viernes, mayo 21, 2010

El egocentrismo de Juanjo Sáez. Honestidad brutal.

Ya puestos, vamos a jugar a las verdades. En este blog tenemos la buena (o mala, según como se mire) costumbre de hablar solamente de aquellos cómics que nos gustan. Hasta ahora, los tebeos de Juanjo Sáez no nos habían interesado demasiado. Habíamos leído con poca pasión su Vivir del cuento y con interés racheado El arte.
Nos hacía gracia, como fórmula artística, su dibujo infantil y espontáneo y sus textos salpicados de errores y tachaduras. Una propuesta fresca y juguetona, sin más. No nos hacía ninguna gracia, por otro lado, su posición demiúrgica camuflada detrás de una humildad que nos sonaba a trampa. Recelamos de los "modernos" que se erigen en jueces del papanatismo imperante, desde el cinismo autorial o desde el micrófono unidireccional. Nos resultaba poco convincente (poco honesta) la presencia de ese reflejo icónico provocador dándonos lecciones de actitud vital, casi siempre esgrimiendo el yo como bandera y riéndose abiertamente del otro. Tampoco acabábamos de cuadrar la actitud del crítico artístico-cultural (ligeramente condescendiente) que se presenta desde la modestia para, a continuación, pasar la podadora de la provocación. Quizás es que no nos identificábamos con el chiste paródico, con la ambigüedad meta-irónica o con el flagelo autorreferencial de la propuesta. O pudiera ser también que el trabajo de Juanjo Sáez nos parecía un tanto fragmentario (lo cual tiene sentido si nos atenemos a que, como señala él mismo en
Yo. Otro libro egocéntrico de Juanjo Sáez, sus libros son, en parte, una excusa compilatoria):
En principio, era un poco reacio a hacer libros recopilatorios pero, por otra parte, también me parecía necesario porque dan cierta unidad  a mi trabajo, ya que todo está dispersado por distintos medios y muy poca gente lo ha podido ver porque la mayoría se ha publicado solo en Cataluña.
Ahora estamos hablando de Juanjo Sáez porque Yo. Otro libro egocéntrico de Juanjo Sáez nos parece un muy buen cómic. No tiene sentido, porque es más de lo mismo ("capítulos de un mismo libro"), dirán algunos. Puede ser, pero por lo que a nosotros respecta, esta vez sí que hemos cogido el chiste y nos ha hecho mucha gracia. Es cierto que el libro incide en ese "egocentrismo" que anuncia el título como broma irónica exculpatoria y es cierto que su autor sigue sin reprimir la tentación de defenderse atacando, pero también lo es que, dentro de su fragmentación (la obra comprende tiras e historietas aparecidas en muy diversos medios), Juanjo Sáez ha conseguido componer un trabajo coherente, orgánico y muy inteligente.
La ordenación temática de los diferentes capítulos-episodios aporta a esta obra "abiertamente introspectiva" un aire de catálogo emocional que nos guía con fluidez por entre los intereses, los quebrantos y las dudas existenciales del autor. Lo hace a través del reflejo que dichas facetas muestran en sus trabajos para publicaciones como Rock de Lux, .H, La Luna (el suplemento cultural de El Mundo), el Periódico de Cataluña o El País, entre otras. Funciona el ejercicio sobre todo gracias a la argamasa narrativa que aporta ese Juanjo Sáez personaje-narrador (homodiegético) y su desdoblamiento en una doble conciencia externa. La primera de las entidades narrativas (su alterego ficcional) es habitual en la obra de este autor; el segundo de los recursos, creemos recordar, no es totalmente nuevo en sus páginas, pero nunca lo había empleado con tanta habilidad. Lo meritorio es que estas dos proyecciones de la conciencia autorial (representadas por un monigote negro y uno blanco) no responden a las habituales categorizaciones maniqueas de rasgos morales del autor (el bien y el mal, el deseo y la realidad, lo ético y lo tentador, el ego y los complejos, etc.); al menos no lo hacen de forma estanca. Las discusiones que mantienen los dos iconos-personaje (la sombra y la luz) proyectan un juego de reflexiones complejas acerca de la naturaleza humana, a partir del modelo biográfico del autor. Y cada una de estas entidades (incluida la autorrepresentación icónica de Juanjo Sáez) muestra sus debilidades y cierta falta de coherencia en algún que otro momento; un rasgo muy humano. En este sentido, es cierto que el trabajo de Sáez supone un ejercicio de narcisismo autorial, pero al mismo tiempo, en su propia naturaleza catártica, revela un testimonio de verdadera honestidad asumible, en muchos casos, por el resto de los lectores (que podrán identificarse fácilmente con muchas de las reflexiones expuestas, una vez descontextualizadas y extrapoladas a la situación personal de cada uno). Está en la naturaleza humana sentirse diferente, después de todo. Por eso, la obra de Sáez nos recuerda claramente a la de otro ilustre observador de la realidad, Mauro Entrialgo, con el que comparte ironía, mala leche y perspicacia:
En mis tiras y trabajos en general me gusta usar los asuntos personales por varios motivos. Uno de ellos, para que el lector se identifique: "Joder, a todos nos pasan las mismas chorradas". Eso nos hace sentir menos desgraciados. "Mal de muchos, consuelo de tontos".
Así, gracias a una manipulación del esquema de los niveles narrativos (texto-autor-lector, discurso-narrador-narratario, historia-personajes), no muy diferente a la que llevaba a cabo Federico del Barrio en Simple, Juanjo Sáez consigue tejer un "supertexto" de diálogos, preguntas y respuestas (que en realidad, conforman un único monólogo biográfico) que le permite recorrer y aglutinar parte de su producción artística bajo una estructura narrativa única. Sus tiras, chistes y páginas se integran en el relato-madre gracias a la irrupción (en los márgenes o a pie de página) de esos tres personajes-narradores, que comentan, contextualizan o puntualizan cada uno de los ejemplos expuestos. Obras que fueron creadas y concebidas en momentos muy concretos se integran de esta manera en el "hipertexto" como si fueran ilustraciones ejemplificadoras, mientras el autor se persona en la página a través de sus yo-personajes para glosarlas (enriquecerlas) al modo de los antiguos copistas medievales. Interdiscursividad y metatextos a tutiplén, que diría un postmoderno.
A ver si en el fondo de lo que Juanjo Sáez está hablando es de eso, de postmodernidad (o del fin de la misma). Sea como fuere, la verdad es que Yo. Otro libro egocéntrico de Juanjo Sáez hace honor a su propuesta: es un libro honesto, lleno de verdad (tremenda es la narración de su etapa en El País) y muy disfrutable. Pero además, sus páginas están plagadas de reflexiones brillantes y diálogos hilarantes. Las anécdotas y los mensajes de sus tiras, contextualizadas en el conjunto de la obra, resultan aún más ingeniosas: parecen multiplicar sus significados y adquirir nuevas lecturas. Volveremos a leer su obra anterior, con otros ojos, lo prometemos.
Por ahora, nos encanta que don Juanjo haya visitado esta casa por vez primera. Seguro que para quedarse. 

martes, mayo 18, 2010

Diálogos intertextuales: cómics infantiles, la infancia en los cómics.

Un título "despistante" para cambiar de tercio. Recibimos hace unos días un libro de estudios universitarios en el que se nos había invitado a participar hace ya casi dos años (las cosas de palacio y academia siempre van despacio). Nos gustó la idea entonces y nos gusta el resultado ahora que lo vemos en nuestras manos. Les explicamos.
Se trataba de participar en una compilación de estudios de literatura infantil y juvenil, centrados en medios audiovisuales. La invitación partía de la Universidad de Vigo (gracias Carmen) y el compendio habría de estar coordinado por los profesores Susana Pérez Pico y Manuel Candelas Colodrón. La editorial que ha publicado el estudio ha sido la alemana Peter Lang, aunque sus colaboraciones están escritas en castellano (una de ellas en gallego). Se llama el volumen en cuestión: Diálogos intertextuales 4: Discursos (audio)visuales para un receptor infantil y juvenil; ahí es nada.
Sin tiempo para leerlo aún, el resultado es, cuando menos, variopinto y atractivo: se incluyen artículos hablando de animación infantil (El bosque animado: la industria de la animación infantil en Galicia, de José F. Colmeiro), de videojuegos (Los lectores de Super Mario Bros. Contextualización de las literaturas infantil y juvenil en el mundo ficcional de los videojuegos, de María Teresa Vilariño Picos), de cine juvenil (Big Fish de Tim Burton o la necesidad de narrar, de Carmen Luna Sellés), etc.
Nosotros hemos escrito de cómics, como es lógico. No hemos sido los únicos, Ana Belén Chimeno del Campo publica un artículo sobre la adaptación a las viñetas de un mito medieval: El Preste Juan: narrador de historias en la serie Avataars. Covenant of the Shield. Nuestra participación tiene más que ver con una visión diacrónica del cómic infantil en Europa y Estados Unidos, que con los trabajos específicos acerca de adaptaciones audiovisuales para un público infantil y juvenil que componen el grueso del libro.
Decidimos titular nuestras páginas Los cómics infantiles y la infancia en los cómics europeos y norteamericanos. Se trataba, en definitiva, de hacer un repaso somero y a vuelapluma por la presencia de niños y jóvenes (compradores, lectores, personajes, etc.) en la historia de los cómics occidentales. Una apuesta demasiado ambiciosa para las veintitantas páginas de que disponíamos. Por eso, nos hemos limitado a determinar una serie de momentos histórica y geográficamente relevantes (pivotes significativos en términos artísticas y culturales), que nos permitieran considerar muy por encima la presencia del niño en el cómic. Comenzamos nuestro texto con una apreciación muy obvia, pero que, nos parece, hubiera sido del todo imposible hace no tantos años:
Para algunos lectores de cierta edad y aficionados coyunturales, el cómic ha sido, es y será un discurso artístico conectado de forma más o menos implícita a su infancia o juventud: una etapa en la que los tebeos constituían una fuente de diversión y un acercamiento ligero a la lectura. Sin embargo, hace ya varias décadas que la percepción sobre el cómic ha cambiado sustancialmente, gracias a su cada vez mayor presencia en los medios de comunicación y contextos académicos, pero, sobre todo, gracias al surgimiento de nuevos autores y creadores que ven en este vehículo artístico un medio eficaz para dar salida a inquietudes eminentemente adultas.
La organización de nuestras páginas es cronológica y está guiada por diferentes epígrafes. Comenzamos hablando del primer cómic europeo ("I. Los niños pueblan las páginas") y de la abundancia de infantes que protagonizan sus páginas; de cómo estos primeros niños (Max und Moritz, por ejemplo) fueron guía y modelo para muchos tebeos que habrían de venir luego en Estados Unidos (The Katzenjammer Kids) y Europa (nuestros Zipi y Zape, sin ir más lejos). Hablamos de cómo muchos de estos primeros niños-protagonistas no habitaban páginas destinadas, precisamente, a lectores infantiles, sino que aparecían en publicaciones periodísticas como el New York Journal (The Yellow Kid) el New York Herald o el Chicago Sunday Tribune (The Kin-der-Kids).

En nuestro siguiente bloque pasamos a hablar de cómics europeos ("II. En Europa los jóvenes también leen cómics") y nos encomendamos a don Antonio Martín para describir el proceso en el que los tebeos en el Viejo Continente pasan de su continente periodístico y su intención crítica (caricaturesca) a habitar publicaciones eminentemente infantiles y juveniles, y a "fosilizarse" en esquemas mucho menos evolucionados (con los textos al pie de las viñetas) de los que se estaban ya poniendo en práctica en América. Allí, precisamente, llegarían el formato del comic-book y las historietas de aventureros, detectives y superhéroes ("III. El público juvenil toma el mando en los USA: los cómic-books") para revolucionar el mercado de los tebeos destinados a niños y adolescentes.
La caída en desgracia de los héroes (reales y ficticios), después de la Gran Guerra, alumbra el auge de la fantasía y la ficción truculenta ("IV. Del horror de la E.C a la censura del Comics Code y los lectores del baby-boom"); la época dorada de la EC. Lo que vino después ya lo conocen ustedes: la política del miedo, el infausto Dr. Wertham, la censura, la crisis de Gaines y los suyos (la EC) y, por efecto rebote, el relanzamiento del cómic puramente infantil a manos de editoriales como Harvey Comics y autores como el propio Alfred Harvey (hacedor de creaciones tan populares como Little Dot o Little Audrey).
Afortunadamente, la reinvención de la EC gracias a revistas como MAD, así como la fuente de inspiración que éstas fueron para los autores underground norteamericanos, generaron una verdadera etapa de fecundidad creativa en el tebeo estadounidense, primero, luego contagiada al cómic de autor europeo. El afianzamiento del cómic adulto, su reivindicación como vehículo artístico, motivó, no obstante, un largo periodo de crisis para el cómic infantil ("V. El declive del cómic infantil y juvenil"); con las gloriosas excepciones de algunas editoriales europeas que dieron cierta continuidad a su producción anterior (léanse, por ejemplo, Bruguera o las franco-belgas Dupui o Spirou, entre otras) y que consiguieron mantener su popularidad entre el sector infantil hasta llegados los años 80. Desde entonces, el cómic para los más pequeños (como ya señaló un experto observador de los vaivenes del mercado comicográfico, hace bastante tiempo), parece sumido en una crisis evidente, sólo cuestionada por el éxito de ciertos productos manga.
En líneas generales, de esto les hablamos en ese artículo. Al que quiera más detalle, le remitimos a la fuente. Les prometemos menos espesuras en posts venideros.

jueves, mayo 13, 2010

El Salón 2010: Páginas célebres, celebraciones y celebridades.

Vaya por delante: ¡qué bien nos lo hemos pasado este año en el Salón! Eximidos de las tensiones promocionales del curso pasado, este salón nos hemos dedicado al paseo atento (como los viejos flâneurs), al conchabeo entre celebridades y a la dilapidación de nuestra (escasísima) fortuna salarial, así, sin disimulo.
Max y Liberatore. Clásicos
El templo
Sólo pudimos asistir el sábado, lo que nos ha quitado el mal sabor de boca que, al parecer, ha dejado la pobre asistencia que hubo el jueves y el viernes. El sábado no cabía ni una alfiler y las caras de los mercaderes se aparecían felices entre las montañas de tebeos. Los organizadores aseguran que la asistencia ha sido similar, pese a los tiempos críticos, a la de otras ocasiones. Les creemos.
Planeamos el viaje con nuestro buen amigo Gaspar y con él nos plantamos a primera hora del sábado en la convocatoria de críticos y comentaristas comiqueros (por asuntos corporativos y viñeteros varios); estaba allí la creme de la creme del mundo de la reseña viñetera. Lo mejor de todo es que pudimos conocer (ponerles cara al menos) a algunos de los nombres que más se aparecen en nuestras pantallas computerizadas: conocimos a Antoni Guiral, por fin pudimos charlar con el infatigable Manuel Barrero y sus mil proyectos de investigación, recibimos con sonrisa agradecida las preciosas postales que nos ofreció J. A. Serrano, agradecimos antiguas reseñas a Quim Pérez, conocimos, al fin, a Santiago García (que nos debe un parlado), descubrimos la identidad secreta de Yexus, de Moliné... Además, saludamos a otros viejos conocidos, como Pepo, Jesús Jiménez Varea, los premiadísimos chicos de Entrecómics o el maestro Antonio Martín. Sólo nos faltó el Carcelero, que se había escapado para luchar contra chupetes y pañales.
Luego, ya en la nave del Salón, nos fuimos como flechas a por ellos, a por los reyes, monarcas, majestades, y sacrosantos triunfadores de esta jornada: a por Antonio Altarriba y Kim, los pergeñadores de esa obra de referencia que es y será a partir de ahora El arte de volar. Estaban felices, casi tanto como Paco Camarasa, el patrón de abordo. Fue un alegrón saber que esta historia honesta, cruel y entrañable de un perdedor se había llevado los tres premios grandes de la edición (dibujo, guión y mejor obra española), fue un alegrón felicitar y constatar la alegría de un tipo tan simpático y sabio como Antonio Altarriba; y fue un alegrón conocer a Kim, claro. Una de las mejores cosas del Salón de Barcelona 2010 es que todos los premios nos han sentado de maravilla: ha habido un poco de todo, una pizca de justicia poética para con Dos Veces Breve (entrañable fue la charla que tuvimos con Vicente, el jefe de la nave, ese mismo día por la tarde), una buena dosis de realidad necesaria con el mencionado El arte de volar, un gesto de amor al talento con el premio a Pellejero, un reconocimiento al trabajo para Entrecómics, etc. Nada que objetar.
Kim y Altarriba. The Men
Después de saludos y parabienes, superado el sofoco de los encuentros, los planes y las charlas de un minuto, nos fuimos a reponer fuerzas y a llenar estómagos, que todavía quedaban emociones mil para la jornada vespertina.
Comenzó la tarde con paseos y mandíbulas colgantes. No habíamos visto nunca tantos originales de calidad y tan juntos como este año en el Salón. Las numerosas exposiciones le daban luz a los pasillos cada pocos metros: la de Ana Miralles (a quien conocimos fugazmente a última hora de la tarde) y sus bellas mujeres; los originales de Las serpientes ciegas (de Hernández Cava y Seguí), la de Hugo Pratt (quizás la más decepcionante de todas ellas por la poca enjundia de las planchas presentes), la del cruce de autores Holanda-España,  las bonitas páginas de La revolución de los pinceles (de Busquet y Mejan), las de Gallardo, Tardí y Fontdevilla o la impresionante retrospectiva de Vázquez, con ejemplos de toda su producción, desde Angelito a Anacleto, pasando por Las hermanas Gilda o La familia Cebolleta. Pero, para originales con pasado y con enjundia, para exposición enjoyada, la de "Los ritmos del cómic": un juego narrativo-musical que le sirvió de excusa al crítico Miquel Jurado para reunir páginas originales de, agárrense, Herriman, Caniff, Eisner, McManus, Capp, Crumb, Shelton, Max y Foster, entre muchos otros. Claro que de Foster y de su Príncipe Valiente había todo un stand llenito de originales sólo unos pocos metros más allá. Siempre nos quedamos embobados ante las gigantescas páginas de Harold Foster, no sólo por su tamaño, obviamente, sino porque cada una de sus viñetas es una obra maestra del dibujo y porque cuando observamos detenidamente a sus personajes nos da la sensación de que la leyenda de su estatismo se deshace en una danza interna de batallas, confabulaciones y heroicidades. Lo que les decíamos, a veces sufrimos alucinaciones con este señor.
La mesa de Vázquez
Ritmo
Teníamos luego el firme propósito de asistir a la conferencia de Moebius. No lo hicimos, pero vimos a su mujer. Se apareció ante nosotros cuando estábamos en plena cháchara con los chicos de La Cruda. Todo sucedió, en realidad, cuando este colectivo de artistas, aventureros y buscadores de tesoros, nos estaban relatando las aventuras surrealistas de su último número y cómo consiguieron fichar para el mismo al mismo Moebius (¿ven? nada es azaroso, en el fondo), a Max, a Martí (en plena forma, nos contaron) y al resto de clásicos y jóvenes talentos que surcan su último número. Buena gente, estos tipos de La Cruda, van a tener suerte. Nos invitaron a unas cervezas que cobijaban en su frigorífico mágico, además. No vimos a Moebius, pero vimos y hablamos sobre sus dibujos que, después de todo, es de lo que se trata. Dicho lo cual, no se crean que hemos comprado demasiadas lecturas en este viaje. No había, como en otras ocasiones, novedades refulgentes, aunque sí nos hemos traído el Cerebus debajo del brazo, para que negarlo.
Se nos iban agotando las fuerzas, por fuerza, pero aún nos quedó aliento para rematar la noche con más ritmo y cómics. Apuramos la luna rocanroleando al ritmo de los Hives en garitos oscuros, en compañía de buenos amigos como Inés, Gaspar, don López Cruces (ese último gran romántico) y un nuevo invitado al club a quien nos encantó conocer, don Javier Olivares. Y que no pare la fiesta.
Reporteros de noche
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Oigan, qué divertida la crónica filmada que se ha trabajado don Santiago: "Hervir un salón de cómic"

sábado, mayo 08, 2010

Duchamp. En el fondo el movimiento es la mirada del espectador que se incorpora al cuadro

Más de Duchamp. Ese mismo texto-entrevista de Duchamp del que hablábamos el otro día (Palabras a otro) nos trajo a la cabeza un tema sobre el que habíamos trabajado con largueza para Arquitectura de las viñetas, cuando aún no era ni andamio: el del movimiento en el cómic. Cuando intentábamos explicar cómo el lenguaje del cómic expresa el paso del tiempo a partir del movimiento, hablamos de cosas como ésta (omitimos, por causas obvias, las imágenes y el análisis de ejemplos concretos):

…incluso en el caso de viñetas más sencillas, podría suceder también que la acción que se quiera mostrar en la viñeta añada a la brevedad de su duración otros matices que un dibujo estático difícilmente pueda reflejar. Un movimiento brusco y rápido, un giro por ejemplo, se puede congelar en una instantánea gráfica, pero probablemente perderemos por el camino la sensación de brusquedad y rapidez. El cómic en su búsqueda de soluciones a este problema descubrió un instrumento que se ha convertido en uno de los iconos específicos del medio: las marcas cinéticas (…).
Otro recurso similar a la hora de plasmar el movimiento (y la temporalidad, por tanto) consiste en la repetición del objeto en movimiento como forma de marcar su recorrido, en vez de recurrir a estelas o líneas cinéticas para tal fin. Al destacar las diferentes fases del movimiento, subrayando la presencia del objeto que lo realiza, obtenemos normalmente un efecto ralentizador que obedece a diferentes intenciones narrativas: puede suceder que el autor pretenda incidir en la violencia de la acción, que se busque un mayor dramatismo o, simplemente, que le interese crear una arritmia para dinamizar la acción (…)

Imaginemos ahora un tercer caso en el que la acción mostrada en la viñeta represente un movimiento ejecutado en un lapso de tiempo tan breve como para no necesitar del uso de una secuenciación en más de una viñeta, pero tan complejo que el uso de las líneas cinéticas o la repetición de una trayectoria breve no sea funcional. Lo vemos en otro ejemplo de John Romita Jr., en el que el estadounidense consigue dibujar en una viñeta varias de las acrobacias de un superhéroe tan dado a los movimientos “imposibles” como Spiderman.

La base técnica de este recurso tiene mucho que ver de nuevo con la fotografía y con los dos casos anteriores: la evidente imposibilidad de congelar el movimiento en una instantánea halla su contrapunto “tramposo” en la imagen de [Spiderman] gracias a la repetición de la figura del personaje. En este caso estamos yendo un poco más lejos que en el caso de la viñeta y la foto de la FIG. 72, ya que en la viñeta de Romita Jr. no se representa una única acción sino una secuencia completa. La equiparación de este recurso del cómic y un posible origen fotográfico del mismo podría parecer peregrina, pero, como señala Aaron Scharf, no lo es en absoluto:

Estos signos abstractos [las imágenes obtenidas por la fotografía en movimiento] iban a convertirse en los esquemas visuales de un nuevo idioma del movimiento. Es raro encontrar imágenes residuales o de calco a la zaga de objetos en movimiento en dibujos o caricaturas anteriores a la aparición de la fotografía, y ni siquiera es muy frecuente verlos hasta que Marey presentó sus cronofotografías, pero, en cambio, son corrientes en la obra de los caricaturistas modernos. Los artistas gráficos, y, sobre todo, los caricaturistas, suelen superar en inventiva a los pintores, porque se sienten menos atados a convencionalismos. Por ejemplo, en la obra del dibujante satírico alemán Wilhelm Busch hay una serie de brillantes y perspicaces dibujos realizados entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuya eficacia se debe a imágenes que, sin el menor género de dudas, tuvieron su origen en la exposición fotográfica múltiple (Aaron Scharf, 1994: 242).

¿Qué tiene que ver todo esto con Duchamp? Vayamos por partes, porque, nos parece, las reflexiones del maestro francés tienen su interés. Cuando Cabanne le pregunta a Duchamp acerca del origen de su famosísimo Desnudo bajando una escalera (1912), éste responde:  

Duchamp: El origen es el propio desnudo. Hacer un desnudo distinto al desnudo clásico, de pie, y ponerlo en movimiento. Había en ello algo divertido que no lo fue en absoluto cuando lo hice. El movimiento apareció como un argumento para decidirme a hacerlo. 
En el Nu decendant un escalier he querido crear una imagen estática del movimiento: el movimiento es una abstracción, una deducción articulada en el interior del cuadro sin que se tenga que saber si un personaje real desciende o no una escalera igualmente real. En el fondo el movimiento es la mirada del espectador que se incorpora al cuadro. 

La conversación se dirige entonces hacia Moulin à Café (1912): 

Cabanne: En el momento en el que finalizaba el Nu descendant un escalier usted llevaba a cabo el Moulin à café que se adelantaba a los dibujos mecánicos.

Duchamp: Para mí es algo más importante. Los orígenes son simples. Mi hermano tenía una cocina en su casita de Puteaux y tuvo la idea de decorarla con cuadros de amigos (...) También me lo pidió a mí y pinté un molinillo de café que hice estallar; el polvo cae a un lado, los engranajes están en la parte superior y del mango se ven simultáneamente varios puntos de su circuito, con una flecha que sirve para indicar el movimiento. Sin saberlo había abierto una ventana sobre algo distinto. Esta flecha era una innovación que me gustaba mucho, el aspecto diagramático era interesante desde el punto de vista estético. 

Continúa la conversación, para regresar algunas páginas después a Desnudo bajando una escalera. Duchamp nos hace una interesante revelación: 

Cabanne: ¿No hay en el Nu descendant un escalier una influencia cinematográfica?

Duchamp: Evidentemente. Es esa cosa de Marey...

Cabanne: ¿La cronofotografía?

Duchamp: Sí. Yo había visto en la ilustración de un libro de Marey cómo indicaba a las persona que practican la esgrima, o los caballos al galope, con un sistema de punteado que delimitaba los distintos movimientos. De este modo explicaba la idea del paralelismo elemental. Todo esto tiene un aspecto muy presuntuoso como fórmula pero es divertido.

Curioso como, atando cabos, nos reencontramos con problemáticas semejantes en vehículos artísticos aparentemente dispares, como la pintura, el cómic y la fotografía. Al final Barbieri iba a tener razón.

lunes, mayo 03, 2010

Duchamp, el arte y la artesanía.

La editorial Anagal publicaba textos libres de derechos de autor, obras cuyo copyright había prescrito, pero cuya relevancia artística-intelectual permanece anclada en el subconsciente cultural de occidente. Son trabajos, por norma, heterogéneos y de difícil acceso editorial, pues en su mayor parte reunían material descatalogado o pocas veces publicado. Su tamaño, de bolsillo, su precio, testimonial (10 €, tres libros). La editorial-agitadora cultural Anagal ha desaparecido, aunque parte de sus publicaciones se pueden descargar aún gratis en su página.
La que estamos leyendo ahora no está disponible, lamentablemente. Compendia integra (bajo el título Palabras a otro) la larguísima entrevista que en su día le hizo Pierre Cabanne al que para muchos es el artista más relevante (Picasso mediante) del S. XX: Marcel Duchamp; al menos, ese es el estado de pensamiento crítico contemporáneo (que, como sabemos, se ve alterado, año arriba, año abajo, cada década).
Nos han llamado la atención muchos fragmentos de la entrevista. Les daremos cuenta de nuestras inquietudes al respecto en dos o tres posts. Nuestro primer motivo de reflexión parte de este fragmento:
Duchamp: (…) Me asusta la palabra "creación". En el sentido social, habitual, de la palabra, la creación es muy gentil. Pero en el fondo no creo en la función creadora del artista. Es un hombre como cualquier otro, eso es todo. Su ocupación consiste en hacer ciertas cosas, pero también el businessman hace ciertas cosas, ¿me entiende? Por el contrario, la palabra "arte" me interesa mucho. Si viene del sánscrito, tal como he oído decir, quiere decir "hacer". Pero todo el mundo hace cosas, y los que hacen cosas sobre una tela, con un marco, se llaman artistas. Anteriormente se utilizaba un nombre que me gusta más: artesanos. Todos somos artesanos, con una vida civil, militar o artística. Cuando Rubens, o cualquier otro, necesitaba el color azul, tenía que pedir tantos gramos a su corporación y se discutía la cuestión para saber si se le podían dar 50, 60 o más. Eran verdaderos artesanos, y eso se ve claramente en los contratos. La palabra "artista" fue inventada cuando el pintor se convirtió en un personaje de la sociedad monárquica, en primer lugar; más tarde en un señorito de la sociedad actual. Ese pintor no hace cosas para alguien sino que ese alguien es quien va a elegir cosas entre la producción del pintor. Sin embargo, el artista está mucho menos sujeto a concesiones que antes, durante la monarquía.
Después de esto, nos asaltó un pensamiento que, sin ser recurrente, ya se nos había venido a la cabeza en alguna que otra ocasión: ¿son los dibujantes de cómic de Marvel, DC y demás factorías superheroicas norteamericanas “artistas” o “artesanos”? (léase esto sin rasgarse las mallas: para Duchamp, Rubens era un artesano) ¿Cuál era el estatus, según esta misma línea de razonamiento, de los dibujantes de estudio que trabajaban al servicio de los syndicates y la prensa en las diferentes Eras “metálúrgicas” (oro, plata, bronce, etc.) del cómic norteamericano?
Lo cierto es que los artistas o artesanos del cómic estadounidense han estado y, en muchos casos, están (como aquellos otros de la pintura que señalaba Duchamp) sujetos a decisiones ajenas, esenciales para la ejecución satisfactoria del proceso creativo.
La siguiente cuestión es ¿en qué momento (¿McCay, Herriman, los dibujantes de la EC, Crumb?) decide el artista comicográfico que no va a hacer “cosas para alguien sino que ese alguien es quien va a elegir cosas entre la producción del” dibujante? ¿Dónde quedan los artistas europeos en este debate? (con sus medios de publicación infantil y juvenil, las constricciones de nuestros -parece que nunca superados- periodos autoritarios y la aparición del “cómic de autor”?).
Lo más gracioso de todo es que el propio Duchamp participó de estos procesos de “producción artesana”, en campos ajenos a la pintura:
Cabanne: Así pues usted forma parte de los innumerables rechazados por la Ecole de Beaux-Arts...
Duchamp: En efecto, y actualmente estoy muy orgulloso de ello. En ese momento, evidentemente, tenía el entusiasmo del ignorante que quiere "hacer Bellas Artes". Entonces reemprendí las sesiones en la Tullían y el dibujo humorístico: me pagaban 10 francos por un cuarto de página en Le Sourire y Le Courrier français, que estaba muy bien considerado por esa época y en el que entré gracias a Villon...

martes, abril 27, 2010

El arte de volar, de Altarriba y Kim. El desenterrador honesto.

Mucho se ha hablado ya de El arte de volar. Para algunas voces autorizadas es el cómic más importante que se ha publicado en este país en años. Su cosecha de premios y reconocimientos ya ha comenzado y estamos seguros de que la recogida continuará en fases varias, empezando por el evento de los eventos que se celebra en unas semanas. Intentemos desvelar algunas de las causas de este, justificado, revuelo artístico:
En El arte de volar, Antonio Altarriba reparte naipes en el complicado tapete de la biografía histórica: la de su padre, uno de tantos perdedores de la Guerra Civil Española. Lo hace con convicción y toneladas de verdad, de esa verdad que sangra y que al lector sensible le puede resultar intolerable. Porque este libro es tan revelador, tan parco en excusas, que duele acercarse a las páginas de su crudo (por naturalistas) relato.
Altarriba, ya lo hemos dicho, narra la historia de su padre, literalmente, de principio a fin. Lo hace en un relato en primera persona, ejerciendo el derecho a la simbiosis que asiste al vástago con conocimiento de causa, el hijo que es el padre. Después de años de investigación, documentación y charlas interminables con su progenitor, el guionista se siente con la autoridad para vivir y sentir una vida ajena que, en realidad, es parte de la suya. La historia comienza con un salto al vacío, el vuelo de Ícaro con unas zapatillas de cera como único instrumento ("Mi padre se suicidó el 4 de mayo de 2001"). En el lento descenso hacia el comienzo de todo, se desgrana la historia, se rellenan los huecos vitales y se construye el relato de El arte de volar: cada uno de los cuatro capítulos que componen su historia se cobija, simbólicamente, en esa caída y revela una etapa en la vida del protagonista.
"3ª Planta 1910-1931. El coche de madera" cuenta los años de infancia de Antonio Altarriba Lope, el padre del guionista, en el pueblo zaragozano de Peñaflor. Se describen las penurias de la vida rural en un entorno social atenazado por la falta de expectativas, una alfabetización escasa, una moral religiosa castradora y los rigores infinitos del trabajo agrícola. Se nos habla de la dificultad de escapar a tu destino cuando éste ha sido escrito de antemano y de cómo en España la Guerra Civil apareció de la nada, como un fantasma que de pronto lo engulló todo y enfrentó a todos, cambiando vidas, destinos y tradiciones.
"Las alpargatas de Durruti" que subtitulan el siguiente capítulo ("2ª Planta 1949-1985") son un leitmotiv y un símbolo de la contienda y la posterior derrota que sufrió el bando republicano, los representantes del gobierno electo que fue derrocado por el alzamiento de Franco. El relato de un perdedor siempre se viste de amargura, sobre todo cuando el final es bien sabido por todos, por el lector y, seguramente, por los mismos personajes en muchos momentos de su carrera ciega contra el fascismo y los Messershmitt Bf 109 nazis que ayudaron a Franco a ganar la batalla. El protagonista se siente tan perdido y desconcertado ante la inercia de su propia vida, como seguro de hallarse en el lado correcto de la partida. En "Las alpargatas de Durruti" asistimos a la crónica detallada de la derrota y al relato desasosegante del exilio al que muchos españoles se vieron abocados por no estar en la orilla "correcta" del río; todo ello visto desde los ojos de un joven que nunca llegó a tener juventud.
La de "1ª Planta 1949-1985. Galletas amargas" es una caída en toda regla: la que demuestra la asunción del fracaso, la vuelta a la que fue tu casa, la derrota definitiva y la renuncia a los valores propios. Cuando Altarriba regresa a España desde su exilio francés, lo hace como un esclavo al servicio de todo aquello contra lo que había luchado. En este capítulo se describen (con belleza trágica) los años adultos del protagonista, así como la paradoja que surge entre la normalidad social (el trabajo, el matrimonio, los hijos) y el infierno personal.
Toda caída termina en el pavimento ("Suelo 1985-2001. La madriguera del topo"). En este caso, el suelo tiene forma de asilo y el golpe final se llama vejez. El dolor del fracaso (personal, político, existencial) baña estas páginas, algunas de las planchas más devastadoramente amargas que ha escrito el cómic en este país.
Kim colabora esencialmente a este ejercicio de tragedia y verdad con un dibujo sobrio, lleno de grises y rico en matices. Una caricatura estilizada que rezuma verismo y que, de forma asombrosamente detallista, recrea las imágenes de esos años como si realmente viviera de ellos. La simbiosis entre el texto y la imagen está tan bien lograda que parece que hubiera sido el mismo Altarriba quien hubiera estado dibujando su historia día a día, mientras renegaba del campo, trabajaba de repartidor en Zaragoza, distribuía correspondencia en el frente, ayudaba a sus anfitriones en la campiña francesa, hacía galletas en su poco pródigo regreso o se moría de pena en el asilo. La de Kim es una línea clara llena de sombras y texturas: el tacto de la pana, el terrón de tierra que cruje con las pisadas, el polvo del carbón que se nos queda en las manos... Imágenes ásperas para una vida espinosa.
Dicho lo cual, El arte de volar es, en realidad, una excusa biográfica o, dicho de otro modo, es mucho más que una biografía. Cuando hablábamos con Altarriba hace unos meses, nos contaba que en muchos de los actos de presentación que había llevado a cabo a lo largo y ancho de nuestra geografía, se le acercaban hombres y mujeres de avanzada edad para agradecerle que hubiera contado su historia o la de sus padres, la crónica de su impotencia. Asombra que, cuando todavía hay ciudadanos españoles que intentan cerrar la puerta de su pasado con un acto tan sencillo y ritual como es el enterramiento de los muertos, muchos hablen de remover el pasado en términos críticos o, más incomprensiblemente todavía, desde el distanciamiento cínico. No ignoramos que detrás de estas actitudes impostadas se esconde, probablemente, cierto miedo o, directamente, un sentimiento de culpa. Altarriba y Kim ayudan a aliviar a las víctimas y a enterrar parte de ese pasado que la oficialidad no les deja tocar. No lo hacen desde el revanchismo, sin embargo, todo lo contrario: el único verdugo y la única víctima que habita las páginas de El arte de volar es su propio protagonista, Antonio Altarriba Lope, trasunto y metáfora de todo un país, igualmente víctima y verdugo en su propia tragedia. En ese sentido, no extraña que esta obra haya tenido efectos analgésicos entre buena parte de sus lectores. Exorcismo, creemos que lo llaman.
Por eso, en estos tiempo lóbregos en los que los fusileros sientan a las víctimas en el banquillo de los acusados, en los que la búsqueda de desaparecidos se confunde con una afrenta y en los que la degradación moral adquiere la sólida consistencia de la mierda, El arte de volar es una lectura necesaria, un ejercicio de honradez sin máscaras ni bigotes postizos, un mazazo frontal a la estulticia insoportable de esos que disfrazan el pasado de lobitos buenos, piratas honrados y príncipes malos.

jueves, abril 22, 2010

Oxímoron de Pejac en Benito esteban. Iconos de raíz.

Lo dejamos en Salamanca. Bien se sabe que no se está mejor que entre amigos, las buenas compañías multiplican el favor de los estímulos. El sábado pasado lo vivimos en mural y en directo gracias a la muestra de un buen y viejo amigo de este blog, el señor Pejac, que inauguró su exposición Oxímoron, para más inri, en la galería de otro buen amigo, Benito Esteban. Es lo que tiene Salamanca, que además de darte gratis la tapa con la caña (van dyck, how much I miss you!), te pone al día en cuestiones estéticas.
Ya conocemos a Pejac, es un tipo ecléctico, tan pronto te dibuja un cómic con virtuosismo pictorico, que te llena la cabeza de pájaros con sus invectivas socio-collageras. En esta exposición la duda ni ofende, porque el artista hace gala de talento y nos deja ver como se cuecen todas las salsas debajo del lienzo (o del collage). Vamos, que en Oxímoron Pejac nos enseña que el soporte es lo de menos, el mensaje importa independientemente de que éste se "proyecte" de forma mural, en collages firmados a tamaño postal, en vinilos de un metro o en lienzos pintados con óleo. De todo hay en este evento (miren ustedes las fotos, si no nos creen). Se rastrean las influencias del artista (su pasado grafitero, su trabajo con el icono trasmutado en paradoja) y se aplaude su evolución (hacia los tamaños grandes, hacia las técnicas combinadas, hacia el mural icónico). Sabemos que no será la última vez que hablemos de este artesano de los muros y el papel charol, pero tendrá trabajo por delante para mejorar la calidad de lo demostrado en Benito Estaban en este 2010: la exposición se organiza en tres espacios artísticos distribuidos a lo largo y ancho de los tres muros útiles que conforman la galería rectangular. Pejac utiliza uno de los muros largos y el más pequeño del fondo para trabajar a gran escala su habitual técnica-collage del icono polisémico: lo hace con una peculiar y desasosegante visión de un "bosque animado" y con su impactante "calavera de diseño". El segundo muro largo se divide en dos secciones, una con el lienzo de un "canario cautivo" homenaje a Mondrian y la segunda (junto a la puerta) con el grueso de los collages producidos por el artista durante estos últimos años, a modo de gigantesco lienzo fragmentado (un collage de collages, que diría algún muralista avizado). Por si fuera poco, la inauguración (a la que asistieron hasta neoyorkinas eminencias) estuvo amenizada por el buen hacer de DJ Roco, que, lo prometemos, no pinchó un solo tema malo.

Así las cosas, cuando nos dimos a la calle y nos entregamos a la mundanal jarana nocturna salmantina, íbamos tan llenos de estímulos visuales y significantes camuflados que apenas reparamos en renacimientos dorados, en estudiantes dicharacheros o en los turistas sonrientes que, sin duda, nos rodeaban. Si a alguno de ustedes se le ocurre ir por Salamanca no dejen de visitar esta exposición, verán como les sucede algo parecido. Tienen hasta el 22 de Mayo.
Para curiosos e interesados, más fotos del evento en la página del propio Pejac.

lunes, abril 19, 2010

DA2: Merrie Melodies y finlandeses histéricos.

Si alguno tiene pensado ir a visitar Salamanca próximamente, éste es un buen momento. Siempre lo es, en realidad, pero en primavera, la capital charra se pone radiante y la luz recién brotada convierte su arquitectura en un Renacimiento dorado. Los estudiantes se ponen sus mejores galas preveraniegas y las terrazas de la Plaza Mayor se llenan de turistas sonrientes a la sombra de un helado. Además, coinciden ahora en el tiempo un buen puñado de exposiciones que no deberían ustedes perderse.
Después de aquella fantástica exhibición de técnica y músculo que nos deparó la muestra anterior de Erwin Olaf, el DA2 se descuelga con una doble exposición la mar de apetitosa: por un lado, podemos recrearnos con Artic Hysteria, la colectiva dedicada al arte finlandés contemporáneo, que ha estado dando vueltas por Europa antes de llegar a nuestro país. En ella podemos ver obras de algunos de los autores más importantes del arte finés actual. Encontramos también testimonios abundantes que confirman la retórica de esas tierras del norte marcadas por su clima, sus bosques y sus fiordos. De casi todo ello hay muestras en esta exposición: en las fantásticas fotografías manipuladas de naturalezas distópicas y extrañamente hipnóticas de Ilkka Halso (de su serie "Museo de la Naturaleza"); en las liebres árticas disecadas de Pekka Jylhä, que se diseminan por las estancias de esta cárcel-museo y nos miran como si fueran seres humanos congelados en medio de un ritual; en ese vídeo-documental habitado por músicos-soldado, majestuoso en su frialdad, que es Huutajat-Screaming Men, de Mika Ronkainen.
Hay también humor en Finlandia, no se crean (lo demuestran los divertidos y originales Coros de queja, de Tellervo Kalleinen & Oliver Kochta-Kalleinen) y hay (en estos tiempos no podía ser de otro modo), mucho dibujo: el que encontramos en las barroquísimas, abigarradas y enormes pinturas a lápiz de Stiina Saaristo nos recuerda mucho a Bryan Talbot y a su El corazón del imperio; por otro lado, los cuadros y los cómics (expuestos también en la muestra) de Bo Haglund, nos remiten a un estilo más underground, menos solemne, en la línea de un Dave Cooper o, sobre todo, del recientemente publicado en España Pinocchio, de Winshluss.
Dibujo y más dibujo. El título de la segunda exposición que acoge el DA2 estos días (durará hasta Mayo) no deja lugar a dudas: Merry Melodies (y otras 13 maneras de entender el dibujo). En ella se nos da a conocer o redescubre la obra de jóvenes autores españoles que, de un modo u otro, conectan en su trabajo la creación audiovisual (el guiño del título) con el dibujo. Encontramos creaciones de Chema Alonso (que ha creado una cámara de observadores observados), la sorprendente y muy meritoria "balasera" acuarelada protagonizada por los padres de Enrique Marty, la falsa y sórdida inocencia que puebla los dibujos de Juan Zamora, Ruth Gómez y sus personajes posmodernos de violetas melenas, los pájaros hitchcocknianos de Marta Serna o Violeta Caldrés y sus collages recortables de reminiscencias orientales y aire de artesanía juguetera antigua (¿se acuerdan de las viejas mariquitas recortables?). Destacamos también esa vídeo creación de Vicente Blanco (de la serie "Paisaje nevado"), inquietante y tan gélida como aquellas obras finlandesas de las que hablábamos hace un rato: un vídeo estático y sugerente cuyo dibujo no dejaba de recordarnos a los cómics de la israelí Rutu Modan. Pero, entre todas, nos quedamos con la sala oscura que crea Fernando Gutiérrez en su instalación Crisálidas (que ya se había podido ver antes en la LAboral de Gijón): un juego de fluorescencias, monstruos flotantes y grafitis cambiantes que no dejará a ningún visitante indiferente.
En la siguiente entrega les comentamos el plato fuerte de nuestra visita salmantina y de estos juegos dibujados. Permanezcan atentos a su pantalla.

lunes, abril 12, 2010

Sofía y el negro, de Judith Vanistendael. Narración alterna, quebrantos interraciales.

No nos engañemos, si Sofía y el negro hubiera caído en nuestras manos hace, pongamos, diez años, la impresión hubiera sido mucho más honda. Estamos ya demasiado acostumbrados a Satrapis y Peeters, a Ken Loaches y Mike Leighs, para que una crónica autobiográfica de amores (im)posibles interraciales nos pille de sorpresa o nos remueva las meninges. La tópica del amor y el desamor, o la de las barreras del corazón, son más viejos que un Romeo sin Julieta. Este cómic, sentido y sufrido, de Judith Vanistendael se mueve en esas esferas ya conocidas y en el género viñeteramente revisitado de la confesión (parcialmente) autobiográfica con quebranto social al fondo, un slice of life con compromiso, que diríamos.
La opción gráfica de Sofía y el negro tampoco sorprende: Sfar está en todas partes, un toquecito de Peeters, otro de Baudoin y ya tenemos esa línea espontánea o esa mancha estratégicamente liberada que parecen ser la marca de fábrica del nuevo cómic francobelga. Una faena de aliño sin mácula, que adquiere, no obstante, interesantes momentos de lirismo en páginas como las del beso en el parque (con un interesante doble cambio de perspectiva), en las del encuentro sexual entre Sofía y Abu o en las de algunas localizaciones exteriores paisajísticas.
Sin duda, lo más interesante de esta historia tiene que ver con su fórmula narrativa y con su dosificación de la elipsis. Nos agrada la doble narración de una historia de amor complicada entre una joven (casi adolescente) belga de clase media, con inquietudes sociales, y un no tan joven togoleño, inmigrante ilegal. El mismo relato, las dificultades de la relación, se nos ofrece por partida doble con una simple variación del punto de vista: vemos la historia, en primer lugar, desde los ojos del padre de Sofía (de hecho, esta primera parte adapta al cómic el relato que escribió el padre real de Vanistendael sobre las relaciones entre su hija y el "Abu" también real). Se trata, esta primera versión, de un relato fragmentario (como ha de serlo por fuerza toda narración que adopte un punto de vista subjetivo): de este modo, en las primeras páginas del libro sólo tendremos conocimiento de aquella información de la que dispone el personaje que nos cuenta la historia, el padre. Asistiremos a su preocupación paterna, a sus inquietudes y desvelos ante lo que el considera un arrebato de juventud por parte de su hija. Pasaremos entre las páginas guiados por esa voz en off que (en las didascalias) nos hace partícipes de otro desvelo universal para cualquier padre, no importa de dónde: el de la hija que deja de ser niña, crece y se relaciona con "los otros". Entenderemos como propias las dificultades del progenitor, pese a su perfil progresista y tolerante, a la hora de aceptar una situación, como poco, inquietante por la que a la apacible estabilidad de su familia respecta: "Tenía que pasarme precisamente a mí... quiero decir, a mí y a mi hija. Y eso que estudia económicas, tendría que pensar con claridad". Vanistendael salpica su relato con buenas dosis de humor, situándolo de este modo, más cerca de la tragicomedia que del puro costumbrismo. El padre de Sofía, su estado de desconcierto, es el principal vehículo para expandir esa vena cómica.
La segunda parte del cómic está relatada desde el punto de vista de la propia Sofía. Es el suyo un relato retrospectivo (mirando hacia el pasado), más intimista y lírico, y una fuente necesaria de información para "completar" todos los agujeros de una historia que, hasta ese momento, resultaba tan fragmentaria como lo son los testimonios de un personaje en realidad externo a los acontecimientos (el padre de Sofía). Digamos que, en esta segunda parte, la voz narrativa gira de tercera a primera persona. Las elipsis se rellenan de información y los puntos de referencia varían. El relato de Sofía omite, o pasa de puntillas, por aspectos y acontecimientos que desde la visión del padre parecían esenciales. De igual manera, desde esta vuelta de tuerca narrativa, se nos revelan instantes importantes para entender la relación entre Sofía y Abu, que el padre desconocía o en los que no había reparado.
No es la primera vez que leemos un cómic que recurra al "punto de vista alterno" (lo que E. M. Forster denominaba "shifting view-point"), el anteriormente mencionado Frederic Peeters lo hacía con maestría en su breve y brillante Constellations, pero es cierto que Vanistendael sorprende con su elección de narratarios: al elegir al padre como relator de la historia de amor entre su hija y el negro Abu, la autora evita la opción más rutinaria de trasmitirnos el relato a partir de los ojos de sus dos protagonistas principales. Esta elección enriquece, sin duda, las opciones narrativas y abre puertas a guiños inesperados dentro de la historia, gracias a los mencionados recursos de la elipsis, el humor y la "visión deformada".
Quizás Sofía y el negro no sea ese cómic superlativo que anuncian las críticas (promocionales) de la contraportada, pero sí es un tebeo honesto y emocionante, y un interesante ejercicio narrativo. Sólo por eso, merece una lectura.

martes, abril 06, 2010

Max vs. Bardín. La consciencia autorial.

Hemos decidido recuperar algún artículo que hicimos hace años para el ya fenecido magazine online de Viaje a Bizancio Ediciones Tebeo en palabra. La idea inicial era hacer y dejar los artículos en la revista, pero a la vista de que el acceso a la misma ya no es posible a través de la red, nos hemos decidido a colgarlos en el blog para que estén al acceso de todo el mundo. En el primero de ellos analizábamos la figura de Max y nos referíamos con detalle a sus posibles motivaciones en una de sus obras fundamentales, Bardín el Superrealista. Nos habíamos referido ya a esta obra en una vieja reseña para FHM, pero siempre nos quedó la impresión de que un trabajo magno del cómic español, como éste, merecía un artículo en profundidad. El resultado fue este que aquí les dejamos.
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Las aristas del artista
Cuando se le echa un vistazo al panorama viñetero de los últimos treinta años, se tiene la sensación de que Max siempre ha estado ahí. Efectivamente, con diferente intensidad creativa, caparazón estilístico o popularidad, es innegable que Francesc Capdevilla ha sido uno de los protagonistas esenciales del cómic español y europeo de las últimas décadas. De hecho, la capacidad de este artista barcelonés para reinventarse a sí mismo, parece anunciarnos la presencia de un autor camaleónico, versátil y ecléctico. Probablemente sea todas estas cosas y muchas más, pero sobre todas ellas, Max representa la idea del creador eternamente insatisfecho, el artista en perpetuo movimiento que abre una puerta tras otra como única vía de escape para su genio.
Sólo así podremos interpretar la ingente labor creativa de un artista, como hemos dicho, en constante mutación. Pionero del underground español, en un momento en el que el movimiento no se presumía en nuestro país casi ni en estado embrionario, Max abre con Gustavo la colección de osadías comicográficas que habrán de situarlo en los altares de nuestro panteón privado de viñeteros ilustres. Es Gustavo, sin embargo, un personaje menor, un parias de la vida y también, por qué no decirlo, de las viñetas (eterno olvidado). El perfil esencial de esa creación antiheroica (dinamitero, bronquista y revolucionario por la vía rápida) anticipa, no obstante, algunos de los rasgos constitutivos de otro personaje de Max, éste sí, merecedor de mayores glorias revolucionarias y contraculturales.
Corrían los años 80 y los españolitos de a pie ya empezábamos a ver con claridad las luces que asomaban detrás de la roña predemocrática. Empezaban a intuirse las posibilidades infinitas del discurso sin cadenas y algunos decidieron tirar con fuerza de las palabras, las melodías, los fotogramas o, por qué no, de las viñetas. Eran los años dadaístas y los siniestros totales en las afueras de Monforte, o de las lluvias amarillas con que Alaska regaba la estepa manchegas; era el momento de la prensa ácida y retorcida de Monchos y Wyomings y, desde luego, era la ocasión de prostituir a los mitos de la cuentística infantil apareándolos con la esencia envenenada de los Sex Pistols: era la hora de Peter Pank. Terrorista del acto y la palabra, malhechor, bucanero con gafas de sol y cañones recortados, este antisistema ubicado en fechas y geografías ajenas, resumía, acumulaba, mucha de la rabia de los (hasta ese momento) mudos por imperativo legal. Casi todos crecimos un poco más golfos y rebeldes (al menos en nuestras horas de lectura, ¡qué caray¡) gracias a Peter Pank.
Y miren que ya se presentía en su cresta primorosamente perfilada, en la levita inmaculada del Capitán Tupé o en esas piernecillas bien torneadas de Kampanilla, sin embargo, no es hasta las maravillas perfeccionistas de El carnaval de los ciervos, El beso secreto o Mujeres Fatales, cuando un servidor se dio cuenta de la evidencia más meridiana de todas las obviedades posibles: Max también era el paradigma de la línea-clara en español (la Escuela Bruguera mediante, clara está su claridad). Pues sí que sí, ¡cómo no nos habíamos dado cuenta! (muchos lo vieron, otros estábamos cegados por el reflujo de la trasgresión antitodo de su pirata punkarra, que le vamos a hacer), Max era Chaland redivivo, nuestro Chaland con su montera de aires dóricos, y sus mujeres fatales, y sus terracitas en Las Ramblas, y su porrito mitológico de hachís… Igual de virtuoso, igual de meticuloso en el acabado perfecto de esas líneas cerradas y primorosamente perfiladas. Tan amante como aquel de los colores planos, de la claridad visual, de la compleja caricatura, de tan sencilla que parecía. Eso sí, siempre con el toque distintivo del artista: la angulosidad, la economía de trazo, ese acento posmoderno en el icono y la línea cinética subrayada, los vaivenes entre sus referencias librescas y la tópica localista...
Acostumbrados estábamos a las colaboraciones de Max con los medios de comunicación, con el diseño y el cartelismo, con su vertiente de cuentista infantil, cuando, de pronto y sin avisar (bueno, señales se dejaban caer desde su labor editorial –que merecería mil artículos por sí sola) nos enteramos de que este barcelonés “amallorquinado”, además, es el más experimental de los creadores autóctonos; un título extraño venía a refrendar tamaña osadía: El prolongado sueño del Sr. T. El joven Max ya no parecía tan joven, al menos en su ideario artístico, su trazo se había retorcido y llenado de sombras, su mensaje se tornaba críptico y simbólico y su reputación cogía barcos y aviones para traspasar continentes. Así, nos enteramos también de que Drawn & Quaterly, los gurús de la modernidad viñetera, habían elegido a Max para su catálogo, se atrevían a hacer algo que aquí, por aquel entonces, hubiera sonado a ultraje: publicar un trabajo claramente “impopular”. Tiempo después, con la sabiduría de manual que aporta la perspectiva histórica y que cierra las bocas de los agoreros de la involución, nos hemos ido enterando de que iba la “historia”: la de esos creadores que entrados los años 90, recogen los frutos que años antes habían plantado unos tal Hernandez, Burns, Martí, etc. y deciden que el cómic no se acaba donde nos habían contado (esto es, en las tiras de prensa o en los límites de una “falsa” literatura popular infantil –que nunca fue literaria), que hay tierras y territorios llenos de surcos esperando semillas, que hay frutos para todos los gustos, edades, colores, sexos y sabores, que la posmodernidad autorreferencial y la reflexividad crítica también entienden de viñetas. Vaya, y resulta que Max ya se había puesto manos a la obra, azadón en mano, antes de que por aquí llegaran las cosechadoras para todos los públicos.
El artista superrealista
Por eso, no sorprende, o no lo hace tanto (aunque agrade por igual), descubrir la enésima reencarnación de Max, al Max renacido de sus sueños y sus proyectos: al Max-Bardín, el Superrealista. Todo sigue un orden lógico, los grandes deslumbran a los que han de serlo: en el barcelonés se reconocen las deudas debidas a Crumb, a Chaland, a Mazzucchelli y a (qué otro podría completar la cuatrilogía sino Él) Chris Ware. Ware, el mesías redentor de la página de cómic, aquel que habrá de aposentar las viñetas en los museos y en las paredes de los organismos oficiales, el muralista de papel. Pues sí, Bardín bebe de Ware y su Jimmy Corrigan, indudablemente. Lo hace sin estridencias, con suficiente personalidad y recursos propios como para no exagerar la influencia.
Así las cosas, el curso pasado, La Cúpula nos sorprendió con su primorosa edición de Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, una recopilación de las historias cortas del personaje, aparecidas desde 1997 hasta 2004, en numerosas publicaciones (Nosotros somos los muertos, Amaníaco, El Víbora, etc.); el volumen incluye también alguna historieta inédita (como Buda todo a cien o El ruido y la furia). Debemos recordar que gran parte de las aventuras de este cabezón “surreal” habían aparecido ya recopiladas en un tebeíto delicioso publicados algunos años antes por Mediomuerto (la editorial comandada por el propio Max y su buen amigo Pere Joan): Bardín el Superrealista #1 (1999)[1]. Max retoma ahora buena parte de aquellos materiales, les añade color, los retoca (una viñeta incorporada aquí, una secuencia revisada más allá, un dibujo mejorado en este otro lado) y nos los devuelve envueltos en los oropeles que la ocasión y la obra merecían.
Es Bardín un personaje lleno de ocurrencias; ya nos lo anuncia la solapilla de contraportada:
Bardín es un tipo corriente al que nada le parece extraordinario. Por ejemplo, no le parece extraordinario que el término superrealismo (traducción exacta del francés surréalisme, que significa “por encima de la realidad”) no hiciera fortuna en castellano y que con el tiempo acabara por extenderse la simple adaptación fonética de la palabra francesa.
Si dejamos aparte el didactismo mal camuflado (con el consiguiente esfuerzo que además se nos ahorra a nosotros), lo cierto es que la cita nos resulta útil como “viñeta” contextualizadora. Y es que da la sensación de que Bardín es algo más que un personaje al uso. De hecho, sus aventuras se asemejan más a viajes interiores que a verdaderos episodios de acontecimientos. Quién, por ejemplo, no diría que Bardín es un alter-ego del propio Max o, al menos, de sus convicciones, de sus referencias intelectuales o de sus dudas existenciales. Cada capítulo de Bardín el Superrealista funciona como un pequeño ensayo trascendente, bañado en las fuentes librescas (cinéfilas, comicográficas, etc.) de su autor. La exposición de los contenidos (en forma de viñetas) sigue en muchos casos la misma “lógica ilógica” de un ensayo (es decir el fluir de ideas, el encadenamiento de razonamientos), sin que exista una aparente predisposición metódica en la ordenación de los contenidos (aunque sabemos que la hay). ¿Estamos hablando del primer cómic auspiciado bajo aquel “fluir de consciencia” (stream of consciousness) con el que epataron al mundo los Joyce y compañía? Seguramente no, encontramos ejemplos de razonamiento digresivo entre aquellos cómics y autores underground que admiraba el propio Max; aunque, todo hay que decirlo, en el caso del underground la espontaneidad del discurso oscilaba entre el monólogo verborreico y acumulativo de Crumb y la muda alucinación lisérgica de Moscoso, por poner sólo dos ejemplos. Muy lejos, como ven, del razonamiento ensayístico o la reflexión filosófica a los que ahora nos acercamos. Decididamente Bardín es otra cosa.
De la mano de este Superrealista de bolsillo, Max nos invitará a un viaje desbocado por el interior de su mente, sin más reglas que las reglas inexistentes de nuestro subconsciente (y todos esos “objetos” de la sub-existencia que en él se acumulan). Las escalas del periplo, parecen tan impredecibles como las de un sueño: así, nos deslizaremos desde ese homenaje a Buñuel que es la historia que da título al libro, Bardín el Superrealista (con diálogo imposible incluido entre el protagonista y el perro andaluz), hasta la pesadilla final con resonancias faulknerianas, que bajo el evidente homenaje (El ruido y la furia), esconde los miedos, obsesiones y pecados pretéritos de Bardín (o de Max, o de todos nosotros, los hijos de una generación); sin duda, un buen brochazo de negrura subconsciente para cerrar el círculo.
Entre medias, hay tiempo para todo: fórmulas para una utilización evasiva del gótico flamenco (Bardín imagina), la ya tradicional, personal e intransferible reflexión existencial acerca del origen del universo, que todo buen aspirante a pensador debe incluir en su catálogo (El cielo sobre Bardín) o, en la misma onda cinéfila, el explícito Homenaje a don Luis Buñuel, en el que Max engarza, entre referencias obvias a El perro andaluz (de nuevo), su catálogo personal de símbolos surrealistas; algunos de ellos volverán a aparecer desglosados algunas páginas más tarde en Descripción Bardín del mundo superreal. Desde luego, entre tanto proceso mental e irracional, no falta algún razonamiento verbalizado desde la consciencia, como el que intenta encender las conciencias colectivas, en esa arenga panfleto-gráfica y reivindicativa a favor del arte del tebeo que es Un acto de amor.
La fase teleológica de las dudas teológicas es una de las mejor representadas en estas aventuras interiores de Bardín: como el yin y el yan o el Barça y el Madrid, la fe y la razón forman una dualidad de resolución imposible. Bardín, cual Unamuno en miniatura, vive ese tormento como todo hijo de Dios, de Buda, de la naturaleza o de la casualidad… La agnóstica convicción aparente del personaje, se desarma con asombrosa rapidez ante la aparición de todas las deidades posibles en la cosmogonía viñetera. En La estrella misteriosa, por ejemplo, Bardín afronta sus primeras apariciones y da comienzo a sus primeras experiencias místicas o, si así lo prefieren, sus primeros pasos en el siempre difícil camino hacia la iluminación (ese nirvana al que todo personaje de bien debería aspirar). Bardín asume una realidad que ya no le abandonará: todos estamos sometidos al giro de “La rueda de la vida y la muerte”, vivimos en el mundo de la ilusión, el de los sentidos, y somos esclavos en la cadena de nuestra existencia.
La forma en que Max juega con la simbología y la filosofía budista (Buda todo a cien) para recrear las dudas metafísicas de su personaje es, sin duda, uno de los grandes hallazgos visuales de las aventuras bardinianas. Una iconografía que le permite, además, crear e incorporar referentes visuales del mundo interior del personaje, gracias a grandes viñetas ocupadas por la recreación de estos peculiares samsaras (cadenas vitales). Llega el juego a su apogeo en Una polémica metafísica, la disputa intelectual entre Bardín y el supremo ser creador (que repite luego en Paseo nocturno).No lo hemos dicho, pero ya habrán deducido ustedes que prácticamente toda la trayectoria de Max está plagada de humor, mala leche e ironía fina (léase Iluminación). En Bardín el Superrealista, la risa aparece tamizada por la intelectualidad de la propuesta y aparece parcialmente condicionada por la interpretación de esas claves intelectuales. Eso sí, en ocasiones es tan transparente y sus dardos son tan afilados (San Ceremonio, martir), que hasta el mayor de los descreídos, cogerá el chiste. Es lo que tienen los autores geniales, que contentan a moros y a cristianos, a “hunos” y a otros.
Porque, no se lo digan nadie, Bardín el Superrealista es uno de los mejores cómics, reflexiones filosóficas, broma surrealista (o como lo quieran ustedes bautizar) que ha leído un servidor en mucho tiempo; y encima con una edición tan bonita como esta de La Cúpula… ¡Qué inconsciencia!
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Bardín baila con la más fea. Un anómalo “cadaver exquisito” (valga la redundancia) en el que el personaje se enfrenta a su propia muerte, en un baile cuasi-poético de colaboraciones por parte de muchos y muy variados artistas de cómics, que recrean al personaje en su encuentro con la dama de la guadaña; ya lo dice una entradilla de la primera página: “una experiencia inenarrable, irrepetible y finalmente insoslayable”.