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martes, septiembre 23, 2014

René Magritte, Bruselas y la Période Vache.

Hemos visitado Bruselas tantas veces que nos resulta difícil localizarlas en el tiempo. Sin embargo, de lo que estamos seguros es de que hasta este verano no habíamos estado nunca en el Magritte Museum (lleva abierto tan sólo cinco), sito en el interior de The Royal Museums of Fine Arts of Belgium, en la Plaza Real justo enfrente del Palacio Real.
La visita merece verdaderamente la pena, sobre todo para aquellos que disfruten de las Vanguardias históricas y sus representantes. La colección incluye más de 200 obras del artista belga, lo que la convierte en la mayor colección de Magritte en el mundo. Están sus trabajos organizados cronológicamente a lo largo de tres plantas, que le permiten un recorrido ordenado al visitante por los diferentes periodos del artista: desde sus comienzos constructivistas, hasta su producción surrealista más conocida, previo paso por sus etapas en el mundo de la publicidad y el cartelismo (los que el denómino como sus "trabajos idiotas") y su fase impresionista ("surrealismo a plena luz"). En las salas del museo se recogen, por supuesto, pinturas, pero también muchas de las publicaciones, manifiestos y revistas surrealistas en las que participó, así como ejemplos de esculturas, botellas decoradas y cadáveres exquisitos realizados por el belga; se estudian sus vínculos con otros artistas de la Vanguardia (De Chirico, Nougé, Eluard, Breton, Aragon) y se analiza su filiación con la ideología comunista en pleno auge de los fascismos en Europa y su posterior desencanto.
Pero si algo nos sorprendió del recorrido biográfico y artístico por la trayectoria de un autor a quien creíamos conocer fue, precisamente, descubrir que todavía nos quedaban muchas cosas que descubrir alrededor de su persona. Nunca habíamos oído hablar, ni visto obra alguna, de su llamado "Pèriode Vache", algunas de cuyas obras descubrimos en la segunda planta del museo.
Resulta que en el año 48, Magritte, hastiado del conservadurismo artístico contemporáneo, se embarcó en un frenético proceso artístico que le llevo, durante unas pocas semanas, a elaborar una treintena de oleos y acuarelas realizados con una técnica espontánea y urgente, inspirada en la caricatura satírica y el cómic (junto a las obras aparecían en los textos explicativos ejemplos de páginas de prensa con viñetas de la época); muy alejada en todo caso de su depurada técnica pictórica minuciosa y detallista. Definió su estilo como "vache" (literalmente "vaca", como eufemismo de "mal gusto"), en lo que la crítica ha querido ver una paradodia del movimiento expresionista fauve. El escándalo fue instantáneo entre el público y sus coetáneos. Magritte había conseguido lo que buscaba: provocar a los espectadores y agitar el ambiente artístico parisino del momento.
Las obras Vache, pese a su premura en el trazo y su temática desenfadada, nos descubren a un artista lleno de ironía, muy dotado para el dibujo y tremendamente abierto a otros estilos y discusos artísticos. Cuadros como L'Ellipse, Les Profondeurs du Plaisir o La Galet funcionan como provocación, sí, pero también lo hacen como ejercicio estilístico que demuestra el talento de un autor ecléctico y vitalista. 
 Nunca deja uno de descubrir alicientes y novedades ni en aquello que cree conocer. Pese a que el Magritte Museum no cuenta con algunas de las obras icónica que han hecho del autor belga un referente artistico del S.XX (La Traición de las Imágenes, Golconda o El hijo del hombre), lo cierto es que entre los más de 200 cuadros que se recogen en sus estancias encontramos muchas de sus obras maestras, como La magia negra, dos fabulosas versiones de su El Imperio de la Luz o Los valores personales (que el museo exhibe en préstamo). Una visita, ésta, que satisfará a los amantes de don René Magritte y que encandilará tanto a los aficionados al arte como a los simples curiosos. Volveremos.

lunes, octubre 08, 2012

Ilustración, Brueghel, Amberes.

En Bélgica, si nos siguen ya lo saben, se viaja con una cesta llena de cerveza, chocolate y cómics. Por cortesía de Ryanair, y sus precios imbatibles acompañados de emociones fuertes, la visitamos con bastante frecuencia. En Bélgica se encuentran algunas de las ciudades más bellas de Europa: esa Brujas de cuento de hadas (pero bastante aburrida); Gante, la de los castillos y los canales, o la Amberes portuaria, con sus callecitas de canto rodado y una estación en la que bien valdría poner una pica.
En Amberes, además, vivió y creó parte de su obra el gran Rubens. Para los amantes del barroco, la visita a la catedral (que cobija dos increíbles trípticos del genio flamenco) y a su casa-taller compensa la visita.
Lo que no conocíamos, y hemos descubierto en nuestro último viaje, es el Museo de Mayer van den Bergh, una casa en el centro de la ciudad en la que vivió el coleccionista que da nombre al museo que ahora la ocupa. Van den Bergh era un joven adinerado del S.XIX que dedicó una gran parte de sus ganancias y de la fortuna familiar al coleccionismo de obras de arte; muchas de ellas de origen flamenco. La visita a su casa-museo tiene el doble aliciente de comprobar in situ las condiciones de vida burguesa de la Bélgica decimonónica y de poder disfrutar, al mismo tiempo, de la muy interesante colección de pintura y escultura (de distintos periodos) que ocupa sus estancias, y que el propio Van den Bergh se encargó de atesorar durante su breve vida (1858-1901) a lo largo y ancho de Europa. Hay, verdaderamente, piezas impresionantes, pero ninguna como las que ocupan los muros de la estancia dedicada a Pedro Brueghel el Viejo (Pieter Brugel, dicen los belgas).
Resulta que la gran virtud del joven coleccionista fue la de apostar por un autor que, en aquel momento, era básicamente un desconocido. Hasta que el bueno de Fritz Mayer no pusó los ojos (y su bolsa) en él, nadie había dado un doblón por un pintor al que en su propia época muchos habían considerado cuanto menos estrafalario y, cuanto más, obsceno y sacrílego. Sus trabajos se encontraban dispersos y a menudo se confundían con los de sus hijo (Pedro Brueghel el Joven) y los otros miembros pintores de la saga (los Jan Bruegel, padre e hijo). En el museo se encuentran algunas de sus obras maestras, como Censo en Belén (1566), Dulle Griet (1562) o Los doce proverbios, pintados sobre platos.
Siempre nos ha parecido que el arte de Brueghel el Viejo, como el de su contemporáneo Hyeronimus Bosch, el Bosco (del que también hay alguna obra importante en la casa Van den Bergh), tenía mucho de cómic; quizás por su caricaturismo paródico, que hoy se entiende en un plano alegórico, o por su sentido del humor extremo, que en los siglos XIX y XX encontró una vía de desarrollo en la ilustración, primero, y en el cómic, más tarde. Lo cierto es que siempre nos ha parecido encontrar los rostros de los personajes de Brueghel en ilustradores posteriores como Daumier y en otras obras del arte popular contemporáneo, más allá de la Vanguardia Surrealista con las que siempre se emparenta la obra del pintor flamenco.
En este viaje ha coincidido, además, que en el museo se exponía una colección completísima de los muchos grabados que eBrueghel elaboró a lo largo de su vida (muchos de ellos junto al editor al Hieronymus Cock). La exposición se titulaba The Unseen Pieter Bruegel y allí estaban sus Grandes paisajes (1555-1556), los Episodios de La Biblia o sus series de Las siete virtudes y Los siete pecados capitales. Revisando todos ellos (algunos iluminados por la presencia de las placas de cobre originales), el espectador adivina que detrás de la mirada alucinada y de las visionarias pesadillas alegóricas de Brueghel, se escondía en verdad una de las manos más dotadas para el dibujo de aquella Europa convulsa y efervescente.
Una de las confusiones más molestas que vive el amante del cómic, en estos tiempos tan documentados y "enciclopédigitalizados", es la que unifica al cómic junto al ánime, la ilustración o cualquier otra disciplina más o menos afín que se les ocurra. Es cierto que el cómic es hermano discursivo de otros vehículos narrativos, por un lado, y plásticos, por el otro, pero su idiosincrasia parece ya, a estas alturas, bien trazada y estudiada. Dicho lo cual, de vez en cuando produce verdadero placer zambullirse en las afinidades (muchas) que el cómic sigue compartiendo con otros vehículos, como este de la ilustración que nos ocupa (y que forma parte esencial de su identidad genética y de su particular prehistoria), y dejarse llevar por ellos. Gozoso el viaje a través de los viejos grabados del viejo Brueghel.

lunes, septiembre 17, 2012

New York, New York (y III). Grafitis y cómics.

Dice Enric González en Historias de Nueva York que NY se divide en tres zonas: Gothan, que es donde vive Batman cuando llueve; Metropolis, que es donde vive Superman cuando hace sol y Brooklyn, que es Brooklyn. Nuestro amigo Chose le corrige... y Brooklyn que es donde viven los que molan. Es cierto que en Brooklyn ha vivido mucha gente interesante, desde Melville a Capote, pasando por los Arthur Miller, Walt Whitman, Thomas Wolfe o, ya en presente, Paul Auster. Brooklyn es el Nueva York de los paseos fluviales de Woody Allen y el de las barriadas negras de Spike Lee. Y al norte de Brooklyn está Williamsburg, el barrio más marchoso y divertido del Nueva York actual; la calle Bedford es una fiesta y además tienen el buen gusto de servir algunas de las mejores cervezas del mundo (Old Rasputin, Dogfish 90...), como el que te está poniendo una Heineken moliente.
No todo es Manhattan, están Brooklyn, Staten Island, el Bronx (que no llegamos pisar)... y Queens. El otro día les hablábamos del PS1, esa modernidad expositora excindida del MoMA situada en el distrito, dentro del barrio de Long Island City. Justo al lado, encontramos algunos de los mejores ejemplos de grafitis neoyorquinos, en 5Pointz, uno de los centros legales de arte urbano más visitados de la ciudad. Algunas de las obras que cubren los muros del recinto (también llamado The Institute of Higher Burnin) valen la visita. No sabemos decir si fue por la acumulación cromática, pero fíjense que hasta creímos descubrir algunos lagartos del mismísimo Vaughn Bode entre tanta obra mural.
También descubrimos varios grafitis de interés paseando por el Meatpacking District. La zona se ha convertido en un lugar de moda no ya por su cercanía con otros barrios de postín, como Chelsea, Greenwich Village o el Soho, o por la acumulación de galerías de arte que presentan sus calles, que también, sino, sobre todo, por uno de esos proyectos urbanísticos con criterio e inteligencia que consiguen darle lustre a un barrio. Nos referimos a la reconversión de The High Line (una antigua línea férrea elevada) en un precioso jardín público. A lo largo de más de dos quilómetros, el viandante puede disfrutar de un paseo entre azoteas, esculturas, surrealistas miradores de cristal con vistas al tráfico y mucho verde. Viva el urbanismo sostenible. Además, la zona, como hemos señalado, rezuma arte contempráneo y grafitis (que a veces es lo mismo).
Paseando se disfruta de Nueva York como de pocas ciudades (cuando el clima le respeta a uno y la compañía es estupenda, como lo era la nuestra). Descubrimos bastantes tiendas de cómics entre tanta ida y venida. Ya les hablamos el otro día de la superfuerza del icono en esta ciudad. A nosotros uno de los locales que más nos gustó fue Jim Hanley's Universe Comic Books, que además de estar en la trasera del Empire State Building, que ya le da glamour al asunto de por sí, tiene centenares de títulos clásicos, alternativos, underground, europeos y fanzineros, más allá de la predominante avalancha superheroica que destacaba en la mayoría de tiendas de cómics que pudimos visitar aparte de ésta. Buena selección y mucha rareza; nos trajimos algunos cómics que pintan bien. Les daremos cuenta aquí de ellos en posts venideros. Visitamos el local varias veces, aunque una de ellas fue en balde por culpa de una desagradable sorpresa que mantuvo el área precintada durante varias horas.
Es una de las impresiones que le quedan a uno a la vuelta de Nueva York: si no fuera porque la gente que habita en sus calles es real y porque lo que en ellas sucede no siempre es agradable, a uno le parecería que en realidad pasear por la Gran Manzana es como hacerlo por los planos de una película o por las viñetas de un cómic. Que se lo pregunten a Batman y a Superman.
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New York, New York (II). De museos.

lunes, septiembre 10, 2012

New York, New York (II). De museos.

Uno de los grandes alicientes de Nueva York es su impresionante oferta museística. Vasta, variada, irresistible. Teníamos numerosas visitas en mente, nos acercamos a un buen puñado de museos y, aún con todo, se nos quedaron algunos de los esenciales, como el Metropolitan o el Guggenheim, en el tintero. Les contamos lo que nos dio de sí, dejándonos llevar, como siempre, por las connotaciones viñeteras del recorrido.
Empezamos con el American Museum of Natural History, situado en uno de los laterales de Central Park. Un museo que parece una curso intensivo de historia, ciencia, geografía, antropología, astrología y todas las "-ías" que quieran ustedes añadirle. El visitante recorre alelado las estancias y se queda literalmente pegado a las enormes vitrinas de los grandes mamíferos disecados, representando a los cinco continentes. La mayoría de las pieza expuestas provienen de donaciones. Independientemente del debate acerca de la justificación ética de la taxidermia o las exhibiciones zoológicas, lo cierto es que los ejemplares expuestos son impresionantes y lo es también la recreación (mediante una combinación de recreación escultórica de árboles y arbustos y fondos pictóricos) de los diferentes hábitats de cada especie. El resultado son verdaderas postales, "naturalezas muertas" tridimensionales, que parecen sacadas de una pantalla de cine digital, pero que resultan tan reales como la naturaleza misma. Gran parte del mérito recae en la figura de James Perry Wilson, un artista en plantilla del museo, que ideó el sistema de dioramas que consigue crear el mencionado efecto de realidad tridimensional. Completamos la lista de excelentes artistas que trabajaron en los fondos gracias a la página correspondiente del museo: Belmore Browne, Charles Shepherd Chapman, Joseph Guerry, Francis Lee Jaques, Carl Rungius, Fred Scherer...
Metidos ya en temas de paleta pictórica y cincel, sin duda el verdadero must de todo amante del arte contemporáneo es el MoMA. Desde ya, nuestra pinacoteca favorita junto a la Tate Modern londinense. No faltaba nada, absolutamente nada. Pero no sólo es que estuvieran todos los miembros de las Vanguardias y corrientes artísticas del último siglo largo, es que casi todos los artistas representados lo estaban con alguna de sus obras maestras. Impresionante la representación de los Impresionistas y las Vanguardias Clásicas en la quinta planta ("Pintura y escultura I. 1880-1840"), con sus Van Goghs, unos inigualables nenúfares de Monet de varios metros, muchos Legers y Picassos (incluida Las Señoritas de Avignon) o una colección de Brancusis sin igual. Entre tanto cuadro, nos fijamos en la conocida ilustración que hizo Richard Boix en 1921 para testimoniar aquella reunión dadaísta tan fiel al espíritu del movimiento: "La sicología del arte moderno y Archipenko". Interesantes también los ejemplos de Realismo Norteamericano (Hopper, Wyeth, etc.)
Las corrientes posteriores a 1945 ocupan la extensísima planta cuarta ("Pintura y escultura II. 1940-1980"), un sueño para los amantes del Informalismo europeo o el Expresionismo Abstracto norteamericano de los Pollock, Rothko, De kooning o Newman; pero también un espacio privilegiado del arte pop, minimalista, conceptual, neodadaísta o de las variantes performativas y chamanistas del gran Joseph Beuys (con una sala entera dedicada a él). En la cuarta nos encontramos con obras como Rebus (1955), de Jasper Jones, un collage tridimensional hecho con óleo, pastel, tizas y recortes de... cómic (ver detalle). Collagero y más que comiquero es también el Spiderman (1971-1974) de Sigmar Polke.
La sala 3 está dedicadas a exposiciones temporales, a la fotografía y a la arquitectura, y la 2 al arte contemporáneo hasta el presente, con buenas representaciones de obra audiovisual o del arte urbano de Colonia y NY en los 80. Hay también una sala dedicada a los nuevos autores del arte japonés que persiguen la estela triunfante y multidisciplinar (manga, pintura, maquetas, escultura industrial, etc.) de Takashi Murakami; no faltaban las ilustraciones de Yoshitomo Nara, las muñecas de Mariko Mori o los posters fantasmagóricos de Tadanori Yokoo, que tanto recuerdan al estilo visual de Maruo.
Después de la sobredosis de obras maestras del MoMA, cualquier pinacoteca parece menos. Sin embargo, sería ridículo hacer de menos a espacios tan bonitos como el New Museum (cargado de conceptual, algunas obras clásicas del Op-art y con una interesante exposición temporal sobre Arte Holográfico) o el Whitney Museum of American Art, con su interesante colección de Expresionismo Abstracto y arte contemporáneo. En el Whitney no vimos a Hopper (que está ahora en Madrid), pero sí la exposición temporal de Yakoi Kusama, que con sus series de lunares y esculturas polimórficas construidas en materiales sintéticos representa la versión japonesa del Pop y la Psicodelia y ha sido un referente iconográfico para buena parte del manga contemporáneo (incluidas aquellas espirales del señor Junji Ito). El sábado, nos acercamos a uno de los "saraos" que últimamente se montan en PS1, la sucursal que se ha montado el MoMA en Queens y que es sin duda el espacio de exposiciones más loco, experimental y moderno de todo Nueva York. Rodeado de grafitis, en el PS1 habita desde hace unos meses Wendy, la estrella azul que purifica el aire de la zona y alrededor de la cual se congrega todo el universo posh-indy-punk-mod neoyorkino a lucir palmito al ritmo de los Djs y rockeros que amenizan las sesiones vespertinas de los sábados. Por allí nos paseamos nosotros con mucho menos glamour del que demandaba el escenario.
El domingo terminamos nuestro recorrido museístico con una visita también cargada de música y espíritu soul. Nos acercamos a Harlem y, aunque no asistimos a la preceptiva misa gospel, sí que pasamos al lado de barrios, puertas (ese 108 de la W139, confluencia con Malcolm X Boulevard, donde vivió una jovencísima Billie Holiday antes de debutar en el Jungle) y fachadas míticas, como la del Teatro Apolo. Por cierto, muy cerquita de éste, se halla The Studio Museum in Harlem, un centro dedicado al arte caribeño, afroamericano y al criollismo decimonónico... Entre tanta obra negra, ¡sorpresón!, llegamos a una pieza de 1860 titulada Cimarrón luchando con perros cazadores, firmada por un tal Víctor Patricio Landaluze. Suena un click en nuestra cabeza y nos acordamos de un artículo fundamental de la investigación comicográfica reciente, el que escribió don Manuel Barrero para Mundaiz titulado "El bilbaíno Víctor Patricio de Landaluze, pionero del cómic español en Cuba".Y pensamos, el mundo del arte es un pañuelo.
La semana que viene regresamos a las calles neoyorquinas.
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New York, New York (I). Dibujos y rascacielos

martes, septiembre 04, 2012

New York, New York (I). Dibujos y rascacielos.

Recién llegaditos de la ciudad de los mil nombres, de la misma que nunca duerme... Vamos a dedicarle varias entradas a Nueva York y a algunas de las cosas que vimos por allí.
Intentar hablar de Nueva York y no contar algo mil veces dicho ya puede parecer hasta pretencioso. Resumir lo mucho que la Gran Manzana da de sí en unas cuantas líneas es, además, directamente imposible, así que vamos a hacer un zigzagueo rápido entre rascacielos, museos y paradas de metros, para enseñarles por la ventanilla del blog las viñetas, grafitis, cuadros y anécdotas que nos llamaron la atención, junto a algunas foticos que tomamos para testimoniarlo (como esa supervista desde el Empire de la izquierda).
Cuando les hablábamos de Tokyo hace unos años, les contábamos que el manga (junto al té verde) es más que un divertimento dentro de la cultura nipona, es una constante icónica de su paisaje, una variante artística con inmenso calado social. Lo de Estados Unidos y Nueva York (léase Gotham City) con los superhéroes tiene muchas semejanzas con aquello, eso sí, revestido de la pátina dorada que siempre añade el showbusiness. No hay plaza o Times Square en la que no le aborde a uno un Batman o un Spiderman entradito en quilos; ni palmo de mercadillo en el que, en vez de Monalisas o Últimas Cenas, no aparezca un collage o póster enmarcado del Universo Marvel. Zapatillas, pastelitos, complementos, todo está habitado por superhéroes. Descubrimos, por ejemplo, que Spiderman ha llegado, con la música puesta, incluso a Broadway, y con unas críticas aceptables, parece.
El superheroísmo es omnipresente, no sólo por el momento de auge que vive su iconografía gracias a la explotación hollywoodiense, sino porque su arraigo en la ciudad está ya de sobra consolidado en el imaginario colectivo gracias a tebeos, series y eventos fílmicos no tan recientes. Nos encantó, por ejemplo, asomarnos al hall del Daily News Building (que no es otro que el célebre Daily Planet de Superman), con su lustrosa bola del mundo que parece que anuncia que no hay fronteras ni límites para los superhombres. Justo al lado, levantábamos la vista hacia el pináculo del Edificio Chrisler y extrañaba no ver a Batman agazapado en alguna de las águilas de acero inoxidable que adornan sus alerones a muchos metros de altura. En la misma calle 42, algunas cuadras antes, se encuentra la Gran Estación Central, de nuevo protagonista y contexto de tantos y tantos planos cinematográficos y viñeteros. Y así, hasta el infinito y más allá...
Pero si las alturas y los rascacielos conforman el perfil más reconocible de la Gran Manzana, también es cierto que, en nuestra imaginación modelada por la ficción, es en sus subsuelos donde se traman algunos de los más macabros planes para acabar con la tranquilidad planetaria. En realidad, el metro de Nueva York es bastante menos truculento y sombrío de los que nos han contado (aunque complicado y enrevesado como pocos), sobre todo en las zonas más céntricas de Manhattan (a los barrios más turbios del Bronx, Brooklyn y Queens, preferimos no acercarnos para rebatir esta impronta inicial). Desde 1985, además, muchas de las principales estaciones del metro neoyorquino han visto remozadas sus fachadas y andenes gracias a las intervenciones de importantes artistas. Visitar las paradas más vistosas es otra forma de recorrer Nueva York: los preciosos mosaicos dorados, con aire art-decó, de Nancy Espero en la parada del Lincoln Centre; la colección de sombreros sin dueño de Keith Godard, de la 23rd Street; o la impresionante locomotora de teselas de Roy Lichtenstein, que ilumina la entrada a Times Square. Nuestros favoritos (no los vimos todos, evidentemente) fueron esos personajillos de bronce de Tom Otterness, mitad leprechaun, mitad personaje de Floyd Gottfredson, que se esparcen en la parada entre la 8th Avenue y la 14 street.
También nos gustaron mucho los mosaicos de Liliana Porter dedicados a Alicia en el País de las Maravillas en la 50th street. Será porque Nueva York tiene algo de Wonderland, pero hemos visto multitud de referencias al universo de Carroll en la gran ciudad: la más destacada, quizás, esa bonita y disneyana estatua de bronce de José de Creeft que se erige en medio de Central Park, con Sombrerero Loco incluido. Lo curioso es que, pese a tanto homenaje, la verdadera entrada a Wonderland no está en NY, sino en Boston (donde también visitamos por la noche el barrio de Beacon Hill y estuvimos a punto de ver a Peter Pan).
El próximo día nos ponemos pictóricos y pintureros y les contamos más del viaje.

martes, julio 17, 2012

Viajes cantábricos, musiqueos y pintxos a fuego negro.

Regresamos de una escapada norteña cargada de turisteo gastronómico, visitas culturales y festivales con aíres de gran evento: The Cure y sus maratones góticos, las ceremonias electro-religiosas de unos Radiohead amasados por miles de devotos, la borrachera de felicidad rockabilly de los Corizonas...
Entre medias, Bilbao te ofrece la posibilidad de disfrutar de una gastronomía de lujo (en todos los sentidos, incluido el pecuniario) y de unas barras de pintxos que parece catálogos de arte contemporáneo (en el mejor de los sentidos). Así, entre croquetita de bacalao y canutillo de idiazábal con aceite de trufa, nos hemos acordado de ese cómic-recetario que publicó la Editorial Everest hace tres o cuatro años: se llamaba A fuego negro y, como anunciaba el subtítulo en portada ("Pintxos y viñetas"), sus páginas mostraban una combinación sorprendente de recetas de alta cocina y cómic. Esta obra ganó el Gourmand World Cook Award al libro más innovador en su edición de 2009.
Los protagonistas son Edorta Lamo e Iñigo Cojo a los fogones (cocineros afamados en el arte de la tapa euskaldún, premiados y reconocidos en multitud de ocasiones por sus pintxos y tapas), Amaia García a la dirección, Mikel Alonso a la fotografía y Bruno Hidalgo a los lápices. "A fuego negro" es también el restaurante donostiarra donde Iñigo Cojo y Edorta Lamo ponen en práctica y ofrecen a sus clientes el proyecto que presentan en su cómic. Las viñetas del libro describen/narran/ilustran recetas llenas glamour e ironía, muy en la línea de la nueva alta cocina española de los Ferrá Adriá o Carme Ruscalleda (la cocina experimental e innovadora de una España que ya empieza a parecer lejana e inasequible): sugerencias tan apetitosas como el vaso de karrakelas, manzana verde y txakolí o el risotto crujiente, txuri black de idiazabal y txipirón, ¡ñam!
Los dibujos de Bruno Hidalgo nos recuerda en su trazo a los trabajos de Migelanxo Prado, sus historias son entretenidas y dinámicas y, casi siempre, están bien engarzadas en el conjunto de un trabajo que, pese a su extravagancia conceptual, se lee y disfruta con la naturalidad de un buen paseo gastronómico por el barrio viejo de Bilbao, San Sebastián o Vitoria.
Aprovechen el verano para viajar, comer y deleítar el oído, que cada vez nos va quedando menos espacio para el capricho. Y consuélense, cuando ya ni el derecho al placer nos dejen los mismos que se sacian y se ríen de nosotros con la boca abierta llena de langosta, al menos nos quedará el lujo de la lectura.

lunes, noviembre 07, 2011

Bruselas. Cómics, cervezas y Jean Van Roy.

Hace unas semanas regresamos de nuestro enésimo viaje a Bélgica. Por varias razones, nos sentimos de maravilla cada vez que desembarcamos en Charleroi. Suele decirse que los belgas son unos tipos aburridos y que su país recibe siempre al visitante con el gesto adusto. Puede que haya una parte de razón en esa visión estereotipada, pero, ¡ay amigos!, los belgas son también unos estupendos anfitriones en la creación de dos de los grandes vicios de la humanidad: las viñetas y las cervezas.
No hace falta más que pasearse por las calles de Bruselas para darse cuenta de que la línea clara desborda las viñetas para inundar las calles. Todo está contagiado de la imaginería creada por los Hergè, Pierre Jacobs, Ives Chaland y compañía: descubrimos sus personajes en los envoltorios de chocolates, en los grandes murales ilustrados que embellecen muchas fachadas de la ciudad, en las marionetas que cuelgan de sus comercios y locales e incluso en las etiquetas de botellas de cerveza.

Y es que la cerveza es otra de esas gloriosas aficiones que potencian, cultivan y explotan nuestros amigos belgas. Les contamos una anécdota breve. Estábamos paseando por las calles de ese multicultural barrio bruselense que es Anderlecht cuando, a la salida de uno de sus mercados, miramos hacia las alturas y nos topamos con esto:

Sin quererlo ni buscarlo, allí estábamos delante de la editorial Lombard, los antiguos dueños y señores de Tintín. Los hacedores de aquella revista que compartía nombre con el más famoso de los personajes del cómic europeo. Había una tiendecita oficial a pie de calle, pero la pasamos de largo.
Teníamos otros intereses a sólo unas pocas manzanas de allí. Llevábamos mucho tiempo queriendo ir a uno de los grandes templos de la cerveza belga: nada menos que a Cantillon. La cervecería-museo de los Van Roy (enlazados matrimonialmente con los Cantillon hace unas generaciones) es un verdadero santuario de las cervezas lambics, esos caldos maravillosos hechos con cebada, trigo, lúpulo viejo, frutas y, sobre todo, levaduras salvajes que favorecen una fermentación espontánea en grandes piscinas de cobre. Son pocos los cerveceros que siguen manteniendo las fórmulas arcaicas de esta cerveza; Cantillón son quizás los más celebrados de todos ellos. Cuando se habla de cervezas de frutas, solemos pensar en esos jarabes dulzones, manufacturados y muy industriales que llegan a nuestros país. Las verdaderas cervezas lambics son en realidad un líquido acidísimo, lleno de matices, a medio camino entre la sidra y el champán; una bebida delicada y sumamente compleja que requiere de largos periodos de fermentación y cuyas bodegas recuerdan en gran medida a los sistemas de solera de nuestros vinos de jerez, por ejemplo.

Tuvimos, en Cantillon, la suerte de probar auténticas joyas fermentadas, como sus Lou Pepe o Lou Gueuze, sus Grand Cru o esa maravilla que cada año es un nuevo mundo que se llama Zwanze. Pero sobre todas las cosas, tuvimos la gran suerte de conocer a un maestro como Jean Van Roy, de charlar con él largo y tendido y de aprender de su sabiduría inmensa. Tan bien fueron las cosas, que conseguimos convencerle para que se dejara entrevistar en el programa gastronómico Sal Gorda, de SER Soria, en la serie de programas que le estamos dedicando últimamente al mundo de la cerveza (invitados por nuestro maestro de ceremonias, el gran Chema Díez).
Nos gustó tanto la experiencia, fue tan instructiva la entrevista, que se la dejamos aquí abajo en forma de podcast. Si quieren ustedes escuchar el resto de programas dedicados a los tipos de cerveza (alta fermentación, baja, trigo, etc), pueden hacerlo en el Facebook de Sal Gorda SER Soria. Porque ya saben, no sólo de cómics vive el hombre, ni siquiera en Bruselas.


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(Actualización: 07-11-2011): El señor Díaz Canales nos ilustra en los comentarios acerca del tintinesco edificio: resulta que aunque Lombard y Dargaud ya no guardan relación con Tintín (cuyos derechos de explotación pertenecen a Casterman) el letrero pervive cual toro de Osborne, a mayor gloria del cómic belga y su mitología. A lo mejor deberíamos haber entrado a la tienda después de todo, glub. Más detalles en los comentarios.

lunes, octubre 10, 2011

La mentira de Ware.

Viajando se aprende mucho y se descubren secretos insospechados. Quién nos iba a decir a nosotros, por ejemplo, que en una de nuestras recientes rutas británicas íbamos a pillar al señor Ware en un renuncio.
Tanto predicar las miserias de Jimmy, tanto alarmarnos con sus dramas de infancia no superados, con su pobre herencia genético-depresiva, con su apatía social... y resulta que el drama no lo fue tanto y que el pobre no es tan pobre, ni tan miserable. Que vive en Scarborough y los negocios no le van nada mal. ¡Que lo hemos visto con nuestros propios ojos!

lunes, junio 27, 2011

McNaught vs Van Rysselberghe. Birchfield Close no estaba en Broadstairs.

Otro regreso, esta vez vía inversa. Hemos estado una semana en un apacible pueblecito costero del sur de Inglaterra, uno de esos paisajes de esencia victoriana, félizmente arcaicos, de los que aún disfrutan los británicos. Tenemos la sensación de que en las islas siempre supieron llevar mejor aquello del desarrollismo y, sobre todo, han sido mucho más honestos con su pasado y con la esencia de su geografía histórica. Mientras aquí conseguíamos que toda nuestra franja mediterránea perdiera el encanto que una vez tuvo, allí conservan condados como el de Kent donde, sin haber sacrificado las ventajas del progreso, uno tiene la sensación de vivir en un estado de folclore arquitectónico permanente. Aunque no todo es maravilla, ni envidia. Los lazos de la decadencia se entrecruzan de forma caprichosa.

En Broadstairs, que es donde hemos estado, conviven los ordenados jardines ingleses, con el sempiterno pup tradicional y una línea de playa idílica que nos recuerda hasta al decimonónico Santander de los baños de ola: con sus casetitas azules, sus tumbonas y el sabor marinero de un buen "promenade". Luego nos enteramos de que hubo un tiempo en que Broadstairs y sus pueblos limítrofes (sobre todo Ramsgate y Margate) fueron un centro turístico de prestigio en las islas, y de que a su alrededor crecieron los cafés, los casinos y salas de juego, los restaurantes... como en ese ideal de Atlantic City, de Boardwalk Empire. Resulta que, con la llegada del turismo continental y con el magnetismo que para un británico siempre han tenido las costas griegas y españolas (esas mismas que poco a poco hemos ido perdiendo para nosotros), el turismo en el condado de Kent se echó a perder definitivamente y, hoy en día, aquellos antiguos centros vacacionales parecen el decorado de una postal en blanco y negro. Sucede que mientras España prometía un sol incombustible, en la costa del sureste inglés los rayos dependían del azar.

Con tanto ruralismo inglés, promenade playero y nostalgia contemplativa, hemos vuelto a casa con ganas de revisitar a uno de los autores que habíamos descubierto en nuestro anterior periplo: hablamos de Jon McNaught. Teníamos varado en la mesilla su Birchfield Close, amedentrados después del buen sabor de boca que nos había deparado Pebble Island. Y, claro, nos ha sabido a menos. Superado el factor sorpresa, nos hemos quedado con la sensación de que el contenido de esta obra de McNaught está menos cohesionado, que sus escenas contemplativas están más forzadas dentro del hilo conductor que ofrecen los dos niños observadores que se suben al tejado de su casa a contemplar la vida pasar. En ese sentido, probablemente funcionaban mejor la colección de escenas dispersas que ofrecía Pebble Island, donde la isla era el único y verdadero elemento conductor. En Birchfield Close tampoco pasa nada, más allá de ese ejercicio contemplativo, pero tenemos la sensación de que McNauught se pierde en anécdotas banales integradas en el relato de forma un tanto forzada (los pasajes del avión y del globo, por ejemplo).

Queda el disfrute, por otro lado, del apartado gráfico, ese precioso ejercicio de puntillismo que convierte cada uno de los libritos de McNaught publicados por Nobrow en pequeñas joyas ilustradas. El estilo, los sutiles tonos, la línea suntuosa sin perfiles definidos, los paisajes a merced de la luz de cada día, todo en McNaught nos invita a pensar en cómo el pictoricismo se ha convertido en una más de los millones de puertas que ha abierto el lenguaje del cómic en los últimos años. Visualmente, Birchfield Close es un verdadero goce.

En este punto, retomamos el asunto donde lo empezamos en los primeros párrafos. En nuestro último viaje británico hemos podido hacernos una escapadita a la capital del reino y a sus museos. Hemos vuelto, como hacemos de forma recurrente, a visital las habitaciones neoclásicas de la National Gallery y a disfrutar de Monets, Manets y Seurats. En la última reseña que le dedicamos a McNaught hablábamos de sus influencias puntillistas. Nos referíamos, obviamente, al mencionado Seurat y a sus discípulos (Sisley, Signat...); a quien nunca tuvimos en mente fue al pintor belga Theo Van Rysselberghe: supongo que habíamos pasado por delante de sus cuadros en visitas anteriores, pero nunca nos habíamos fijado en Coastal Scene. Seguramente, porque tampoco conocíamos la obra de McNaught, y es que pocas veces hemos encontrado paralelismos interdiscursivos tan transparentes. Juzguen ustedes, aquí Theo:

Aquí la portada de Pebble Island de McNaught:

A veces tenemos la sensación de que con tanto meandro ensayístico, interconexión mental y referencia cruzada, no hacemos sino aburrirles. Prometemos más concisión en entradas venideras.