miércoles, abril 04, 2007

De 300, Sin City y otras viñetas filmadas (y II).

¿Por dónde íbamos? Sí, 300 and company. Fui a verla el otro día, con la mosca detrás de la oreja, la verdad. No por nada, sino por ese trailer agitadillo y espasmódico y por las típicas reservas de todo comiquero que se precie cuando le tocan la fibra (o la página). La peliculita ha dado mucho que hablar y, de rebote, ha recolocado a Miller en las estanterías; lo cual, aunque sólo sea como efecto colateral, no está mal.
Al grano, las expectativas se vieron satisfechas: la adaptación de Zack Snyder es entretenida (en momentos contados) y poco más. Le falta ritmo (muy irregular, lastrado por las tramas secundarias), le falta coherencia narrativa y le sobra testosterona, épica hollywoodiense y exageración barroca (formal y argumental). En fin.
Me carga la voz narrativa en off prácticamente desde el comienzo, por lo ampulosa e innecesaria, píldoras de alivio-antisilencios para espectadores impacientes; mal endémico del cine espectáculo actual, ese desconfiar continuamente de la capacidad del espectador para asimilar imágenes sin muletas. Por si fuera poco, el personaje-narrador, el tal Dilios, resulta más postizo y menos convincente que McFarlane dibujando a Tintín: inenarrable el paso de secuaz apocado a Homero reconvertido en agitador de masas.
Después de los 10 primeros minutos de cierta sorpresa, termina cargándome la manipulación digital de la fotografía y ese tono sepia de negativo requemado, que, eso sí, da una simpática apariencia cobriza a la musculación de nuestros amiguetes espartanos (como muy de estatuilla ornamental para poner en la chimenea al lado de la reproducción del Partenón). Además, ayuda a construir esa imagen chusquera e hiperbronceada del personaje de Jerejejes, cuya aparición en la cinta nos depara algunos de los momentos más alucinantes de la película: a medio camino entre la parodia bufa y la "deconstrucción" clásica de la filosofía drag-queen, uno no sabe si reír o llorar cada vez que el engendro Jerjes aparece en pantalla. Servidor, simplemente se quedó estupefacto.
Como ya señalé en el post anterior, me carga el discurso macarra y chulesco por sistema. ¿Por qué a todos lo "héroes" del cine estadounidense, sean emperadores, reyes, soldados o científicos excéntricos se les supone la misma variedad estilística que a Mick Hammer? ¿Es necesario que un rey espartano se regodee en su superioridad física o moral con ese tonillo irónico-condescendiente-ingenioso que muestra Leónidas a lo largo de toda la película? A uno termina apeteciéndole que se le caigan las Termópilas encima.
Ante tal sobredosis de estímulos, abusivos a todas luces (sepias), hasta se agradecen las cámaras lentas de Snyder (recurso brillante donde los haya para conseguir que una cinta de una hora y media adquiera un metraje de dos horas) o los tajos a destajo descargados por nuestros heroicos combatientes sobre la legión de enemigos marcianos que desfilan en procesión ante ellos (en un guiño indisimulado al cine B de "ciencia-ficción": ahora arremeten los hombres-culebra, ahora los samuráis invencibles e intocables, ahora los elefantes de cuatro cabezas... naderías para un "cachas" como Leonidas). Pues eso, que cuando acabó la peliculilla, las cuitas tertulianas más encendidas giraban alrededor de las glándulas pectorales de ellos y de ellas, más que acerca de otra consideración narrativa o técnica.
No me malinterpreten, tampoco es que uno crea que las viñetas filmadas sean una lacra a extinguir. Miren, curiosamente, la mejor adaptación cinematográfica en torno al cómic que ha visto un servidor, ni adapta un cómic concreto, ni es un film propiamente narrativo. Hablo de Crumb, el documental que llevó a cabo Terry Zwigoff en 1994 sobre el genio underground y su entorno, familiar y vital. En dos horas, muy bien aprovechadas, Zwigoff entrevista a Crumb, a sus hermanos, a su madre, a su esposa, a sus hijos y amigos, la cámara muestra a Crumb, al artista, a la persona y al personaje, y crea el perfil preciso de un individuo excepcional a todas luces (de intensidad variable). El espectador termina asumiendo la imposibilidad de disociar al Crumb real de la imagen que de él proporcionan sus historias. De este modo, el documental termina convirtiéndose en reflejo de la ficción (o a la inversa) y la cinta de Zwigoff acaba por ser un capítulo más que engrosa la lista memorable de historietas underground de su protagonista, al mismo tiempo que una crónica tenebrosa de la realidad social americana más escondida.
Pero no nos desviemos, estábamos con 300 y con 300 terminaremos. Vamos a hacerlo con una crítica ajena, la que Jordi Costa publicó en El País el 23 de marzo de este año. Una vez más, repetimos gestos que otros anticiparon, pues han sido muchos los que ya han aludido a esta reseña (Gran Wyoming incluido), pero no hemos podido resistirnos. Desde las muy añoradas crónicas cinéfilas de nuestro muy añorado Ángel Fernández Santos, no leíamos palabras tan atinadas y bien dispuestas sobre el noveno arte... Disfrútenlas:
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Esparta anabolizada, JORDI COSTA (EL PAÍS - 23-03-2007)
Publicada en 1998, 300, recreación en clave épica de la batalla de las Termópilas, marcó en la carrera de Frank Miller la conquista de una deslumbrante madurez expresiva y el compromiso con una radicalización ideológica que parecía haber dejado atrás todo atisbo de ambigüedad. Virtuoso de lo que su maestro Will Eisner denominaba el "arte secuencial" y orfebre de una síntesis gráfica que parecía deberle tanto al manga como a algunos referentes europeos (Hugo Pratt), Miller adoptaba como pretexto narrativo la voz de un rapsoda espartano dispuesto a transmitir la épica del sacrificio a nuevas generaciones de soldados. En el work in progress que ahora mismo tiene entre manos -Holy Terror, Batman!, obra de 200 páginas que enfrentará al superhéroe de la DC con el mismísimo Bin Laden-, el autor reconoce estar cruzando la línea que separa la mimesis formalista de una vieja arenga militar de la propaganda sin coartadas intelectuales de ningún tipo y con vocación de inmediata funcionalidad ideológica. No se le puede reprochar a Miller falta de convicción en lo que cuenta, pero quizá sí quepa añorar esos trabajos de los ochenta -Ronin (1983), Batman: The Darknight Returns (1986), Elektra Assassin (1986)- en los que el autor se acercó a las complejas estrategias narrativas de la posmodernidad literaria.Como ya ocurriera con el Sin City cinematográfico que cofirmaron el propio Miller y Robert Rodríguez, la adaptación de 300 tiene su primordial reclamo en la apuesta de extrema fidelidad formal emprendida por el director Zack Snyder y en la consiguiente bendición del historietista. Lo mejor que se puede decir de 300 es que logra hacer justicia al antinaturalista tratamiento cromático de Lynn Varley en el original y lo peor, que su obsesiva fidelidad pasa por interpretar el cómic con la mirada primitiva de quien no percibe ilusión de movimiento, sino mera sucesión de estampas estáticas.
Así, 300 no es tanto una adaptación caligráfica como una traición medular: lejos del dinamismo extremo orquestado por Miller, la película desgrana una sucesión de preciosistas tableaux vivants que revisitan la marmórea grandilocuencia de Cecil B. DeMille con estética de aerografiada postal filogay inconsciente de estar al servicio de un subtexto homófobo. El dispositivo formal manejado por Snyder da para componer un tráiler deslumbrante, pero no para que el espectador entre de lleno en esta historia aquejada de tanta hipertrofia digital como la pionera Casshern (2004), del japonés Kazuaki Kiriya, profeta de un cine de síntesis capaz de exiliar la emoción al territorio del vacío absoluto.
Figura de ceraSnyder se aleja del original para intoxicar de fantasía la recreación histórica, a través de una animalización caricaturesca del enemigo que entronca, precisamente, con los mecanismos de ese viejo cine de propaganda que la corrección política siempre quiso ocultar bajo la alfombra.
Monstruosidad, deformidad, amaneramiento, perversión y voluptuosidad sexual dibujan, así, un universo persa que se contrapone al monolitismo marcial espartano. Habrá quien considere temerario leer 300 bajo la luz del contemporáneo choque de civilizaciones, pero no es menos arriesgado obviar el componente ideológico de toda ficción. Y más si, como en este caso, Miller y Snyder desarrollan su juego en un territorio hiperbólico, pero ajeno a esa ironía que, por ejemplo, no salvó a la libertaria Star-ship Troopers (1997), de Paul Verhoeven, de recibir acusaciones de fascismo.
Snyder ha sido fiel al fondo de 300, pero ha inyectado tantos anabolizantes en la forma que ha condenado el conjunto a la parálisis de una hiperrealista (y algo ridícula) figura de cera.

lunes, abril 02, 2007

De 300, Sin City y otras viñetas filmadas.

Paréntesis watchmeniano aparte, estábamos últimamente dándole vueltas al "otro" y a sus adaptaciones, mejor dicho, a las adaptaciones de su obra a la gran pantalla. Y justo ahora en que casi todos se han cansado de hablar de 300, esa versión hiperhormonada que ha fabricado Zack Synder sobre la obra de Frank Miller, nos apetece a nosotros retomar el tema.
Cerraba el reciente post sobre Miller y su otra adaptación (la de Sin City), reflejando cierta indiferencia acerca de la versión cinematográfica. No es que nos sintamos especialmente obligados a justificar tamaña osadía, pero siempre se agradecen un par de razones que expliquen este tipo de sentencias disparadas al aire. Expliquémonos pues.
Verán, lo admito casi todo, la película de Robert Rodríguez era visualmente brillante y relativamente innovadora en su aplicación de encuadres, puesta en escena y fotografía, sobre todo (con una pátina de irrealidad digital que acentuaba la atmósfera opresiva y de serie negra que se perseguía). También el montaje funcionaba con cierta corrección, dentro de su búsqueda indisimulada del impacto visual, las técnicas del videoclip y el montaje digital elevadas al cubo, una película en la que la coletilla "parece un cómic" por fin no se leía como un defecto. ¿Entonces? ¿Dónde estaba la pega?
Les he comentado que Sin City me dejó algo frío, no que no me gustara. Esperaba más, es cierto, nos habían vendido la cinta como la panacea del cine viñetero, el sumum de la transposición discursiva, el "nosequé" de la posmodernidad visual y, me dirán, no es para tanto. Repito, como espectáculo visual consigue lo que busca: impacta. Ahora bien, como texto narrativo, la cosa cojea en alguna de sus patas. Lo que funcionaba en algunos de los capítulos de la obra de Miller (no en todos) no lo hace en el cine: la fragmentación. No es novedosa la idea de generar una atmósfera, una idea, a partir de brochazos argumentales y peripecias dispersas que se engarzan mediante algunos denominadores comunes a todas ellas (personajes, líneas argumentales que se cruzan o la comunidad contextual -la ciudad en este caso). En los cómics de Sin City la dispersión tiene efectos positivos sobre el conjunto, en la película no. Las tres historias (Sin City, Ese cobarde bastardo y La gran masacre) no acaban nunca de enlazar coherentemente, el largo paréntesis de Ese cobarde bastardo ejerce un peso decisivo sobre el ritmo narrativo conjunto y termina por lastrar la homogeneidad de la cinta. El vértigo de la acción nunca cesa, pero el resultado final carece de consistencia global. El efecto aglutinador que tienen los detalles en los cómics desaparece absorbido por el torbellino de imágenes acumuladas en ráfagas de difícil digestión (si es que se puede digerir una ráfaga de lo que sea).
Por otro lado, nunca llegué a acostumbrarme a ese tono entre la solemnidad engolotada y la chulería que escupen los personajes de la película: lo que en los globos de viñeta y las didascalias transmite cierta trascendencia épica del submundo criminal, en la película suena a parodia chulesca a lo Bruce Willis. Y claro, a uno se le escapa la risa en el momento más apasionado, dramático o circunspecto. Surge el interrogante, ¿será entonces que lo que funciona en el cómic no tiene porque hacerlo en el cine? Evidentemente, señores, hablamos de dos discursos diferentes, narrativos los dos, sí, pero con unas herramientas y mecanismos secuenciales diversos. Hace unos días Pepo , en Con C de arte, Pepo convertía en post el comment de uno de sus visitantes. Decía el autor que "el lenguaje, la gramática del tebeo, se construye a partir de la relación espacial que se establece entre las viñetas y su distribución en la página. Y eso, desde luego no es cine" y que los intentos de transposición casi siempre han terminado por fracasar; pero también añadía que "'Sin City o 300 abren un nuevo camino (o lo recuperan, la pionera fue Dick Tracy de Warren Beatty), en el que el cine se apropia de imágenes, de una estética, de formas de resolver visualmente de un medio al que hasta ahora había contemplado únicamente como una fuente de conceptos; pero aún así, no se apropia de su lenguaje."
Humm, como entenderán (si no se han aburrido todavía y han tenido la paciencia de seguir el post), debemos estar de acuerdo con David (el "comentarista") en el hallazgo visual que, sin duda, adorna a esta nueva forma de hacer adaptaciones cinematográficas de obras de cómics; incluso nos sumamos a su intuición y apostamos por una continuidad del modelo: creará escuela (o ya lo ha hecho). Ahora bien, ¿es necesario? Es decir, ¿se necesita un modelo visual, estilístico o narrativo que permita adaptar cómics al cine? El lenguaje cinematográfico tiene sus propias herramientas y unos códigos particulares. La adaptación de cualquier obra narrativa a ese lenguaje, deberá adecuarse a dichos códigos, no transformarlos, creemos nosotros.
¿Se imagina alguien que para adaptar una novela al cine el director decidiera prescindir de la voz en off en pro de un texto sobrescrito en pantalla de modo sistemático? Me vale la opción como experimento (Belleza robada o The Pîllow Book -dos no adaptaciones, además-), pero no como fórmula para adaptaciones literarias. ¿Empleo John Huston un metraje de 6, 12 o 15 horas para conseguir una adaptación fiel a la enorme epopeya simbólica de Melville? El cine es cine, el cómic es cómic y la novela es novela y cada discurso tiene su personalidad y su idiosincrasia.
Esta semana, retomamos el tema y hablamos un poco de 300, que hoy se nos ha ido el metraje de las manos.
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Lo que son las cosas, escrito el post y con el dedo en el icono de publicación, en plena búsqueda de vínculos leo en Crisei, el blog de Rafa Marín, razonamientos afines y mucho mejor explicados, así que lean, lean... (vía Con C de arte).

viernes, marzo 30, 2007

Nota de prensa sobre la nueva edición de Watchmen.

No tengo la costumbre de pinchar notas de prensa y similares, pero bueno, los de Planeta han mandado esta cosita bastante currada sobre Watchmen y, claro, cuando se habla de Watchmen, uno tiene su corazoncito.
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Planeta DeAgostini tiene el placer de presentaros en el próximo Saló del Còmic una de las obras canónicas del género, Watchmen, en una edición definitiva plagada de extras que conmemora el 20º aniversario de la obra.

Watchmen
está ambientada en un universo que plantea cómo habría sido el mundo real de haber existido los superhéroes. Éstos han sido desplazados por la sociedad e incluso perseguidos por la ley. Algunos siguen operando aún en contra de dicha ley, como es el caso de Rorschach, mientras otros trabajan como aliados del gobierno de los Estados Unidos, como el Dr. Manhattan, una pieza clave de la superioridad norteamericana en la Guerra Fría.

Los temas alrededor de los que gira la obra son diversos: el más evidente es el cuestionamiento moral de la existencia de los superhéroes, del vigor de su autoridad, que se resume con la cita de Juvenal que abre el libro: “¿Quién vigila a los vigilantes?”. Mediante la contraposición ideológica de sus protagonistas, Moore y Gibbons invitan a la reflexión sobre el poder y el peligro que puede suponer cuando quienes lo ostentan no se atienen a una “deontología”. Watchmen nos habla también sobre la filosofía, el determinismo, la superación de los valores morales o los fanatismos; y sobre otros aspectos de la sociedad de finales del siglo XX: como el respeto a los derechos humanos y la existencia y alcance de poderes fácticos (económicos, mediáticos) que también abre la narración a la teoría de la conspiración. Una obra compleja que representa además el germen la renovación de la narración gráfica en la historia del cómic.

LOS AUTORES

Alan Moore

Alan Moore nació en Northampton, Inglaterra, en 1953. Entró en el mundo del cómic a finales de los setenta, como guionista y dibujante de de tiras como Maxwell the Magic Cat, que se publicó semanalmente hasta 1986. Dejó a un lado su faceta de dibujante y se concentró en escribir guiones. Pasó a trabajar para diversas editoriales, como Marvel UK (Doctor Who Magazine, Captain Britain), Fleetway / 2000 AD (DR & Quinch, The Ballad of Halo Jones), o Warrior (Marvelman o la exitosa V de Vendetta). Empezó a escribir para DC Comics en 1983, cuando se hizo cargo de la serie La Cosa del Pantano (en la que apareció por primera vez el personaje de John Constantine, y que actualmente Planeta DeAgostini cada mes). Publicada entre 1986 y 1987, Watchmen dio un gran impulso a su carrera, por su narrativa innovadora y por su temática, enfocada a un público más adulto. Desde finales de los 80, Moore ha alternado obras para un público adulto (From Hell, Un pequeño asesinato) con otras más comerciales como Superman: Whatever Happened to the Man of Tomorrow, Batman: The Killing Joke, o sus colaboraciones en diversos títulos de la editorial Image. En 1999 creó su propia línea de cómics (America’s Best Comics) para la que creó títulos como La liga de los hombres extraordinarios, Top 10, Promethea o Tom Strong. Además de guionista es mago (algunas de sus representaciones han sido adaptadas al cómic, como El amnios natal o Serpientes y escaleras) y novelista (La voz del fuego, publicada recientemente también por Planeta DeAgostini).

Dave Gibbons

David Gibbons comenzó su carrera como dibujante trabajando para las editoriales inglesas DC Thomson e IPC, donde fue nombrado director artístico de la prestigiosa revista 2000 AD en su fundación. Trabajó también en la revista Doctor Who Weekly. En 1982 empezó a trabajar para DC Comics, dibujando la serie Green Lantern. Watchmen, realizada en 1986, es uno de los trabajos más notables de su carrera. Ha sido también el dibujante de personajes como Superman, Batman o Flash en diversas ocasiones. En 1990, junto a Frank Miller, creó al personaje de Martha Washington, protagonista de la miniserie Give me Liberty, que tendría varias secuelas a lo largo de los años 90: Martha Washington goes to War, Happy Birthday Martha Washington, Martha Washington Stranded in Space y Martha Washington Saves the World. En 2004 publicó su novela gráfica acerca del movimiento mod The Originals en la línea Vertigo de DC. En los últimos años ha sido guionista y dibujante de diversas series para DC: Legión de superhéroes, La guerra Rann / Thanagar, Green Lanterns Corps: Recharge o su continuación, la serie regular Green Lanterns Corps. También es el autor de varias portadas de discos, como la de Too old to Rock’n’Roll, Too young to die!, de Jethro Tull; K, de Kula Shaker; o el recopilatorio Greenpeace Rainbow Warriors.

RECORTES DE PRENSA

“Narrada con un crudo realismo psicológico, con líneas argumentales entrelazadas como una fuga musical, maravillosas viñetas cinemáticas repletas de motivos recurrentes, Watchmen es una lectura desgarradora y emocionante, y un hito en la evolución de un medio joven.” Lev Grossman, Time (Incluida en la lista de las 100 mejores novelas en lengua inglesa de Time).

“Watchmen supone para los superhéroes lo que El halcón maltés supuso para las novelas detectivescas o Raíces profundas para los westerns Don Markstein, Toonopedia.

NOTAS:

La edición absolute de Watchmen de Planeta DeAgostini es una réplica de la publicada en Estados Unidos en el pasado año, a tamaño 212 x 320 mm y cartoné.

Los extras consisten en textos exclusivos de Alan Moore y Dave Gibbons, un especial que nos detalla todo el proceso creativo de los autores y que ahonda en las características de cada personaje. Contiene también bocetos, guiones de Alan Moore, cubiertas originales e ilustraciones inéditas.

La adaptación al cine de Watchmen es un misterio practicamente desde la publicación de la novela. Actualmente hay indicios de que Zack Snyder, director de “300” trabaja desde hace tiempo en la preproducción de la historia, que vería la luz finalmente en 2008-2009.

Watchmen fue noticia nuevamente en 2005 al ser elegida por la revista Time entre las 100 mejores novelas de todos los tiempos. Fue el único cómic seleccionado.

jueves, marzo 29, 2007

Frank Miller. La sombra del talento es alargada.

Antes de entregarnos a batallas espartanas con resultado incierto, quiero leerles a mis mariscales una declaración de intenciones. Se trata de una artículo que escribí para el Culturas (el ya difunto y nunca suficientemente llorado suplemento cultural del Tribuna de Salamanca). Recuerdo que con motivo del estreno de Sin City se me pidieron unas letras acerca del genio inspirador de la criatura; una especie de semblanza pre-preparatoria para lo que había de venir, la película. Ahora, el fenómeno se repite, pero como soy un tipo dado a la indolencia, en lugar de prepararme un rollo nuevo, voy a tirar de manuscrito y les entrego el antiguo. Donde se leía Sin City, lean ahora 300, y todos tan contentos. En breve nos metemos en el fregado de Zack Snayder y acólitos...

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Hoy, en un brindis al sol lleno de oportunismo indisimulado, vamos a arrogarnos el derecho a no hablar de novedades editoriales o primicias comicográficas. Muy al contrario, volveremos nuestra mirada hacia el pasado para recrearnos en la obra de uno de esos autores que la (escasa) bibliografía sobre comics califican como geniales. Nos referimos al americano Frank Miller ¿Cómo justificamos este capricho? Por supuesto, por la aparición en la gran pantalla de Sin City, adaptación cinematográfica de una de sus obras, quizás no la más conocida. Desglosemos aquellas razones que, a priori, pueden hacer que la película de Robert Rodriguez merezca la misma atención que la obra de Miller.

Argumento impepinable número uno: en esto del noveno arte no se puede presumir de fan y no conocer al señor Frank Miller, uno de esos talentos que de vez en cuando se despachan con algún hallazgo artístico de los que después citan los enciclopedistas del género. Si Batman: el regreso del señor de la noche violó las normas básica de la épica superheroica, removiendo todos los patrones establecidos, Sin City, un cómic de serie negra, negrísima, sorprendió a unos y otros por la cruel aspereza de sus argumentos y por una grafía basada en el contraste violento del blanco y negro, en ocasiones cercano al positivado fotográfico; un dibujo anguloso, difícil, cuasi-expresionista, pero muy adecuado para unas historias tan oscuras que no dejaban ver la luz. 

Argumento número dos: de entre la docena de obras (número aleatorio donde los haya) que prestigian el sobre-explotado género de los superhéroes, al menos tres o cuatro son responsabilidad de los lápices de Frank Miller. Sólo o en compañía, como guionista, como dibujante o haciéndose cargo de las dos funciones, el autor americano nos ha dejado algunas de las páginas más brillantes del cómic de acción. Recorramos a vuelapluma algunas de ellas:

Frank ya había trabajado para la colección de Daredevil (ya saben, ese abogado ciego y superhéroe atormentado, del que ya hemos sufrido una de las peores adaptaciones cinematográficas hasta el momento) con unos resultados más que notables. Sin embargo, cuando en 1986 regresa a la serie de la mano del enorme y jovencísimo Mazzucchelli para guionizar Born Again, casi nadie se esperaba que los resultados finales fueran tan ajustados al título de la saga: en manos de Miller, Daredevil renació como superhéroe, pero sobre todo como personaje humano. Un hombre lleno de dudas y abrumado por sus problemas cotidianos. Un superhéroe muy poco heroico y, por consiguiente, bastante más digno de nuestra atención que la mayoría de sus compañeros en calzoncillos.

Continuó Miller dispuesto a jugar con la materia prima topicalizada que se le ofrecía y en 1986 con Elektra asesina (personaje creado por él en su primera participación en la serie de Daredevil), da otro aldabonazo al panorama de la épica del superhombre. Junto a uno de los grandes artistas de la narración gráfica, Bill Sienkiewicz, Miller desestructura la historia de una ninja asesina a sueldo, en una narración más propia de las películas de Atom Egoyam que de la linealidad de las historias a que los artistas de la Marvel y DC nos tenían acostumbrados.

En éstas, llega de golpe y porrazo Batman: el regreso del señor de la noche, para muchos su obra maestra, la historia de un Batman en la cincuentena, retirado y ajado por el paso de los años, que se ve obligado a retomar un papel protagonista que lleva años repudiando. El mismo Miller se hace cargo del dibujo, con una línea clara esquemática y un acabado un tanto informal. Sus críticas al individualismo egoísta de la sociedad actual, al sensacionalismo de los medios de comunicación y a la hipocresía de la clase política, traspasaban todos los umbrales de la corrección política admisibles en un inocente tebeo de superhéroes; en buena lógica, creó escuela.

Una escuela en la que sigue ejerciendo su magisterio con Batman: Año Uño. Si en Born Again, Miller había hecho renacer a Daredevil y en El regreso del señor de la noche, había resituado a Batman en un universo distópico, ahora se propone visitar la génesis del personaje, rehacer sus orígenes para modelar esa imagen sombría que desde entonces le acompaña. Para tal fin, nada mejor que recurrir a Mazzucchelli de nuevo; éxito garantizado (por cierto, nos congratulamos de que Planeta, después de adquirir los derechos de DC en España, que estaban en manos de Norma, decidiera comenzar su reedición de Batman con la publicación del Batman: Año Uño, nada menos que al precio de un euro; no dejarían pasar esa oportunidad, ¿verdad?)

Y así, podríamos seguir hablando de la influencia de Miller durante páginas, con Ronin, Lobezno, 300, etc. Pero sigamos argumentando a favor (o en contra) del Sin City de Robert Rodriguez, que es lo que nos ha traído hasta aquí. 

Argumento número tres: el más cinematográfico de los artistas comicográficos parecía también el más reacio entre ellos a la hora de llevar su obra al cine. El bueno de Miller, maestro en el montaje de secuencias, genial en el uso de los planos, superdotado para el raccord, parece haber superado su “cinematofobia” a lo grande… y por partida doble.

La primera presencia indirecta del autor americano (de su obra) en la gran pantalla resultó todo un ejercicio de discreción: pocos se dieron cuenta de que Batman Begins era en gran parte de su metraje una adaptación del Batman: Año Uno. El protagonismo de Frank Miller está mucho más claro en Sin City, no obstante. Cuentan que Miller le puso las cosas muy complicadas a Robert Rodriguez, hasta el punto de que, a la tercera negativa, éste tuvo que invitar al reacio dibujante a su rancho tejano para que asistiera al rodaje de una secuencia piloto, antes de dar su consentimiento (que aún así se pensó muy mucho). No era la primera vez que el dibujante se negaba a que Hollywood adaptara su joya más preciada: “No quería el típico final de Hollywood en el que el poli bueno se lleva una medalla y todo el mundo termina contento”. De hecho, después de su fracaso en la meca del cine (participó como guionista en la segunda parte de Robocop), Miller tuvo que oír a Rodriguez jurar y perjurar que Sin City respetaría el cómic original plano por plano (los que han visto el filme así lo afirman); sería el Sin City de Frank Miller, no el de Robert Rodriguez. El resultado ha de ser entonces un auténtico festival de violencia, sudor y lágrimas (a lo que quizá ayude la colaboración como director invitado de Quentin Tarantino), escenificado en las calles de una ciudad sin ley, Basin City.

La película, de hecho, traduce al celuloide tres de las historias que componen la saga Sin City: por supuesto, la que da nombre a la serie, Sin City, pero también Ese cobarde bastardo y La gran masacre. Todas ellas con la literatura y el cine de serie negra como referencia, y con los conceptos del honor, la venganza y el deber alumbrando los pasos de sus personajes: el brutal Marv (Mickey Rourke), el policía obsesionado con la ley (Bruce Willis), Nancy (Jessica Alba), la bailarina de striptease o Goldie (Jaime King), la bella prostituta desencadenante del conflicto.

Conclusiones: entre la gran cantidad de adaptaciones mediocres a las que nos están sometiendo los señores de la industria cinematográfica estadounidense (y viendo despavoridos como el mapa del trasvase interdisciplinar se está acercando a la vieja Europa), probablemente Sin City nos merezca a los amantes del cómic un voto de confianza, si atendemos al esmero con que se ha manejado su realización y a la implicación directa del creador original en el producto final. Pocas veces un director ha reverenciado tanto el modelo de su adaptación como parece haberlo hecho Robert Rodriguez: “Creo que lo hemos conseguido”, ha comentado un Miller más que contento con el resultado final, “espero que esta película sea usada como ejemplo de cómo llevar un cómic a la pantalla.”

Parece además que Sin City no va a ser la última ocasión de ver la obra de Miller en la gran pantalla; más aún cuando las mismísimas editoriales (Marvel, DC) están dispuestas a meterse de lleno en la industria del cine y ésta no muestra síntomas de renunciar a la tentación de obtener buenas historias en el menor plazo posible. Así las cosas, se agradece que de vez en cuando el verdadero cómic, el que no atiende a las restricciones y exigencias del mercado, se asome a la gran pantalla. Y perdonen ustedes que nos salgamos del asunto que motivó estas líneas, pero cuando hablamos de estos temas uno no puede dejar de pensar en Harvey Pekar, Paul Giamatti y la maravillosa American Splendor de Robert Pulcini y Shari Springer Berman, para un servidor, la mejor adaptación de un cómic al cine que se ha hecho nunca.

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Dicho lo cual, una vez vista, Sin City, la película, me dejó sólo templado...

martes, marzo 27, 2007

Fiebre amarilla (y V): Corea de Ponent Mon

Vayamos acabando con este empacho de arroz, que al final se nos va a hacer bola y hay muchos nuevos platos que degustar.

Lo habíamos dejado con la muy estimable El pino, de Lee Hee-jae. Retomamos el asunto con Una rata en el país del "Yonk", de Tanquerelle, otro autor al que (I confess) no tenía fichado más que de oídas (es lo malo de los recopilatorios, que le dejan a uno con las vergüenzas al aíre en directa proporción a su prolijidad). Dicho lo cual, debo confesar que la primera cita ha sido todo un éxito y promete futuros encuentros. Esta historia muda de una ratilla viajera en el país del Yong (Corea, claro), me ha encantado; por su maestría a la hora de manejar sus referentes más obvios e indisimulados (la animalización alegórica de Maus, sobre todo), por su manejo de la metáfora humorística puramente visual (una herramienta que el cómic no siempre aprovecha), por su dibujo, simple y preciosista a un tiempo (conscientemente adaptado al contexto que recrea) y por su trepidante ritmo narrativo (muy adecuado para una fábula tradicional remozada en gag humorístico largo). Una delicia, lo dicho (de premio, añadimos el blog de su autor a nuestra sidebar).

La chispa de Tanquerelle se congela con la asepsia forense de La lluvia que pasa, obra de Chaemin. Esta joven artista de manhwa plantea su historia de desamor desde una frialdad gráfica y cierta desnudez visual en absoluto gratuitas. De hecho, si exceptuamos algunos detalles contextuales y cierta insistencia tecnológica (un subrayado muy presente en la modernidad artística oriental), la verdad es que el relato que nos ocupa podría haber aparecido en una antología del cómic finlandés o filipino. La frialdad del relato se sustenta en una falsa objetividad visual que Chaemin rompe en varias ocasiones, mediante la inclusión de viñetas de visión subjetiva y algunos esbozos poéticos (como la suplantación de personajes en la escena de la anciana fallecida o el largo poema final de Hi Hyungdo); toques humanos que revitalizan la historia y suministran unas dosis de empatía lectora al conjunto.

Acabamos con Guillaume Bozard, autor francés no muy conocido, pero con una carrera estimable a sus espaldas, que fabrica un broche perfecto para Corea vista por 12 autores, con esta Operación Capitán Zidane. Y es que no hay mejor final que el que nos llega a bordo de un sonrisa. Debo confesar que en mi caso las risas tornaron carcajadas en alguna ocasión, quizás por ese dibujo tan expresivo (que tanto me recuerda a Larcenet) o, tal vez, por la buena predisposición futbolera de un servidor. Porque resulta que Operación Capitán Zidane tiene que ver (¡oh, sorpresa!) con el deporte rey (no, el atletismo no, el fútbol). Pero que no se me borren los anti-futboleros, en la historia de Bozard también hay espacio para un recorrido a trote cochinero por la comedia de enredo, la serie negra, la intriga política, la aventura expedicionaria y la comedia costumbrista (¿?). Que sí, que sí, que no me lo estoy inventando para ganarme su connivencia. Además, ya les hemos dado suficientes argumentos para ganarles en esta causa fácil, como para tener que inventarnos nada, y menos aún cuentos chinos... o coreanos, ¿no creen?

Y mañana (o pasado) prometemos sumarnos a la polémica de moda...

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Fiebre amarilla (IV): Corea de Ponent Mon.

Fiebre amarilla (III): Corea de Ponent Mon.

Fiebre amarilla (II): Japón de Ponent Mon.

Fiebre amarilla (I): Japón de Ponent Mon.

viernes, marzo 23, 2007

Fiebre amarilla (IV): Corea de Ponent Mon.

En los comentarios del post anterior, un visitante amigo señalaba, a propósito de este Corea visto por 12 autores, su preferencia por la historias "de los coreanos por encima de los franceses, por su especial tempo y sensibilidad en las historias, aunque aprecio un salto generacional entre los autores" y añadía "me gustan sobre todo las historias de los autores de mas edad que han apreciado en su propia biografía el cambio extraordinario ocurrido en Corea o Japón en 50 años, los autores jóvenes pertenecen a la tecnología y tienen unas influencias mas globales y quizás menos originales." Me gusta esta valoración porque la comparto en gran medida. Hoy veremos cuánto y por qué. Sigamos ahora donde lo dejamos en el post anterior.
Después de la descarga a prueba de raciocinios serenos, de Park Heung-yon, el francés Mathieu Sapin recupera un tema conocido (lo vimos en ¡Ah Pilsung Korea!): el del europeo de ascendencia coreana que va a su país-madre para encontrarse a sí mismo. Beondegi desarrolla ésta peripecia desde el humor y la caricatura extrema; Michèle Park, la susodicha, llega a Corea para escapar de su vida trivial y sus estudios constrictores. Se encuentra allí con la horma de su zapato personificada en un extraño personajillo, obsesivo y caradura, que será motivo y causa de casi todas las desventuras surrealistas que animan esta historia; divertida y un poco loca, nada más.
Como loca es El conejo, del joven dibujante coreano Byun Ki-hyun. Un relato protagonizado, como anticipa su título, por un conejo, una coneja, vaya. El estilo de Byun, una caricatura bastante sobria, con ínfulas realistas y un inconfundible aire manga, forma parte esencial de los entresijos que movilizan El conejo. La historia se sale de lo ordinario en varios sentidos: por una lado, está la coneja que aparece por sorpresa en casa de la protagonista en busca de asilo; una coneja que convive y se comporta como un humano excepto por pequeños detalles ("tenía por costumbre dejar por cualquier parte sus cacas con forma de cápsulas"). Está además el incuestionable tono alegórico de la historia, con referencias constantes a la leyenda coreana que habla de unos conejos que maceran pastelitos de masa arroz en la luna (¿?); y, por si faltara algo, el énfasis de la historia en esos extrañísimos oficios y entretenimientos orientales que, en este lado del mundo, interpretamos dentro del área de las perversiones psico-sexuales (¿cómo definirían a esos hombres de negocios y padres de bien que "alquilan" a jovencitas con trajecito escolar para que les acompañen al karaoke? Reduplico el ¿¿??). Puestos a pensar sobre todo ello, resulta que existe ya un término que define este modo de creación artística: realismo mágico, creo que lo llaman...
Igort acepta el órdago y apuesta por una historia también atípica, Cartas de Corea. Nunca he seguido demasiado a este italiano de larga y exitosa carrera, quizás porque cuando me he topado con alguna de sus historias, tampoco han despertado en mí mayor interés. Probablemente por eso, afronté esta Cartas de Corea con poco entusiasmo (bueno, es un decir, en realidad tampoco hay que hacer ejercicios de motivación para enfrentarse a una historieta de 10 páginas). Lo cierto es que el relato en primera persona (esa autorreferencialidad, de nuevo), la fragmentación del mismo en diferentes capitulitos sin aparente conexión (al principio así lo parece) y el estilo de Igort (sobrio y un tanto frío, como el de un Davodeau pasado por el filtro) tampoco me invitaban, me parecía, a una reconsideración de posturas. Sin embargo, la experiencia lectora o espectadora me han enseñado a no establecer juicios de valor severos antes de acabar una obra: muchas veces, sólo la visión de conjunto permite alcanzar el significado último que un artista ha querido imprimir en su trabajo. En el caso de Cartas a Corea, de la fragmentación surge una historia plenamente significativa en su mensaje solidario y en su fondo, profundamente poético. Un gran relato, adulto y lleno de sentido, dentro de esta recopilación.
Deberé replantear mis convicciones y hacerme con la obra del italiano.
Terminamos la sesión de hoy (permítanme que en esta ocasión dilate las sesiones hasta la trilogía, todos lo agradeceremos) con Lee Hee-jae y El pino, sin duda una de los capítulos a los que se refería nuestro visitante. La historia está marcada por un costumbrismo indisimulado (al que ayuda el dibujo de Lee Hee-jae, sutil y preciosista -¿se puede dibujar mejor un pino?-, más cerca de la tradición del grabado oriental que del cartoon), que intenta iluminar un episodio decisivo dentro de los hábitos sociales de cualquier comunidad, con independencia de su geografía o cronología: un funeral. Evidentemente, el maestro Lee Hee-jae singulariza los actos del protocolo social en una familia concreta (para así lograr la empatía del lector y dar peso a la carga emotiva de su relato). El pino que da título a la narración es un árbol real (lo es dentro de la historia), al que se sentía emotivamente unido el patriarca fallecido; al mismo tiempo funciona como un símbolo múltiple: del paso del tiempo, del apego a la tierra en la que uno ha crecido y del respeto a las convicciones personales.

Me recuerda El pino a una película que vi hace unos años, con un tema prácticamente idéntico: El funeral (Ososhiki), de Juzo Itami. Un filme directamente emparentada con la tradición clásica del cine japonés y con maestros como Ozu o Mizoguchi, creadores de películas "en las que uno terminaba asimilando como propios sentimientos y conocimientos tan distantes en lo cultural, que valían por 10 libros de historia". Y así recurriendo a unas palabras de los mismos comments que abrieron este post, cierro esta sesión coreana, por hoy.

lunes, marzo 19, 2007

Fiebre amarilla (III): Corea de Ponent Mon.

Primero Japón, después Corea; los dos, territorios inhóspitos o, cuanto menos, igualmente lejanos ante nuestros ojos occidentalizados. Así que, en principio, de nuevo una propuesta la mar de interesante aunque sólo fuera en términos antropológicos. En principio y en final, todo sea dicho, porque la propuesta de Ponent, Corea vista por 12 autores recoge todo un catálogo de sorpresas visuales y extrañezas culturales; más, si cabe, que las que ya abundaban por el tomo nipón y es que, si Japón es el lejano oriente, nuestro desconocimiento (el mío, al menos) de la cultura coreana, sitúa a este país en el extrarradio de la lejanía. Ya lo insinúa Nicolas Finet en su introducción a la obra, que titula "La otra orilla del mundo":
¿Ir a Corea? Pero que idea más rara... Y es que, si bien la tentación de Japón o de la China -por quedarnos en la vecindad- son, más o menos, unos clásicos del imaginario europeo, sigue siendo completamente diferente para el vecino coreano. Durante mucho tiempo, incluso para la minoría de occidentales que se interesan un poco por el mundo, Corea no ha sido mucho más que un nombre en el mapa.
No le falta razón al amigo Finet y tampoco se la quitan las historias recogidas en este libro. Algunas de ellas nos obligan (nos invitan) a la relectura y a la reestructuración de nuestras coordenadas lectoras para una simple comprensión básica de sus contenidos. Otro mundo, otra mentalidad y, por supuesto, otra forma de entender y codificar el discurso artístico. Así que, aunque sólo fuera como experiencia lectora, este Corea... ya merecería el arranque de voluntades y buenas intenciones. Pero es que, además, esta compilación de historias cortas reúne algunos trabajos verdaderamente estimables por su recorrido experimental, por sus valores narrativos o por el simple goce estético que plantean; eso sí, debo confesar que los autores incluidos (por lo que respecta al bando coreano, sobre todo) antes de la lectura a un servidor le sonaban a chino.
Por lo que respecta a la edición, Corea vista por 12 autores no dista demasiado de su hermano gemelo japonés. Conserva la equidad en el reparto entre autorías autóctonas y huéspedes francófonos; mantiene las breves y útiles mini-biografías al comienzo de cada capítulo y aporta una introducción clarificadora respecto a las intenciones de la obra en cuestión. Frente a aquella, ahora se prescinde de lo mapitas en la primera página de cada historia, por lo cual perdemos la referencia geográfica (innecesaria en este caso, pues da la sensación de que tampoco ha sido un criterio rector en la distribución y el reparto de las historias), en favor de la caricatura del autor protagonista (cada una de ellas realizada por alguno de los invitados al proyecto), que nos da la bienvenida bajo el título de cada manhwa. Ah, ¿no lo habíamos dicho? Pues sí, a los "mangas" coreanos se les llama así y, pásmense, son materia y objeto de estudio específico (práctico y teórico) en varias universidades del país. Vamos con ello:
De Choi Kyu-sok nos cuenta la introducción que nació en Changwon (lo sé, como oír llover) en 1977 y que "llama la atención muy temprano gracias a la originalidad gráfica y narrativa de sus relatos breves". Totalmente de acuerdo en todo, lo de Changwon irrebatible y lo de la originalidad un tanto de lo mismo. Además, La paloma falsa es uno de esos relatos breves que llaman la atención, efectivamente. Planteada en clave de reivindicación social, la historia juega con la ambigüedad de una voz narrativa heterodiegética (externa al relato) que termina por confluir con el punto de vista subjetivo de un protagonista-narrador-autor en busca de materiales para su historia (un cómic que se le ha encargado). Un juego, por lo tanto, de autoconsciencia ficcional en el que el relato se construye a sí mismo. Dicha autoconsciencia se ve acentuada por la ruptura de la ilusión que plantea Choi Kyu-sok cuando a mitad de su historia "animaliza" a algunos de sus personajes anónimos (de una forma semejante a como sucede en Blacksad), en un claro subrayado circunstancial de intención simbólica que contrasta con el realismo gráfico de sus academicistas lápices y carboncillos (preciosos los fondos). Catel recurre a una técnica narrativa similar y (como ya sucedía en varias de las historias de Japón visto por 18 autores) recurre a la metaficción como método de construcción de su relato. La autora se desplaza a Seúl con otros dos autores, invitada por la embajada para un proyecto colectivo de creación comicográfica. Nada nuevo, hasta aquí, como ven. Catel nos cuenta como en un primer momento decidió hacer protagonista del viaje a su personaje más conocido, Lucie (la historia se titula Dul Lucie) y plantear la historia como un capítulo más de sus andanzas. De hecho, Lucie aparecerá y desaparecerá del relato en varias ocasiones, interactuando con la Catel-personaje. De nuevo, una metahistorieta, una historia que se construye según avanzan las viñetas y en la que la autora revela los mecanismos internos de la narración por el simple hecho de hacerlos explícitos en sus comentarios y didascalias. La técnica marcadamente caricaturesca de la dibujante francesa añade las habituales notas de humor y autoironía, muy adecuadas en una narración que busca la solidaridad del lector mediante la autocrítica paródica.
Lo de Lee Doo-ho y El árbol de Solgeo es otra historia: un manhwa que recrea y actualiza una leyenda tradicional coreana (la del pintor Solgeo que dibujó en la pared de un templo un pino tan perfecto, que los pájaros intentaban posarse en él). El tema como pueden imaginar enlaza de modo un tanto convencional con la filosofía taoísta y la comunión con la naturaleza. La labor gráfica de Doo-ho, sin embargo, impresiona: páginas formadas por tres, cuatro o cinco macro-viñetas, en las que abundan las angulaciones extremas (que no gratuitas) y planos muy cercanos de los personajes. En cuanto al estilo, predominio de un realismo elegante y sobrio, con unas líneas muy moduladas y unas reminiscencias claras hacia los mangas de tradición histórica (se me viene a la cabeza el Ikkyu de Hisashi Sakaguchi, por poner un ejemplo).
Vanyda es francesa pero su trazo también nos recuerda al de mangakas ilustres y, además, no nos pilla por sorpresa. A Vanyda la conocemos por La casa de enfrente, que publicó Ponent Mon en nuestro país. La historia, ¡Ah Pilsung Korea!, habla de la vuelta a los orígenes (dos hermanos franceses de ascendencia coreana), de las barreras idiomático-culturales (uno no es coreano por el hecho de sentirse coreano, si nunca ha vivido en Corea; ¿obvio, verdad?) y de la casualidad. Una historia amable con final feliz, que mejora cuando se centra en el efecto que las revelaciones culturales tienen sobre los personajes, en vez de en el plano anecdótico de las mismas; ya saben, la búsqueda de cierta enjundia psicológica y todo eso.
Llegados a este punto, alguno de ustedes me afeará, con razón, la escasez de esos argumentos marcianos y promesas experimentales que anunciaba al comienzo de estas líneas. No se preocupen, la Cenicienta de Park Heung-yong vale por tres. El coreano, una de las supuestas estrellas del volumen, se nos destapa con una historia construida poéticamente alrededor de una onomatopeya: "Kkang"; como lo oyen. Lo curioso es que el desarrollo del relato dista aparentemente de cualquier modelo de organización poética tradicional. Se trata más bien de un cuento narrativo organizado linealmente que, en un momento dado (la excusa de una zapatilla extraviada), se desborda por la proa del surrealismo onírico de uno de sus personajes; en ese momento nos damos cuenta plenamente de la naturaleza lírica del conjunto. El desarrollo gráfico de Cenicienta es tan heterodoxo como el contenido que ayuda a conformar: en un ejemplo extremo de "efecto máscara" (sic. McCloud), Heung-yong combina la caricatura esquemática de los personajes con unos fondos tremendamente realistas elaborados con una técnica pictórica radicalmente opuesta a la de los primeros. El efecto resultante es el de las "trasparencias" de las antiguas películas de aventuras en las que el personaje aparecía claramente sobrepuesto sobre una pantalla (azul) en la que se proyectaba el paraje exótico en el que querían hacernos imaginar que estaba (con muy poco éxito la mayor parte de las veces). Da toda la sensación de que el dibujante coreano ha empleado el color en su versión original, lástima que la edición en blanco y negro de la obra (con "esos infinitos grises") no nos permita comprobarlo.
Mañana más.

jueves, marzo 15, 2007

Fiebre amarilla (II): Japón de Ponent Mon.

Seguimos donde lo dejamos, es decir, intentando superar el shock post-crécy. Para tal fin, Japón nos propone Kankichi, una parabolita simpática de Taiyo Matsumoto: la historia de un niño-dios de esos que abundan por las mitologías asiáticas. Un cuento con perro antropomórfico incluido, marcado por el esquematismo evocador del dibujo de Matsumoto, más cercano a la ilustración japonesa que al manga. Mito, fábula o cuento, esta historia preludia el tono lírico que, con matices variados, estará presente en casi todas las historias realizadas por autores japoneses que nos faltan por comentar en este volumen.
Entre medias, se cuela Sfar, uno de los (sorprendentes) líderes editoriales del mercado español en los últimos tiempos (al menos por lo que respecta al número de publicaciones). Al francés se le ve últimamente en todas las ensaladas comiqueras, así que Japón no iba a permitirse su ausencia. El Tokio de Oualtérou nos presenta su vena más sarcástica y ácida: un recorrido inmisericorde por el maravilloso mundo de los prejuicios culturales; un paseo por Tokio bajo la lluvia ácida de las palabras y los penssamientos de Oualtérou, amigo (¿imaginario?) de Sfar. Se trata de una lectura divertida, en todo caso, en la que el ofensor se retrata a sí mismo en cada una de sus ofensas, al tiempo que nos ofrece algunas claves de la diferencia entre culturas sitas a millas de distancia. Todo ello, adornado con la variante gráfica más suelta y abocetada del, ya de por sí relajado, estilo-Sfar.
Little Fish, joven, japonés y osado (en orden indiferente) recoge el guante lírico lanzado por Matsumoto. Lo hace a través de una historia sin palabras, El girasol, alimentada por el realismo de línea clarísima de sus dibujos y un cripticismo narrativo, que juega a adaptar la codificación del símbolo poético en forma de icono visual. Sugerente, pero tan oscuro en sus intenciones últimas que cuesta entrar en su propuesta.
Igualmente lírico y casi tan críptico es Elegir un insecto, de Moyoko Anno. Un ejemplo de sinestesia comicográfica tremendamente evocador: las imágen sugerida por un sonido, el de los grillos en este caso. La autora japonesa ejerce su derecho a la libertad creativa para sorprendernos con un encadenamiento (por momentos casi surreal) de pensamientos y sensaciones emanadas de una idea o, quizás sería mejor decir, de un sonido, con el que, aparentemente, mantiene ciertas relaciones de familiaridad. Un viaje por el pensamiento consciente, una fórmula de exposición lírico-narrativa que, quizás, merecería ser más ampliamente explorada.


Menos mal que aparece Boilet presto al rescate. Curiosamente, también Boilet alimenta su historia de iconos; literalmente, en este caso, pues La calle del amor plantea un viaje de ida y vuelta entre el amor y la ecología urbanita de Tokio, al ritmo de los iconos nuestros de cada día y ese hiperrealismo (o realismo de Polaroid -toma neologismo-) que es el nouvelle manga. Qué decirles, si ya lo he dicho hace sólo unas líneas: me encanta Boilet (y sus amantes desnudas, y su fascinación por la cultura japonesa...) y casi nunca me decepciona. Tampoco ahora.
Pasa Boilet por japonés, me imagino, porque tras él se nos coloca a un autor, francés de pura cepa: Fabrice Neaud, ese de los diarios dolorosos y sufrida intelectualidad. Si algo no me gusta de Neaud es precisamente su tendencia al melodrama y la autocompasión trágica; nunca acaba de hacernos ver cuán mal lo ha pasado por amor, cuánto estigma arrastra por su homosexualidad dolorida. Digo yo que no será el único que tiene achaques de corazón, pero él se esfuerza en que constatemos que así de dolorosos, sólo él. La ciudad de los árboles no iba a ser excepcional en este sentido. Una pena, porque en términos puramente antropológicos, culturales o informativos, ninguna de las historias en este volumen aporta tanto. Neaud se recorre cada rincón de Sendai y nos regala un mapa preciso de la ciudad, sus paisajes y su paisanaje, con un dominio ciertamente virtuoso del estilo realista. Aunque en algunos momentos existe el riesgo cierto de cierta saturación de información, lo cierto es que el autor se las arregla para salir airoso de sus descripciones, gracias a sus habituales e instructivos arranques de sinceridad y a un loable gusto por la anécdota. Lástima que lo pase tan mal.
Y vuelta a la poesía hecha cómic, al cómic poético y a la lírica en viñetas (ahora que todavía se respiran los efluvios de Buzzati). Daisuke Igarashi, que (sin saberlo) no quería ser menos que Matsumoto y se inventa una fábula onírica sobre caballos humanizados, niños en proceso de aprendizaje y desfiles japoneses; todo muy simbólico y alegórico, como no podía ser menos... Pues bueno.
Claro, ante este desfile de intenciones hechas viñeta, Kazuichi Hanawa se queda pensando y lo arregla con otro arrebato mitológico-natural: un bosque sagrado, espíritus del bien y del mal, niños no-natos, peregrinos sin ánimo de espíritu y espíritus que peregrinan más allá de la realidad. El dibujo, muy pictórico, con influjos evidentes del estilo manga clásico (con razón estamos ante un discípulo de Tsuge -¿quién se va a animar a editar sus obras en esta parte del mundo?). Para que lo entiendan ustedes, la impronta visual de Hanawa sería el resultado de poner en el molinillo al propio Tsuge, junto a Tatsumi, unas gotitas de Maruo y algo de Davodeau.
¡Miren qué casualidad! Precisamente es Étienne Davodeau el que cierra Japón, visto por 17 autores. Lo hace con Saporo fiction, la historia de un cruce de caminos: el del narrador Shiro Atsushi con un dibujante francés que ha llegado a Japón, no sabemos muy bien a qué (aunque todos nos lo imaginamos). Un divertido cambio de papeles que le permite a Davodeau ilustrar desde dentro ciertos hábitos culturales nipones, de esos que nos sorprenden a cualquier europeo. Una historia humilde pero entrañable, en la que el autor consigue perfilar con cuatro brochazos (figurados, ya conocemos todos el estilo de Davodeau -tan similar al de Kazuichi Hanawa... perdón por la broma) la personalidad de unos personajes de esos de los que es fácil encariñarse. Además, tiene Saporo fiction hasta una pequeña sorpresa argumental de las que provocan una sonrisa autosuficiente al grito de "me-lo-imaginaba", que no deja de tener su aquel.
Sumado todo, lo muy bueno, lo bueno, lo aceptable y lo que "nifunifá" (no creo que haya ninguna historia realmente mala), Japón consigue una nota media más que estimable y, sobre todo, nos garantiza unas cuantas horas de entretenimiento parcelado (o de un tirón, al gusto del consumidor) y todo eso al mismo tiempo que nos instruye. No es moco de pavo muticus.

martes, marzo 13, 2007

Fiebre amarilla (I): Japón de Ponent Mon.

Queda un poco lejana la edición de este volumen por Ponent Mon, pero no es hasta hace poco cuando me he acercado a él y a su hermano pequeño sobre Corea, así que me toca mirar hacia atrás, aunque sólo sea porque la cosa lo vale. Lo cierto es que la idea de Los Institutos y Alianzas Francesas de Japón (como anuncia la carta prólogo de Boilet a Davodeau) tiene su aquel. También es cierto que la relación entre manga y bande dessinée o, más concreto, entre Boilet y el proselitismo del mestizaje comicográfico japo-franchute, está comenzando a aparecer hasta en la sopa (o el ramen, en su defecto). Soy pro-Boylet y pro-nouvelle-manga, ya lo saben, pero, caray, parece que el francés sea el único dibujante de cómics residente en Tokio ex-becario de Kodansha y creador de un estilo nuevo de manga, ehem...
Detallitos aparte, lo cierto es que estas recopilaciones (publicadas en varios países casi al mismo tiempo, por cierto) se me antojan una buena iniciativa y, lo que es mejor, un conjunto valioso de historias cortas elaboradas por algunos de los mejores autores del momento (no sólo en sus respectivos países, añado). La idea de ofrecer una doble visión auóctona-foránea favorece un interesante cambio en los puntos de vista de cada relato, no tanto por la técnica narrativa en sí, sino por la subjetividad inherente a un proyecto dirigido y condicionado temáticamente, como éste. Lo explica Boilet en su carta:
La obra recopilará historias cortas de ocho autores francófonos invitados a ocho ciudades de Japón (las ciudades de los Institutos y Alianzas respectivos: Tokio, Kyoto, Osaka, Nagoya, Fukoka, Sapporo, Sendai y Tokushima) y de ocho autores residentes en Japón (7 autores japoneses + el menda).
Además, la edición ofrece buenos detalles no muy frecuentes, como un breve perfil biográfico de cada autor al principio de su historia, así como un pequeño mapita con la localización geográfica del lugar en el que se desarrolla cada una de ellas; no esta mal para iluminar parcialmente el terreno por el que nos adentramos. Acerquémonos ahora brevemente a alguno de los cómics incluidos:
Arranca el libro con Historia de la playa, de Kan Takahama, la joven y entregada discípula de Boilet en el noble arte de llevar a buen puerto el nouvelle manga, como vía de creación. Delicada y poética, como casi siempre, la japonesa recrea una anécdota personal junto a su mentor y ex-amante. Un ejercicio de confesión y striptease emocional, con trasfondo trágico-nostálgico; todo muy autorreferencial y, como suele ser norma en la escuela, muy bien dibujado.
David Prudhomme se nos descuelga en La puerta de entrada con la actualización en clave surrealista de una fábula alegórica tradicional (la leyenda de Urashima Taro, parece ser), que jalona de referencias cruzadas y guiños humorísticos, cuyo conjunto, debo confesar, me ha dejado más frío que a una bacalada.
Otra cosa es Cielo de verano, de Taniguchi. El autor nacido en Tottori es un valor seguro; es tan difícil que decepcione como que abandone su corpus de referencias habituales. De hecho, en esta historia corta, Taniguchi recupera algunos de sus referentes temáticos (la nostalgia de la infancia, la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido, el destino caprichoso, etc), una tópica que nos recuerda a Barrio lejano o El almanaque de mi padre; algo de lo que no nos vamos a quejar, desde luego.
Después de la aparición de Fresa y chocolate, Aurelia Aurita es bien conocida por los aficionados al cómic tanto aquí como en su país; no lo era tanto cuando se ideó este volumen, ya que su obra se limitaba al álbum Angora y a algunas historias cortas. Sin embargo, ¡Ahora ya me puedo morir! desvela muchos de los rasgos distintivos de la autora: un marcado erotismo, su minimalismo gráfico y su fluidez narrativa a la hora de ordenar los materiales de un modo original y, en ocasiones, poco ortodoxo. Además, como la chica tiene muy poco pudor y aún menos pelos en la lengua (no sé si en este caso el símil es adecuado), el ejercicio resultante es de una sinceridad tan ingenua que de puro prosaica termina siendo poética (permítaseme la paradoja).
François Schuiten y Benoît Peeters se olvidan del cómic y recurren al relato ilustrado, para recrear una distopía urbana muy de su gusto: Osaka 2034. Mensajes cuasi-publicitarios y el recurso a la descripción objetivista, de apariencia incluso cientifista (aunque no exenta de ironía), para acercarnos a arquitecturas y entidades ficticias; como si no les conocieramos.
Emmanuel Guibert sigue la línea de los anteriores y ejerce de cuentista, dejando en un segundo plano sus muy evidentes dotes como dibujante. Un relato ilustrado en primera persona, lleno de vivencias retrospectivas y confesiones tan personales, que terminan por situar a la historia en la línea del diario. Probablemente responda a la concepción amplia e inclusiva de la obra pero, que quieren que les diga, a mí me parece un poco fuera de lugar.
Y terminamos la sesión de hoy (que va adquiriendo dimensiones de manuscrito feudal japonés) con Nicolas de Crécy. Menudo tipo el de Crécy, éste juega en otra liga. Me recuerda a Lars Von Trier cuando le da por jugar con sus espectadores (o sea, casi siempre) y los zarandea alternativamente desde el desconcierto, a la irritación y el deslumbramiento, para terminar pareciendo el más listo del barrio y dejar nuestro ego de "interpretadores" críticos y anticipadores de expectativas por los suelos. Así es de Crecy, o así lo parece en Los nuevos dioses (y en muchas de sus obras, lo reconocerán conmigo). Lo que comienza como un relato desconcertado y autocomplaciente por la exageración del recurso técnico empleado en la elección de la voz narrativa, termina por funcionar a favor de la historia y de su creador (para nuestra sorpresa). Así, la historia del relato que se cuenta y se crea a sí mismo (el metarrelato más físico y palpable que se pueda idear), crece (literalmente, se va conviertiendo en un monstruito amorfo) y adquiere forma a partir de la informidad inicial concretada en esa única voz narrativa presente en los cartuchos. Vamos, el sueño húmedo de un post-moderno (y lo digo en el buen sentido de la palabra).
Mañana seguimos con Japón y luego nos vamos a Corea...