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En Dios en persona, Mathieu resuelve una complicada paradoja a su favor: consigue que un ensayo se convierta en cómic.
Probablemente, dentro de los diferentes géneros literarios, nada hay más opuesto al cómic que esta fórmula inventada por Montaigne en el S.XVI. Bien es cierto, también, que el cómic además de ser una obra artística completa con unas características concretas, puede entenderse como medio de expresión artística (un vehículo) que permitiría adaptar a sus mecanismos diferentes tipos obras.
Esta reflexión viene a cuento porque Dios en persona es un cómic basado en reflexiones filosóficas y teológicas, más que un ejercicio puramente narrativo. De ahí que su organización en capítulos sea, si no aleatoria, si bastante fragmentaria: existe una línea de relato, desde luego (la que marca el episodio comprensivo del juicio a Dios), pero cada capítulo funciona, en realidad, como un nuevo punto de vista añadido al debate de la existencia de Dios, como una nueva línea de voz cualificada que participa del mismo.
De hecho, probablemente ésta fuera la única manera lógica que tenía Mathieu de convertir en tebeo un género en el que la reflexión, el didactismo y el razonamiento dialéctico sustituyen a la forma narrativa. Es interesante, en este sentido, que el relato de Dios en persona se construya a partir de las declaraciones profundas y ampliamente razonadas de los personajes que pueblan sus páginas: como si estos fueran los testigos llamados a declarar a un juicio. Que en realidad es la figuración que se escenifica en las páginas del cómic. Nos recuerda el recurso al modo y manera en que Welles construyó su Ciudadano Kane: los testimonios subjetivos y contradictorios de aquellos que conocieron al gran magnate norteamericano (quien fuera en realidad William Randolph Hearst) ayudan a formar la imagen del personaje que da nombre al film. Es curioso que, en aquella ocasión, Kane fuera un hombre que ha adquirido la categoría de un semidiós gracias a su fortuna y en el caso de Dios en persona, Dios haya adquirido corporeidad y presencia humana.
El dibujo de Mathieu no intenta esquivar la complejidad del asunto referido. Recurre el francés a un estilo realista muy sintético y, por momentos, bastante sombrío y solemne. Se vale para ello de un juego cromático apoyado en los tonos grises y en grandes masas de sombra y trama negra. Sus personajes (los sociólogos, científicos, psicólogos, barrenderos o abogados que testimonian a favor o en contra de Dios en el juicio), resultan seres humanos creíbles y perfectamente identificables desde un plano de recreación física. Curiosamente, el único personaje que no tiene rostro es Dios. Mathieu evita representar al personaje central de su obra de frente: lo vemos siempre de espaldas o a través de los cristales traslúcidos de la urna que ocupa durante el juicio. El recurso es ingenioso y su utilización no resulta forzada en ningún momento. Esta solución podría leerse, además de como solución al problema de la representación divina (sobre todo para el Islam), como guiño irónico a los recientes escándalos acerca de las representaciones de Alá y su profeta.
No es descartable esta última lectura, sobre todo si tenemos en cuenta el gran aparato de referencias socio-culturales, filosóficas y artísticas que maneja la obra. Dios en persona está surcado de citas (textuales y visuales) de grandes filósofos, pensadores y artistas que se han ocupado del concepto de Dios. La obra, como buen ensayo sobre el tema que es, tiene una fuerte y sólida base intelectual. El texto de Mathieu hace gala de una gran inteligencia y fuertes dosis de ironía para hablar de la actual sociedad mercantil, un entorno sociopolítico que en esta obra se revela carente de valores humanos e ideológicos. Dios en persona recurre al “sumo creador” para atacar de frente a los encargados de administrar su obra: los hombres. Se trata de un cómic que, detrás de su discurso teológico, esconde un mensaje de gran calado ético y filosófico: el del fracaso del ser humano como ser social.
En su, por momentos bastante claro, tono paródico, este cómic alcanza algunos instantes imaginativos de verdadera genialidad: ese momento de la creación del logo de Dios con copyright incluido (que tanto le gusta al carcelero) o el recorrido por las galerías de arte acaparadas por las referencias al todopoderoso y la brillante explicación de las piezas en ellas expuestas; o la obra teatral de base brechtiana creada alrededor de un dios con dudas existenciales. Como hemos dicho, el trabajo de Mathieu está surcado de buenas ideas y de “citas” precisas que se ramifican y bifurcan ensayísticamente en diferentes direcciones argumentales.
Probablemente, la única pega que se le puede poner a este tebeo tiene que ver con esa naturaleza ensayística. Al no tratarse de una narración al uso, su interés o, mejor dicho, el interés que la obra pueda suscitar en el lector, estará en relación directa con el interés de éste en el tema tratado. A aquellos a quienes el debate sobre la existencia divina se la traiga al pairo, Dios en persona les va a interesar sólo parcialmente. Especialmente a ellos, les invitamos a que se recreen en los muchos otros valores que encierra la obra de Mathieu: gráficos, simbólicos, críticos, culturales e irónicos (por lo que respecta a la radiografía social que dibuja.) A Dios pongo por testigo que no se arrepentirán.
Lo ha vuelto a hacer y, como siempre, lo ha hecho de forma diferente.
En ocasiones, cada vez menos, se acusa a Chris Ware de frialdad y de cierta falta de alma. Una confusión clara entre el continente y el contenido. Es cierto que la perfección de su línea, su empleo de colores planos y su recurrencia constante a imágenes y símbolos relacionados con una iconografía propia de la producción industrial (recortables, señalética, mapas, diagramas, etc.), hacen que su dibujo tenga un aire aséptico, casi mecánico. Dicho lo cual, no se nos ocurren muchos autores que se hayan adentrado con más profundidad dentro de las hoquedades del alma humana o que hayan sido capaces de mostrar con mayor intensidad y sentimiento el camino de las emociones humanas.
En su última entrega de la biblioteca Acme, el volumen 20, lleva su habitual juego de recreaciones biográficas a unos extremos tales de excelencia, que se nos antoja imposible adivinar hasta donde puede llegar este autor en su camino de renovación del lenguaje comicográfico. Su búsqueda incluye, en esta ocasión, una evolución gráfica que mezcla la depuración icónica de las primeras páginas y el realismo detallista de algunas de las viñetas retratísticas de los episodios finales (poco comunes en su obra, por otro lado); como si el propio Ware quisiera sacudirse de encima esas críticas, cada vez menos cabales, de su supuesta frialdad.
La edición de Lint, el nombre que lleva este volumen 20 en portada, es realmente lujosa. Manteniendo el formato apaisado de sus últimos números, las cubiertas del libro están encuadernadas con una banda azul central (con las letras del título troqueladas en dorado), enmarcada por dos bandas laterales de tela estampada con motivos florales y perifollos varios; una auténtica joya de barroca elegancia.
En su interior, Ware nos cuenta la historia de Jordan Wellington Lint (1958-2003). Al ofrecernos desde la primera página los límites biográficos del personaje, el lector se da por avisado de la naturaleza del relato: un perfil biográfico completo, desde el nacimiento hasta la muerte del protagonista; por contraposición a sus más habituales trabajos sobre biografías fragmentarias y fraccionadas, como la de Rusty Brown o Jimmy Corrigan, por ejemplo.
Igualmente, al marcar tan claramente las bases del juego narrativo circular (los límites mismos del relato), Chris Ware puede permitirse ahondar con mucha más libertad creativa en el proceso de la recreación vital del protagonista. Esta circunstancia le permite desplegar con mucha más riqueza simbólica su habitual red de indicios y referencias cruzadas (visuales y textuales) entre los protagonistas y los distintos episodios de sus vidas.
En algunos casos el trabajo de Ware llega a unos niveles de osadía experimental tales que el lector necesita varios minutos de reflexión para ponerse al nivel de un relato tan exigente. No es la primera vez que el autor intenta asir visualmente el pensamiento irracional o los frutos del subconsciente, pero su trabajo en las primeras páginas, intentando mostrar la percepción que un bebé tiene de la realidad, son un prodigio de imaginación e inteligencia.
Ware es un creador de personajes, un “psicologista” nato. El relato se ajusta a los requisitos evolutivos de Jordan Lint y gana en complejidad (gráfica y narrativa) al mismo tiempo que su protagonista (nuestro punto de vista como lectores) crece como personaje con la edad. Para tamaña travesía, el autor ha elegido a un personaje reflejo de nuestro tiempo: un ser lleno de recovecos y atajos, un falso triunfador modelado por la genética de una familia disfuncional (como se dice ahora), su entorno social y su autocomplaciente incapacidad para aceptar sus debilidades; uno de esos personajes, en teoría hechos a sí mismos, a quienes debemos agradecer estar como estamos en estos tiempos de fracaso neoliberal y sospechosa moralidad. Un tipo complejo este Jordan Lint.Este número 20 de la Acme Novelty Library es lo más parecido a una obra maestra absoluta que van a poder leer próximamente: una obra llena de matices y capas de significado, tan emocionante como una vida real (con sus momentos de alegría y sus muchos episodios de fracaso existencial); pero, por eso mismo, es un cómic complicado, como lo es cada ser humano, y lleno de afluentes. Ware confía en la inteligencia del lector y no duda en lanzarle retos narrativos desde sus páginas. Si uno sale indemne de la lectura de un cómic como Lint, puede tener clara una cosa: como lector habrá salido enriquecido de la “aventura”. El reto tiene premio.