Hemos decidido recuperar algún artículo que hicimos hace años para el ya fenecido magazine online de Viaje a Bizancio Ediciones Tebeo en palabra. La idea inicial era hacer y dejar los artículos en la revista, pero a la vista de que el acceso a la misma ya no es posible a través de la red, nos hemos decidido a colgarlos en el blog para que estén al acceso de todo el mundo. En el primero de ellos analizábamos la figura de Max y nos referíamos con detalle a sus posibles motivaciones en una de sus obras fundamentales, Bardín el Superrealista. Nos habíamos referido ya a esta obra en una vieja reseña para FHM, pero siempre nos quedó la impresión de que un trabajo magno del cómic español, como éste, merecía un artículo en profundidad. El resultado fue este que aquí les dejamos.
________________________________________________________
Las aristas del artista
Cuando se le echa un vistazo al panorama viñetero de los últimos treinta años, se tiene la sensación de que Max siempre ha estado ahí. Efectivamente, con diferente intensidad creativa, caparazón estilístico o popularidad, es innegable que Francesc Capdevilla ha sido uno de los protagonistas esenciales del cómic español y europeo de las últimas décadas. De hecho, la capacidad de este artista barcelonés para reinventarse a sí mismo, parece anunciarnos la presencia de un autor camaleónico, versátil y ecléctico. Probablemente sea todas estas cosas y muchas más, pero sobre todas ellas, Max representa la idea del creador eternamente insatisfecho, el artista en perpetuo movimiento que abre una puerta tras otra como única vía de escape para su genio.
Sólo así podremos interpretar la ingente labor creativa de un artista, como hemos dicho, en constante mutación. Pionero del underground español, en un momento en el que el movimiento no se presumía en nuestro país casi ni en estado embrionario, Max abre con Gustavo la colección de osadías comicográficas que habrán de situarlo en los altares de nuestro panteón privado de viñeteros ilustres. Es Gustavo, sin embargo, un personaje menor, un parias de la vida y también, por qué no decirlo, de las viñetas (eterno olvidado). El perfil esencial de esa creación antiheroica (dinamitero, bronquista y revolucionario por la vía rápida) anticipa, no obstante, algunos de los rasgos constitutivos de otro personaje de Max, éste sí, merecedor de mayores glorias revolucionarias y contraculturales.
Corrían los años 80 y los españolitos de a pie ya empezábamos a ver con claridad las luces que asomaban detrás de la roña predemocrática. Empezaban a intuirse las posibilidades infinitas del discurso sin cadenas y algunos decidieron tirar con fuerza de las palabras, las melodías, los fotogramas o, por qué no, de las viñetas. Eran los años dadaístas y los siniestros totales en las afueras de Monforte, o de las lluvias amarillas con que Alaska regaba la estepa manchegas; era el momento de la prensa ácida y retorcida de Monchos y Wyomings y, desde luego, era la ocasión de prostituir a los mitos de la cuentística infantil apareándolos con la esencia envenenada de los Sex Pistols: era la hora de Peter Pank. Terrorista del acto y la palabra, malhechor, bucanero con gafas de sol y cañones recortados, este antisistema ubicado en fechas y geografías ajenas, resumía, acumulaba, mucha de la rabia de los (hasta ese momento) mudos por imperativo legal. Casi todos crecimos un poco más golfos y rebeldes (al menos en nuestras horas de lectura, ¡qué caray¡) gracias a Peter Pank.
Y miren que ya se presentía en su cresta primorosamente perfilada, en la levita inmaculada del Capitán Tupé o en esas piernecillas bien torneadas de Kampanilla, sin embargo, no es hasta las maravillas perfeccionistas de El carnaval de los ciervos, El beso secreto o Mujeres Fatales, cuando un servidor se dio cuenta de la evidencia más meridiana de todas las obviedades posibles: Max también era el paradigma de la línea-clara en español (la Escuela Bruguera mediante, clara está su claridad). Pues sí que sí, ¡cómo no nos habíamos dado cuenta! (muchos lo vieron, otros estábamos cegados por el reflujo de la trasgresión antitodo de su pirata punkarra, que le vamos a hacer), Max era Chaland redivivo, nuestro Chaland con su montera de aires dóricos, y sus mujeres fatales, y sus terracitas en Las Ramblas, y su porrito mitológico de hachís… Igual de virtuoso, igual de meticuloso en el acabado perfecto de esas líneas cerradas y primorosamente perfiladas. Tan amante como aquel de los colores planos, de la claridad visual, de la compleja caricatura, de tan sencilla que parecía. Eso sí, siempre con el toque distintivo del artista: la angulosidad, la economía de trazo, ese acento posmoderno en el icono y la línea cinética subrayada, los vaivenes entre sus referencias librescas y la tópica localista...
Acostumbrados estábamos a las colaboraciones de Max con los medios de comunicación, con el diseño y el cartelismo, con su vertiente de cuentista infantil, cuando, de pronto y sin avisar (bueno, señales se dejaban caer desde su labor editorial –que merecería mil artículos por sí sola) nos enteramos de que este barcelonés “amallorquinado”, además, es el más experimental de los creadores autóctonos; un título extraño venía a refrendar tamaña osadía: El prolongado sueño del Sr. T. El joven Max ya no parecía tan joven, al menos en su ideario artístico, su trazo se había retorcido y llenado de sombras, su mensaje se tornaba críptico y simbólico y su reputación cogía barcos y aviones para traspasar continentes. Así, nos enteramos también de que Drawn & Quaterly, los gurús de la modernidad viñetera, habían elegido a Max para su catálogo, se atrevían a hacer algo que aquí, por aquel entonces, hubiera sonado a ultraje: publicar un trabajo claramente “impopular”. Tiempo después, con la sabiduría de manual que aporta la perspectiva histórica y que cierra las bocas de los agoreros de la involución, nos hemos ido enterando de que iba la “historia”: la de esos creadores que entrados los años 90, recogen los frutos que años antes habían plantado unos tal Hernandez, Burns, Martí, etc. y deciden que el cómic no se acaba donde nos habían contado (esto es, en las tiras de prensa o en los límites de una “falsa” literatura popular infantil –que nunca fue literaria), que hay tierras y territorios llenos de surcos esperando semillas, que hay frutos para todos los gustos, edades, colores, sexos y sabores, que la posmodernidad autorreferencial y la reflexividad crítica también entienden de viñetas. Vaya, y resulta que Max ya se había puesto manos a la obra, azadón en mano, antes de que por aquí llegaran las cosechadoras para todos los públicos.
El artista superrealista
Por eso, no sorprende, o no lo hace tanto (aunque agrade por igual), descubrir la enésima reencarnación de Max, al Max renacido de sus sueños y sus proyectos: al Max-Bardín, el Superrealista. Todo sigue un orden lógico, los grandes deslumbran a los que han de serlo: en el barcelonés se reconocen las deudas debidas a Crumb, a Chaland, a Mazzucchelli y a (qué otro podría completar la cuatrilogía sino Él) Chris Ware. Ware, el mesías redentor de la página de cómic, aquel que habrá de aposentar las viñetas en los museos y en las paredes de los organismos oficiales, el muralista de papel. Pues sí, Bardín bebe de Ware y su Jimmy Corrigan, indudablemente. Lo hace sin estridencias, con suficiente personalidad y recursos propios como para no exagerar la influencia.
Así las cosas, el curso pasado, La Cúpula nos sorprendió con su primorosa edición de Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, una recopilación de las historias cortas del personaje, aparecidas desde 1997 hasta 2004, en numerosas publicaciones (Nosotros somos los muertos, Amaníaco, El Víbora, etc.); el volumen incluye también alguna historieta inédita (como Buda todo a cien o El ruido y la furia). Debemos recordar que gran parte de las aventuras de este cabezón “surreal” habían aparecido ya recopiladas en un tebeíto delicioso publicados algunos años antes por Mediomuerto (la editorial comandada por el propio Max y su buen amigo Pere Joan): Bardín el Superrealista #1 (1999)[1]. Max retoma ahora buena parte de aquellos materiales, les añade color, los retoca (una viñeta incorporada aquí, una secuencia revisada más allá, un dibujo mejorado en este otro lado) y nos los devuelve envueltos en los oropeles que la ocasión y la obra merecían.
Es Bardín un personaje lleno de ocurrencias; ya nos lo anuncia la solapilla de contraportada:
Bardín es un tipo corriente al que nada le parece extraordinario. Por ejemplo, no le parece extraordinario que el término superrealismo (traducción exacta del francés surréalisme, que significa “por encima de la realidad”) no hiciera fortuna en castellano y que con el tiempo acabara por extenderse la simple adaptación fonética de la palabra francesa.
Si dejamos aparte el didactismo mal camuflado (con el consiguiente esfuerzo que además se nos ahorra a nosotros), lo cierto es que la cita nos resulta útil como “viñeta” contextualizadora. Y es que da la sensación de que Bardín es algo más que un personaje al uso. De hecho, sus aventuras se asemejan más a viajes interiores que a verdaderos episodios de acontecimientos. Quién, por ejemplo, no diría que Bardín es un alter-ego del propio Max o, al menos, de sus convicciones, de sus referencias intelectuales o de sus dudas existenciales. Cada capítulo de Bardín el Superrealista funciona como un pequeño ensayo trascendente, bañado en las fuentes librescas (cinéfilas, comicográficas, etc.) de su autor. La exposición de los contenidos (en forma de viñetas) sigue en muchos casos la misma “lógica ilógica” de un ensayo (es decir el fluir de ideas, el encadenamiento de razonamientos), sin que exista una aparente predisposición metódica en la ordenación de los contenidos (aunque sabemos que la hay). ¿Estamos hablando del primer cómic auspiciado bajo aquel “fluir de consciencia” (stream of consciousness) con el que epataron al mundo los Joyce y compañía? Seguramente no, encontramos ejemplos de razonamiento digresivo entre aquellos cómics y autores underground que admiraba el propio Max; aunque, todo hay que decirlo, en el caso del underground la espontaneidad del discurso oscilaba entre el monólogo verborreico y acumulativo de Crumb y la muda alucinación lisérgica de Moscoso, por poner sólo dos ejemplos. Muy lejos, como ven, del razonamiento ensayístico o la reflexión filosófica a los que ahora nos acercamos. Decididamente Bardín es otra cosa.
De la mano de este Superrealista de bolsillo, Max nos invitará a un viaje desbocado por el interior de su mente, sin más reglas que las reglas inexistentes de nuestro subconsciente (y todos esos “objetos” de la sub-existencia que en él se acumulan). Las escalas del periplo, parecen tan impredecibles como las de un sueño: así, nos deslizaremos desde ese homenaje a Buñuel que es la historia que da título al libro, Bardín el Superrealista (con diálogo imposible incluido entre el protagonista y el perro andaluz), hasta la pesadilla final con resonancias faulknerianas, que bajo el evidente homenaje (El ruido y la furia), esconde los miedos, obsesiones y pecados pretéritos de Bardín (o de Max, o de todos nosotros, los hijos de una generación); sin duda, un buen brochazo de negrura subconsciente para cerrar el círculo.
Entre medias, hay tiempo para todo: fórmulas para una utilización evasiva del gótico flamenco (Bardín imagina), la ya tradicional, personal e intransferible reflexión existencial acerca del origen del universo, que todo buen aspirante a pensador debe incluir en su catálogo (El cielo sobre Bardín) o, en la misma onda cinéfila, el explícito Homenaje a don Luis Buñuel, en el que Max engarza, entre referencias obvias a El perro andaluz (de nuevo), su catálogo personal de símbolos surrealistas; algunos de ellos volverán a aparecer desglosados algunas páginas más tarde en Descripción Bardín del mundo superreal. Desde luego, entre tanto proceso mental e irracional, no falta algún razonamiento verbalizado desde la consciencia, como el que intenta encender las conciencias colectivas, en esa arenga panfleto-gráfica y reivindicativa a favor del arte del tebeo que es Un acto de amor.
La fase teleológica de las dudas teológicas es una de las mejor representadas en estas aventuras interiores de Bardín: como el yin y el yan o el Barça y el Madrid, la fe y la razón forman una dualidad de resolución imposible. Bardín, cual Unamuno en miniatura, vive ese tormento como todo hijo de Dios, de Buda, de la naturaleza o de la casualidad… La agnóstica convicción aparente del personaje, se desarma con asombrosa rapidez ante la aparición de todas las deidades posibles en la cosmogonía viñetera. En La estrella misteriosa, por ejemplo, Bardín afronta sus primeras apariciones y da comienzo a sus primeras experiencias místicas o, si así lo prefieren, sus primeros pasos en el siempre difícil camino hacia la iluminación (ese nirvana al que todo personaje de bien debería aspirar). Bardín asume una realidad que ya no le abandonará: todos estamos sometidos al giro de “La rueda de la vida y la muerte”, vivimos en el mundo de la ilusión, el de los sentidos, y somos esclavos en la cadena de nuestra existencia.
La forma en que Max juega con la simbología y la filosofía budista (Buda todo a cien) para recrear las dudas metafísicas de su personaje es, sin duda, uno de los grandes hallazgos visuales de las aventuras bardinianas. Una iconografía que le permite, además, crear e incorporar referentes visuales del mundo interior del personaje, gracias a grandes viñetas ocupadas por la recreación de estos peculiares samsaras (cadenas vitales). Llega el juego a su apogeo en Una polémica metafísica, la disputa intelectual entre Bardín y el supremo ser creador (que repite luego en Paseo nocturno).No lo hemos dicho, pero ya habrán deducido ustedes que prácticamente toda la trayectoria de Max está plagada de humor, mala leche e ironía fina (léase Iluminación). En Bardín el Superrealista, la risa aparece tamizada por la intelectualidad de la propuesta y aparece parcialmente condicionada por la interpretación de esas claves intelectuales. Eso sí, en ocasiones es tan transparente y sus dardos son tan afilados (San Ceremonio, martir), que hasta el mayor de los descreídos, cogerá el chiste. Es lo que tienen los autores geniales, que contentan a moros y a cristianos, a “hunos” y a otros.
Porque, no se lo digan nadie, Bardín el Superrealista es uno de los mejores cómics, reflexiones filosóficas, broma surrealista (o como lo quieran ustedes bautizar) que ha leído un servidor en mucho tiempo; y encima con una edición tan bonita como esta de La Cúpula… ¡Qué inconsciencia!
_________________________________________________
Bardín baila con la más fea. Un anómalo “cadaver exquisito” (valga la redundancia) en el que el personaje se enfrenta a su propia muerte, en un baile cuasi-poético de colaboraciones por parte de muchos y muy variados artistas de cómics, que recrean al personaje en su encuentro con la dama de la guadaña; ya lo dice una entradilla de la primera página: “una experiencia inenarrable, irrepetible y finalmente insoslayable”.