Nos reafirmamos en la idea. La obra de autores como Ware, David B., Satrapi, Huizenga, los chicos de Drawn & Quarterly, etc. y, previamente, la de los Hernandez, Burns, Clowes y demás valientes ochenteros, supone un bautizo posmoderno con todas las (marcas) de la ley (autorreferencial, intertextual, metatextual...).
Sin embargo, para ahondar la brecha de incertidumbre (ante el extraño devenir diacrónico del medio), debemos confesar que mucho antes de la postmodernidad exisitió un periodo de probatura, búsqueda y experimentación, un momento en el que estuvieron a punto de abrirse muchas puertas (que, finalmente, sólo se dejaron entornadas): algo similar a lo que en otros vehículos artísticos se englobó bajo la etiqueta de Las Vanguardias. En el cómic, en las mismas fechas en las que lo hacían en la pintura, la escultura o la literatura, aparecieron una serie de artistas dispuestos a hacer arte con las viñetas y situarlas al nivel artístico de otros vehículos, digamos, más asentados.
Fueron pocos y osados. Casi todos ellos, como dicta la historia de los adelantados, escasamente reconocidos en su época. Entre ellos, el primero, el más grande, Winsor McCay, que plantó a su Little Nemo directamente en el Modernismo a lomos de una cama que galopaba por sueños surrealistas y abría de una coz las puertas de palacios oníricos, princesas con labios de fresa y nubes azules. Luego, fueron viniendo, casi a escondidas, agazapados, autores que no dejaban de jugar con sus historias a aquello del arte por el arte: que se lo digan a Gustave Verbeek, que forjó sus cadáveres exquisitos reversibles gracias a un ingenio cuasi dadaísta. En 1912, otro aventurero de la forma, Cliff Sterrett nos regala a Polly y a sus colegas que, durante cuarenta años, nos situó en un plano de costumbrismo dislocado; slapstick filtrado por el surrealismo amablemente caricaturesco de un autor que necesitó muchas más de esas cuatro décadas para ser reconocido. George Herriman no lo tuvo tan crudo y en su época gozó de un merecido reconocimiento; no es para menos, si atendemos a su papel como epígono comiquero de otros reconocidos surrealistas pictóricos y cinematográficos; ¿se nos asustaría alguien si dijeramos que Herriman fue al cómic lo que Miró a la pintura o Buñuel al cine?
Dejamos para el final al menos reconocido (y por ende apreciado) de todos estos artistas de la vanguardia escondida de los cómics. Hablamos de Lyonel Feininger, por supuesto. El dibujante menos comiquero, menos prolífico, menos ortodoxo del primer cómic... Hace poco tuvimos la suerte de hacernos con una de esas bonitas reediciones de las obras completas de Feininger (prologada por Bill Blackbeard) de Fantagraphics. Toda una aventura visual para las apenas 55 páginas que compendian prácticamente todas las planchas de cómic que Feininger dibujó en su vida: la vida de sus The Kin-Der-Kids, así como la de Wee Willie Winkie's World apenas llegó al año y medio. Tiempo suficiente, en todo caso, para demostrar que el exitoso expresionismo y el cubismo que empezaba a inundar los lienzos de Europa también tenía un sitio en las páginas de los periódicos norteamericanos (al menos eso pensaba este estadounidense-alemán): personajes llenos de ángulos, tejados con bocas que parecen buhardillas, nubes y olas como cubos, todo era visión dislocada en la obra de este tipo atípico.
El resto de la historia, hasta hace dos o tres décadas, ya la conocen ustedes. En ese escrito que les comentábamos al principio, citamos unas palabras de Richard Marschall en la Historia del Cómic de Toutain que, indirectamente, explican el anonimato en el que hasta fechas recientes se cobijaron nombres como el de Feininger:
Y también de que autores como Feininger pasaran por el cómic sin pena ni gloria, suponemos. Todo esto viene a cuento en este post (que ya va para demasiado largo) porque este fin de semana nos hemos vuelto a cruzar con nuestro amigo Lyonel. No ha sido en las páginas de ningún periódico, sino en los lienzos de una prestigiosa pinacoteca. Ni muchos lectores de cómics ni muchos visitantes de museos saben que Feininger, fue dibujante de cómics y (sobre todo, diríamos) pintor de esas mismas corrientes de vanguardia que antes mencionábamos. En la excelente ¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra, que estará en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 11 de enero, tienen la ocasión de comprobarlo. Sólo hay dos o tres piezas suyas (ninguna de ellas mayor), pero la muestra está sin duda entre lo mejor de la oferta cultural prenavideña que pueden guardarse ustedes en la bolsa de la experiencia. Vayan y nos cuentan.