Ha llegado a nuestras manos un peculiar DVD titulado Animación Experimental de Tezuka, que incluye, como su propio nombre deja ver, trece cortos de dibujos animados del autor japonés, creados entre 1962 y 1988 (un año antes de su muerte). El honor y mérito de la distribución deben asignarse a la distribuidora Divisa, que editó la cinta en el año 2008. De igual manera, en ella no sólo se recogen trabajos facturados por el propio Tezuka, sino otras obras en las que el maestro japonés participó como dieñador, guionista o director, a partir de sus productoras Mushi y Tezuka.
Les hemos conseguido vincular una buena parte de los cortos gracias a ese truco mágico sin fin que es YouTube, aunque, por supuesto, en versiones sin traducir (bastantes son mudos, así que no es tan grave la cosa) y no todas de ellas completas. Vamos a dedicar las dos siguientes sesiones a diseccionar el contenido de estos trabajos experimentales, ¡que un genio bien merece una sesión doble! Disfruten con la carga lírica, la brillantez gráfica y el profundo humanismo de los siguientes cortos.
1. Macho (1962, 3 min.) es una historia procaz protagonizada por felinos y humanos, llena de ambiguas insinuaciones sexuales y medidas insinuaciones visuales. La acción del corto se desarrolla detrás de un fondo de pantalla negro. Los personajes se mueven detrás esa pantalla oscura, mientras al espectador sólo se le descubren retazos fragmentarios de lo que está sucediendo (como si una linterna imaginaria iluminara caprichosamente diferentes secciones de la pantalla), en espera de la sorpresa final. En este, como en varios otros de los cortos, el dibujo de Tezuka nos recuerda sobremanera al estilo de La Pantera Rosa (el personaje de dibujos animados con el que Fritz Freleng gana el oscar al mejor cortometraje de animación… dos años después).
2. Historias de una calle (1962, 39 min): se suele decir que los trabajos animados de Tezuka muestran muy pocas huellas de su origen oriental y japonés en particular. Historias de una calle es un buen ejemplo de esta aseveración, con unos planteamientos gráficos en la composición de espacios y personajes muy cercanos a los de la ilustración occidental. De hecho, a primera vista, las imágenes de este corto nos recuerdan a un improbable cruce entre cierta ilustración infantil de coloridos aires impresionistas (en las localizaciones, sobre todo) y los dibujos animados de la factoría Hanna Barbera. El papel de Tezuka en este trabajo se centró sobre todo en su faceta como productor a través de su compañía Mushi. Poética y visualmente muy sugerente, a Historias de una calle, sin embargo, le falta cierta tensión rítmica: su acumulación (narrativamente impresionista también) de pequeños episodios vitales que se insertan en el relato como brochazos, no acaba de funcionar con fluidez. Algunos de sus hallazgos principales (como la interacción humanizada de los carteles publicitarios y otros usos de la personalización –los ratones, el árbol, la polilla) se explotan de forma un tanto insistente, sin que aporten demasiado contenido más allá de su innegable carga poética. Este último, sin duda, es el rasgo más destacable de la animación, junto a su mensaje antibelicista y sus numerosos guiños al mundo del arte a través del cartelismo (al Impresionismo francés, al Constructivismo ruso, al Cubismo, etc.).
3. Recuerdo (1964, 6 min): “Cualquier hombre está hecho para olvidar cosas. No tiene que ser lelo para ir olvidando las cosas que ha visto y oído una tras otra”. Así comienza a rememorar una voz en off (muy habitual en los cortos de Tezuka, por otro lado) el gran número de vivencias que olvidamos o recordamos de forma distorsionada a lo largo de nuestra vida: el embeleso del primer amor, las imágenes de la infancia, los quebrantos profesionales. El corto recurre a collages fotográficos y numerosas metáforas visuales para abordar, desde el humor, la improbabilidad del recuerdo certero, al mismo tiempo que, con ironía, deja entrever cierta desesperanza ante la incapacidad del hombre para recordar y aprender de sus errores (con referencia directa al papel de Japón en la 2ª Gran Guerra).
4. Sirena (1964, 9 min): una bonita fábula onírica orquestada en torno a la ensoñación poética del personaje principal: un joven que crea con su imaginación a una sirena de la que poderse enamorar. El estilo gráfico de la animación juega con la ligereza lírica que predomina en la pieza: en este sentido, destaca el uso de una finísima línea clara para perfilar, únicamente, los contornos de los personajes, convertidos en figuras trasparentes y delicadas, que adoptan los colores y texturas de los fondos según se desplazan sobre ellos. La música de Grieg acompaña a las imágenes en la creación de un cuadro animado que nos remite a los cuentos clásicos de hadas, pero también a cierta visión existencialista de un mundo moderno, en el que la imaginación infantil termina indefectiblemente reprimida ante las exigencias del pragmático y materialista mundo de los adultos.
5. La gota (1965, 4 min): esta historia de un náufrago desesperado por echarse una gota de agua al gaznate, puede considerarse uno de los experimentos fallidos de la cinta, al menos en el plano visual. El recurso de animación utilizado por Tezuka (la animación del náufrago en el centro de la pantalla, mientras el fondo texturado, que simula el mar, fluye a su alrededor) no acaba de funcionar en su recreación de movimiento fluido. El espectador asiste a la escena con cierto incomodo, ya que, involuntariamente, la presencia de ese mar artificioso en segundo plano consigue robarle protagonismo a lo verdaderamente sustancial de la historia: la cómica desesperación del náufrago. Igualmente inapropiado se nos antoja el subrayado musical (una impetuosa melodía clásico romántica), a todas luces excesivo respecto al breve motivo narrativo que acompaña.

Continuará...

martes, noviembre 25, 2008

Born to be wild. Cómic-graffiti carcelarios.

Salimos con un título indescifrable mas con base documental. Andábamos este fin de semana intentando poner al día nuestras deudas cinéfilas y decidimos apostar a caballo ganador: un clásico motorizado con hippies, rebeldes sin causa, orgías estupefacientes y un mucho de road-movie. Acertaron, Easy Rider, la cinta mítica de Dennis Hopper de 1969, protagonizada por él mismo, Peter Fonda y un jovencísimo Jack Nicholson. Una película, ésta, que marcó decisivamente a toda una generación de adolescentes, en medio de las convulsiones sociales y culturales de la Norteamérica (aunque no sólo) de finales de los 60.
El underground, el movimiento hippy, las corrientes pacifistas, la psicodelia, el pop-art, la rebeldía montada sobre dos ruedas... todo ello forma parte de Easy Rider y ayuda a establecer las marcas genéricas de un film que, dentro de su aparente anarquía narrativa, funciona como perfecto ejemplo de ese tema eterno que es "el viaje" y que casi siempre funciona desde el doble plano físico-simbólico. Easy Rider es cine de carretera (la versión post-moderna del viejo relato de viajes), sí, pero también un recorrido por la decadencia de un país, aparentemente más viejo de lo que dicta su historia, y en pleno proceso de degradación social y moral: los Estados Unidos de América de los 60 (que tanto nos recuerdan a los Estados Unidos pre-Obama).
El hecho es que, entre tanto hippy drogota y forajido heróico, la película se alimenta de aventuras alucinadas y trifulcas motorizadas que, en bastantes casos, acaban con los huesos de sus protagonistas magullados o, en el mejor de los casos, entre rejas. En una de esas algaradas carcelarias, "Captain America" Wyatt (Peter Fonda) y Billy the Kid (Dennis Hopper) terminan en una celda donde conocerán e incorporarán a su travesía al escasamente juicioso abogado George Hanson (Jack Nicholson). En un momento dado de esa escena, mientras nuestros anti-héroes descansan en el catre, la cámara con aires documentales de Hopper recorre la celda y... descubrimos que los presidios estadounidenses de los años 60 y 70 estaban llenos de amantes del cómic. En apenas unos segundos, la cámara recorre los muros de la celda para descubrirnos sus tesoros.

Ya ven, en sólo unos metros cuadrados de celda, encontramos a dos soldados de Beetle Bailey, a uno de nuestros personajes favoritos (recreado grafiteramente a partir de la versión de Vernon Green) y de regalo un personaje de cartoon entrañable, Mr. Magoo. Sin duda, esto merece un hurra por los comiqueros forajidos hippies, hip, hip...

lunes, mayo 12, 2008

Iron Man, de cachondeo entre las bobinas.

Hace ya unos años que al Hollywood más propiamente hollywoodiense, a ese que representan los grandes estudios, se le presupone cierta sequía creativa y una sed indisimulada de guiones originales, que garanticen divisas a sus depósitos de inversión. Así, en su búsqueda indisimulada de historias fértiles, los productores y magnates del celuloide llevan tiempo con la varita de avellano desenfundanda apuntando aquí y allá a la busca de acuíferos argumentales.
En esa exploración incesante, nuestros zahoríes de la peseta (léase dollar) han enchufado su manguera a numerosos espejismos de charco artístico: remakes tan innecesarios como artificiosos de viejos buenos clásicos; segundas, terceras y quincuagésimas partes que nunca han sido buenas (Coppola mediante); revisitaciones genéricas loables e ingeniosas que, una vez transformadas en "plantilla" argumental repetida hasta la nausea, terminan por hacernos renegar de su originaria originalidad, etc. Y así, hasta que llegó a nuestras pantallas el boom de los efectos especiales digitales, la poza infinita de imágenes digitalizadas que había de saciar nuestra sed a base de vasos de irrealidad pixelada.
El hallazgo más grande después del descubrimiento del río Yukón parecía manar oro líquido virtual para todos y para siempre; el maná redivivo en versión cinemascope (ehem, o al revés). Lo inadaptable, lo imposible, al alcance de un disco duro. Entre los frutos que crecieron al frescor del vergel encontramos piezas sabrosas como casi todas las que recolectaron los magos de esa factoría de sueños y risas que atiende por Pixar: con mención especial a sus monstruos y superhéroes. Hablando de superhéroes...
Con la era digital se recupera, se reinventa, el cine de superhéroes. Todas aquellas adaptaciones pijameras de nylon y lycra, inverosímiles hasta la parodia por su ausencia total de misticismo heroico, se reciclan en forma de mitología SFX y se reciben en nuestras pantallas con las claquetas abiertas; el género pródigo que vuelve a casa, sniff. Un filón inagotable. Una vuelta de tuerca a la teoría del subgénero convertido en molde reutilizable hasta lo indecible, pero, además, una fuente de ideas igualmente inagotable con trasvase de beneficios de ida y vuelta. Entiéndase del siguiente modo: las adaptaciones cinematográficas le garantizan a las grandes editoriales comiqueras (por ahora, básicamente, Marvel y DC, pero en el futuro a muchas otras de las pequeñas, verán) una fuente de subsistencia lujosa y abundante, alimentada de vetas diversas de merchandising, publicidad directa e indirecta, etc; por su lado, Holywood descubre el camino de perfección a su sequía cerebral: un mar creativo (tirando a lago) que, con una inversión tolerable en "infraestructuras", garantiza guiones e historias ad eternum, simplemente porque muchos ya están hechos, otros son ramificaciones de aquellos, etc. (no vamos a ponernos a hablar aquí de los universos superheroicos infinitamente cruzados y tal).


No obstante, nosotros hemos venido aquí a hablar de otro libro, aquel que se inventaron los Stan Lee, Jack Kirby, Don Heck y Larry Lieber, que estaba protagonizado por un millonario, canalla, pendenciero y casquivano, llamado Tony Stark. Resulta que es el que ahora han transformado en película los señores de la Paramount junto a los de la Marvel. El resultado, Iron Man, nos ha parecido bastante divertido y mucho más digno que otros simulacros superheroicos precedentes bastante recientes.
Los altibajos en una superproducción de este tipo parecen inevitables, seguramente por las mismas restricciones que plantea el molde genérico, que venimos señalando. Como la plantilla está trazada de antemano (los momentos climáticos y anticlimáticos, el diseño de personajes estereotipados o la exigencia de subtramas internas -la historia de amor subyacente, el conflicto moral del héroe, el villano agraviado, etc.), al director no le queda otra que intentar ajustar sus piezas en las casillas correspondientes, sin perder de vista que el trazado original permanezca visible de principio a fin; innovaciones las justitas, que el producto va destinado al gran público, no a los lectores de cómic. Quizás por eso, muchas de las adaptaciones de tebeos que vemos en los últimos tiempos nos parecen redundantes y sus subrayados excesivos: porque nos están contando algo que ya hemos leído mil veces. Olvidamos que su público potencial no somos sus lectores originales, sino los consumidores de grandes producciones (a lo mejor, los mismos que "alucinaron" con Titanic). De ahí que todos y cada de los filmes superheroicos se explayen en la ilustración profusa de los antecedentes del personaje, sin dar nada por hecho (algo que, por otro lado, ha sido un común denominador en casi todas las nuevas reformulaciones de los mitos Marvel y DC a lo largo de estas últimas tres décadas; no es tan raro).
Quizás por eso también (parafraseando a Pepo Pérez), en la crítica de Iron Man de Carlos Boyero (uno de los mejores de este país) se lea eso de que el "sentido del humor está ausente en este discurso sobre el bien y el mal, con lo cual el fastidio es superior". Y es que, precisamente, lo mejor del Iron Man de Jon Favreau es su sentido del humor. ¿Hay que conocer al personaje y su mitología para entenderlo, para disfrutar del mismo? Las palabras de Boyero nos hacen dudar. Casi todas las intervenciones en pantalla de ese gran actor que es Robert Downey Jr., destilan humor e ironía. No nos referimos a la socarronería chulesco-macarra a lo Rambo que "perfuma" al héroe prototípico americano de las últimas décadas, no, aunque de esa también hay en Iron Man; hablamos de un humor más fino que enlaza directamente con la evolución comicográfica del personaje, ese chulo playboy acomplejado, con un fondo tragicómico que le lleva del patetismo a la parodia sin perder ni un ápice de su heroicidad. Nos parece que la película ha sabido recoger ese punto bastante aceptablemente. Por eso, sobre todo, nos ha parecido divertida.
Bueno, y porque aparece el Downey Junior en un papel que le viene al dedo. En uno de los primeros cómic-books de los Ultimates sus personajes fantaseaban con la divertida hipótesis interdisursiva de quién representaría a quién en una posible adaptación al cine de sus andanzas heroicas: Tony Stark lo tenía claro (bueno, Millar y Hitch, en realidad), no podía ser otro sino Johnny Depp (Hitch incluso dibujó al personaje con ese referente fisonómico presente). No por mucho, pero se equivocaron. Robert Downey Jr. es un Iron Man tan perfecto que hasta comparte pasado, traumas y reivenciones; así que cuesta tan poco creerse su lado golfo y divertido como su faceta de angel caído y redimido.
Sus intervenciones son lo que más nos interesan de la película, sus momentos en el laboratorio al cobijo de su aparataje tecnológico; sus cruces de relaciones "jefe-sirvienta", chanzas y miradas, con esa sosísima y sumisa (también paródica) Pepper Potts; sus vuelos sin motor en el interior de la armadura y la muy lograda visión subjetiva desde el casco de Iron Man.
Nos atraen mucho menos todos los aspectos de la película que huelen a fórmula, empezando por el episodio iniciático en el desierto afghano, que nos recuerda por momentos a algunos episodios de El Equipo A y a casi todos los de McGyver. Tampoco acabamos de "entrar" en los necesarios (argumentalmente) como intrascendentes (narrativamente hablando) episodios de confrontación entre Iron Man y sus sucesivos enemigos-obstáculos. Y de la historia de amor, qué decir, predecible desde el primer boceto de trailer de la película, al igual que la facilona (por obvia) exposición del conflicto moral armamentístico que sobrevuela toda la cinta... Dicho lo cual, volvemos a nuestras primeras palabras, nos lo pasamos bien, nos reímos y dimos por bien gastado el dinero: aceptamos Iron Man como cine (espectáculo).

miércoles, noviembre 21, 2007

Malas nuevas para nuestras letras y pantallas.


Cierto es que aquí solemos hablar de cómics y también lo es que acabamos de postear ahora mismo, pero,casi a la vez, nos enteramos de una noticia luctuosa que nos deja tristes y un poco apagados. Permítanme que rompa inercias y hábitos blogueros para dedicarle un pequeño homenaje (vía Vizcarra) a este señor que tanto nos ha hecho disfrutar. Echaremos de menos su presencia... y su voz.

viernes, mayo 04, 2007

Perder el trazo, por Jordi Costa (sobre Spiderman 3 y otras menudencias)

Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con las críticas cinematográficas como con las últimas que nos está regalando Jordi Costa en El País, a cuento de la (no tan) reciente avalancha de adaptaciones cinematográficas. La última tiene como protagonista al ínclito Spiderman, recauchutado por la gracia de aquel señor comiquero, y como objeto, la última película de ese otro señor "cinematografero" (hay que hacer algo con nuestros palabros comicográficos).
La cosa (la reseña) está tan bien, que la voy a reproducir en este post, sin que nadie se me moleste, espero. Entiéndase como homenaje disfrutado, que espero también puedan disfrutar esos fieles amigos de las américas que nos honran día a día con sus visitas.
De la película, hablaremos (tal vez) cuando la veamos (si la vemos). Lean y piensen en lo leído.
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Perder el trazo, JORDI COSTA (El País, 04/05/2007)
Sam Raimi era un maestro en la elocuencia de las formas. Cuando, en Terroríficamente muertos (1986) mezcló el lenguaje del gore con la caligrafía de los dibujos animados, hizo el mejor comentario crítico posible a la cultura de la inmadurez propia del babyboom, al tiempo que forjaba una de sus más afortunadas expresiones estéticas. En sus manos, recursos expresivos tremendamente antiguos -en su mayor parte tomados del cine popular de los años treinta y cuarenta- eran sometidos a una aceleración casi pospunk.
Para Raimi, la forma era la identidad. No era extraño que, cuando dirigía escenas de virtuoso para sus compinches los hermanos Coen, el resultado delatase su evidente autoría. La identidad -y, en consecuencia, el estilo- es el precio que el cineasta ha tenido que pagar para encontrar su lugar en el sol de la industria de Hollywood: quizás el director de las tres entregas de Spiderman sea un competente conductor de aparatosas franquicias sobreproducidas, pero, definitivamente, no es Raimi. O no es el Raimi que era. Usando un pertinente símil con el lenguaje del cómic, podría decirse que Raimi ha perdido definitivamente su trazo.
Spiderman 3, superproducción inmune a críticas que caerá sobre las taquillas con la fuerza de un tsunami, es una película diseñada como un atropellado fin de fiesta, una celebración de la suma como fin en sí mismo que convoca a tres supervillanos, esboza un discurso sobre la intoxicante cultura de la fama, indaga con sonrojante ingenuidad en la ambigüedad moral del superhéroe y no olvida incorporar algunas curvas a su subtrama sentimental.
Hay, por supuesto, algunas escenas de acción sobresalientes -en esta ocasión, una grúa fuera de control y el rescate vertiginoso de Gwen Stacy proporcionan los mejores sobresaltos-, pero lo que domina el conjunto es un embarullamiento digital fuera de control que, inevitablemente, hace añorar a ese maestro del frenesí visual inteligible que fue Raimi.
El cameo de Stan Lee y el pequeño papel cómico reservado a Bruce Campbell, actor fetiche del cineasta, aportan una clave para descifrar la vehemencia acumulativa de la película: Spiderman 3 funciona como una lista de peticiones del espectador -de los muchos espectadores posibles- hecha realidad... porque sí.
En su primera película sobre el personaje, Raimi tenía claro qué Spiderman estaba llevando a la pantalla: el Spiderman candoroso, fundacional y casi de línea clara de Steve Ditko. El fundamentalista del tebeo podía incluso llegar a entender que, por una exigencia de simplicidad, Mary Jane Watson ejerciese de primer interés romántico de Peter Parker. Ahora resulta bastante más difícil comprender por qué comparece Gwen Stacy -en el original, parte fundamental del gran mito trágico del personaje- para aportar una tensión sentimental tan rematadamente estúpida y, sobre todo, por qué el Spiderman de Ditko convive con el de Todd McFarlane en una auténtica apoteosis del todo vale. Quizás era mejor el cómic, pero, tal y como está el patio, quizás sea más razonable esperar que, por lo menos, el videojuego esté a la altura de una campaña promocional tan avasalladora.

miércoles, abril 04, 2007

De 300, Sin City y otras viñetas filmadas (y II).

¿Por dónde íbamos? Sí, 300 and company. Fui a verla el otro día, con la mosca detrás de la oreja, la verdad. No por nada, sino por ese trailer agitadillo y espasmódico y por las típicas reservas de todo comiquero que se precie cuando le tocan la fibra (o la página). La peliculita ha dado mucho que hablar y, de rebote, ha recolocado a Miller en las estanterías; lo cual, aunque sólo sea como efecto colateral, no está mal.
Al grano, las expectativas se vieron satisfechas: la adaptación de Zack Snyder es entretenida (en momentos contados) y poco más. Le falta ritmo (muy irregular, lastrado por las tramas secundarias), le falta coherencia narrativa y le sobra testosterona, épica hollywoodiense y exageración barroca (formal y argumental). En fin.
Me carga la voz narrativa en off prácticamente desde el comienzo, por lo ampulosa e innecesaria, píldoras de alivio-antisilencios para espectadores impacientes; mal endémico del cine espectáculo actual, ese desconfiar continuamente de la capacidad del espectador para asimilar imágenes sin muletas. Por si fuera poco, el personaje-narrador, el tal Dilios, resulta más postizo y menos convincente que McFarlane dibujando a Tintín: inenarrable el paso de secuaz apocado a Homero reconvertido en agitador de masas.
Después de los 10 primeros minutos de cierta sorpresa, termina cargándome la manipulación digital de la fotografía y ese tono sepia de negativo requemado, que, eso sí, da una simpática apariencia cobriza a la musculación de nuestros amiguetes espartanos (como muy de estatuilla ornamental para poner en la chimenea al lado de la reproducción del Partenón). Además, ayuda a construir esa imagen chusquera e hiperbronceada del personaje de Jerejejes, cuya aparición en la cinta nos depara algunos de los momentos más alucinantes de la película: a medio camino entre la parodia bufa y la "deconstrucción" clásica de la filosofía drag-queen, uno no sabe si reír o llorar cada vez que el engendro Jerjes aparece en pantalla. Servidor, simplemente se quedó estupefacto.
Como ya señalé en el post anterior, me carga el discurso macarra y chulesco por sistema. ¿Por qué a todos lo "héroes" del cine estadounidense, sean emperadores, reyes, soldados o científicos excéntricos se les supone la misma variedad estilística que a Mick Hammer? ¿Es necesario que un rey espartano se regodee en su superioridad física o moral con ese tonillo irónico-condescendiente-ingenioso que muestra Leónidas a lo largo de toda la película? A uno termina apeteciéndole que se le caigan las Termópilas encima.
Ante tal sobredosis de estímulos, abusivos a todas luces (sepias), hasta se agradecen las cámaras lentas de Snyder (recurso brillante donde los haya para conseguir que una cinta de una hora y media adquiera un metraje de dos horas) o los tajos a destajo descargados por nuestros heroicos combatientes sobre la legión de enemigos marcianos que desfilan en procesión ante ellos (en un guiño indisimulado al cine B de "ciencia-ficción": ahora arremeten los hombres-culebra, ahora los samuráis invencibles e intocables, ahora los elefantes de cuatro cabezas... naderías para un "cachas" como Leonidas). Pues eso, que cuando acabó la peliculilla, las cuitas tertulianas más encendidas giraban alrededor de las glándulas pectorales de ellos y de ellas, más que acerca de otra consideración narrativa o técnica.
No me malinterpreten, tampoco es que uno crea que las viñetas filmadas sean una lacra a extinguir. Miren, curiosamente, la mejor adaptación cinematográfica en torno al cómic que ha visto un servidor, ni adapta un cómic concreto, ni es un film propiamente narrativo. Hablo de Crumb, el documental que llevó a cabo Terry Zwigoff en 1994 sobre el genio underground y su entorno, familiar y vital. En dos horas, muy bien aprovechadas, Zwigoff entrevista a Crumb, a sus hermanos, a su madre, a su esposa, a sus hijos y amigos, la cámara muestra a Crumb, al artista, a la persona y al personaje, y crea el perfil preciso de un individuo excepcional a todas luces (de intensidad variable). El espectador termina asumiendo la imposibilidad de disociar al Crumb real de la imagen que de él proporcionan sus historias. De este modo, el documental termina convirtiéndose en reflejo de la ficción (o a la inversa) y la cinta de Zwigoff acaba por ser un capítulo más que engrosa la lista memorable de historietas underground de su protagonista, al mismo tiempo que una crónica tenebrosa de la realidad social americana más escondida.
Pero no nos desviemos, estábamos con 300 y con 300 terminaremos. Vamos a hacerlo con una crítica ajena, la que Jordi Costa publicó en El País el 23 de marzo de este año. Una vez más, repetimos gestos que otros anticiparon, pues han sido muchos los que ya han aludido a esta reseña (Gran Wyoming incluido), pero no hemos podido resistirnos. Desde las muy añoradas crónicas cinéfilas de nuestro muy añorado Ángel Fernández Santos, no leíamos palabras tan atinadas y bien dispuestas sobre el noveno arte... Disfrútenlas:
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Esparta anabolizada, JORDI COSTA (EL PAÍS - 23-03-2007)
Publicada en 1998, 300, recreación en clave épica de la batalla de las Termópilas, marcó en la carrera de Frank Miller la conquista de una deslumbrante madurez expresiva y el compromiso con una radicalización ideológica que parecía haber dejado atrás todo atisbo de ambigüedad. Virtuoso de lo que su maestro Will Eisner denominaba el "arte secuencial" y orfebre de una síntesis gráfica que parecía deberle tanto al manga como a algunos referentes europeos (Hugo Pratt), Miller adoptaba como pretexto narrativo la voz de un rapsoda espartano dispuesto a transmitir la épica del sacrificio a nuevas generaciones de soldados. En el work in progress que ahora mismo tiene entre manos -Holy Terror, Batman!, obra de 200 páginas que enfrentará al superhéroe de la DC con el mismísimo Bin Laden-, el autor reconoce estar cruzando la línea que separa la mimesis formalista de una vieja arenga militar de la propaganda sin coartadas intelectuales de ningún tipo y con vocación de inmediata funcionalidad ideológica. No se le puede reprochar a Miller falta de convicción en lo que cuenta, pero quizá sí quepa añorar esos trabajos de los ochenta -Ronin (1983), Batman: The Darknight Returns (1986), Elektra Assassin (1986)- en los que el autor se acercó a las complejas estrategias narrativas de la posmodernidad literaria.Como ya ocurriera con el Sin City cinematográfico que cofirmaron el propio Miller y Robert Rodríguez, la adaptación de 300 tiene su primordial reclamo en la apuesta de extrema fidelidad formal emprendida por el director Zack Snyder y en la consiguiente bendición del historietista. Lo mejor que se puede decir de 300 es que logra hacer justicia al antinaturalista tratamiento cromático de Lynn Varley en el original y lo peor, que su obsesiva fidelidad pasa por interpretar el cómic con la mirada primitiva de quien no percibe ilusión de movimiento, sino mera sucesión de estampas estáticas.
Así, 300 no es tanto una adaptación caligráfica como una traición medular: lejos del dinamismo extremo orquestado por Miller, la película desgrana una sucesión de preciosistas tableaux vivants que revisitan la marmórea grandilocuencia de Cecil B. DeMille con estética de aerografiada postal filogay inconsciente de estar al servicio de un subtexto homófobo. El dispositivo formal manejado por Snyder da para componer un tráiler deslumbrante, pero no para que el espectador entre de lleno en esta historia aquejada de tanta hipertrofia digital como la pionera Casshern (2004), del japonés Kazuaki Kiriya, profeta de un cine de síntesis capaz de exiliar la emoción al territorio del vacío absoluto.
Figura de ceraSnyder se aleja del original para intoxicar de fantasía la recreación histórica, a través de una animalización caricaturesca del enemigo que entronca, precisamente, con los mecanismos de ese viejo cine de propaganda que la corrección política siempre quiso ocultar bajo la alfombra.
Monstruosidad, deformidad, amaneramiento, perversión y voluptuosidad sexual dibujan, así, un universo persa que se contrapone al monolitismo marcial espartano. Habrá quien considere temerario leer 300 bajo la luz del contemporáneo choque de civilizaciones, pero no es menos arriesgado obviar el componente ideológico de toda ficción. Y más si, como en este caso, Miller y Snyder desarrollan su juego en un territorio hiperbólico, pero ajeno a esa ironía que, por ejemplo, no salvó a la libertaria Star-ship Troopers (1997), de Paul Verhoeven, de recibir acusaciones de fascismo.
Snyder ha sido fiel al fondo de 300, pero ha inyectado tantos anabolizantes en la forma que ha condenado el conjunto a la parálisis de una hiperrealista (y algo ridícula) figura de cera.

lunes, abril 02, 2007

De 300, Sin City y otras viñetas filmadas.

Paréntesis watchmeniano aparte, estábamos últimamente dándole vueltas al "otro" y a sus adaptaciones, mejor dicho, a las adaptaciones de su obra a la gran pantalla. Y justo ahora en que casi todos se han cansado de hablar de 300, esa versión hiperhormonada que ha fabricado Zack Synder sobre la obra de Frank Miller, nos apetece a nosotros retomar el tema.
Cerraba el reciente post sobre Miller y su otra adaptación (la de Sin City), reflejando cierta indiferencia acerca de la versión cinematográfica. No es que nos sintamos especialmente obligados a justificar tamaña osadía, pero siempre se agradecen un par de razones que expliquen este tipo de sentencias disparadas al aire. Expliquémonos pues.
Verán, lo admito casi todo, la película de Robert Rodríguez era visualmente brillante y relativamente innovadora en su aplicación de encuadres, puesta en escena y fotografía, sobre todo (con una pátina de irrealidad digital que acentuaba la atmósfera opresiva y de serie negra que se perseguía). También el montaje funcionaba con cierta corrección, dentro de su búsqueda indisimulada del impacto visual, las técnicas del videoclip y el montaje digital elevadas al cubo, una película en la que la coletilla "parece un cómic" por fin no se leía como un defecto. ¿Entonces? ¿Dónde estaba la pega?
Les he comentado que Sin City me dejó algo frío, no que no me gustara. Esperaba más, es cierto, nos habían vendido la cinta como la panacea del cine viñetero, el sumum de la transposición discursiva, el "nosequé" de la posmodernidad visual y, me dirán, no es para tanto. Repito, como espectáculo visual consigue lo que busca: impacta. Ahora bien, como texto narrativo, la cosa cojea en alguna de sus patas. Lo que funcionaba en algunos de los capítulos de la obra de Miller (no en todos) no lo hace en el cine: la fragmentación. No es novedosa la idea de generar una atmósfera, una idea, a partir de brochazos argumentales y peripecias dispersas que se engarzan mediante algunos denominadores comunes a todas ellas (personajes, líneas argumentales que se cruzan o la comunidad contextual -la ciudad en este caso). En los cómics de Sin City la dispersión tiene efectos positivos sobre el conjunto, en la película no. Las tres historias (Sin City, Ese cobarde bastardo y La gran masacre) no acaban nunca de enlazar coherentemente, el largo paréntesis de Ese cobarde bastardo ejerce un peso decisivo sobre el ritmo narrativo conjunto y termina por lastrar la homogeneidad de la cinta. El vértigo de la acción nunca cesa, pero el resultado final carece de consistencia global. El efecto aglutinador que tienen los detalles en los cómics desaparece absorbido por el torbellino de imágenes acumuladas en ráfagas de difícil digestión (si es que se puede digerir una ráfaga de lo que sea).
Por otro lado, nunca llegué a acostumbrarme a ese tono entre la solemnidad engolotada y la chulería que escupen los personajes de la película: lo que en los globos de viñeta y las didascalias transmite cierta trascendencia épica del submundo criminal, en la película suena a parodia chulesca a lo Bruce Willis. Y claro, a uno se le escapa la risa en el momento más apasionado, dramático o circunspecto. Surge el interrogante, ¿será entonces que lo que funciona en el cómic no tiene porque hacerlo en el cine? Evidentemente, señores, hablamos de dos discursos diferentes, narrativos los dos, sí, pero con unas herramientas y mecanismos secuenciales diversos. Hace unos días Pepo , en Con C de arte, Pepo convertía en post el comment de uno de sus visitantes. Decía el autor que "el lenguaje, la gramática del tebeo, se construye a partir de la relación espacial que se establece entre las viñetas y su distribución en la página. Y eso, desde luego no es cine" y que los intentos de transposición casi siempre han terminado por fracasar; pero también añadía que "'Sin City o 300 abren un nuevo camino (o lo recuperan, la pionera fue Dick Tracy de Warren Beatty), en el que el cine se apropia de imágenes, de una estética, de formas de resolver visualmente de un medio al que hasta ahora había contemplado únicamente como una fuente de conceptos; pero aún así, no se apropia de su lenguaje."
Humm, como entenderán (si no se han aburrido todavía y han tenido la paciencia de seguir el post), debemos estar de acuerdo con David (el "comentarista") en el hallazgo visual que, sin duda, adorna a esta nueva forma de hacer adaptaciones cinematográficas de obras de cómics; incluso nos sumamos a su intuición y apostamos por una continuidad del modelo: creará escuela (o ya lo ha hecho). Ahora bien, ¿es necesario? Es decir, ¿se necesita un modelo visual, estilístico o narrativo que permita adaptar cómics al cine? El lenguaje cinematográfico tiene sus propias herramientas y unos códigos particulares. La adaptación de cualquier obra narrativa a ese lenguaje, deberá adecuarse a dichos códigos, no transformarlos, creemos nosotros.
¿Se imagina alguien que para adaptar una novela al cine el director decidiera prescindir de la voz en off en pro de un texto sobrescrito en pantalla de modo sistemático? Me vale la opción como experimento (Belleza robada o The Pîllow Book -dos no adaptaciones, además-), pero no como fórmula para adaptaciones literarias. ¿Empleo John Huston un metraje de 6, 12 o 15 horas para conseguir una adaptación fiel a la enorme epopeya simbólica de Melville? El cine es cine, el cómic es cómic y la novela es novela y cada discurso tiene su personalidad y su idiosincrasia.
Esta semana, retomamos el tema y hablamos un poco de 300, que hoy se nos ha ido el metraje de las manos.
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Lo que son las cosas, escrito el post y con el dedo en el icono de publicación, en plena búsqueda de vínculos leo en Crisei, el blog de Rafa Marín, razonamientos afines y mucho mejor explicados, así que lean, lean... (vía Con C de arte).

miércoles, agosto 30, 2006

Satoshi Kon en Venecia.

Entre los últimos estrenos de Aronofsky, Brian de Palma, Stephen Frears o Alain Resnais, este año se estrenarán en Venecia las últimas cintas de Katsuhiro Otomo (Mushishi) y Satoshi Kon (Paprika -en la foto). Del primero poco se puede decir que no se sepa (bueno, yo puedo confesar que Steamboy me aburrió soberanamente). Satoshi Kon es menos conocido que aquel, aunque su labor como guionista y director de ánime incluya títulos tan populares como Perfect Blue (1997), Millenium Actress (2001) o Héroes al rescate (Tokyo Godfathers) (2003).

Sin embargo, lo primero que se me ha venido a la cabeza cuando he leído el cartel de Venecia no ha sido ni la obra de ánime de Satoshi Kon ni la del creador de Akira (en la que también trabajó Kon, por cierto). Me he acordado de un cómic que publicó Planeta en 1994 y que pasó muy discretamente por nuestro panorama editorial, ahogado por la celebridad de los Dragon Balls, Ranma 1/2 y Shirows. Y, pese a todo, para un servidor, Regreso al mar fue uno de los primeros manga españoles que situó al cómic nipón a la altura de las exigencias artísticas que se le exigen a otras obras. Después, han sido legión los autores y los cómics manga (valga la redundancia) de calidad y excelencia artística (más allá del simple entretenimiento, me refiero), pero hasta Kon, apenas había podido interesarme por las páginas sueltas de El Caminante de Taniguchi en El Víbora y por alguna obra de Hisashi Sakaguchi (Versión). Además ("yo confieso") ni siquiera leí Regreso al mar el año de su publicación, por lo cual seguramente la única responsabilidad de esta tardía relación con los manga de élite sea mía y nada más que mía.

Pero regresemos a Regreso al mar. El dibujo de Satoshi Kon es meticuloso, casi primoroso. Sí, es cierto, los rostros de sus protagonistas podrían ser los de cualquier otro manga que se les ocurra, pero pocos mangakas se toman las molestias de Kon en la recreación del detalle, en la construcción de sus escenarios y fondos; da gusto "mirar" las páginas de Regreso al mar, caramba.

Por lo demás, no es una obra perfecta y su ritmo, en ocasiones, es irregular. Curiosamente, en esa arritmia reside uno de los aspectos destacados de la obra. Regreso al mar es un catálogo de narración manga, un compendio de la capacidad del cómic japonés para buscar soluciones imaginativas a la linealidad de los relatos. Los occidentales siempre hemos interpretado el clímax (literario, desde luego) de un modo diverso al de los artistas orientales. Pasa lo mismo con el mundo de las viñetas. En las primeras páginas de Regreso al mar aparece esa maravillosa cadencia contemplativa que Taniguchi lleva a su grado más perfecto, pero, a medida avanza la trama, también encontramos en las páginas de Satoshi Kon acción desenfrenada y un ritmo tan vertiginoso como sólo saben conseguir los autores del sol naciente.

En fin, una vez más, he sucumbido ante uno de mis ataques de nostalgia y he tenido que releer Regreso al mar. Así da gusto lamentarse de los tiempos pretéritos, ¿no creen?

jueves, julio 20, 2006

Superman sin arredros.

Leo en El País del dominigo 16 de julio, un artículo de Alex de la Iglesia (“Yonquis del recuerdo”) en torno al estreno del nuevo Superman cinematográfico. Dice el director: "Kevin Spacey no consigue hacernos reír como Gene Hackman. No consigue ni ser simpático, ni darnos miedo. ¿Se han fijado en el careto de Superman en el póster? Imagino un centenar de ejecutivos de los estudios discutiendo cada poro de la piel de esa foto para que no moleste a nadie, hasta convertirlo en un polvorón inexpresivo, una especie de torta de mazapán caliente. Nuestra mente transforma rápidamente la película de Richard Doner en un clásico, en una joya de la cinematografía, y a Christopher Reeve en el mejor de los actores cuando vemos esta irreprochable y demencial caricatura con resonancias cristológicas."
No soy de los que piensan que una opinión sea suficiente para formar juicios de valor en torno a la obra artística, ni creo en la infalibilidad del crítico, juez o artista metido a opinador, pero, aún sin haber visto la película todavía, tengo la sensación de que el amigo Alex (que me parece un muy buen director de cine) debe de haber dado en el centro de la diana, a tenor de las informaciones que a uno le llegan sobre este nuevo Superman. De hecho, no es la primera opinión que leo en la misma dirección.
Nunca sentí especial afinidad hacia el héroe de Kripton; por qué negarlo, me caía un poco gordo. Tanta perfección, esa presencia sin mácula, la corrección política del héroe de Shuster y Siegel me echaba un poco para atrás frente a otros colegas suyos, como Spiderman y Batman, más erráticos y llenos de dudas, más humanos en definitiva.
Sin embargo, hallábame yo en los últimos tiempos lleno de júbilo por mi nueva amistad con el forzudo de Metrópoli. El redescubrimiento del mito superheroico, gracias a dos cómics, sobre todo, que por primera vez en mucho tiempo me dibujaban a un Superman más adulto y creible. Me refiero a Superman: Identidad secreta, de Immonen y Busiek, y más recientemente, Superman. Para todas las estaciones, de Loeb y Sale. La primera, una obra que podríamos encuadrar estilísticamente dentro del hiperrealismo, crea su trama en torno a un personaje maduro y lleno de dudas (en la línea del Señor de la Noche de Miller en el que están todos pensando, desde luego). Un trabajo lleno de segundas lecturas y líneas temáticas que orbitan alrededor de la trama principal, que se convierte en una lectura fascinante casi desde las primeras páginas. Un cómic que, albricias, invita a la reflexión sobre nuestra actualidad sociopolítica y supera el estigma de entretenimiento superficial (que en ocasiones puede bastar para alabar una obra de arte, pero que en la mayoría, me parece a mí, dice bastante poco de ella.)
Por su lado, la multipremiada obra de Jeph Loeb y Tim Sale, busca una recreación diferente del personaje y, aunque conserva cierto interés por la indagación psicológica, tiene unas inquietudes épicas más definidas. Se trata de un trabajo que, como tantos otros, intenta asentar los fundamentos heroicos del mito, recuperando episodios perdidos de la adolescencia y la juventud del personaje. Comprendamos al personaje a través de su intrahistoria, parecen querer decir los autores; y se toman su tarea en serio. Superman. Para todas las estaciones es un trabajo que se lee con verdadero interés, un cómic al que se ha emparentado artísticamente con las grandes epopeyas de John Ford, debido sobre todo a esas grandes viñetas generales panorámicas, abiertas y luminosas, a una ordenación cíclica de los sucesos de la historia (basada en la repetición y el paralelismo) y a el respeto enorme que los autores muestran por el personaje, evitando cliches, topicazos y rutinas inexorablemente unidas a nuestro amigo de acero.
Por eso sorprende que, justo en este momento (en realidad sorprende muy poco), los gerifaltes hollywoodienses hayan vuelto a caer en lo previsible, en la apuesta sin riesgo, y, como parece ser que es, se hayan marcado otra de esas adaptaciones por las que uno no debería rascarse el bolsillo. Vaya… mira por donde, con este post me acabo de dar una idea a mi mismo.